Intentaremos aclarar una serie de equívocos a fin de fijar unos patrones que faciliten los mismos criterios a la hora de criticar al actual sistema político y establezcan un lenguaje común en tres aspectos, que, a fin de cuentas, derivan todos de la misma cuestión: ¿es lo mismo "nacionalismo" que "patriotismo"? Cuando hablamos de "nación" y de "nacionalidad" estamos hablando de lo mismo? ¿El "Imperio" lleva necesariamente al "imperialismo"? ¿en dónde radica el fondo de estas cuestiones?
5) ¿Nacionalismo o patriotismo?
Primero fue el núcleo familiar, luego la tribu y el clan, y
entre agricultores emanó la ciudad. Un grupo de ciudades y comarcas provistas
de la misma identidad, generó la nacionalidad, cuando distintas nacionalidades
se organizaron en torno a un linaje aparecieron los “reinos” y en el estadio
siguiente, surgió la idea Imperial: una élite con voluntad de poder y proyecto
civilizador. Al menos esto fue así hasta la modernidad. La “Nación” es un
concepto que arranca en la historia con la Revolución Francesa. Mientras, la
“Patria” es algo cuyo sentido aparece ya en la Odisea y en la Ilíada y, por
supuesto en la Historia de Roma.
Existe, por tanto, una diferencia abismal entre
“nacionalismo” y “patriotismo”. Los dos conceptos no son intercambiables y
la utilización preferencial de uno de otro indican la posición ideológica que
se está asumiendo tal como iremos viendo. Habitualmente, además, se suele
explicar en medios de extrema-derecha que el “Imperio” constituyó el momento
álgido en la historia de España y la “reconstrucción” imperial tuvo un peso
decisivo en la doctrina falangista especialmente en los primeros años de la
postguerra. Así pues, el primer elemento clarificador es la diferencia entre
“Imperio” e “imperialismo”.
Es obvia, se habla con sana nostalgia del Imperio Romano o
del Imperio de los “Grandes Austria”, se rechaza, al mismo tiempo el
“imperialismo” americano o el soviético, liquidado en la conclusión de la
Guerra Fría. Para que haya “imperio” debe de haber una cultura que exportar.
Es precisamente la superioridad cultural –las culturas, por mucho que los
amantes del multiculturalismo lo nieguen, también están sometidas a un orden
jerárquico. La concepción cultural de Roma la Grande está años luz por
encima de la cultura de las islas de Andamán (una de cuyas últimas testigos
murió no hace muchos días si hemos de creer a las agencias de prensa; cuenta
EFE que hablada una lengua a la que se le calculaba 65.000 años…). Beethoven y
Bach no están al mismo nivel que la música sincopada africana, de la misma
forma que Wermer de Delf o Velázquez son superiores al chamán africano que
pinta el cuerpo de los enfermos, aparentemente, para lograr su curación. En
el mundo domina la ley de la desigualdad y de la jerarquía. La realidad no es
progresista. Es la negación del progresismo.
Imperio e imperialismo
Imperio e imperialismo
Por eso mismo el concepto que podemos albergar de los
grandes imperios del pasado no tiene nada que ver con su proyección en el
presente: a pesar de que Brzezinsky y los teóricos de la proyección “imperial”
de los EEUU lo pretendan, este país no es el “reflejo” de Roma la Grande
(Brzezinsky llega incluso a comparar el despliegue militar actual de los EEUU
con el de las Legiones en el período de la “pax romana”: 250.000 militares). Es
justo su inversión. Roma fue una potencia civilizadora, los EEUU son, en cambio,
una potencia bastardizadora. No difunde cultura, sino que aculturiza. Roma
duró un ciclo de mil años y EEUU difícilmente llegará a 2025. Es así de simple:
cualquier parecido con la realidad entre Roma y EEUU, de existir, sería pura
coincidencia.
Cuando un “imperio” no tiene una Cultura que exportar
(atención a las mayúsculas y a las minúsculas) no es un Imperio, ni su cultura
es Cultura (conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de
desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social). En
el caso de los EEUU, como máximo podríamos hablar de “civilización” (nivel de
vida y desarrollo económico-social de una sociedad) siguiendo la distinción
spengleriana entre ambos conceptos. Roma, por el contrario, fue una potencia
cultural (esto es con principios culturales), capaz de civilizar (es decir, de
aplicar estos conceptos para elevar el nivel de vida de las poblaciones
conquistadas).
