“La multitud no razona; acepta o rechaza las ideas en bloque; no soporta la duda ni el examen. Lo que afirma o niega lo afirma o niega con vehemencia, y considera como enemigos a quienes no piensan como ella”
(G. Le Bon, La psicología de las multitudes)
En sus 90 años de vida, Gustave Le Bon (1841-1931)
compuso una obra enciclopédica que marcó su tiempo y todavía prolonga su
vigencia en el siglo XXI. En la medida en la que situó a la “raza” y todo lo
que la hizo acompañar en sus teorías con las ideas de jerarquía racial,
determinismo racial, comportamiento racial, e incluso, determinismo racial, no
puede extrañar que la obra de Le Bon haya sido “cancelada” por los turiferarios
de la corrección política. 
Y es que, para un progresista, es mucho más
sencillo borrar de un plumazo e ignorar una teoría, que criticarla. Freud, que
intentó formular reservas explícitamente a Psicología de las multitudes
de Le Bon, tan solo consiguió perderse en su propio terreno: Freud atribuye el
instinto gregario a mecanismos inconscientes y, allí en donde Le Bon se expresa
linealmente y con conceptos claros e indiscutibles, Freud debe recurrir a la
lívido y a sus demás temas habituales para explicar por qué las masas siguen a
los líderes, a establecer discutibles relaciones entre el “yo” y el “superyo”
y, en definitiva a complicar lo que Le Bon había vuelto extremadamente sencillo
de entender: que la personalidad individual se pierde en el seno de una masa;
que el contagio y la imitación aparecen de forma inmediata en una masa humana
y, por eso, sus reacciones tienden a ser las mismas; que las masas son
“femeninas” y precisan seguir a alguien que las seduzca; que la inteligencia
media de una masa no es el resultado de la media aritmética entre las
inteligencias individuales sino que se sitúa en el punto de más bajo de todas
ellas; que una masa experimenta una sensación de omnipotencia que anula la
impotencia de cada uno de sus individuos cuando están aislados; que  una masa es capaz de cometer atrocidades
irracionales que repugnarían individualmente a cada uno de sus miembros; que en
una masa aparece un “alma colectiva” que condiciona tanto su pensamiento como
su acción; y, finalmente, que ninguna raza se salva de estos condicionantes, a
pesar de que las características de cada raza sean diferentes.
Quizás la gran diferencia entre la obra de Le Bon
y la de Freud, es que la del primero es la de un espíritu científico, mientras
que la de Freud es la de un especulador. El científico busca entender los
fenómenos particulares a través del estudio de lo global; un especulador es
quien, a partir de unos pocos casos examinados, establece abusivamente leyes
universales. Le Bon es un científico multidisciplinario que trabajo distintas
áreas del conocimiento (antropología, medicina, psicología social, sociología,
historia, geografía, investigación científica, y seguramente nos dejamos algún
campo por el que se interesó), Freud, en cambio, no pasa de ser un psicólogo de
las “profundidades” e inventor de una terapia, el psicoanálisis, cuya
eficiencia, un siglo después de su creación, dista mucho de estar demostrada. Freud,
no ha sido “cancelado”, pero su sistema, incluso en su época, mostró tales
deficiencias que muchos de sus discípulos (especialmente Adler y Jung) se
distanciaron de él. 
*     *     *
La “cancelación” de Le Bon se ha basado en dos
puntos que para la progresía ha presentado como muestras del “mal absoluto”: su
consideración de que la mujer es inferior al hombre y su idea de la existencia
de razas superiores e inferiores. Ambas posiciones, eran habituales en su época
y, por lo demás, hay que matizarlas.
En efecto, sobre la “superioridad masculina”, los
conocimientos científicos en la segundad mitad del siglo XIX y en la primera
del siglo XX, estaban lastrados por las observaciones de Darwin sobre la
evolución de las especies. Le Bon era darwinista y, por tanto, tenía en alta
estima las opiniones del padre del evolucionismo. Para éste, el aumento de la
capacidad craneal y del peso del cerebro eran elementos determinantes en la
evolución: las especies con un cerebro más grande, deberían ser, para él, “más
evolucionadas”. De ahí, Le Bon deduce que, en el interior de una misma raza,
los más inteligentes serían aquellos que en Francia se llama “les grosses
têtes”, “cabezas grandes”, “grandes cerebros”, equivalente, en la lengua de
Cervantes, a “grandes pensadores”. Le Bon constató que las mujeres tenían menor
masa cerebral y eso le llevó a decir que los cebreros masculinos y femeninos
han experimentado un proceso evolutivo diferente. 
