5. El Superhombre y el último Nietzsche
“Zaratustra se ha transformado,
un niño se ha convertido en Zaratustra,
Zaratustra ha despertado:
¿qué buscas entre los que duermen?”
Friedrich Nietzsche,
Así habló Zaratustra, Prólogo
Si este es el horizonte que Evola pretendía recorrer, entonces se
comprende fácilmente por qué Nietzsche, más que su pensamiento o su filosofía,
debió atraerle hacia la experiencia vivida a la que aluden los títulos de obras
como Aurora y Más allá del bien y del mal. Por otro lado, la correlación
entre las expresiones “Voluntad de poder” nietzscheana y “Mundo como poder” evoliano,
también debe atraer nuestra atención en este trabajo de exégesis: está claro
que no puede tratarse de una simple proximidad terminológica. De manera
similar, el Übermensch de Nietzsche y el Individuo absoluto de
Evola se mueven, al menos inicialmente, en el terreno común de la
autoafirmación, donde resuena la pregunta: “¿Quién y qué soy yo?”
Evola captó en Nietzsche el eco de una profunda necesidad de
realización interior, que sin embargo quedó incompleta; exigencia dominada por
una peligrosa polaridad no resuelta y desprovista de esa fuerza superior que
debería haberlo sostenido. El desenlace sólo podía dar lugar a un cortocircuito
en lo más profundo de la psique del filósofo alemán, sumergiéndolo en una
locura irreversible.
Evola dedica amplia atención a la figura del Superhombre en un
capítulo añadido a la edición original de Máscara y rostro del espiritismo
contemporáneo. Aquí, el tradicionalista romano se inspira en la tesis de
Dmitrij Sergeevic Merezkovskij, según la cual cierto cristianismo monástico,
renunciante, “enemigo de la vida” en nombre del “más allá” considerado como un
lugar privilegiado de elección, ha generado, como una reacción del signo
opuesto, la glorificación de la Vida y del “aquí”; oponiendo al principio del “Cristo”,
el término opuesto y ambiguo de “Anticristo”; Dostoievski y Nietzsche, a través
de la figura del Superhombre, representarían la culminación de este cambio
radical de perspectiva, dentro del cual la época del Dios–hombre debe ser
sucedida por la del Hombre–dios.
Evola acepta este planteamiento, aunque podemos dudar de que
Nietzsche pretendiera realmente perseguir un tipo de hombre elevado al rango de
Dios–hombre. Sea como fuere, Nietzsche, quien, por muchas razones (en primer
lugar la impronta de su “educador” Arthur Schopenhauer), no tuvo una adecuada
comprensión de las grandes civilizaciones con trasfondo tradicional; representa
y “encarna el tipo de aquellos que han querido ser 'libres' como individuos
humanos y que se han dejado llevar hasta el final en tal vocación”[1].
Siguiendo el ejemplo de las tesis de El nacimiento de la
tragedia, Nietzsche, no solo no logró comprender completamente el
significado preciso de lo “apolíneo”, tal como se entendía en la antigua
Grecia, es decir, según la “tradición hiperbórea”, sino que luego se volvió
hacia lo “dionisiaco”, el principio opuesto, que también asumió de forma
parcial, reduciéndolo al sentido unilateral de una religiosidad de la vida y de
una embriaguez naturalista, excluyendo toda referencia a una trascendencia “superior
a la vida”.
Como se sabe, en la interpretación nietzscheana no debe
reconocerse un punto de vista estrictamente filológica[2],
sino que más cierto que el dionisíaco anticipa sin embargo el llamamiento a la “fidelidad
a la tierra”, una de las revelaciones de Zaratustra.
El Nietzsche demoledor, a “martillazos”, de las falsas certezas, de
los “ídolos” y de la moral contra la Vida, no aporta como contrapartida
positiva, nada más que la Voluntad de Poder –el dulce “decir sí” a la Vida– y
el Superhombre como tipo humano capaz de vivir hasta el final, con la tragedia
consciente, el Eterno retorno de todas las cosas, es decir, realidad
desprovista de esos finalismos que necesariamente recuerdan un punto de vista
metafísico, más aún, en sentido pleno, un punto de vista onto–teológico.
