La Escuela de Frankfurt, insistió mucho en distinguir
las “condiciones objetivas” (siempre de carácter económico) de las “condiciones
subjetivas” (que se referían a otros factores que influían en las coyunturas
históricas). Pero nunca hablaron de las “condiciones voluntaristas”, es decir,
las que dependían de la actitud personal de los “sujetos históricos”.
Podía darse el caso de que una situación
histórica contara con las condiciones objetivas necesarias para precipitar un
cambio social (una crisis económica generaliza, por ejemplo) y que las
condiciones subjetivas estuvieran también presentes (la existencia de un fuerte
movimiento de masas y una quiebra generalizada del sistema político y social).
Tal era la situación que se daba en Alemania en 1929, en la que, a pesar de ser
todo esto favorable a la “revolución del proletariado”, la clase obrera
permaneció quieta. Y, por eso, resulta todavía más incomprensible que no
introdujeran el tercer factor que explicaría el por qué no estalló una
insurrección bolchevique: en efecto, la izquierda alemana empezaba a perder
espacio en relación a los avances del NSDAP (800.000 votos en 1929 y 19.000.000
cuatro años después). La llamada “acción de Marzo”, programada por el
Komintern, en 1921 había dejado agotado al propio Partido Comunista y el
cansancio por las insurrecciones frustradas de los espartaquistas primero y de
la “revolución de los consejos obreros” de Baviera después, pesaban todavía en
el ánimo de las células comunistas.
Además, las orientaciones del Komintern en
esa época eran erráticas. La versión oficial de la Internacional era que los
militantes del NSDAP eran los “perros de presa del capital” y estaban
teledirigidos por Hugenberg, el magnate de la prensa y dirigente del NVDP (y
siguieron afirmando esta versión hasta “La Noche de los Cuchillos Largos”).
Además, las distintas formaciones comunistas, parecía claro que habían perdido
el impulso revolucionario de 1919-1922. Existía el Partido Comunista Alemán
que, incluso, disponía de medios suficientes para hacerse oír, existían células
comunistas en ciudades y polígonos industriales, existían comunistas entre las
“fuerzas de la cultura”, pero no existía “voluntad revolucionaria”. Por
lo tanto, no estaba presentes todas las condiciones para una insurrección del
proletariado alemán.
Pues bien, este elemento que hemos definido como
“condiciones voluntaristas”, no fue nunca tenido en cuenta por la Escuela de
Frankfurt, especialmente en lo relativo a sí mismos. En tanto que grupo
elitista -como hemos vistos, todos sus miembros pertenecían a la élite
económica y cultural- tenían tendencia a mirar todo lo que ocurría en la
sociedad desde su privilegiada atalaya. Estaban convencidos -al menos en
los primeros años de existencia del Instituto de Investigaciones Sociales- de
la infalibilidad de la doctrina marxista; no en vano defendían el “socialismo científico”.
Asumían que si, con todas las condiciones, objetivas y subjetivas, a favor,
no estallaba la insurrección proletaria, eso se debía a que era el proletariado
el que no estaba a la altura, el que se había equivocado, y no se les ocurrió
pensar que la ideología marxista era la errónea.
Pero ellos, en su Olimpo, se mostraron incapaces
de establecer porqué se interesaban por unas temáticas y no por otras (por
ejemplo, les preocupó mucho la aparición del antisemitismo -algo natural, a la
vista de que todos ellos eran de origen judío-, pero no por la degeneración
moral que se había apoderado de la República de Weimar; les horrorizaba el
militarismo, pero no por el fracaso de la Sociedad de Naciones y todos ellos
aceptaron el dictamen anglo-francés convertido en dogma en el Tratado de
Versalles sobre la responsabilidad germana en el inicio de la Primera Guerra
Mundial, tesis hoy completamente desmentida por la historia). Y lo que era
peor: en ocasiones, en su búsqueda de “racionalidad” y de “objetividad”, se obstinaban
en no reconocer la fuente evidente de algunos problemas. Y lo que se lo
impedía era, precisamente, su psicología, esto es, los factores “voluntaristas”
a los que antes hemos aludido.
