Segunda parte del estudio que iniciamos el día de la
Constitución de 2012 inspirado en el hecho de que la constitución aprobada
en 1978 ha soportado mal el paso del tiempo, pero el entramado de intereses que
se sitúan tras ella y que la utilizan como defensa sigue negando la evidencia y
sosteniendo que en base a aquel contrato puede seguir organizándose la Nación
española. En esta segunda parte afrontamos el carácter europeo de España y
la necesaria reforma de las estructuras políticas.
3) ¿Con Europa o contra Europa?
Enarbolar el “que inventen ellos” o aquello otro de
“Españolizar Europa” parece hoy más que nunca fuera de lugar. A la vista de
la crisis actual de España (que es a la vez política, económica, social,
constitucional y moral) resulta evidente que no estamos en condiciones de
proponer a Europa un modelo y una pauta. Pero también resulta evidente que
esta Europa, la Europa de la UE, de los burócratas de Bruselas, del inútil
parlamento de Estrasburgo, la Europa del BCE y de las medidas liberales
restrictivas del Estado del Bienes, esa no es nuestra Europa.
Hay que aceptar, forzosamente, que somos Europa en la
medida en que desde que España quedó incorporada al mundo celta y al mundo
clásico, lo somos cultural y antropológicamente, y en la medida en que nuestro país
mantiene una contigüidad geográfica con Europa a través de los Pirineos, no
podemos sino considerarnos como parte integrante de Europa. Harina de otro
costal es establecer qué Europa nos interesa y cuál es nuestro papel dentro de
Europa.
Empecemos diciendo que la reflexión identitaria sobre
España no puede alejarse de la identidad europea: tanto en lo que se
refiere a los sustratos originarios de nuestra población, como a la presencia e
influencia de la cultura clásica greco-latina, como por la aparición del
cristianismo y su impronta desde la sociedad medieval, España forma parte de
Europa. Negarlo equivaldría a negar la existencia de la ley de la gravedad. Por
otra parte, el 75% de nuestro comercio exterior se realiza con países
europeos.
El problema radica en que Europa ya no es “Europa”, sino
una prolongación cultural de los EEUU. Esta transformación se ha operado en
varias fases, la última de las cuales se produjo cuando para defender la
existencia de la OTAN y el fortalecimiento de la “alianza atlántica”, se
implementó el concepto “occidente” como sustituto del concepto “Europa”.
“Occidente” era, a partir de entonces, el eje EEUU-Europa Occidental, los
intereses de Europa se identificaban y se subordinaban a los intereses
estratégicos de los EEUU y el poderío militar y político europeo aceptaba la
hegemonía norteamericana para afrontar la “Guerra Fría”.
Luego resultó que nunca, efectivamente, la URSS pensó en
invadir Europa Occidental y que experimentaba la sensación de que los EEUU
aspiraban a erosionar su red de alianzas y a convertir el espacio soviético en
una nueva área comercial para sus productos. Sea como fuere, y se dé la
interpretación que se dé a aquel período, lo cierto es:
1) que existió el clima de enfrentamiento entre el Este y el Oeste (aunque se tratara de un combate con tongo o bien en un combate en el que una de las partes actuaba a la defensiva y la otra a la ofensiva),
2) que primero el Mercado Común Europeo, luego las Comunidades Europeas y actualmente la Unión Europea, adoptó una política “occidentalista” de mero seguidismo hacia los EEUU y
3) que España se vinculó desde 1956 a la OTAN a través de los acuerdos militares firmados con los EEUU a cambio de los cuales, empezó a llegar capital extranjero a España gracias al cual se inició el despegue económico a partir de 1959.
En la actualidad la situación no ha variado
extraordinariamente:
1) La UE sigue siendo un satélite militar de los EEUU y un enano político sin presencia propia en los escenarios mundiales y dirigida por políticos que tienen los pies en Europa y el corazón y los intereses en EEUU,
2) España sigue siendo un vasallo (los imperios no tienen aliados, tienen sólo vasallos) de los EEUU.