Hoy, sin embargo, se sabe que el volumen del
cerebro es independiente de la inteligencia y no es en absoluto un factor
determinante. Las conexiones neuronales y la rapidez con la que estas
transmiten la información, es el elemento que, hoy, se considera fundamental
para establecer las capacidades desiguales de las inteligencias individuales. 
En cuanto a las razas el problema es bastante más
complejo. Pero también aquí, las posiciones de Le Bon están marcadas por el
espíritu de su tiempo. Cuando se leen sus obras, especialmente Psicología de
las revoluciones y esta que presentamos hoy, parece muy claro que cuando
alude a “raza”, se está refiriendo, más bien, a “etnia”. Raza sería, por
ejemplo, la caucásica, dentro de la cual, existen distintos grupos étnicos. La
contraposición que hace, por ejemplo, entre germanos y anglosajones por un lado
y latino-mediterráneos, por otro, solamente tiene sentido aludiendo a la etnia.
La “raza” se basa en las características físicas
(y la historia ha generado mezclas y movimientos de pueblos europeos,
superponiéndose grupos étnicos y produciéndose inevitables mestizajes entre cepas
poco diferenciados entre sí), mientras que la “etnia” es un concepto
especialmente cultural. La raza está basa en la biología; la etnia, en cambio,
en los rasgos culturales (lengua, tradiciones, cultura, dieta). La “raza” es
algo inmutable (se nace en una raza y es imposible pasar a otra), mientras que
los rasgos étnicos pueden enmascararse, cambiarse o adoptarse relativamente.
Una misma raza siempre está seccionada en distintas etnias: los caucásicos
europeos, por ejemplo, están divididos en eslavos, germanos, latinos,
anglosajones, etc. Las etnias, en cambio, son unitarias y sin apenas
diferencias sustanciales en su interior.
El problema puede surgir cuando en una misma
nación existen distintas etnias o cuando un mismo territorio geográficos está
poblados por distintas razas. Un caso sería la isla caribeña La Española
poblada por negros en la parte occidental y blancos en la parte oriental, que
han dado lugar a la República Dominicana y a Haití. Ambos países alcanzaron la
independencia respectivamente en 1821 y 1804. La isla, bajo soberanía francesa,
fue el primer país caribeño que obtuvo la independencia con el nombre de Haití tras
una revuelta de esclavos negros en la parte oriental de la isla que, más
adelante, se apropiaron de toda la isla, hasta que en 1844 la parte occidental
se declaró independiente. Hoy, la parte oriental, poblada por negros, está
sumida en la pobreza más absoluta (con un PIB en 2024, idéntico al de 1950),
mientras que la parte occidental ha experimentado un fuerte crecimiento
económico generando una desproporción abismal entre los dos Estados de la misma
isla (con un crecimiento anual del 5,3% desde 2000). A pesar de que esta
desigualdad creciente puede explicarse por muchas causas, la raza sería para Le
Bon, la principal de ellas. 
Ahora bien, si las cosas están bastante claras en
la isla La Española, en Europa, resulta casi obligado aludir a etnias más que a
razas. Europa es la tierra en la que nació el socialismo, el tema de la obra
que el lector tiene en sus manos. Así pues, el lector tendrá que juzgar cuando al
escribir “raza”, lo adecuado, para el lenguaje actual, debería entender
“etnia”.
*     *     *
Si antes hemos puesto cierto énfasis en resumir
las ideas de Le Bon expuestas en Psicología de las muchedumbres es
porque, en realidad, esta obra constituye el marco teórico en el que se
desarrolla Psicología del socialismo. Es significativo que ambas
aparecieran en años sucesivos, 1985 y 1986. Si en la primera obra, Le Bon
elabora una teoría completa sobre el comportamiento de las masas, en la
segunda, aplica esta teoría al socialismo. Anteriormente, en 1894, Le Bon había
publicado Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos en la que se
intuían las tesis que iba a desarrollar en su gran obra sobre la psicología de
las masas. Estas tres obras, en realidad, constituyen el punto de arranque del
estudio sobre los resortes que mueven a las masas.