Volvamos al interés que demostraron por la aparición del antisemitismo en la Alemania de Weimar. Buscaron una interpretación a la irrupción de este problema. Una interpretación marxista. Como el marxismo no estuvo en condiciones de ofrecerla, la buscaron en el freudismo. Y, sin embargo, el problema estaba tan claro que cualquiera podía advertirlo sin necesidad de “filosofar”: el antisemitismo se extendió en Alemania a partir de 1919 y no fue por casualidad, ni siquiera por motivos psicológicos (subjetivos), sino por algo tan evidente como el que la inmensa mayoría de dirigentes de la izquierda y de la extrema-izquierda eran de origen judío. Llovía sobre mojado, porque en Rusia había ocurrido otro tanto y lo mismo en la “revolución húngara” de Bela Kun. Y este dato, no era el resultado de un “subjetivismo conspiranoico”, sino una realidad incuestionable que estaba al alcance de quien simplemente se limitaba a repasar los apellidos de los revolucionarios. A esto se unía el que, en los tres casos, en Rusia, en Hungría y en Alemania, la “revolución” bolchevique había provocado auténticas masacres. ¿Era razonable construir teorías sobre el antisemitismo alemán como “hijo del autoritarismo” y éste a su vez como una emanación del “complejo de Edipo” y de la “desviación de la cultura occidental operada por el cristianismo”? Había antisemitismo en la República de Weimar porque apenas en 1930 apenas habían pasado 10 años desde la revuelta de los Consejos Obreros de Baviera, con sus fusilamientos y sus masacres, la “memoria histórica” estaba muy reciente y viva y operaba a modo de vacuna contra el comunismo excitando defensas antisemitas...
El historiador Dominique Venner, en Baltikum,
nos obsequia con este párrafo cuya veracidad, nombre por nombre, puede ser
confirmado en Wikipedia y en otras fuentes asépticas accesibles. Dice
Venner en relación a los dirigentes comunistas alemanes de 1919-22:
“En realidad, casi todos los jefes
revolucionarios, izquierdistas y espartaquistas, son israelitas. En Berlín,
Liebknecht, Rosa Luxenbourg, Leo Jögisches, Paul Lev, Haas y Landsberg; en
Munich, Kurt Eisner, Lipp, Landauer, Töller, Lévine y Levien; en Magdeburgo,
Brandès; en Dresde, Lipinsky, Géyer y Fleissner; en el Rhur, Markhus y
Levinshon; en Bremarjaven y Kiel, Grünewald y Kohn; en el Palatinado,
Lilienthal y Heine; en Letonia, Ulmanis, etc. También el representante de Lenin
en Alemania, Radek, es judío. La punta de lanza de la comisión de encuesta
instituida por el gobierno socialista para desacreditar a Hindenburg y
Ludendorff, está formada por Khon, Gothein y Zinsheimer, los tres judíos. El
elenco podría seguir durante un buen rato y es fácil y seductor para la opinión
pública nacionalista considerar a los judíos como responsables de la derrota y
de la revolución. Serán acusados también de ser los beneficiarios, ya que los
judíos son numerosos entre los especuladores que constituyeron fulgurantes
fortunas sobre las ruinas de Alemania, gracias, en parte, a sus lazos
internacionales”.
Y más adelante añade:
"El papel jugado luego, tras 1918,
por numerosos judíos en los intentos revolucionarios, como en los tráficos de
aquel atormentado período, habría dado a esta ideología un alimento
inagotable".
Sobre la República de los Consejos que dejó una
estela de muerte y desolación en Baviera, Venner describe así a sus
protagonistas:
“Towie Axelrod, que había
participado en los primeros momentos de la revolución rusa, en San Petersburgo,
había llegado a Alemania antes de noviembre de 1918. Formaba parte de los numerosos
agentes que acompañaban al embajador soviético Adolf Joffé. Cuando éste fue
expulsado, Axelrod alcanzó Munich en el momento en que triunfaba la revolución
de Eisner. Max Levien, nacido en Moscú de una rica familia de
comerciantes, había llegado a Alemania para terminar sus estudios y luego
regresó a Rusia donde su actividad revolucionaria le llevó a ser deportado a
Siberia. Evadido, se refugió en Zurich donde conoció a Lenin. Movilizado en los
primeros momentos de la guerra en el ejército alemán, había desarrollado una
intensa propaganda revolucionaria. En diciembre de 1918 había sido enviado a
Baviera por Karl Liebknecht para impulsar la propaganda espartaquista. Eugene
Leviné era el organizador del trío. Nacido en San Petersburgo hacía 36
años, era también el más mayor. Había cursado estudios en Berlín y se había
convertido en espartaquista durante la guerra. Rosa Luxemburg, sorprendida por
sus capacidades, lo había enviado a Moscú para representar a los comunistas
alemanes ante sus compañeros rusos. No habiendo podido pasar la frontera fue
enviado a Baviera por el nuevo jefe del Partido Comunista Alemán (KDP), Paul
Levi, para organizar el movimiento espartaquista”.
