En el momento de escribir estas líneas, llevamos más de una semana
con el culebrón del beso de Luis Rubiales a Jenni Hermoso. Reconozco que el
tema solamente me interesa como síntoma de la decadencia de nuestra sociedad,
por lo demás, el fútbol femenino me interesa tan poco como el masculino, es
decir, nada, y no voy a tomar partido ni por uno ni por otro, algo que hoy
parece obligado en tertulias y cenas. Lo primero que recordé cuando vi la escena
-por un casual, en directo- fue de la película dirigida por Jesús Franco en
1968, Fu Manchú y el beso de la muerte. Intenta ser un thriller de
terror y de aventura, pero, como todo lo que hacía Jess Franco, no pasa de ser
un ejercicio de supervivencia alimentaria sólo para amantes de lo freaky.
Resulta que el malvado Fu-Manchú -personaje creado por Sax Rohmer
en 1913, cuando empezaba a hablarse del “peligro amarillo”- idea un
procedimiento para que sus sicarias transmitan un virus mortal con solo besar
en los labios a alguien. Y le da resultado hasta que intervienen el doctor
Petrie y Nayland Smith, sus eternos adversarios. El beso al que nos referimos
-el de la celebración de la victoria del equipo femenino de fútbol- ha sido
suficiente para entrañar la “muerte cívica” de Luis Rubiales.
Tras esta comparación aleatoria, lo siguiente que pensé en los
días sucesivos al dichoso beso de la muerte, fue que, una vez más, la
progresía ha conseguido ser la inversión de una sana forma de ser y de vivir.
En efecto, recordé un consejo que justifica la lectura de la obra de Evola, Cabalgar
el tigre: “transformar el veneno en remedio”. El tigre puede
devorarte, pero si logras subirte a sus espaldas, conseguirás cansarlo y
sobrevivirás. Tal es la moraleja. Muchos fármacos, tomados en grandes
cantidades serían venenosos, pero la “dosis justa”, es lo que permite que el veneno
sea un remedio. La medicina homeopática se basa, precisamente, en esto.
Pero lo que ha conseguido la progresía es “transformar la
alegría en amargura”. A fin de cuentas, una victoria deportiva para el
equipo que representa a un país, debería de ser objeto, sobre todo, de alegría.
Sin embargo, a fecha de hoy, cuando hace una semana que se produjo la victoria
del equipo femenino de fútbol, nadie lo recuerda, pero del “beso de la muerte”
se seguirá hablando durante meses. Y para el feminismo, un beso no consentido,
dado por un varón a una mujer, es el peor de los crímenes (y no al revés, nunca
al revés). Un acto así supone un motivo de alerta, victimización, amargura, al
nivel, tal como lo ha presentado la progresía feminituda- como algo equivalente
a una violación o poco menos.
No voy a defender el gesto de Rubiales. Tengo por cierto que,
en la peor de las derrotas, como en el mayor de los triunfos, lo esencial es no
dejarse arrastrar ni por el abatimiento, ni por la alegría y que, por tanto,
signos que pueden ser interpretados como desbordante alegría, en realidad, no
son más que síntomas de que el protagonista, en lugar de seguir siendo él
mismo, se ha dejado arrastrar por una situación de euforia. Ni, por tanto,
voy a entrar en la cuestión de si fue “consentido” o no. Obviamente, no lo fue,
pero tampoco hay que dramatizar, especialmente desde el momento en que, en este
país, han ocurrido y están ocurriendo cosas infinitamente más graves, y aquí no
pasa nada. Lo que resalto, simplemente, es como las artes mágicas de unas “aprendices
de brujas” consiguen convertir cualquier alegría en factor de tristeza, baja polémica
y peores conclusiones.
Y ahora, entremos en el fondo de la cuestión.
Llevamos dos años en los que, por todos los medios posibles y en
todos los medios de comunicación, se intenta que el fútbol femenino tenga
protagonismo. Vale la pena preguntarse por qué. El destino del “feminismo”
es hacer que sus “victorias” terminen suponiendo para la sociedad amargas
derrotas. Pondré un ejemplo precedente: en los años 50 y 60, bastaba con
que “el cabeza de familia” trabajase, para que una familia española o
norteamericana pudiera ejercer su “su sueño de vida”: casa en propiedad,
automóvil y segunda residencia. Los salarios eran altos. Eso explica el interés
de las fundaciones capitalistas en promover el feminismo: incorporando a la
mujer al mercado laboral, se conseguía que, en determinadas profesiones, la
oferta doblase a la demanda y, por tanto, los sueldos fueran a la baja. Lo
quieran o no reconocer las feministas de la época, su acción “liberadora de la
mujer” (es decir, transformarse de “alienada por el trabajo en el hogar” a “alienada
por el trabajo en una empresa) redundó en un fenómeno social cuyas
características extremas se prolongan todavía hoy: disminución de sueltos,
aumento del paro, mayor precariedad laboral, unido a efectos sociales como la disminución
de la natalidad, la eliminación de la división de funciones en el hogar, etc,
etc, etc. Y conste que no pongo en duda el derecho de la mujer al trabajo. Simplemente,
me limito a recordar los efectos que ha tenido.