Evola trata este tema en Los Hombres y las ruinas:
el Imperio sería tal en cuanto su cultura tuviera como eje central una
metafísica (o dicho con otras palabras: con los “espiritual” y con su
posibilidad de acceder a lo que está “más allá de lo físico”). El
“imperialismo” sería una forma de dominio económico-militar.
En este sentido estos conceptos tienen mucho que ver con las
castas dominantes que construyen uno de estos proyectos: el Imperio de los
Austria estuvo constituido por la casta guerrera, la aristocracia y la pequeña
aristocracia y su fin fue civilizador (llevar una cultura) y metafísico
(expandir una concepción de la vida identificada con el catolicismo).
Por el contrario, el Imperio Británico fue un producto de
la burguesía emergente y se generó fue a remolque de la Compañía de Indias de
las que la casta militar británica no era más que una punta de lanza (facilitaba
los buenos negocios y la introducción forzada en mercados y en países
proveedores de materias primas…). En este sentido, el imperialismo
norteamericano puede considerarse como su continuación, repitiéndose el mismo
esquema cambiando sólo la Compañía de Indias por las multinacionales y a los
lanceros bengalíes y demás cuerpos coloniales por los marines…
Establecida esta diferencia entre “imperio” e “imperialismo”
toda ahora abordar la existente entre “patria” y “nación”. Se trata de
dos conceptos antitéticos como el blanco y el negro. La “patria” es la
“tierra de los padres”, allí en donde se ha nacido y en donde están enterrados
los antepasados. Es una proyección física del linaje, del clan, de la
nacionalidad. El concepto, como mínimo, se remonta al siglo VI a. de JC y
aparece en el mundo clásico. Indica “transmisión” de un legado que pasa de
padres a hijos, siendo la misión de cada generación ampliarlo y engrandecerlo.
No tiene nada que ver con lo “individual”, sino con lo “colectivo”: la familia,
el clan, la nacionalidad. Tampoco tiene nada que ver con la modernidad, sino
que está ligado a la “tradición” (literalmente “lo que se transmite”). Tiene
también mucho que ver con el arraigo y la identidad: se está arraigado a la
tierra en la que se ha nacido y en la que han nacido y están enterrados los
antepasados que es la tierra en la que nacerán los hijos que vendrán; se tiene
una identidad específica que procede de un conjunto de rasgos antropológicos,
étnicos y culturales que indican a cada persona y a cada grupo social lo que es
y lo que no es.
Nación y Patria
Nación y Patria
En cuanto a la nación es un fenómeno esencialmente
moderno que aparece con las revoluciones francesa y norteamericana que, junto
con la guerra civil británica anterior y con el movimiento de la Ilustración y
el Enciclopedismo, exasperan las líneas de fractura que ya se habían
intuido en el siglo XVI y XVII, cuando los descubrimientos y el comercio
generan las primeras acumulaciones de capital por parte de los banqueros y
comerciantes y estos se sienten incómodos ante cualquier autoridad superior a
ellos. No quieren depender de la aristocracia y de la monarquía, sino que
aspiran a convertirse ellos mismos en poder.
Por otra parte, la “fides”, base de la sociedad medieval y
de su “contrato social”, pierde tensión, los nuevos monarcas intentan amputar
los fueros a los cuerpos intermedios de la sociedad y se genera una fenómeno
perverso especialmente en Francia con los Borbones: un proceso uniformizador de
la sociedad que cristaliza en el absolutismo y en el despotismo ilustrado. Las
nacionalidades que forman los reinos se ven presionadas por un centralismo
absolutista emergente, nivelador e igualitario que se verá exasperada tras la
Revolución Francesa, pero todavía no han irrumpido las naciones. Francia,
España, el Reino Unido, no son en el siglo XVII y hasta la Revolución Francesa,
“naciones”, sino “reinos” y estos ya no son un conjunto de nacionalidades y
estamentos sociales ligados por una “fides”, sino un aparato central monárquico
que tiende a asumir cada vez más roles y a ocupar espacios cada vez mayores de
poder. Eso es el absolutismo.
En la fase siguiente, cuando estalla la revolución
francesa, en la medida en que Luis XVIII es guillotinado, el “reino” desaparece
y es justamente entonces cuando aparece la “nación” que continúa la tendencia
centralizadora, uniformizadora e igualitaria generado por la monarquía absoluta.