A partir de los puntos que hemos enunciado y que
expuso en Psicología de las muchedumbres, Le Bon interpreta el
socialismo como una manifestación de la mentalidad de las masas y de su
irremediable irracionalidad. No es una ideología, no es un método de análisis
como pretendía Marx, tampoco es una doctrina política (aunque quiera serlo en
sus distintas modalidades), ni siquiera es un movimiento reivindicativo, es,
sobre todo, y por encima de todo, una “nueva fe”, una nueva forma de concebir
la religiosidad, con sus dogmas, sus ritos, sus mártires y sus profetas.
Lo esencial de un sistema religioso es que no
puede explicarse a través de la racionalidad; se cree en él por ser una verdad
revelada, algo cuya única finalidad es mover masas, pulsar sus instintos para
encaminarlas en determinada dirección. Le Bon ve en el caso del socialismo un
ejemplo típico sobre como una idea utópica puede arraigar en el inconsciente de
las muchedumbres.
El hecho de que Marx quisiera dar a su sistema un
aspecto “científico” y, por tanto, racional, es secundario para Le Bon: las
masas desconocen lo esencial de ese sistema que, desde el principio quedó
relegado al estudio de un puñado de intelectuales. Nada de todo esto es lo que
ha llegado a las masas, sino la ilusión de que la “lucha de clases” es el
“motor de la historia” y que ésta concluirá, necesariamente, con el “triunfo
del proletariado” a la formación de una “sociedad sin clases”. No son, pues, el
aspecto pretendidamente científico de la teoría, lo que mueve a las masas, sino
los dogmas que hemos resumido, lo que constituye su motivación y lo esencial de
su fe. Una vez más, como siempre en la historia de los pueblos, la emoción
termina primando sobre la racionalidad. Lo que ocurre es que los dogmas han
ocultado, elegantemente, los resentimientos, las esperanzas, los deseos de revancha
social y de igualdad (cuando en el mundo biológico al que pertenecemos, lo que
reina es la desigualdad y la jerarquía).
Al igual que las muchedumbres son seducidas por
líderes, en el socialismo ocurre otro tanto. El líder socialista es aquel que tiene
la habilidad de movilizar el sustrato emotivo y sentimental de una masa de
desheredados, convirtiéndolo en potencial político. Muchas variedades de
“líderes” aspiran a dirigir a las masas: el intelectual gris, rata de
biblioteca, solitario, el “reformador social” alucinado con la idea de
“progreso” y la consideración de que él está destinado a acelerar ese progreso
hasta sus últimas consecuencias, el intelectual demagogo que aspira,
especialmente, a mejorar su situación personal, presentándose como sumo
sacerdote de la nueva fe, quien mejor entiende sus dogmas, y cuya percepción de
la realidad apenas alcanza más allá de su gabinete de estudio, siendo el resto
el producto de elucubraciones mentales surgidas de la combinación de los dogmas
aprendidos.
*     *     *
Le Bon, vale la pena recordarlo, tiene ideas muy
concretas sobre lo que es el progreso (evitamos llamarlas “progresistas”), particularmente
cree en el avance de las ciencias, pero en política es un conservador clásico.
Cree que las minorías ilustradas deben ser las que asuman la guía de los
Estados, si es que se quiere llevar a cabo una gestión racional de la política
y de la economía. Odia las estridencias, las revoluciones, los ajustes de
cuentas que derivan de ellas y las situaciones de inestabilidad permanente que
se prolongan hasta que llega un Bonaparte y las resuelve por medio de una
dictadura. 
Este conservadurismo intrínseco de Le Bon en lo
político es lo que le hace considerar peligrosa a la muchedumbre porque,
arrastrada por demagogos, tiende a destruirlo todo y es incapaz de distinguir
entre lo que merece ser destruido y lo que pide ser conservado para mantener la
cultura y la continuidad de un pueblo. Y, por eso mismo, considera peligroso al
socialismo, capaz de convertir la energía irracional de las masas en una fuerza
subversiva capaz de derribar gobiernos e instituciones y marchar hacia el caos.
Su confianza está, más bien, depositada en una élite intelectual, una minoría
que afronta los problemas con mesura y racionalidad y, a partir de ahí, formula
propuestas de reforma social. Todo esto hace que el título de esta obra, Psicología
del socialismo, sea deliberadamente engañoso: en realidad podía haberse
llamado, con más razón, “Critica a la religión socialista” o, incluso,
“Fundamentos de una seudo-religión”.