En muchas ocasiones hemos manifestado que desde el siglo XIX
la pesadilla de los estrategas anglosajones (de EEUU y de las Islas Británicas)
consiste en presenciar el nacimiento de un eje París – Berlín – Moscú que les
impediría poner el pie (militar y económicamente) en el espacio euro-ruso. Las
dos guerras mundiales, la guerra fría, el período de “lucha antiterrorista”,
todo ello ha sido conducido en esa misma dirección: hacer imposible el que los
países europeos se alíen con sus aliados naturales, han generado discordias,
divisiones y masacres, para mayor gloria de los estrategas anglosajones. Hoy,
esa estrategia sigue en pie y España, de manera entusiasta con los presidentes
de gobierno del PP y de los presidentes del PSOE, es un país alineado con los
EEUU, que carece de política exterior propio, de criterios de defensa fuera de
la OTAN y de personalidad política autónoma.
Negamos que los intereses de Europa coincidan con los de
los EEUU. Afirmamos que la presencia del Reino Unido en la UE tiene como
objetivo torpedear, ralentizar, limitar y crear dificultades a esta estructura
y que el Reino Unido y los EEUU forman un eje que históricamente, desde Enrique
VIII hasta la guerra hispano-americana de 1898, han constituido el “enemigo
histórico” de España con el cual ningún entendimiento es posible y ningún
acuerdo deseable. Por otra parte, el mundo anglosajón es la punta de lanza
de la alta finanza internacional, la meca del capitalismo ultraliberal y
alberga a los centros de decisión del capitalismo financiero y de la economía
especulativa mundial.
De ahí la necesidad de que España se independice en todos
los ámbitos (económico, militar, político, estratégico y cultural) de los EEUU
y del mundo anglosajón y lidere la senda que toda Europa debe recorrer en esa
dirección. Europa debe recuperar su identidad originaria. El proyecto europeo
de vida no puede ser otro más que el de recuperar la mentalidad de la Europa de
los orígenes, la de los hoplitas de Esparta que afrontaron la amenaza
asiática, la de los legionarios de Roma que vencieron a la oligarquía comercial
cartaginesa, la de los cruzados que marcharon a Tierra Santa en busca de la
“prueba” que diera la medida de su valor, de los combatientes de Lepanto y de
los defensores de Viena que en el siglo XVI cerraron la vía a los otomanos. Ejemplos
de lo que debe ser la Europa del futuro no faltan. Pues bien, esa Europa,
nacida de las profundidades de la historia y que siempre, a lo largo de esta ha
manifestado constantes prometeicas, debe asumir con apertura de miras, las
tecnologías más avanzadas y responsables, las fronteras de la ciencia más
audaces y la creatividad más osada, sin límites, ni obstáculos, como su nueva
misión histórica: conquistar un nivel de desarrollo técnico-científico para un
determinado tipo humano que hay que recuperar.
España no puede estar ausente de ese planteamiento. Sería
absurdo pensar que España tiene una identidad cultural completamente autónoma
independiente de la de otros países europeos y en absoluto deudora de la
herencia clásica, del germanismo que llegó con los godos y con el catolicismo
medieval que surgió del cristianismo primitivo rectificado por la impronta
romana y nórdico-germánica.
Somos, pues, Europa, pero no “esta Europa”. No se trata
tanto de hispanizar Europa, ni de “europeizar” España, sino de realizar un
largo y problemático “retorno a los orígenes”. Insistiremos en este tema
cuando aludamos en la última parte de este estudio al enfoque cultural, de
momento, valdrá la pena decir, que España solamente tiene razón de ser:
1) Oponiéndose a lo políticamente correcto,
2) oponiéndose al Nuevo Orden Mundial globalizado y
3) oponiéndose al pensamiento único. Y otro tanto vale la pena decir sobre Europa.
4) ¿Qué modelo político?