Los revolucionarios la emprenden contra los gremios (expresión organizada de la
función productiva o de los trabajadores organizados en instituciones de
defensa y transmisión del oficio… quienes asumen el poder revolucionario son
burgueses, pero no están adscritos a los oficios sino al dominio sobre el
capital, al comercio y a la especulación, generándose las oligarquías
económicas actuales), contra las órdenes religiosas (impulso anti-religioso de
la revolución francesa que persigue, prohíbe y expulsa a los presentantes de la
casta sacerdotal) y contra las órdenes militares y la aristocracia que las
articulaba (en la medida en que la casta guerrera era renuente a un
entendimiento con la oligarquía burguesa: aquellos sostenían principios y
valores superiores, estos tenían como único principio: el negocio). Y crean
otro modelo de sociedad construida en nombre del “ciudadano” aboliendo la
estructura trifuncional propia de las sociedades indoeuropeas que había
prevalecido hasta ese momento y que Dumezil reconstruyó y demostró su
universalidad en todo el ámbito cultural de los pueblos de ese origen. La
Revolución Francesa contribuyó pues a desfigurar la estructura trifuncional de
la que derivaba lo esencial de la identidad de los pueblos europeos.
La confusión terminológica vino porque los revolucionarios
llamaron al “ciudadano”, el “enfant de la patrie” (en la Marsellesa, el himno
de los revolucionarios), pero se trata solamente de una licencia poética.
Cuando Robespierre, Marat, Dantón y demás criminales, aluden a la “patrie”, en
realidad estaban hablando de un valor y de un concepto nuevo puesto al servicio
de la burguesía compuesto por el individualismo, el liberalismo económico, el
igualitarismo a ultranza, las clases sociales (definidas según parámetros
económicos y según su función en el proceso de producción como completará Marx)
frente a los estamentos (grupos sociales agrupados según una vocación, con sus
tradiciones propias, su función social concreta e interrelacionadas entre sí y
en absoluto en lucha tal como quería Marx). La “patria” de la revolución
francesa no es la cantada por Homero, ni la experimentada en el mundo clásico.
El “ciudadano” de la revolución francesa es el individuo sin personalidad propia, exactamente igual a otros ciudadanos (como un grano de arena lo es a otros) que experimenta un rechazo hacia cualquier autoridad superior y rechaza toda aquella autoridad que no proceda de la ley del número. El poder tiene una justificación, a partir de entonces, meramente cuantitativa, casi material: un 51% gobierna sobre un 4%, aunque la mayoría esté compuesta por violadores y criminales y la minoría por premios Nobel. Efectivamente, la ley del número de la democracia liberal está ligada a la “nación” tanto como a la burguesía como clase hegemónica y al liberalismo como sistema económico. La patria, por el contrario, está vinculada a la tradición.
Ahora bien, la “patria” es una entidad ideal, útil para
reconocer a los que “son como yo”, pero ajena por completo a la tarea de
gobierno. De ahí que sea preciso abordar una tercera diferencia, la
existente entre “patria” y “Estado”.
En efecto, la patria no está ligada necesariamente a
vínculos jurídicos sino sociales, a valores y a espacios concretos. No tiene
necesariamente nada que ver con el Estado, aunque tampoco existe contradicción
alguna entre “patria” y “Estado”, todo dependerá del momento histórico en el
que se aplique: el concepto de Estado ha variado mucho a lo largo de la
historia. No es lo mismo un Estado vertebrado por una casta guerrera, que aquel
otro al que una casta sacerdotal ha dado coherencia o el que ha tomado forma
con la burguesía como clase política dominante. En este último caso se dice que
el Estado es la encarnación jurídica de la Nación. Pero en la Edad Media era el
marco en el que cristalizaba la idea de la “fides”. Y en el tiempo en el que la
casta sacerdotal era hegemónica, estaríamos hablando de una concreción
teocrática.