El resentimiento, la decadencia de las tradiciones
y, en especial, la pérdida de la religiosidad tradicional, hace que el vacío
creado quede ocupado por una nueva dogmática en la que la esperanza
escatológica en el más allá y en el fin de los tiempos quede sustituido por
ideas simples: “igualdad”, “igualitarismo”, “reparto de la riqueza”, “justicia
social”, que tienen un eco particular en los desheredados. Además, el
socialismo, tiene la ventaja en relación a las religiones tradicionales, de que
ofrece en el “más acá” la recompensa sin esperar a un problemático cumplimiento
de las promesas y la felicidad eterna en el “más allá”. Y es que el socialismo
es una “doctrina emocional” que apela a los sentimientos de la masa y les llama
a la “redención” que se producirá sólo mediante la “igualdad económica”.
La presente obra debe leerse como un documento
histórico exponente del pensamiento conservador, pero también como un libro
profético y, como tal -en realidad como cualquier libro profético- un conjunto
de previsiones de futuro de las que algunas se cumplirán y otras no. Sería un
error minusvalorar la importancia de este libro y de la obra de Le Bon en
nuestra historia reciente.
*     *     *
Ya hemos aludido a Freud y a su poco convincente
crítica a las teorías de Le Bon, pero hay que recordar también que éste influyó
extraordinariamente en las concepciones de Ortega y Gasset que lo toma como
punto de partida para augurar la llegada del tiempo en el que reinará el
“hombre-masa”. Ambos, Le Bon y Ortega, son consciente de que la era de las
masas supone una amenaza para la civilización que este último valora como
resultante del progreso y desembocan en la formación de un “sujeto colectivo
nuevo”. 
Quizás donde las profecías de Le Bon acertaron
especialmente en anunciar el advenimiento de la época del “cesarismo” (los
fascismos, especialmente). Tras décadas de caos y de confusión, las masas se
refugian en líderes carismáticos, se entregan a ellos, tras décadas de luchar y
morir por sus libertades y en nombre de ellas, están agotadas y encumbran a
alguien que les promete orden, estabilidad, reposo y felicidad. Hitler y
Mussolini estaban por aparecer, Napoleón Bonaparte, Luis Napoleón e, incluso el
Bonaparte frustrado, el general Boulanger, ya habían demostrado que, tras
épocas caóticas, las masas acuden inevitablemente a un “césar”. 
También sostenía que el triunfo del socialismo
sería relativamente breve. La imposible realización de los objetivos utópicos del
socialismo -en especial, los procesos de colectivización- terminaría con él. Auguraba
así la revolución de octubre de 1917, el estalinismo y el posterior
desmoronamiento del régimen soviético setenta años después. También sostenía,
con razón, que la potencia económica alemana se debía a su mejor organización y
al pragmatismo de su “raza”, mientras que Francia se vería apeada del pelotón
de cabeza de las naciones a causa de su increíble tendencia a la burocracia y a
favorecer la integración de Argelia y de los argelinos como ciudadanos de pleno
derecho. Veía el “peligro amarillo” como algo que terminaría haciéndose
realidad y la potencia de los EEUU como uno de los pilares del siglo XX.
Anticipaciones geniales, sin más apoyo que la lógica, las estadísticas y el
método positivo.
*     *     *
Hoy tiene tendencia a pensarse que las
innovaciones tecnológicas han dejado atrás el pensamiento de Gustave Le Bon y
sus consideraciones sobre las masas, la geopolítica y la tecnología. En
realidad, es todo lo contrario. Cuando Byung-Chul Han alude al enjambre
en el libro del mismo título (2013), deja constancia de que las “redes
sociales” han sustituido a la “masa”. No puede hablarse, por tanto, de “masas”,
sino más bien de “enjambres digitales” y algo parecido es lo que expone Zygmunt
Bauman en La modernidad liquida (2000) y en ensayos posteriores. Este
autor define nuestro tiempo como la “modernidad tardía” en que se han aparecido
nuevas formas de “colectividades efímeras”. Está aludiendo a las masas
digitales.
Si para Le Bon, una “masa” era una “reunión física
en la que los individuos pierden su individualidad y se fusionan en una mente
colectiva”, la novedad es que, hoy, ya no es necesaria una aglomeración física;
las “redes sociales” han sustituido esa condición por un equivalente digital.