Hoy, se vuelve a repetir el esquema en el caso del fútbol. Lo
cierto es que, en los últimos años, el interés por el fútbol ha ido disminuyendo
de manera apreciable. Hace 10 o 15 años, cada día en algún canal
generalista, se nos obligaba a ver un partido de fútbol. Hoy, los aficionados
al fútbol tienen canales propios de mucha menor audiencia, ya no se pagan las
sumas astronómicas de principios de siglo por los derechos de retransmisión de
los partidos. Por otra parte, las gradas de los estadios también registran una
visible disminución de público: demasiadas “champions”, demasiadas “ligas”,
demasiadas “copas”, demasiados intentos de explotar el fenómeno del fútbol
masculino en momentos de crisis económica. Casos como la compra al peso de
árbitros realizada por determinada sociedad anónima (aunque formalmente no lo
sea) que afirma con una seriedad pasmosa que es “algo más que un club”, han
redundado negativamente en la afición. Tampoco las cuentas de los clubs están
claras y no se entiende porqué a un autónomo lo pueden embargar por deber unos
cuantos meses a la Seguridad Social, pero a clubs con deudas multimillonarias
todo son paños calientes. Sea como fuere, lo cierto es que había que
compensar las deserciones de los aficionados con un nuevo “producto” (por que
eso es el futbol femenino: un mero “producto” comercial).
Era fácil de hacerlo: a ello contribuían las orientaciones de la
Agenda 2030 y de los popes de la progresía que han sentenciado que la mujer
debe poder hacer lo mismo que el hombre. Así que
había que subvencionar este deporte y promocionarlo por todos los medios. El
ministerio de igualdad, trabajó como nadie, en esta materia. Y el resultado ha
sido que el equipo femenino español ha ganado un mundial… Bien por ellas. Pero…
Hay un “pero”. Tal como han dicho las Yolanda Díaz, “ahora se
trata de equiparar salarios”… Y esto nos lleva a otro problema capital. La
calidad del juego. Sí, porque, cualquier, hombre o mujer, que haya visto los
partidos de fútbol femenino, se habrá dado cuenta de que le falta mucho para
igualar en vistosidad, estrategia y tácticas, al fútbol masculino. Este es
el problema que no suele tener en cuenta el feminismo radical cuando habla de “igualdad
salarial”: sí, a trabajo igual, salarios igual, pero ¿dónde dejamos el factor “calidad”…?
Quizás el problema de por qué, globalmente, las mujeres cobran
algo menos globalmente, sea que en las facultades de ingeniería o de telecomunicaciones,
hay pocas mujeres. Cuando yo estudiaba, en una facultad de ingeniería, de 1.200
alumnos, apenas estaban matriculadas 5 mujeres. Y no hace tanto: las cifras han
mejorado solo muy sensiblemente. Sin embargo, en otras facultades el número de
mujeres iguala o supera al de varones. La cuestión es que el salario de un
psicólogo, un abogado, sea del sexo que sea, no es el mismo que el de un
ingeniero industrial o un experto en telecomunicaciones.
El fútbol femenino tiene un problema: puede ser seguido por gentes
que no se interesen por el fútbol masculino, pero inmediatamente es rechazado
por todos aquellos que distinguen lo que es tener una visión amplia del terreno
de juego, dominar el balón, seguir estrategias, de lo que es un juego, más o
menos deslavazado, frecuentemente bronco (incluso más que el masculino), poco a
nada vistoso (tratándose de una final) y que se parece, sobre todo, al fútbol
masculino en algunos gestos característicos de sus protagonistas (escupir al
césped, mostrar dentadura como signo de fiereza, encararse con el árbitro y,
actitudes, en general, que se distancian mucho del concepto tradicional de “lo
femenino”).
Una cosa es promocionar por todos los medios el fútbol femenino y
otra muy diferente la “equiparación salarial” propuesta por Sumar. Habrá
equiparación cuando haya espectáculo, cuando haya mayor calidad…Y, de momento, no la hay.
El mundo del fútbol es una gran empresa. No es, en absoluto, un “deporte”. Era deporte para los que, como yo, “jugábamos” al fútbol durante
nuestro período de estudios. Era un deporte entre otros (yo jugaba de
extremo-izquierda, pero también corría 100 metros lisos y relevos 4x100 y gané
varias medallas en juegos deportivos escolares y en juegos escolapios). Algunos
de mis compañeros de alineación siguieron jugando luego durante años en equipos
de amigos y, siempre como deporte. El fútbol espectáculo, lo lamento, nunca me
ha interesado. Tal como decía Guy Debord la sociedad moderna tiende a reducir cualquier
actividad a nivel de “espectáculo”. Me niego a sentarme en una grada en la que
es frecuente -incluso en encuentros de fútbol infantil- en el que los
espectadores griten como posesos, aplauden enloquecidos o se estiren de los
pelos y, para colmo, pagando una entrada y venerando a jugadores que cobran salarios
desmesurados.