La Nación, como hemos visto, es un término moderno que
irrumpió en la historia con la revolución francesa y sustituyó a la idea de
Reino. El Reino es a la sociedad tradicional, lo que la Nación es a la sociedad
moderna. A pesar de que es difícil marcar con precisión los hitos
históricos en este terreno y existen períodos de transición, podemos decir que
España fue un “reino” hasta 1820, cuando irrumpe el llamado “trienio liberal”,
a partir de ese momento empezó a ser una “Nación”. Los monarcas que fueron
apareciendo a partir de entonces fueron “constitucionales”, por tanto, el
germen liberal ya se había instaurado implicando un tránsito efectivo de la
idea de “Reino” a la de “Nación”, tránsito cuyos primeros despuntes pueden
percibirse en las Cortes de Cádiz.
Uno de los hechos políticos más importantes del período
histórico que se abre en 1978 con la irrupción de la constitución es la
introducción del término “nacionalidad” referido a determinadas regiones del
Estado e impuesto por los “nacionalistas” catalanes y vascos. En realidad, se
trataba de una trampa porque éstos no distinguían entre “nación” y
“nacionalidad” y tendían a reducir lo segundo a lo primero. Cuando en 2004,
Rodríguez Zapatero llegó al poder, a pesar de haber ejercido durante seis meses
como profesor de derecho constitucional, se percibió claramente que era incapaz
de distinguir entre lo uno y lo otro y, por lo demás, al tratarse de un
personaje de talante “humanitario y universalista”, no creía en las fronteras
y, por tanto, no le importaba las que el nacionalismo periférico pudiera
instaurar. Aprovechando la presencia de Zapatero en el gobierno del Estado, los
nacionalistas catalanes aprovecharon para redactar un nuevo Estatuto de Autonomía
en el que el término “nacionalidad catalana” fue sustituido completamente por
“nación catalana”. Cataluña es una “nacionalidad”, nunca en la historia ha
sido una “nación”, como máximo han existido “condados catalanes”, nunca nada
que pudiera ser asimilado al concepto de nación.
Nación y nacionalidad
Nación y nacionalidad
¿Cuáles son las diferencias entre “nación” y “nacionalidad”?
Evola, en Los hombres y las ruinas sostenía que en el pasado
–esto es, en el “mundo tradicional”- no existían “naciones”, sino
“nacionalidades”. Basta realizar un análisis histórico para comprobar que
el Diccionario de la Real Academia no tiene razón en cuanto sitúa a la
“nacionalidad” como “la calidad de los ciudadanos de una nación”. Es otra cosa,
porque la “nacionalidad” aparece mucho antes que el concepto de “nación”
irrumpiera en la historia.
La “nacionalidad”, en efecto, tiene mucho más que ver con
el “imperio” y con el “arraigo” que con la nación. Históricamente, los grandes
imperios tradicionales no se podían articular en una unidad al estilo del
jacobinismo revolucionario o al absolutismo nivelador inmediatamente anterior.
Eran territorios demasiado extensos y con características propias como para que
cada parte fuera “lo mismo” que otras. La unidad estructural era “el reino”
(desde los míticos reyes de Roma hasta el concepto de reino que se abre en la
“Edad Moderna”), y cuando el reino manifestaba una voluntad de poder, “el
imperio”. El reino se constituía sobre la base de la “fides”, el acto de
reconocimiento de la autoridad de un monarca, el cual, a cambio, reconocía unos
fueros concretos (esto es unos beneficios propios a tal o cual región, ciudad o
estamento).
La nacionalidad implicaba la existencia de unos vínculos
identitarios propios que compartían todos los miembros de esa nacionalidad que
generalmente se asentaba sobre un territorio común previo a su incorporación al
“imperio”. Una vez incorporados, seguían manteniendo leyes, normas y
tradiciones específicas, a las que se superponían las del Imperio. Flandes o el
Franco Condado formaron parte del Imperio español aun hablando otra lengua,
disponiendo de otras tradiciones, desde el momento en que aceptaron las bases
sobre las que se asentaba la construcción de los Grandes Austrias: defensa del
catolicismo, expansión universal de una cultura católica y tarea
civilizacional. Por naturaleza, los imperios, como las monarquías tradicionales
no podían ser más que estructuras descentralizadas en las que cada nacionalidad
aplicaba y adaptaba a sus características los principios imperiales.