No estamos juntos en las calles, nos reunimos ante terminales electrónicas. Y
en ese medio artificial, se cumplen las mismas leyes que enunciara Le Bon: la
identidad individual se diluye en el flujo colectivo de emociones, marcadas por
memes, los “nuevos gritos de la multitud” aparecen en forma de likes, retuits
y trending topics. Gracias a ellos se genera un contagio emocional y un
proceso de sugestión idéntico al que aparece aún en los espectáculos de masas:
viralización de mensajes y contenidos, desinformación o información irracional,
proliferación fakes y polarización electrónica, incluso los propietarios
de las redes sociales premian a los que generan más emociones en menos tiempo. 
Cuando Le Bon habla de “pasiones colectivas”,
parece, también aquí, haberse anticipado a los algoritmos que estimulan y
destrozan vidas y tendencias, generan “influencers” (los “líderes” de
los que hablara Le Bon a los que todo el mundo quiere seguir, hagan lo que
hagan), los “creadores de contenidos” (que consiguen generar entusiasmos,
fiebres consumistas y demás formas de irracionalidad digital). 
Y todo esto ¿cómo lo hacen? Tal y como establecía
Le Bon para todo aquel que quiere influir en una masa: con frases simples (un
mensaje de más de 280 caracteres ya se considera “difícil de leer”), arrancando
al individuo de su racionalidad y arrojándolo al submundo de las pasiones
desencadenadas. Es evidente que no pueden profundizarse ni ideas, ni doctrinas,
ni siquiera se busca eso: los eslóganes, el etiquetado de los mensajes, los hashtags,
deben bastar para ofrecer a cada cual aquello que parece buscar. El usuario
busca el “producto perfecto”, sin darse cuenta de que él ha pasado a ser el
“producto” y es con él con lo que comercian los propietarios de las redes
sociales: cada dato de su individualidad cuenta para venderlo a cualquier
empresa que lo solicite y esté dispuesto a pagarlo. 
El usuario, permanece inconsciente ante esta
realidad y en un estado de excitación permanente -también aquí, Le Bon acertó-,
para lo que se precisa de una presencia constante, invasiva y omnipresente de
las redes sociales en la vida de los sujetos. Los streamings, por
ejemplo, no están tan interesados en que el público vea uno u otro de sus
productos, como en que permanezcan siempre en su área buscando qué ver hoy o en
días sucesivos, eterna y permanentemente. En cuanto a las redes digitales, se
trata de “enganchar” al individuo consiguiendo que permanezca horas y horas
corriendo el scrolling de la pantalla en busca de algo que le interese y
con lo que identificarse.
Lo que hoy se llama “infantilización cognitiva” no
es más que la actualización de las leyes enunciadas por Le Bon sobre el
comportamiento de las masas. También aquí hay una diferencia con respecto al
final del siglo XIX: hoy esa infantilización ya no es espontánea, sino generada
por algoritmos. Ya no es una masa la que, reunida en un estadio, grita a un
equipo y cubre de imprecaciones al contrario. La suma de las individualidades y
su despersonalización absoluta se opera mediante algoritmos que amplifican y
maximizan la interacción. Ahora, los “líderes” ya no salen del seno de las
masas, sino de la razón matemática de los algoritmos y, con propiedad, puede
hablarse de “multitudes programadas”.
*     *     *
Le Bon no es muy optimista en relación a los
países latinos. Opina que se han quedado atrás en la historia y que les va a
ser muy difícil recuperar la iniciativa. Precisamente por eso, los considera
como aquellos en donde el socialismo arraigará antes. Percibe en su tiempo los
primeros síntomas de esa tendencia. Al tratarse de países en los que el
capitalismo es más tardío y existen grandes bolsas de pobreza y analfabetismo,
son también los lugares en donde existe más ansia de revancha social y donde la
población puede ser más fácilmente presa de demagogos, tribunos de la plebe,
capaces de suscitar y hacer creíbles las fantasías más locas del socialismo
(wokismo, estudios de género, corrección política….)
Estos son, en líneas generales, los contenidos de
esta obra. Esperamos que su lectura reporte al lector las satisfacciones que a
nosotros nos ha generado traduciéndola. Esperamos también que el lector utilice
su espíritu crítico para separar aquello que son juicios circunstanciales, de
las tesis generales de esta obra.
Ernesto Milá