En 1978 terminó la larga etapa considerada como “de
provisionalidad” que se inició en 1936. Las “leyes fundamentales del Reino”
fueron sustituidas por una constitución trabajosamente elaborada por una
“comisión parlamentaria” que supuso un verdadero cambalacheo entre las fuerzas
políticas que en aquel momento eran hegemónicas para tratar de seguir
prolongando eternamente su influencia. Para evitar que se convocase una
“constituyente” y la “transición” no pudiera ser considerada como tal, sino que
fuera evidente que se trataba de una verdadera “ruptura”, la forma política del
nuevo régimen fue el de “monarquía parlamentaria”. Salvo eso y salvo la
pervivencia durante apenas una década más de “poderes fácticos” (ejército,
magistratura, policía, fuerzas económicas nacionales), la nueva constitución
marcó una ruptura total con el antiguo régimen. Eso supuso que,
políticamente, los logros de la provisionalidad franquista, que
efectivamente existieron, fueran abolidos de un plumazo. La nueva clase
política emergente no toleraría ningún tipo de competencia y el sistema
político español resultante fue un bipartidismo imperfecto que se turnarían en
el ejercicio del poder, con el apoyo de dos partidos nacionalistas que
garantizaban que los techos autonómicos de esas regiones serían superiores al
resto, como de hecho así ha ocurrido.
No fue una buena constitución. A los pocos años de subir
a los socialistas al poder, ya era evidente que la constitución estaba
avejentada, sino agonizante y que el verdadero sujeto de la política española
en ese período y hasta nuestros días iba a ser la corrupción. Corrupción en
todos los niveles de la administración, corrupción silenciada, corrupción
reducida a la mínima expresión de los pocos casos que han ido saliendo a la
superficie, verdadero iceberg que ocultaba el hecho experimentado como
sensación extremadamente vivida en las calles, de que toda la clase política
está corrupta en todos los niveles administrativos y que allí solamente van a
parar ambiciosos sin escrúpulos, con pocas ganas de trabajar, perfectos
ignorantes estructurales que jamás habrían hecho fortuna en la empresa privada
y que se muestran absolutamente desaprensivos y avalados por el “derecho a la
presunción de inocencia” y por un régimen jurídico extremadamente garantista.
Desde el principio de la transición empezó a sospecharse que
todo lo que rodeaba a la Casa Real estaba envuelto en opacidad y que los
“amigos del Rey” estaban presentes en prácticamente todos los escándalos
económicos y financieros. El Caso Urdangarín confirmó estas sospechas que ya se
tenían desde el Caso Ruiz Mateos, el Caso De la Rosa, el Caso Mario Conde, el
Caso Prado y Colón de Carvajal, y algunos más, cuyos protagonistas tienen TODOS
como en común, la amistad con Juan Carlos I. La abdicación de éste fue
ineludible para salvar a la Monarquía.
De la misma forma que bajo la restauración decimonónica
el caciquismo fue el elemento determinante y más significativo de aquel régimen
(frecuentemente ligada, por lo demás, a los sectores “progresistas” mucho más
que a los conservadores) y en aquella época toda la clase política negaba este
fenómeno, hoy, cien años después, la corrupción generalizada sigue siendo
negada por toda la clase política, atreviéndose cínicamente a afirmar que “se
trata solo de casos aislados”… seguramente por eso, la clase política se ha
negado a precisar más la legislación anticorrupción y seguramente por eso, el
parlamento, que redacta leyes como quien hace rosquillas, se ha negado a
elaborar una sobre financiación de los partidos políticos.
Por otra parte, la corrupción está íntimamente ligada al fenómeno de la degeneración de los partidos políticos. Estos han dejado de ser grupos homogéneos que defienden programas y determinadas ideologías, para ser agregados de defensa de intereses personales espúreos, oportunistas y desaprensivos. En 1939, legítimamente, se podía aspirar a que los partidos políticos hubieran entrado en el desván de la historia. La masacre de la guerra civil se debió en su totalidad al sectarismo y la intolerancia tanto de las derechas como de las izquierdas. Los Gil Robles, los Juan March y los Largo Caballero, los Durruti y los Martínez Barrio, todos ellos, con su hemiplejia mental consiguieron que media España se lanzara contra la otra media. En 1939, parecía como si España hubiera extraído como consecuencia que los partidos políticos no habían mostrado otra capacidad salvo la de arrojar por el precipicio a este país. La discusión más inútil que se ha podido realizar desde entonces fue la de establecer “quién fue más culpable”, si las derechas o las izquierdas. Todas las partes lo fueron y lo realmente increíble es que casi setenta años después, algunos prosigan con la hemiplejia mental y la pongan al servicio de su particular versión de la “memoria histórica”.