Obviamente el número de alemanes en las
formaciones de extrema-izquierda, era más elevado en las bases que el de
afiliados de origen judío. Sin embargo, en los organismos de dirección, la
proporción era inversa: los judíos copaban casi completamente los puestos de
dirección, mientras los no judíos constituían una minoría. Pero es que ¡eso
mismo ocurría en el Komintern! ¡y eso mismo había ocurrido en Rusia
desde que se estableció el gobierno provisional dirigido por Lenin! ¡y otro
tanto había ocurrido en Hungría con los comunistas que secundaron a Bela Kun! (y los miembros de la Escuela de Frankfurt
conocían perfectamente estos hechos, porque uno de los hombres de Kun, Georg
Lukács, que, como hemos dicho, era el responsable de educación y enseñanza de
aquel corto y caótico gobierno comunista húngaro, figuraba entre los
inspiradores del grupo).
No creemos, por supuesto, que se tratase de una
“conspiración judía”, pero esa insistencia de judíos en las vanguardias que
habían generado el movimiento subversivo entre 1917 en Rusia y 1922 en Alemania
(con sus masacres, sus insurrecciones, sus atentados, sus fusilamientos y su
estela de caos) era suficiente, en primer lugar para explicar por sí mismo,
esto es, objetivamente, la existencia de un extendido antisemitismo en la
sociedad alemana que, además, veía el mismo fenómeno en la revolución rusa y en
la húngara; por otra parte, esa presencia plantea una cuestión que era a la que
debía de haber respondido la Escuela de Frankfurt: “¿por qué están presentes
tantos judíos en las direcciones del movimiento comunista internacional?”. Y
esta pregunta que, sociológicamente, era fundamental e interesantísima, no fue
ni siquiera planteada. ¿Por
miedo a que la respuesta fuera irreductible al catecismo marxista? ¿Por qué la
pregunta siguiente implicaba necesariamente un estudio pormenorizado de la
psicología judía e, incluso la aplicación del esquema freudiano?
Era muy evidente que buena parte de todos estos
intelectuales que formaban parte de la primera generación de la Escuela de
Frankfurt, ”odiaban al padre”, sus pulsiones edípicas no superadas se
evidencian en los rastros de sus biografías: Adorno no acepta el apellido
paterno y asume solamente el materno (no judío, por lo demás), Felix Weil
escribe contra los exportadores de grano amigos de su padre y los trata como
explotadores del campesinado argentino, Welter Benjamin se niega a ponerse bajo
el cobijo y la seguridad que le ofrece la fortuna de su padre, Horkheimer
rechazará el destino que ha trazado su padre para él y se negará a seguir al
frente de sus empresas… Todos ellos hablan del “Complejo de Edipo”, pero
ninguno es capaz de reconocer que, por encima de todo, ante todo, ellos son
quienes lo sufren y quienes no lo han superado.
Todos ellos, incluso no dudaron en traicionar a
su patria. Cuando los miembros de la primera generación de la Escuela de
Frankfurt llegaron a los EEUU, no se trató de inmigrantes forzados a abandonar
su patria que llegaban a una nueva residencia en busca de un futuro mejor, sino
que para obtenerlo tuvieron que delatar, traicionar y contribuir al esfuerzo
bélico norteamericano en el sector más repugnante: las operaciones
psicológicas, el trabajo en los servicios de inteligencia norteamericanos, la
difusión de rumores y mentiras sobre la patria en la que habían nacido. Y
eso podría, incluso en un esfuerzo de comprensión, en entenderse hasta 1945,
pero no con posterioridad.