Nietzsche nunca hubiera aceptado la siguiente tesis de Evola: “En la
vía del 'superhombre', aun sin quererlo y sin darse cuenta, pueden establecerse
contactos con lo suprasensible y con lo 'espiritual', porque se transita por el
límite que separa lo individual y humano de lo que ya no es”[3],
porque es dentro, y no más allá de los horizontes de la Vida, como Nietzsche
lleva adelante el mismo proyecto de una “transmutación de todos los valores”.
En Cabalgar el tigre, Evola resume y reitera las
motivaciones que inspiraron un segundo aspecto de su lectura de Nietzsche,
destacando, no sólo su papel de profeta del “nihilismo europeo”, sino, sobre
todo, como defensor de la posibilidad de ir más allá de este destino histórico
y espiritual, señalando el camino hacia un “nihilismo activo”, más allá del “punto
cero de todos los valores”.
El “mejor Nietzsche”, como se afirma en el artículo insertado en
la parte antológica que acompaña a esta introducción, es el que plantea y
aborda la pregunta decisiva: “¿Cuál es el sentido de la vida en el mundo
moderno y en la era post–nihilista”? Y esta es la respuesta que él mismo da: “Ser
fiel a uno mismo y sólo a uno mismo, ser uno mismo. No buscar justificaciones
externas, normas, verdades externas; afirmarse, realizarse, reconocer como
única ley la que corresponde a la propia naturaleza, a la justa ser más
profunda y orgánica y hacer de ella algo absoluto, un 'imperativo categórico'“.
Evola reconoció en el libro de Robert Reininger, Nietzsche y el
sentido de la vida[4],
una de las reconstrucciones con las que se sentía más afín entre la vasta
literatura dedicada al filósofo alemán. En el mundo nihilista donde los valores
supremos se han derrumbado, Evola cree que el problema central en torno al cual
gravitan todos los demás, según Nietzsche, es el ético, por lo que en la figura
del Superhombre se reconoce al que es capaz de dar sentido a la vida tras la “muerte
de Dios” anunciada en La gaya ciencia por el “hombre loco” (aforismo
125), y por tanto tras el advenimiento del “nihilismo total”.
La moral del Superhombre, por tanto, a diferencia de la del
imperativo categórico invocado por Kant, tiene sólo valor particular y no
universal, es decir, no es válida para todo posible ser humano, con la
consecuencia lógica fácilmente imaginable, si se toma literalmente, sobre la
compatibilidad mutua de los múltiples valores posibles, en un escenario que, en
palabras de Max Weber, podríamos definir como “politeísmo de los valores”.
En la Voluntad de poder o en el Superhombre -dentro de una
perspectiva vitalista- la vida tiene un sentido para sí misma y todos los
valores pueden ser gradualmente superados y devorados. Sin embargo, Evola
indica en la doctrina del Eterno retorno de lo idéntico lo que realmente se
sustrae y escapa a la furia destructiva del nihilismo, precisando que se trata,
sin embargo, de un “mito” a través del cual Nietzsche llega implícitamente a
una “eternización del ser”, más allá del mundo del devenir marcado por ciclos
cósmicos infinitamente idénticos. En palabras del mismo Nietzsche: “Que todo
vuelva, es la extrema aproximación de un mundo del devenir al del ser”; y también:
“Imprimir el carácter del ser en el devenir es la prueba suprema del poder”.
Nietzsche se dio cuenta de que el eterno retorno no es sólo de las
cosas tomadas en su particularidad, sino también en su ser el “todo”, lo “entero”
de toda cosa posible, para lo cual hay identidad entre el devenir y el ser,
entre el todo que eternamente vuelve y el todo lo que es tal no sólo para toda
la eternidad, sino también desde la eternidad. El Superhombre es aquel que, en
el mundo en el que todo es reflejo y momento de la Voluntad de poder, es capaz
de experimentar el eterno devenir de las cosas, según su aparecer y
desaparecer, porque ese es el verdadero significado de “Eterno retorno de lo
idéntico”: imprimir a las cosas el sello de la eternidad, es decir, considerar
su ser, por el mero hecho de ser, verdadero para la eternidad.
Ahora bien, para llegar a ese punto es necesario, según Evola, –con
una lectura un tanto forzada, en nuestra opinión– sentir la dimensión de la
trascendencia operando dentro de uno mismo, aunque haya quedado en un estado
elemental y parcial, desprovisto de desarrollos posteriores y conscientes.