Si el régimen de Franco tuvo algo positivo y saludable
fue el rescatar a España durante un ciclo de 40 años de las luchas fraccionales
generadas por los partidos políticos, concentrando todo el esfuerzo, por
primera vez en la historia, en el desarrollo económico. La legislación
franquista configuró el parlamento en función de la estructura del país: los
sindicatos, la patronal, las fuerzas armadas, los colegios profesionales, las
provincias, el mundo asociativo, estaban representadas en aquellas Cortes a las
que lo único que se le puede achacar es que no fueran democráticas (¿lo son las
actuales? ¿Acaso la Ley d’Hont no está hecha para falsear los resultados?) pero
en las que los grupos sociales estaban directamente representados y no
necesitaban del tamiz de los partidos políticos.
Indudablemente, aquel régimen tuvo innumerables defectos,
pero el tratar de liquidar a los partidos políticos distó mucho de ser el mayor.
En 1976 todo eso saltó por los aires y tres años y medio después teníamos nueva
constitución. Apenas diez años después, cuando ya habíamos entrado en la UE y
en la OTAN, cuando la corrupción se enseñoreaba de todas las estructuras del
Estado y cuando la partidocracia y la plutocracia habían sustituido a una
democracia que jamás acudió a la cita, entonces fue posible añadir a la
“gigantesca pirámide de fracasos” con la que Ramiro Ledesma finalizaba su
Discurso a las Juventudes de España (“Resumimos así el panorama de los últimos
cien años: Fracaso de la España tradicional, fracaso de la España subversiva
(ambas en sus luchas del siglo XIX), fracaso de la Restauración (Monarquía
constitucional), fracaso de la dictadura militar de Primo de Rivera, fracaso de
la República”), otros dos fracasos más, el fracaso final del régimen franquista
que no logró pervivir en el tiempo más allá de la muerte de su fundador y el
fracaso del régimen democrático nacido en 1978. Una vez más será preciso
recordar como terminaba Ledesma su análisis de la historia reciente de España:
“Vamos a ver cómo sobre esa gran pirámide egipcia de fracasos se puede edificar
un formidable éxito histórico, duradero y rotundo. La consigna es: ¡REVOLUCIÓN
NACIONAL!”.
Cuando se cumplen 40 años de la constitución, es evidente
que esta constitución ya no sirve, que está agotada, que ha dado de sí todo lo
que podía dar y que lo peor que pudo ocurrir en 1978 fue que quienes la
elaboraron pensaran ante todo y sobre todo en prolongar su posición de dominio
sobre España, antes que en los intereses y en la coherencia del Estado.
Si hubieran pensado en esto último es evidente que jamás se
hubiera redactado libelo constitucional alguno que hubiera podido derivar hacia
el odioso “Estado de las Autonomías”, verdadera fuente de conflictos, foco
inenarrable de corrupción y centro de todas las pequeñas ambiciones
justificadas por el más mínimo “factor diferencial”.
Si se hubiera pensado en los intereses del Estado, hubiera
sido evidente desde el principio que Juan Carlos I no estaba en condiciones de
asumir la principal representación de la nación y que la historia había
demostrado muy a las claras que los Borbones habían supuesto una verdadera
tragedia para la historia reciente de España y que nada bueno podía extraerse
ellos. Ahora, ya parece tarde para reivindicar a la dinastía.
Si se hubiera pensado en los intereses del Estado nunca se
hubiera constituido un régimen en el que los partidos políticos estuvieran
sobrevalorados y no importa quien pudiera llegar a ser alto cargo de la nación,
a despecho de su nula preparación profesional, de su ausencia completa de
valores éticos y morales y por el mero hecho de tener el carné de un partido
político o bien por mantener amistad con los gestores de ese partido.