La figura del “padre”, esto es, de la Patria
Alemana, fue odiada y rechazada en tres ocasiones: primero, cuando sus esperanzas en la “revolución
socialista” quedaron decepcionadas por el fracaso y la indecisión del
proletariado alemán; en segundo lugar, cuando el NSDAP llegó al poder y
entre 1935 y 1939, el Tercer Reich iría integrando en la administración a
antiguos cuadros obreros de la izquierda alemana; y, finalmente, cuando
derrotado el Tercer Reich, algunos que ni siquiera habían participado en su
administración, rechazaron aceptar los términos de la “propaganda de guerra” y
de las “operaciones psicológicas” promovidas por los servicios de inteligencia
norteamericanos (Heidegger, por ejemplo). Varios de ellos “odiaban a su
padre” genético, pero todos odiaban a su Patria, traslación de la figura del
padre a la dimensión comunitaria. Su gran contradicción interior era que amaban
la “causa del proletariado”, esto es de la “sociedad”, traslación de la figura
de la “madre”. Pero eran conscientes de que el “proletariado” había “fallado”
en la “revolución alemana”. Y, para colmo, en su fe marxista, odiaban tanto a
la figura paterna de la patria como a su padre genético que, para colmo, era la
antítesis del amado proletariado: multimillonarios, industriales, exportadores
monopolistas, esto es, todo lo que Marx había denostado como “capitalista” y
cuyo fin había augurado.
Alguien ha propuesto: “dime como vives y te
diré lo que piensas”. Que, en la práctica podría formularse así: “dime
como vives y cómo te relacionas con tu entorno y te diré, no sólo cómo piensas,
sino por qué has elegido pensar así”. Y, si se ven las cosas, desde esa
perspectiva, resulta mucho menos interesante la hojarasca ideológica que va
generando cada uno de estos pensadores, que las circunstancias por las que va
generando ese pensamiento. Lo que menos puede pedirse a un filósofo -y, por
extensión, a cualquier ser humano que actúe con un mínimo de racionalidad, es
que su pensamiento y su accionar diario vayan en la misma dirección. Cuando
esto no ocurre, “o las ideas no valen nada, o los sujetos que las defienden
no valen nada”, según la fórmula de Ezra Pound. No querríamos ser tan
radicales en esto. Reconocemos la altura intelectual de algunos trabajos
elaborados por los miembros de la Escuela de Frankfurt y la importancia que
tuvieron, pero, ese valor queda relativizado y empañado por los problemas
psicológicos, las contradicciones internas y los silencios no manifestados pero
si experimentados, de sus personalidades, en todos los casos, muy complejas.
El objeto de estudio de la Escuela de Frankfurt en su “etapa materialista” (1930-1937) fue simplemente un intento de adaptar el marxismo a la realidad alemana de la época, rectificando -como veremos- algunos aspectos e introduciendo elementos procedentes del “joven Marx” (sus escritos anteriores a 1848). En una segunda etapa (1937-1940), con casi todos sus miembros asentados en los Estados Unidos, se limitan a realizar “antifascismo” e intentar encontrar una explicación al fascismo y al totalitarismo. La obra clave de esa época es Teoría Tradicional y Teoría Critica, escrita por Adorno y Horkheimer en 1937, pero los mayores brochazos antifascistas están contenidos en Dialéctica de la Ilustración.
Para explicar el fascismo y el antisemitismo
realizarán, en 1944 (en Dialéctica de la Ilustración, revisada en 1947),
un excursus a la Ilustración para sentenciar que la creencia en que
la “razón” generará el progreso y resolverá los problemas de la humanidad,
constituye una esperanza frustrada: las tres doctrinas surgidas de “las luces”,
liberalismo, bolchevismo y fascismo han terminado siendo formas de
“totalitarismo”. Paralelamente, durante su estancia en lo Estados Unidos,
en el período 1937-1950, completarán esta idea considerando que el
“fascismo” es “una patología social” y, para hacerlo echarán mano de las
teorías de Wilhelm Reich y de textos freudianos, elaborando la teoría de la
“personalidad autoritaria” (libro del mismo título publicado por Adorno en
1950). Más o menos en esa época, entrarán a trabajar para el gobierno
norteamericano (que, en el fondo era quien les permitía permanecer en EEUU) y,
antes del inicio de las hostilidades, justo cuando llegó a EEUU, para la
Fundación Rockefeller y para el Comité Judío Norteamericano (sin que se interrumpiera
el flujo de fondos entregados por Felix Weil, el cual se había hecho cargo de
los negocios de papá abandonando cualquier veleidad de militancia política).