Me alegra que gane el equipo español, pero eso no me hace sentir
particularmente “orgulloso de ser español”, porque, a fin de cuentas, se
trata de un espectáculo promovido por empresas en vistas a obtener unos
beneficios. Nada más. Por lo mismo, debería de estar orgulloso de una fábrica
de bragas y/o calzoncillos española. Y
lo dicho para el fútbol masculino, vale tanto como para el fútbol femenino.
No tengo ni la más remota idea de quien es el tal Luis Rubiales.
Dicen que es un “pinta”. Que en la federación se amontonan casos de corrupción
y que su nivel ético y moral está a la altura del betún. Ni me lo creo ni lo
desmiento. Simplemente, no me interesa, ni creo que debería interesar nada más
que a los organismos de justicia. Si es un corrupto, que lo cuelguen. Si vela
por el deporte, tampoco es para llevarlo a los altares, pero sí para que le
respeten. En cualquier caso, ahí está la justicia para establecerlo. Pero lo
que más me sorprende es que sea valorado por haber dado el “beso de la muerte”.
En este país, un beso que no haya sido consentido ante notario puede ser más
ruinoso que una carrera de corrupción.
Estaba traduciendo unas páginas del filósofo italiano Julius Evola,
cuando me he topado con estas consideraciones que os traslado y que creo sitúan
perfectamente el fondo de la cuestión:
“Mientras que la ética tradicional pedía a hombres y mujeres que
fueran cada vez más ellos mismos, que expresaran con rasgos cada vez más claros
lo que hace a uno hombre y a la otra mujer, vemos que la civilización moderna
gira hacia la nivelación, hacia lo informe, hacia una etapa que, en realidad,
no está más allá, sino por debajo de la individuación y de la diferencia entre
los sexos.
Y lo que en realidad ha sido una abdicación, se ha tomado como una
conquista. Después de siglos de “esclavitud”, la mujer quería ser libre, vivir
para sí misma. Pero el “feminismo” fue incapaz de concebir una personalidad
para la mujer, excepto imitando la personalidad masculina, de modo que no es
exagerado decir que sus “pretensiones” enmascaran una desconfianza fundamental
de la nueva mujer hacia sí misma, su incapacidad de ser y de querer como mujer,
y no como hombre, la mujer moderna ha sentido una inferioridad completamente
imaginaria al creer que es sólo una mujer, y como un delito al ser tratada “sólo
como a una mujer”.
Tal fue el origen de una vocación errónea: precisamente por ella,
la mujer quiso vengarse, hacer valer su “dignidad”, mostrar su “valor”,
comparándose con el hombre. Sólo que no se trata en modo alguno del hombre
real, sino de la construcción del hombre, del hombre-títere de una civilización
estandarizada y racionalizada, que no implica casi nada realmente diferenciado
y cualitativo. En una civilización así, evidentemente, ya no puede haber
ninguna cuestión de privilegio legítimo. Las mujeres, incapaces de reconocer su
vocación natural y de defenderla, incluso en el plano más bajo (porque no hay
mujer sexualmente realizada que envidie al hombre y sienta la necesidad de
imitarlo), pudieron demostrar fácilmente que también ellas poseían virtualmente
la vocación. facultades y talentos (materiales e intelectuales) que se
encuentran en el sexo opuesto y que generalmente son necesarios y apreciados en
una sociedad de tipo moderno. Es más, el hombre se dejó pasar, comportándose
como un auténtico irresponsable; incluso ayudó, empujó a la mujer en las
calles, en las oficinas, en las escuelas, en las fábricas, en todas las
encrucijadas contaminantes de la sociedad y de la cultura moderna, apoyando así
la última etapa de la nivelación”.
No creo que tocar el asunto del “beso de la muerte” tenga
absolutamente ningún interés para una sociedad como la española que se está
cayendo a trozos (parálisis política, bloques enfrentados irremisiblemente,
situación económica catastrófica, con una sociedad desmigajándose, dependiendo
de mindundis regionales cuya visión no va más allá de sus narices, psicológicamente
enferma, que ni siquiera acierta a identificar -no digamos a diagnosticar-
ninguno de sus problemas esenciales), salvo para reflexionar sobre el papel del
feminismo, de lo masculino y de lo femenino que es, a fin de cuentas, lo único
que debería importar a los que se niegan a ser peces muertos arrastrados por la
corriente.