Si se hubiera pensado en los intereses de los ciudadanos, en
lugar de derechos constitucionales instalados en el vacío, se hubieran
habilitado los mecanismos para hacerlos realidad y transformar el régimen
saliente en un “Estado Social” en lugar de tener una sociedad arrojada a las
garras de los especuladores y de las patronales carentes del más mínimo sentido
social e interesadas solamente en aumentar sus márgenes de beneficios a costa
de comprimir el bienestar de la sociedad.
No se pensó en nada de todo esto y, poco a poco, el valor
del texto constitucional se fue apagando. A pesar de que los políticos
anualmente “celebren” los valores constitucionales y los “logros” de esta
constitución ¡solamente ha servido para tener una sociedad huérfana de valores
y desprovista de defensas sociales y una clase política ávida de lucrarse a
expensas de las clases medias! ¡Esta constitución está más que muerta, está en
situación de putrefacción tal como ha demostrado la incapacidad para salir de
la crisis, la presencia de equipos ministeriales cada vez más ineptos y que se
limitan a trasladar programas neoliberales elaborados fuera de España y a los
que no ha votado la población, y tal como ha demostrado la crisis del
independentismo catalán, los acuerdos de paz con ETA, el terrorismo de
misterioso origen del 11-M, la llegada de 10.000.000 de inmigrantes, la quiebra
demográfica, todo ello son síntomas de putrefacción a la que ha conducido el
intentar mantener con vida un texto constitucional que nació muerto y ante el
que no era lícito de ninguna manera ser optimista sobre a dónde nos llevaría.
La constitución de 1978, no es el contrato que nos hará
superar los últimos 200 años de fracasos históricos cosechados uno tras otro.
¡Hace falta, no solamente otra constitución, sino otros valores políticos que
se encarnen en un texto ordenador de la sociedad política! No vale la pena
engañarse: los últimos 34 años presididos por el lema liberal “libertad,
igualdad, fraternidad” nos han conducido hasta donde estábamos: a la pérdida de
todos los valores, al fracaso del sistema educativo y, por tanto, a la
imposibilidad de enderezar “normalmente” la situación, al hundimiento económico
y al despilfarro político. Una cosa son los lemas y otra la posibilidad de
llevarlos a la práctica.
No estamos hablando solamente del fracaso político de
España: es cierto que en otros países europeos los regímenes constitucionales
que llegaron en los furgones de los ocupantes angloamericanos en 1945, son
también obsoletos y están completamente periclitados. Si se nota menos es,
seguramente, porque tienen una mayor tradición democrática que España, pero
también por esto mismo es significativo el proceso de agotamiento que están
sufriendo las fuerzas políticas de centro-derecha y centro-izquierda que
durante más de medio siglo han constituido su alma y en torno a los cuales se
ha ordenado el sistema.
El “pensamiento único” y el culto generalizado a lo
“políticamente correcto”, la fidelidad perruna con la que siguen las
instrucciones emanadas de los centro financieros de poder y de la globalización
y el silencio que muestran ante el evidente fracaso del “nuevo orden mundial”,
son síntomas inequívocos de ese agotamiento. La aparición de “partidos
populistas” en toda Europa es muestra inequívoca de este agotamiento. En
España, todavía es pronto para decir si Vox asumirá este rol o se convertirá en
un correctivo de derechas del régimen, sin intención, ni vocación de operar
reformas constitucionales en profundidad.
Así pues, estamos hablando de una crisis europea generalizado que afecta a todo el sistema político, no solamente a España.
Va siendo hora de recuperar y adaptar elementos políticos
que han sido desechados sistemáticamente por quienes nos han llevado a la ruina
y han abordado en primera línea la tarea de demolición de nuestras sociedades.