Para el Superhombre hay una clara inversión de los finalismos: no
hay una “Vía” a la que conformar el querer, sino un “Querer” que traza la
dirección del camino a seguir. En nombre de lo cual, el querer debe orientar el
camino “que conduce a un sí y a un no”, en la pretensión de no
dejar subsistir más, en su objetividad, un “Bien” y un “Mal”. Esto es
precisamente lo que Nietzsche no dijo, o no sintió que debía decir, evidenciando
el principal límite de su filosofía.
Volviendo a nuestro tema general, Evola reconoce que, desde el
punto de vista de la búsqueda de una realización interior, la solución
nietzscheana de “ser ley para uno mismo” es sólo una “solución de primer grado”,
que sirve para una purificación inicial, a la que deberían seguir muchas otras
metamorfosis espirituales.
En cuanto a la figura del Superhombre, en síntesis, Evola capta
por un lado el aspecto que evoca una orientación decisiva en la dirección de la
superación del hombre tal como se presenta y se manifiesta, en una corriente
que podríamos definir, en sus orígenes, como platónica, para luego asumir la
forma de cristianismo, y llegar, a través de la modernidad, hasta la crisis que
Nietzsche resume en la expresión de “nihilismo europeo”; por otra parte,
reconoce en él un segundo aspecto latente, una agitación “aunque inconsciente
de la dimensión de la trascendencia”[5].
Sin embargo, esta “agitación inconsciente” no es suficiente, y
Nietzsche se convierte en el emblema de una humanidad que, desprovista de
puntos de referencia superiores, al tratar de realizar su intento prometeico de
ser exclusivamente “fiel a la tierra”, desencadena un cortocircuito del que le
impide salvarse a sí mismo. Se trata del hombre moderno, incapaz de evitar su
propia aniquilación y de ir más allá del nihilismo, el “punto cero de todos los
valores”, para realizar la íntima transmutación alquímica.
El hombre de Evola no será entonces el “Señor de la tierra”
nietzscheano, sino el “hombre diferenciado” descrito en Cabalgar el Tigre;
elegir una u otra forma de humanidad no es un simple artificio intelectual,
sino la consecuencia directa de nuestra identidad profunda, cuyo destino
queremos indicarnos a nosotros mismos y a nuestra existencia.
En el Prólogo de Así habló Zaratustra se contiene un
pasaje célebre: “Os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser
superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?”. El hombre que hay que superar, o
que debe “poner” para que surja el Superhombre, es definido por Nietzsche con
las figuras del “último hombre” y del “hombre superior”, y se anuncia así: “El
hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre
un abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso
mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está
en ser un puente y no una meta, un tránsito, un camino y no una meta ni un fin”.
En el capítulo decisivo titulado “De las tres metamorfosis”, el “último
hombre” se describe en forma alegórica, en la figura del “asno”, para
representar el “tu debes”; luego el “hombre superior”, con la figura del “león”,
para expresar el “tu quiero”, y, finalmente, el Superhombre, el que finalmente
encarna el “yo soy” en la figura del “niño”. En la identidad de voluntad y
realidad, en ese “dulce decir sí a la vida” invocado en otra parte, consiste
explícita y definitivamente en lo que Nietzsche–Zaratustra narra en este otro
célebre pasaje: “¡Mirad, yo os enseño el superhombre! El superhombre es el
sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de
la tierra! ¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis
a quienes os hablan de esperanzas sobrenaturales! Son envenenadores, lo sepan o
no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también,
envenenados, la tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!”
En el Zaratustra, Nietzsche se mueve sin duda por el
horizonte de la inmanencia, de la “fidelidad a la tierra”, y juzga toda
referencia a presuntas dimensiones trascendentes como fruto del resentimiento y
del instinto nihilista[6],
con una particular crítica al paradigma establecido en la filosofía de
Occidente por Platón y luego reafirmado por el cristianismo, que, como era de
esperar, mereció la condena nietzscheana como “platonismo para el pueblo”.