Esta relación estrecha de la primera generación de la Escuela de Frankfurt con
el gobierno de los EEUU, les permitirá conocer los entresijos de lo que
luego Marcuse llamará “industrial cultural”, y participar en campañas de
propaganda antifascista destinadas a orientar a la opinión pública
norteamericana, mayoritariamente abstencionista, a ver en el Tercer Reich al “enemigo
del mundo”.
Vale la pena dedicar unas líneas al ya mencionado
Radio Research Project, financiado por la Fundación Rockefeller “para
investigar los efectos de los medios de comunicación en la sociedad”. La
base de esta “investigación” fue la Universidad de Princeton. El proyecto
estaba dirigido por Paul Lazarsfeld, judío austríaco, y contó con la
colaboración de Erich Fromm y de Theodor W. Adorno (que abandonaría el proyecto
en 1941). No se trataba de un proyecto inofensivo o realizado con afán de servir
al pueblo americano: era, más bien, un intento de estudiar las formas cómo utilizar
la propaganda radiofónica para influir en la opinión pública. Para realizarlo
se lanzaron bulos -lo que hoy se llaman “fakes” y “fake-news”-, a
través de las ondas y se comprobó su resultado. Incluso se llegó a analizar los
efectos de la famosa retransmisión de Orson Wells sobre la “Guerra de los
Mundos” (1938). Andando el tiempo, a esto se le llamarían “operaciones
psicológicas” o formas de “control mental” de las poblaciones.
En dicho proyecto, Adorno y Fromm, se
encontraron con otros psicólogos judíos que habían abandonado Europa al llegar
Hitler al poder, como Kris Ernst y Hans Speier, que también trabajaron para
dicho proyecto y elaboraron un “Estudio de la comunicación totalitaria en
tiempos de guerra”, también financiado por la Fundación Rockefeller.
Todos estos estudios fueron empleados para inclinar a la opinión pública
americana hacia la opción belicista. Copiamos de Wikipedia estas notas sobre el
proyecto:
“The Radio Project también
realizó una investigación sobre la transmisión de Halloween de La guerra de
los mundos en 1938. De los seis millones de personas estimadas que
escucharon esta transmisión, descubrieron que el 25% aceptaba los informes de
destrucción masiva del programa. La mayoría de estos no pensaron que estaban
escuchando una invasión literal de Marte, sino más bien un ataque de
Alemania”.
Pero lo más interesante del proyecto fue el lanzamiento de bulos y lo que hoy se llaman “fake news” para que el norteamericano medio abandonase su posición “aislacionista”. No lo consiguieron y el pueblo norteamericano, solamente aceptó entrar en guerra después del ataque a Pearl Harbour, pero las iniciativas adoptadas en este proyecto generaron el clima prebélico que, desde los EEUU, se proyectó a todo el mundo e hizo inevitable que la polémica germano-polaca en torno a Danzig y al “corredor” no pudiera resolverse pacíficamente (véase la exhaustiva obra de Udo Walendy sobre este tema: Verdad por Alemania). Es significativo que fue después de la Conferencia de Munich, en donde se alejó temporalmente el peligro de una guerra en Europa, cuando se redobló la difusión de bulos y “fakes” sobre Alemania desde los EEUU.
A los hombres de la Escuela de Frankfurt residentes en aquel momento en EEUU no podía escapárseles que todas estas noticias eran tendenciosas y falsas. Ni siquiera podía escapárseles que el fin era generar un nuevo conflicto en Europa. Es más, todo lo que aprendieron en ese período fue lo que utilizaron posteriormente para denunciar en los años 50-60 a la “industria cultural” utilizando unos argumentos que se adaptaban como un guante -como veremos- a los designios belicistas de la administración norteamericana. Marcuse, ya en los años 60, utilizó todos estos conocimientos para denunciar la intervención norteamericana en Vietnam, eludiendo la presión psicológica ejercida sobre el pueblo norteamericano para forzar, primero su hostilidad hacia Alemania y, después, el envío de grandes cantidades armas a Inglaterra y, finalmente, la entrada en guerra contra Alemania.