Si el trilema “libertad – igualdad – fraternidad” no funciona (y en realidad
nunca funcionó porque el bolchevismo volvió a recuperarlo alegando que la
“democracia burguesa” se había apartado de él y, posteriormente, la
extrema-izquierda de los años 60, de nuevo lo volvió a recuperar denunciando
que los partidos comunistas ortodoxos lo habían traicionado) será preciso
adoptar otro mejor adaptado a la actual situación y mucho más realista: “Autoridad
– Orden – Jerarquía”: la Autoridad es el principio del mando exento de
cualquier sombra de corrupción, la seguridad de que quien la ejerce lo hará en
la dirección justa o de lo contrario será revocado, el principio según el cual
se elije democráticamente a un líder y a su equipo, y luego se acepta su
ejercicio del poder huyendo de luchas partidistas; el Orden es la cohesión que
un Estado y una administración tienen en su interior, en torno a un proyecto
político-histórico a realizar, del cual nadie entre los ciudadanos aspira a
separarse, el cumplimiento de un destino ineluctable que atañe a la generación
actual y a la que está por venir; una Jerarquía que implica el mando para los
mejores, complementareidad entre las distintas fuerzas políticas y sociales,
gradación jerárquica entre los distintos niveles administrativos, la
inexistencia de vacíos de poder y la presencia clara y nítida de centros de
imputación a los que pueda señalarse como responsables de los éxitos y de los
fracasos en la gestión del gobierno.
Un nuevo modelo político hoy, en medio de la crisis
económico-social más atroz que han vivido los siglos equivale a defender,
afianzar y profundizar el Estado del Bienestar por encima y sobre cualquier
otra opción. Defender el Estado del bienestar quiere decir aspirar a
extender la justicia social a todos los escalones de la sociedad, reconocer que
el principal derecho “humano” del ciudadano es la seguridad en todos los
órdenes y que ningún otro derecho puede ejercerse sin que éste se encuentre
perfectamente afianzado. Y quiere decir también aplastar a quienes insinúen
siquiera que el modelo del Estado del Bienestar es un modelo “superado”,
simplemente porque defienden sus intereses de parte, o los beneficios de sus
negocios habitualmente usureros o especuladores.
Es preciso, por esto mismo, proclamar bien alto que la
recuperación de la idea de España y su adecuación a la realidad del siglo XXI,
debe estar vinculada especialmente a la lucha contra el neocapitalismo y contra
el liberalismo salvaje y su secuela más mortal para la identidad de los
pueblos: la globalización. No basta con que el Estado surgido de una
“revolución nacional” sea una “Estado Fuerte”, sino especialmente y sobre todo
un “Estado Social” en el que el mercado esté regulado para evitar la aparición
de burbujas, en donde exista una planificación lúcida y organizada y donde se
tienda a la responsabilización de los ciudadanos en las tareas que competen a
la economía nacional a cambio de una justa distribución de la riqueza y a una
tendencia a eliminar las grandes desigualdades sociales.
Es cierto que en Europa muchas fuerzas políticas tienden
hacia esa dirección, pero lo que estamos proponiendo es que España y su
sociedad asuman el liderazgo y sean capaces de dar ejemplo y sustituir el
actual modelo político (que, sin duda en nuestro país está más agotado que en
cualquier otro lugar de Europa) por un Estado Fuerte determinado a poner fin
a los excesos del capitalismo y en donde la usura, la especulación y las
prácticas antisociales sean consideradas como un delito contra la sociedad y
contra el propio Estado, pues no en vano, el Estado es la encarnación jurídica
de la Nación y está el conjunto de ciudadanos que asumen una misión y un
destino común.
Luego queda por resolver el espinoso problema de las
autonomías. Hay que decir, ante todo, que el problema no son los “derechos
regionales” (a fin de cuentas, España hasta hace 200 años se ha organizado en
base a los “fueros”), sino que el problema real lo constituyen los
nacionalismos. Allí donde existe un “nacionalista” allí existe alguien desleal
para con la Nación y para con el Estado. Todo nacionalismo no tiene como
finalidad última la constitución de una “nación” separada e independiente de la
matriz, por tanto, en el origen mismo del nacionalismo regionalista lo que
existe es una deslealtad manifiesta contra la Nación que si no se manifiesta en
un momento dado, lo hará más adelante.