Sumado a esto, en Nietzsche es radical el rechazo a cualquier concepción
religiosa o gnóstica, caracterizada por la necesidad de una perspectiva
salvífica, así como por ese “ideal ascético” en el que podemos hacer converger
la idea de “liberación” o “despertar” que Evola toma del budismo y que contrasta
con la idea cristiana de “redención”, sin olvidar la decisiva referencia a los
mejores aspectos de las diversas religiosidades mistéricas y dionisíacas y,
sobre todo, a esa “Vía de la Mano Izquierda” presente en el yoga tántrico, en
esa forma de yoga llamado del “Poder”, que sigue siendo una de las constantes
de su “viaje” espiritual, por los caminos de la búsqueda de un método de
crecimiento y de realización interior adecuado a su propia “ecuación personal”.
6. Discípulos e iniciados de la Diosa de Sais
“Todos vivirán en todos
y todos en cada uno;
y en un mismo corazón
latirá una sola Vida.”
Novalis, Enrique de Ofterdingen
El tema que hemos puesto en el centro de estas reflexiones,
recuerda algunos aspectos de la llamada “novela de formación” (Bildungsroman),
cuyos orígenes se remontan a la célebre obra de Goethe, Los años de
aprendizaje de Wilhelm Meister, fechada en 1796, y al Enrique de
Ofterdingen de Novalis, de 1801, para atravesar la literatura de los siglos
XIX y XX con las obras de Stendhal, Dickens, Musil, Joyce y otros muchos.
Seguramente porque en esta forma de novela escuchamos el eco de paradigmas que
nos llegan desde los clásicos, de Homero y Virgilio hasta Dante Alighieri,
sobre los que, dada su grandeza, no hace falta escribir. Además, el tema de la formación
no sólo está muy presente en los mitos, leyendas, cuentos de hadas, literatura
de viajes de todos los tiempos, sino que recorre toda la pedagogía, la
psicología, la literatura religiosa, especialmente la hagiografía, a la que
podemos sumar también la literatura fantástica más reciente, en cuyo centro hay
que situar obviamente a Tolkien y a la llamada literatura infantil, de la que
bastará recordar Las aventuras de Pinocho, en las que resultan evidentes
los significados y las referencias, expresadas en forma alegórica, a temas
esotéricos.
Ahora bien, para comprender el significado de la figura del
Superhombre, en torno al cual el propio Nietzsche se expresó de manera
enigmática, proponemos dar un paso atrás y remontarnos al poeta supremo del
romanticismo, es decir, a Novalis. Y no tanto al citado Enrique de
Ofterdingen, en el que la búsqueda de la “Flor Azul” es una metáfora
demasiado clara de la búsqueda de la autorrealización, sino a su célebre obra Los
discípulos de Sais[7],
escrita entre 1797 y 1798. El poeta advierte que “los hombres van por caminos
diferentes” y “cada uno sigue su propio camino”, pero llega el momento en que
cada uno, impulsado por el deseo ardiente de iniciar un viaje, cuyo sentido incluye
una dirección y, sobre todo, el fin último hacia el que se emprende. Para dar
una respuesta a esta pregunta y así resumir lo que distingue la actitud
existencial básica adoptada por Evola respecto a la que adoptó en su lugar
Nietzsche, podemos por tanto referirnos a este famoso texto, vinculado a una
fase del pensamiento de Novalis, influido no sólo por la filosofía idealista de
Fichte y Schelling, sino también con claras referencias a formas de
conocimiento esotérico y místico, remontándose, entre otros, a Jacob Böhme.
Como es sabido, se trata de una obra inacabada, con evidentes
significados simbólicos, que consta de dos capítulos, titulados “El Discípulo”
y “La Naturaleza”, a los que hay que añadir un rico apéndice con borradores y
fragmentos. Novalis narra el viaje –un verdadero viaje iniciático– emprendido
por Jacinto, un discípulo que, queriendo comprender el misterio del universo,
lo deja todo atrás y se dirige hacia exóticos “países lejanos”, en busca del
sagrado y misterioso templo de ciudad de Sais, “donde mora la madre de las
cosas, la virgen velada”; allí se conservaba y transmitía la antigua sabiduría
del “fiel retrato y de la fórmula del universo”, y las ruinas de la lengua
sagrada hablada por los humanidad de los orígenes, “que había sido el vínculo
resplandeciente entre aquellos hombres regios y los seres supraterrestres”.
