Hace apenas unos días fui a visitar un jardín de rosas en Costa Rica. Era
una propiedad algo alejada de la capital, “Solo Rosas”. Allí tuve la ocasión de
recordar la leyenda del Rey Laurin, propietario del Jardín de las Rosas de Bolzano.
Pensé también en el maravilloso relato breve de Jorge Luis Borges, La Rosa de Paracelso que aquí reproduzco,
al final de estas líneas y me fue inevitable pensar también en el jardín que
relató Marcel Proust en su novela Jean
Santeuil, una de sus mejores narraciones decadentistas.
Proust pasó por el destartalado caserón del Château de Reveillon, allí
encontró un jardín de rosales búlgaros en donde tuvo una especie de éxtasis
místico. Escribió sus vivencias en aquel lugar insólito hacia 1895, pero nunca
terminó Jean Santeuil, la novela que
solamente se publicaría en fragmentos en 1952 (el año de mi nacimiento, por
pura casualidad). Casi treinta años después, durante mi exilio, viví unos meses
en el Château de Reveillon. Allí seguían los mismos rosales que trastocaron la
percepción de Proust. Los lugareños nos enseñaron a hacer mermelada de rosas: era
una receta bien simple; un kilo de pétalos de rosa, fuego, agua y azúcar,
después de varias horas de cocción daban apenas un litro de una mermelada con un
sabor insólito a rosas.
Siempre me he declarado admirador de la literatura argentina, y leyendo las
Obras Completas de Borges, fue como conocí su relato titulado La Rosa de Paracelso. Así mismo, conocí
la leyenda del Rey Laurin y del Jardín de las Rosas leyendo La Corte de Lucifer de Otto Rhan. Sobre
el texto de Borges creo que el mejor comentario que puede hacerse es
reproducirlo íntegramente. Menos conocida en España es la leyenda del Rey
Laurin que opto por resumir. Es una leyenda europea: es, por tanto, patrimonio
de nuestra identidad.
El Rey Laurin y el Jardín de
las Rosas de Bolzano
El monte Rosengarten (en alemán) o el Catinaccio (en italiano) está situado
entre el Val de Tires en el Alto Adiggio y el Valle de Fassa en el Trentino. Se
trata de un macizo montañoso cuya cumbre más agresiva es el monte Artermoia (de
algo más de 3.000 metros), una de las últimas zonas de Europa en donde todavía
subsiste una belleza salvaje. Puede llegarse hasta allí por un teleférico que
parte de Vigo di Fassa hasta el belvedere de Ciampedie. La zona está cubierta
por una red de refugios y caminos empinados que permiten recorrerlos desde uno
hasta otro.
En ese lugar paradisíaco y de belleza salvaje, se encuentra la que fue la
propiedad más preciada del Rey Laurin, su Jardín de las Rosas, protegido por un
hilo de seda y que atraía a los curiosos por el olor excepcionalmente intenso y
cautivador de sus rosas. Sin embargo, el Rey Laurin no permitía que nadie
penetrara en su jardín para cortar una rosa y castigaba con dureza a quien
tratara de hacerlo. El Catinaccio ha dado lugar a un ciclo de leyendas cuyo
origen se hunde en la noche de los tiempos.
La forma más antigua de estas leyendas -y, seguramente, la más interesante- explica el por qué las montañas de los Alpes Dolomíticos adoptan un color rosado cada mañana durante la salida del sol. A este fenómeno, los lugareños lo llaman “la rosanira” o el “catinaccio”. Aquellas cumbres están buena parte del año cubiertas de nieve, pero en las últimas semanas de la primavera, cuando el sol ha fundido casi todos los hielos, solamente sobrevive una zona en donde, en un tiempo mítico muy remoto, se encontraba el jardín de las rosas del Rey Laurin.
Laurin era el rey de los enanos, un pueblo de mineros que explotaban vetas
de metales preciosos y se hacían con cristales de roca. Su rey era el dueño de
un inmenso tesoro cuyas joyas eran dos objetos mágicos que le atribuían un
poder sobrenatural sobre cualquiera que pretendiera disputarle el trono. Uno de
estos objetos era un cinturón que multiplicaba por doce su fuerza; el otro, una
capa que lo volvía invisible.