Fieles a la tradición foral de nuestro país, justo es reconocer que España es una entidad surgida de la convergencia de distintas regiones que reconstruyó en 1492 la unidad perdida del Reino visigodo desintegrado por la invasión islámica. Es evidente que existen idiomas regionales, salvo el euskera, surgidos como variantes hispano-romances procedentes de un tronco común. Pero justo es reconocer también que, en las actuales circunstancias, asumir la defensa de esas culturas regionales supone simplemente hacer el caldo gordo al nacionalismo que basa todo su proyecto en reforzar esos “rasgos diferenciales” (incluso falsificándolos, generándolos artificialmente y, siempre, subvencionándolos hasta la saciedad, para colmo, creando una historia-ficción destinada a cortar vínculos culturales y lazos históricos con la matriz hispana. Por eso, decimos, el nacionalismo no es la solución, es una parte sustancial del problema de la articulación del Estado y, por tanto, para poder realizar un nuevo proyecto descentralizador y que suponga la aportación de las regiones al enriquecimiento del Estado, es preciso que una nueva constitución sitúe al nacionalismo ante la tesitura de demostrar lealtad hacia la nación (introduciendo en una futura constitución la prohibición de promover acciones secesionistas. Contrariamente a la tendencia demostrada por la constitución de 1978, no se trata de dar un mayor techo autonómico a las regiones que tengan movimientos nacionalistas más amplios, sino a aquellas que demuestren mayor lealtad hacia el Estado. El lema, el lema de la España foral, no era otro que “Máxima autonomía a cambio de máxima lealtad”.
Queda el espinoso problema de si la forma de Estado debe
ser monárquica o republicana. Este planteamiento es incorrecto, en la
actualidad no existen grandes diferencias entre una y otra, lo único que cuenta
y lo único que puede pedirse a un presidente de la República o a un Rey es que
sean la encarnación máxima de la Nación y, por tanto, un dechado de virtudes y
de valores encarnados que transmitir a toda la población. Si es una
monarquía, el titular de la Corona no puede ser un pobre espabilado, sin
opinión ni criterio propios, y lo que es peor, rodeado por una legión de
cortesanos que, frecuentemente, han pasado a la primera página de los diarios
protagonizando casos de corrupción.
No estamos dispuestos a condenar a la idea monárquica en
bloque: creemos que la monarquía tradicional no puede ser medida por la
capacidad y el talante de quienes han reinado en los últimos 200 años. Pero
ahora ya hay poco que hacer: las aristocracias tradicionales ya no existen, la
nobleza se ha convertido en algo completamente diferente a lo que fue en otro
tiempo: terratenientes, especuladores, haraganes, carne del colorín, nada que
puede servir para enderezar el país y asumir como clase social la tarea de
recuperar y enderezar la situación. Si la monarquía española aspira a
prolongarse en nuestra historia, deberá introducir un cambio radical en la
percepción de su papel y convertirse en elemento activo de una reconstrucción
nacional. La excusa de “representar a todos los españoles” no puede ser el muro
que impida a la monarquía participar o orientar la vida política y moral de la
nación. Mejor una monarquía con autoridad, que un Estado sin autoridad. Pero
nunca más un Estado con monarca y sin autoridad.
Felipe VI ha heredado el Trono en condiciones
extremadamente difíciles para la institución. Juan Carlos I no fue un “buen
monarca”: se preocupó poco por el rumbo del país, no ejerció como moderador,
ni como “conciencia nacional”, se inhibió y dejó que un “plotter” firmara las
leyes. Juró las Leyes Fundamentales del franquismo y su reinado se basó en la
Constitución que las negaba. Dio excesivas muestras de apatía, desinterés y debilidad
de carácter. No fue un “modelo” para las familias españolas, ni para la
sociedad. Sólo el tiempo dirá si su sucesor tiene fuerza y energía para superar
todos estos déficits que afectan a la institución monárquica.
Sin embargo, justo es reconocer que, en las actuales
circunstancias, el salto de la monarquía a la república supone una pirueta
mortal sobre el vacío, especialmente cuando el país está partido entre una izquierda republicana y una
derecha monárquica, casi como lo estaba en 1931.
Lo que debe estar claro es que esta figura que esté en la
cúspide del Estado, no puede ser en absoluto “decorativa” sino que, el mero
hecho de existir implica que debe también tener responsabilidades y
competencias. El rey “constitucional” no es solamente el representante de la
nación, de la misma forma que el presidente no es meramente un cargo
protocolario y representativo. En un Estado eficiente y moderno estas figuras
no existen en la práctica. El monarca, el regente o el presidente del Estado,
o son máximos centros de imputación y responsabilidad, a los que corresponde
atribuir los éxitos y los fracasos en la gestión del gobierno y como afirmación
del principio de autoridad y de jerarquía, o no son nada.