La nacionalidad tenía por encima al Imperio y por debajo
a las comarcas que la componían. Todo esto formaba parte de un sistema
flexible, elástico y perfectamente adaptable de distintos niveles de identidad
a la que solamente eran refractarios algunos pueblos exóticos (Israel en el
caso de la antigua Roma, los pueblos situados al norte de la muralla trajana en
las Islas Británicas, entre otros, esto es, pueblos situados en la periferia
del Imperio). En ningún caso el concepto de “nación” y de “nacionalidad” que se
atribuía en los imperios tradicionales tenía absolutamente nada que ver con el
concepto actual que se atribuye a estas palabras. En esto estribó la trampa de
los nacionalistas periféricos durante los debates que llevaron a la redacción
de la constitución española de 1978: se introdujo el término “nacionalidad” en
el texto, dando a entender que se consideraba desde un punto de vista
tradicional próximo a regiones del Estado que disponían de cierta personalidad
y características propias. Sólo en un segundo momento, esos mismos
nacionalistas la ambigüedad del concepto que habían sostenido en 1978 pasaron a
afirmar que “nación” y “nacionalidad” eran lo mismo.
La “nacionalidad” es una parte de un organismo mayor
(Estado, Imperio), tratándose de un concepto tradicional, mientras que la
“nación” es otro concepto esencialmente moderno que sustituye al de “Reino” a
partir de la revolución francesa. Aparece en ese momento el concepto de
Estado-Nación (el Estado considerado como la encarnación jurídica de una
Nación) y el llamado “principio de las nacionalidades” (según el cual un pueblo
que disponga de una lengua propia y habite sobre un territorio concreto es una
“nación”). Este segundo principio tiende a considerar de manera excesiva el
papel de la lengua, cuando para el concepto tradicional de “nacionalidad” eran
precisas otras muchas similitudes: cultura, pasado, antropología, historia,
geopolítica, etc. ¿Qué había ocurrido?
De la misma forma que la ley de oro que se impone con la
Revolución Francesa en materia de relaciones sociales era el individualismo, al
perderse en el terreno político la noción de “Reino” y de “Imperio”, el punto
de referencia es “material”: el “ciudadano” que no es, como hemos dicho, sino
un átomo social. Cada parte de una “nación” reivindica, a partir de la
instauración misma del concepto, la aplicación del “principio de las
nacionalidades” y se ve así misma como una “nación” que carece de Estado.
Con el liberalismo ocurre como con algunos minerales que cristalizan en
determinadas estructuras geométricas y que basta con golpear con un martillo
para que reproduzcan en dimensiones cada vez más pequeñas esa misma estructura
geométrica y así hasta lo infinitamente pequeño. Se empieza afirmando que
Catalunya es una nación y los habitantes del valle de Arán terminan sosteniendo
su carácter de “nacionalidad” pues -según el “principio de las nacionalidades”-
disponen de una lengua propia y habitan sobre un territorio concreto… son,
pues, una nacionalidad.
A partir de la instauración del concepto de “nación”, el
único poder que puede contribuir a mantener la unidad del conjunto es la fuerza.
Europa es un continente excepcionalmente rico cuyas naciones han estado
compuestas hasta hace poco más de 200 años por nacionalidades que han hundido
sus raíces muy profundamente. Los revolucionarios franceses de 1789 entendieron
que, desaparecidos los rastros de la “fides” medieval que habían quedado en pie
después del absolutismo borbónico, la única posibilidad de mantener unidad a la
nación era mediante la fuerza de la guillotina. A diferencia de estos, el
carlismo español, mantuvo en la segunda mitad del siglo XIX en su lema –Dios,
Patria, Fueros, Rey- en tercer lugar los “fueros” concedidos por los monarcas a
ciudades, estamentos, regiones y… nacionalidades. Hasta hacía poco no se
hablaba de “España” en singular, sino de “las Españas” en plural,
reconocimiento la existencia de distintas nacionalidades que formaban ese
racimo de “las Españas”.
Una vez desaparecida la “fides” y los principios superiores
de carácter civilizacional que mantenían unidos al conjunto de los reinos y los
imperios, quedaba solamente la fuerza para mantener la integridad del conjunto.
Y la fuerza generaba, allí en donde se aplicaba tímidamente una reacción en
contra. Según la ley del equilibrio que gobierna todo lo que está en el Cosmos,
a una fuerza aplicada en dirección centrípeta, debía seguir otra fuerza
centrífuga de orientación inversa.