Un paréntesis antes de seguir adelante: los atributos del Rey Laurin, en su
estricto simbolismo, demuestran que esta tradición procede de los pueblos
indo-europeos. Gracias a René Guénon y a Julius Evola sabemos que allí donde
existe un centro “docenal”, indica la existencia de una tradición iniciática
que remite a la “Luz del Norte”. Laurin, propietario del cinto que multiplicaba
su fuerza por doce, siendo él, el treceavo (12 + 1) completa esta tradición con
el segundo elemento simbólico: la capa de la invisibilidad. Cuando un centro
tradicional decae, cuando los tiempos son adversos, ese centro se oculta,
desaparece a los ojos del siglo y sigue existiendo en estado de latencia. El
simbolismo se completa, además, por la actividad de Laurin y de los suyos: la
búsqueda y recopilación de metales preciosos. Sigamos con el relato.
Laurin cometió una falta enamorándose perdidamente de Similde, la hija de
Teodomiro, el Rey godo que gobernaba en el Alto Adiggio. Éste había convocado
un torneo en Verona para entregar la mano de su hija. Laurin, asistió protegido
por su capa de invisibilidad y al ver a Similde quedó prendado por su
hermosura; ambos huyeron sobre la montura de Laurin. El resto de nobles
invitados, todos ellos nobles caballeros y guerreros, reaccionaron con
hostilidad a esta fuga e, intuyendo que Laurin y Similde, huirían hacía las
posesiones del primero, se apostaron ante las puertas del Jardín de las Rosas
para interceptarlo.
Viendo el combate como inevitable, Laurin se ciñó el cinturón que le
atribuía la fuerza de doce hombres y peleó contra sus adversarios, pero estos eran
muchos y, poco a poco, se sintió desbordado. Entonces recurrió a la capa de la
invisibilidad y siguió combatiendo, moviéndose velozmente de un lugar a otro
para evitar el filo de las espadas; pero sus adversarios terminaron intuyendo
sus posiciones gracias al movimiento que provocaba en las rosas de su jardín.
Se lanzaron sobre él, le cortaron el cinturón y lo encerraron.
El Rey Laurin, consciente de que las rosas le habían traicionado las
maldijo y las convirtió en piedras: “Que
nunca nadie pueda admiraros nunca más, ni de día ni de noche…”, pero olvidó
mencionar la salida del sol. Por eso y no por otro motivo físico o natural, aún
hoy, se produce el fenómeno de “la enrosanira”:
es el color de las rosas del jardín que solo en ese momento del día puede
advertirse.
Una versión posterior de la leyenda, transcrita en el siglo XIII por un
autor desconocido incorpora muchos de sus elementos de viejas leyendas
germánicas. Laurin, por ejemplo, al enfrentarse a los caballeros veroneses a
las puertas de su jardín, aparece armado con una coraza bañada en la sangre del
dragón que le da invulnerabilidad -alusión al mito de Sigfrido- y armado con
una lanza de la que pende un estandarte luminoso -el viejo tema de la lanza
sagrada forjada con una piedra sideral-; por su parte, el propio Laurin es el
arquetipo de todos los reyes de los enanos posteriores que aparecen en la
mitología y en la propia leyenda de Sigfrido. El “enano” es siempre custodio de
los tesoros ocultos en la naturaleza, guarda y consigue el oro: es Rey pero no
es un “caballero perfecto”. El oro de que dispone no está en sí mismo, es algo
que ha encontrado y ha ocultado; lo guarda como los Glifos del mundo clásico
greco-latino.
Laurin es víctima de sí mismo: su pasión por Similde, le ha hecho caer en
la lujuria, impensable en un caballero perfecto. En la lucha que se desarrolla
en el Jardín de las Rosas, esta versión de la leyenda nos habla de varios
duelos singulares. En el primero Laurin se enfrenta a Vitiges, el choque es
favorable para el primero que trata de cortar el pie derecho y la mano
izquierda a su adversario (en la leyenda arcaica, estas mutilaciones son las
que realiza en los cuerpos de quienes han llegado al jardín para hurtarle
alguna rosa), pero antes de que pueda hacerlo, interviene Teodorico,
iniciándose el segundo combate singular. Teodorico logra herir a Laurin en la
cabeza y éste opta por cubrirse con la capa de la invisibilidad. Ahora
interviene Dietleib, otro caballero de Teodorico, que evita que su rey sea
arrojado contra los acantilados. Luego será otro más, Hildebrand, el que tomará
también las armas contra Laurin.