En un Estado eficiente y moderno, a fin de cuentas, no
hay lugar para las “instituciones florero”, de hecho ya hemos conocido
demasiadas en el régimen nacido en 1978. Las instituciones deben tener
competencias y poder, también responsabilidad y deben rendir cuentas de
sugestión. Nada que exista puede tener una función protocolaria o simplemente
decorativa, ni, por supuesto, servir únicamente para que los partidos políticos
sitúen a sus segundones.
En el régimen surgido en 1978 abundan tales “instituciones
florero”. En un Estado regenerado, reconstituido y digno de tal nombre, no hay
lugar para ninguna de estas instituciones inútiles. Ya hemos aludido a que la
monarquía (la regencia o la república) no debe seguir estar desprovistas de
funciones reales de mando, gobierno y poder. Otro tanto vale para otras
instituciones. Se ha aludido a la ausencia de funciones del Senado y a su
necesaria transformación en una “cámara autonómica”… En la medida en la que
todos los diputados del parlamento representan a sectores de la población
concretos situados en zonas geográficas determinadas (esto es, autonomías), por
eso mismo ya cumplen esa función. De ahí que no tenga sentido la existencia de
una “cámara autonómica” porque esta función ya está implícita en el parlamento.
Cabrían, pues, dos formas de organizar la
representatividad en un Estado regenerado. O bien el actual parlamento se
transforma en una “cámara de las corporaciones” en la que no estén
representados los partidos políticos, sino los distintos cuerpos de la
sociedad, o bien el parlamento sigue ostentando representación procedentes de
los partidos políticos, pero junto a la cual se sitúe un senado reconvertido en
“cámara de las corporaciones” con capacidad de veto sobre las decisiones
adoptadas en el Congreso de los Diputados.
Y esto ¿por qué? Sencillamente porque los partidos
políticos ya han decepcionado a la población, jamás han expresado programas que
se hayan tomado la molestia en cumplir, han sido fuentes de corruptelas,
nepotismo, amiguismo e ineficiencia y siempre han situado sus intereses de
parte sobre los intereses de la comunidad; por lo demás, los partidos políticos
han dejado de ser expresión de opciones ideológicas para convertirse en ariete
de intereses de su capa dirigente.
Realizada esta constatación se trata solamente de reconocer
que un ordenamiento democrático “normal” debe tratar de reducir el campo de
acción de los partidos políticos, establecer como contrapeso otras fuentes de
representación (de ahí la necesidad de establecer una “cámara corporativa”) y reducir
al máximo su peso en la sociedad (no deberán tener subsidios públicos ni ellos,
ni sus fundaciones, deberá existir una ley de financiación en la que quede
claro cuáles son sus ingresos y de dónde proceden y no recibirán ayudas
postelectorales por votos obtenidos).
Lo que un sistema político maduro y del siglo XXI debe
tender es a lograr que los ciudadanos estén representados DIRECTAMENTE y a
través de instituciones imprescindibles (colegios profesionales, sindicatos,
asociacionismo cultural, etc.) en lugar de mediante el tamiz distorsionador de
los partidos políticos. Hay que establecer de una vez por todas que éstos han
fracasado en su tarea representativa y que ya no tiene lugar en el futuro de
España. Es más, a ellos se debe por encima de todo y sobre todo, la
corrupción generalizada, el nepotismo, la incompetencia convertida en norma de
gobierno y la legión de “asesores” que medran hoy a la sombra del poder.
Contenidos
Primera Parte
Segunda Parte
3) ¿Con Europa o contra Europa?
4) ¿Qué modelo político?
5) ¿Nacionalismo o patriotismo?
6) ¿España con Portugal?
7) ¿Qué enfoque cultural?
© Ernesto Milà – infokrisis – ernesto.mila.rodi@gmail.com –
Prohibida la reproducción de este artículo sin indicar origen - Revisado el 12.06.2019..