En el templo se veneraba la imagen de la diosa Isis–Iside, cuyo
rostro, sin embargo, estaba cubierto con un velo; el levantamiento de ese velo
por parte del discípulo, según la etimología de la palabra griega aletheia,
significaba la conquista de la verdad última y de la visión inmediata del
sentido universal de todas las cosas: la “gran simultaneidad de la naturaleza”,
regida por una sola “onda de luz”.
Cuenta Novalis en un fragmento que un discípulo quiso ver la
verdad y el eterno misterio de las cosas: “le sonrió levantando el velo de la
diosa de Sais. ¿Qué es lo que vio? Se vio, oh maravilla de las maravillas, a sí
mismo”.
Según las interpretaciones más difundidas, que recuerdan el
concepto de panteísmo, esta conclusión puede significar el reconocimiento de la
“verdad olvidada” según la cual en todas las “cosas” del universo, incluyendo
lo Divino, la Naturaleza y nuestro Yo, está presente, es inmanente, la misma
Realidad o, si se prefiere, una idéntica Energía, un mismo Espíritu, que los
impregna y conecta a todos. El discípulo habría revelado la verdad según la
cual el universo también respira en nosotros el espíritu Divino, así como en
cualquier otro fragmento de la naturaleza.
Pero esa visión del discípulo también puede significar otra
verdad, opuesta y “terrible”. Ese reflejo podría, en efecto, señalar al Yo como
la única realidad fundamental, más aún, nuestro Yo, afirmando que no hay
divinidad o misterio universal por revelar, porque todo, incluso Dios y la
naturaleza, es sólo nuestra representación, nuestro reflejo; la solución del
misterio eterno estaría así en el mismo Yo, de modo que el final del camino
coincidiría con su comienzo. Por tanto, toda realización espiritual no revelaría
ningún rostro de la divinidad, sino sólo el reflejo de lo que es nuestro Yo:
sólo dentro de nosotros reside el secreto y la solución del eterno misterio de
las cosas. Toda realización espiritual, precisamente porque el secreto de las
cosas descansa en nosotros, no revelaría ninguna identidad olvidada entre la
conciencia particular y la Universal, ni revelaría la presencia de una chispa
divina en nosotros, sino sólo el resultado de lo que nosotros mismos
concretamente somos, podemos o queremos ser.
El Superhombre podría entonces revelar la misma y terrible verdad
de aquel discípulo de Sais, quien, como un nuevo Narciso, descubre al final de
su viaje, no sólo que no habita en él ninguna “chispa divina”, sino que el
mundo es un entretejido de Voluntad de poder y de Eterno retorno, no según la
verdad, que permanece inalcanzable, sino sólo como su representación. “Por
mucho que el hombre amplíe sus conocimientos y se muestre todo lo objetivo que
quiera, el único fruto que consigue no es más que su propia biografía”, tal
como había señalado Nietzsche en Humano demasiado humano (aforismo 513,
libro 19).
En el fondo, nos encontramos ante las dos perspectivas que animan,
en el primero de los sentidos indicados en el comentario, la búsqueda de
realización interior emprendida por Evola y, en el otro sentido, por Nietzsche;
otras tantas expresiones de dos criterios opuestos de existencia, de dos
fórmulas con las que decidimos cómo y por qué dar sentido a nuestro ser en el
mundo, como solitarios “habitantes del tiempo”.
Giovanni Perez
BIBLIOGRAFIA
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[1] Julius Evola, Maschera
e volto dello spiritualismo contemporaneo, op. cit., pág. 144.
[2] Véase el libro
Nietzsche, Rohde, Wilamowitz, Wagner, La polemica sull'arte tragica,
editado por Franco Serpa, Sansoni, Florencia 1972.
[3] Julius Evola, Maschera
e volto dello spiritualismo contemporaneo, op. cit., págs. 149–150.
[4] Robert Reininger, Nietzsche
e il censo della vita, Volpe, Roma 1971 (la traducción se debe al propio
Evola).
[5] Julius Evola, Cavalcare
la tigre, op. cit., pág. 54 (cito la edición de 2009).
[6] Sobre el tema, me
remito a mi Nietzsche e la metafisica, Il Settimo Sigillo, Brescia–Roma
1982.