Siempre en esta versión tardía de la leyenda, Laurin, al verse incapaz de
vencer a tantos enemigos, opta por la astucia. Reconocerá sus culpas antes sus
oponenetes y les invitará a su cueva mirífica. Allí los agasajará, pero verterá
en sus copas un somnífero. Dormidos, los encadenará y encerrará hasta que
logren escapar, recuperen sus armas y entablen un combate a muerte contra el
ejército de los enanos. Estos son derrotados y Laurin pide la paz ofreciendo
sus posesiones y riquezas a Teodorico, incluido el Jardín de las Rosas y las
minas doradas de las montañas. Los caballeros veroneses lo tomarán preso y el
monje Ilsung conseguirá convertirlo al cristianismo.
Tal es la leyenda que menciona Otto Rhan en su Corte de Lucífer y que,
contrariamente a lo que él creía, no tiene nada que ver ni con el catarismo
occitano. Es la joya de las leyendas del Tirol del Sur y de los Alpes
Dolomíticos. Es un relato al que le tengo particular simpatía, tanto por su
ingenuidad, como por tener como escenario uno de los parajes más grandiosos de la
Vieja Europa, mi patria. Ya he contado
mi experiencia en el jardín de los rosales búlgaros que tanto estimó Marcel
Proust. Solo me queda ahora, reproducir, sin tocar una coma, el admirable texto
de Jorge Luis Borges, La Rosa de Paracelso.
LA ROSA DE PARACELSO
En su taller,
que abarcaba las dos habitaciones del sótano, Paracelso pidió a su Dios, a su
indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo.
Atardecía. El
escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares.
Levantarse
para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído
por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos
alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se
levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró
un desconocido. También estaba muy cansado.
Paracelso le
indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una
palabra.
El maestro
fue el primero que habló.
-Recuerdo
caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-. No recuerdo
la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mi?
-Mi nombre es
lo de menos -replicó el otro-. Tres días y tres noches he caminado para entrar
en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un
talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con
la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara.
Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa.
La rosa lo
inquietó.
Se recostó,
juntó la punta de los dedos y dijo:
-Me crees
capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces
oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi
discípulo.
-El oro no me
importa -respondió el otro-. Estas monedas no son más que una parte de mi
voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado
el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso
dijo con lentitud:
-El camino es
la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no
has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo
miró con recelo. Dijo con voz distinta:
-Pero, ¿hay
una meta?
Paracelso se
rio.
-Mis
detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman
un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que
"hay" un Camino.
Hubo un
silencio, y dijo el otro:
-Estoy listo
a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el
desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los
astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
-¿Cuándo?
-dijo con inquietud Paracelso.
-Ahora mismo
-dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían
empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho
elevó en el aire la rosa.
-Es fama
-dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de
tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi
vida entera.
-Eres muy
crédulo -dijo el maestro-. No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro
insistió.
-Precisamente
porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección
de la rosa.
Paracelso la
había tomado, y al hablar jugaba con ella.
-Eres crédulo
-dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
-Nadie es
incapaz de destruirla -dijo el discípulo.
-Estás
equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada? ¿Crees
que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una
brizna de hierba?
-No estamos
en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es
mortal.
Paracelso se
había puesto en pie.
-¿En qué otro
sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el
Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el
Paraíso?
-Una rosa
puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.
-Aún queda
fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas,
creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la
rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra
para que la vieras de nuevo.
-¿Una
palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están
llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso le
miró con tristeza.
-El atanor
está apagado -repitió- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de
mi larga jornada uso de otros instrumentos.
-No me atrevo
a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad.
-Hablo del
que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso
en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que
nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo
dijo con frialdad:
-Te pido la
merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa. No me importa que
operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso
reflexionó. Al cabo, dijo:
-Si yo lo
hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos.
El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo
miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
-Además,
¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio?
¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro
replicó, tembloroso:
-Ya sé que no
he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra
que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más.
Creeré en el
testimonio de mis ojos.
Tomó con
brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre
el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó
un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el
milagro.
Paracelso no
se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
-Todos los
médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá
están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho
sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso,
había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes
mágicas eran vanas.
Se arrodilló,
y le dijo:
-He obrado
imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja
que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y
al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con
genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo
maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco.
¿Quién era
él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la
máscara no había nadie?
Dejarle las
monedas de oro sería una limosna. Las retomó al salir. Paracelso lo acompañó
hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido.
Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se
quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón,
volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz
baja. La rosa resurgió.