Nacionalismo y patriotismo
Nacionalismo y patriotismo
Toca ahora afrontar la diferencia esencial entre
“nacionalismo” y “patriotismo”. El “nacionalismo” fue definido por José
Antonio Primo de Rivera como el “individualismo de los pueblos” y, sin duda,
esta es una de sus frases más afortunadas. El nacionalismo no es más que un
impulso emotivo y sentimental –luego, irracional o, mejor, infrarracional-
surgido de sugestiones históricas impuesta por complejos colectivos,
frustraciones, resentimientos y traumas históricos que tiende a ser
inevitablemente agresivo contra el nacionalismo más próximo y sumir a una
nación en el aislamiento y la hostilidad hacia el vecino. En este sentido,
el nacionalismo es un fenómeno beligerante y enfermizo (“lo mío es superior a
lo de los demás”).
En cierto sentido el “nacionalismo” es un legado de
nuestra herencia animal, no modulado por la cultura. De la misma forma que
todos los mamíferos experimentan el impulso territorial y no toleran que ningún
otro animal penetre en su territorio, los humanos acompañan a este impulso
irracional por consideraciones filosóficas y existenciales. En tanto que
residuo del impulso territorial, el nacionalismo no puede ser sino hostil y
beligerante hacia cualquier otra cosa que no sea lo propio. De hecho, los
conflictos que se han desarrollado en los últimos 200 años tienen como germen
el exclusivismo nacionalista (y los deseos de hegemonía económica que van
parejos a él).
El patriotismo es otra cosa muy diferente: deriva de algo
tan objetivo como es la fidelidad a la tierra y a los antepasados. Así como
el nacionalismo está ligado a la idea exasperada de Nación y esta a la idea
democrática que aparece con la revolución francesa, el patriotismo surge en la
historia con las civilizaciones tradicionales de la antigüedad a partir del
mundo clásico, es decir, irrumpe con determinado nivel de cultura. El
nacionalismo, por el contrario, no tiene nada que ver con la cultura, sino con
la civilización. Las guerras del siglo XIX y XX son precisamente esto:
intentos de conquistar territorios de unas naciones a otras, para controlar
recursos energéticos, no para expandir modelos de cultura.
El hecho es que no hay rastros de nacionalismo antes de
1789. Antes, desde la Edad Media, hasta finales del XVIII, cuando se declaraba
una guerra y la población demostraba su entusiasmo no era por el “honor
nacional” como por la “fidelidad” al Rey y por su honor. De ahí que, históricamente,
el nacionalismo esté ligado a un determinado modelo: a la burguesía como casta
hegemónica, a la democracia del número como sistema político, al liberalismo
capitalista como concepción económica y así sucesivamente. Del paradigma
liberal deriva el nacionalismo y la exaltación irracional que expande.
Esta idea es importante: para ser un “nacionalista”
consecuente es preciso ser jacobino, liberal, defender los valores burgueses,
adherirse al capitalismo y a la democracia, o de lo contrario, se corre el
riesgo de caer en la incoherencia. Eso es coherencia. Ser “nacionalista”,
pero antiliberal o les liberal pero antinacionalista es simplemente
inconsecuencia. Tal fue lo que entendió perfectamente José Antonio Primo de
Rivera, cuando en ningún momento se declaró “nacionalista”.
El nacionalismo nunca ha pertenecido a nuestra familia
política. En su forma jacobina ha sido patrimonio de la izquierda y en su forma
liberal cosa de la derecha. Se empieza confundiendo nacionalismo y patriotismo
y se termina desconociendo a la propia familia política. Nunca un imperio
ha sido “nacionalista” pues no en vano “nación” e “imperio” son conceptos
imposibles históricamente de encajar. Volvemos pues, al principio: un imperio
no es más que una nacionalidad con voluntad de poder y proyecto cultural
superior a los demás.
* * *
Sobre la inexistencia del nacionalismo español
Habría que preguntarse por qué viviendo en una sociedad liberal y democrática, capitalista y gobernada por los ideales de la burguesía, el nacionalismo español es casi inexistente. Esto se debe a varios fenómenos perfectamente identificables y completamente concatenados.
El nacionalismo español que emergió inicialmente durante el
siglo XIX, especialmente a partir del trienio liberal (1820-23), terminó generando
cincuenta años después una eclosión de nacionalismos periféricos (catalán,
vasco, gallego, andaluz) que un mineral que cristaliza en forma cúbica puede
romperse hasta el infinito reproduciendo esa misma estructura cúbica en formas
cada vez más pequeñas. A partir de ese momento, hacia finales del siglo XIX,
la historia de España se convierte en un permanente tira y afloja entre el
nacionalismo central y el periférico.
Paradójicamente, el franquismo, que incluía entre sus
soportes al carlismo y que reconocía como filiación política la negación de la
Revolución Francesa, esto es, del jacobinismo, terminó siendo un régimen
jacobino y centralista seguramente como rechazo al separatismo de ERC, Estat
Catalá, el PNV o ANV… Algunos de los teóricos del nuevo régimen llamaron la
atención sobre los riesgos del jacobinismo y de la desconsideración hacia las
lenguas y los rasgos regionales. Esto hizo que mientras otras extremas-derechas
europeas (la francesa, por ejemplo) aceptan el hecho regional (en las manifestaciones
del Front National, por ejemplo, están siempre presentes las banderas de las
distintas regiones), en la española todavía se desconfíe de lo que supone la
periferia.
A esto ha contribuido el fracaso del Estado de las
Autonomías y las tensiones generadas por los nacionalistas. La extrema-derecha
(y buena parte del centro-derecha y del centro-izquierda) están presos de una
lógica endiablada: esencialmente el nacionalismo español y el nacionalismo
periférico son de la misma naturaleza, sólo que éste es la fotocopia reducida
de aquel.
Otro fenómeno ha agravado esta situación: la pérdida de
la tensión ideal del nacionalismo español que, a partir del desastre de 1898 y,
mucho más, después de la Generación del 98, cayó en la atonía y detuvo su
teorización. El mundo fue evolucionando y se produjo un desfase especialmente a
partir de 1945 cuando volvió la paz y el mundo resultó empequeñecido gracias a
los nuevos medios de comunicación de masas y a la evolución de los transportes.
En los treinta años siguientes (de 1945 a la crisis del petróleo de 1973) se
produjo un crecimiento económico constante que elevó el nivel de vida y aceleró
la concentración de capitales. Veinte años después –tras la conclusión de la II
Guerra del Golfo, la de Kuwait- el capitalismo ya no era el mismo que en 1945
(capitalismo industrial), ni el mismo que en 1973 (capitalismo multinacional),
se había convertido en capitalismo globalizador.
La clase hegemónica ya no era la burguesía media sino la
oligarquía económica que se nutre, fundamentalmente, esquilmando a las clases
medias. La “nación-Estado” ya no es la dimensión apropiada para gestionar el
sistema mundial.
Es preciso aludir al franquismo y a sus contradicciones:
siendo un régimen antiliberal y, por tanto, antinacionalista, parecía lógico
que su gestión del poder fuera, también, antijacobina. Sin embargo, lejos de
asumir los hechos regionales como rechazo al jacobinismo liberal, adoptó éste laminando
completamente a aquellos. El resultado fue que, a diferencia de en casi toda
Europa en donde el jacobinismo es considerado como patrimonio tradicional de la
izquierda, en España es considerado como un rasgo del régimen franquista, de
tal manera que rechazar al franquismo, implica para la izquierda, rechazar
también la idea de España, confundida abusivamente con la que el franquismo
defendió: la idea jacobina de la “España una”, sin referencia alguna a la
periferia.
Por otra parte, los Estados-Nación, demasiado pequeños
para afrontar los desafíos del tiempo nuevo se ven obligados a agruparse en
unidades mayores (los proyectos Airbus, ciclotrón para desarrollar la
energía de fusión, caza europeo, etc., superan con mucho el presupuesto de los
Estados de tamaño medio de la UE). Y, hasta ahora, la crítica de los
“nacionalistas” no ha sido capaz de elaborar una alternativa a esta situación.
El nacionalismo jacobino de hoy sigue siendo exactamente el mismo que el de
finales del siglo XIX, no ha variado un ápice, mientras que la sociedad y la
situación internacional ha variado extraordinariamente.
El tiempo del nacionalismo ya ha pasado porque era
solamente el impulso emotivo, sentimental e irracional de la burguesía media,
ligado a la democracia liberal y al capitalismo industrial, fenómenos todos
ellos que han quedado muy atrás en la historia.
Contenidos
Primera Parte
Segunda Parte
5) ¿Nacionalismo o patriotismo?
6) ¿España con Portugal?
7) ¿Qué enfoque cultural?
(c) Ernesto Milá - ernesto.mila.rodri@gmail.com