Cuando en 1947, Adorno y Horkheimer publiquen la edición revisada de su Dialéctica de la Ilustración (a veces traducido como Dialéctica del Iluminismo), una obra extremadamente violenta y visceral que algunos han calificado como “el grito del judío exiliado”. La idea es que los ideales de la Ilustración se han convertido en un monstruo que ha generado ¡Auschwitz! No vamos a entrar en las teorías revisionistas sobre el Holocausto, pero si, resulta demasiado evidente que buena parte de todo este material generado entre 1933 y 1938 y luego centuplicado en intensidad después de la Conferencia de Múnich y hasta Pearl Harbour, era pura “propaganda de guerra”, algo que no podía escaparse de la perspicacia de los miembros de la Escuela (que, como hemos visto, habían participado en el “The Radio Project Reseach”). Resulta incalificable, tanto por su “subjetividad”, como por su oportunismo, el tomar argumentos propios de la “propaganda de guerra” para justificar teorías filosóficas de altos vuelos… sobre todo, cuando se intuye que se trata de artificios prefabricados para manipular mentalmente a la población. Y las dos principales cabezas de la Escuela, no dudan en entrar en el juego.
Ellos serán, así mismo, los promotores de la gigantesca confusión de ideas que se ha generado en torno al fenómeno histórico del fascismo. Para ellos, “fascismo” termina siendo cualquier forma de autoritarismo. Julio César era “fascista”. El Kaiser Guillermo II, era fascista. Hitler era, claro está, “fascista”. Incluso cuando llegan a EEUU y, especialmente en la postguerra, cuando descubren “pulsiones autoritarias” en el estalinismo, determinan que este es, también, “fascista”. Marcuse explica con una seriedad pasmosa, que la administración norteamericana es “fascista” (lo explicará en los años 50 y 60). Y, fascista es, finalmente, cualquiera que muestra un mínimo ejercicio de la autoridad: desde el padre de familia, hasta el maestro de escuela sentado en su cátedra e impartiendo lecciones desde una tarima en la que evidenciar su “superioridad”, pasando por el confesor (lo más comprensible, si tenemos en cuenta que restaba clientela a los psicoanalistas, prodigando buenos consejos en lugar de interminables sesiones de “terapia”)…Hoy, una vez más, gracias a la Escuela de Frankfurt, esa “última escuela de filosofía” (aun cuando “filosofía” amor a la sabiduría y no “exaltación de la confusión”), es casi imposible determinar qué fue el fenómeno histórico de los fascismos, realizar una divisoria entre “fascismo”, “extrema-derecha”, “derecha autoritaria” y “derecha revolucionaria”. Y, no digamos, establecer una “revisión” de los aspectos más problemáticos y discutidos del nacional-socialismo: la discusión está viciada de partida, porque resulta imposible deslindar lo que es “propaganda de guerra”, de lo que son “hechos objetivos”, sin olvidar, por supuesto, la presión psicológica que experimenta todo aquel que quiere opinar sobre estas temáticas. A los miembros de la Escuela de Frankfurt les cabe el dudoso honor de haber contribuido a esta orgía de la confusión.
En su consideración de “elementos objetivos” y en su “gran hallazgo” de intentar encajar el “marxismo occidental” (es decir, aquella interpretación del marxismo repleta de consideraciones filosóficas derivadas del “primer Marx”) con el freudismo ortodoxo, derivaron hacia clasificaciones “sociológico-psicológicas” hilarantes como la que distingue “personalidades anales” y “personalidades genitales”, superponiéndolas, respectivamente a la burguesía y al proletariado… Es cierto que la jerga filosófica y la superabundancia de referencia que incluyen en sus argumentaciones, desaniman la crítica, pero queda siempre el “mensaje”. El lector, una vez repuesto, de la jerga utilizada por todos estos autores, al preguntarse sobre lo que ha leído, no puede por menos que responderse: “Hay mucho método en tanta locura”.
Y es aquí en donde, este grupo de intelectuales hubiera debido plantearse la pregunta más importante: “¿por qué nosotros, los miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, somos así?”; que, inevitablemente, iría unida a esta obra: “¿por qué todos nosotros somos judíos?”. Y este es el gran misterio de la Escuela de Frankfurt: el dato más objetivo de todos los que podemos manejar sobre ellos: todos eran judíos, todos procedentes de familias más que acomodadas y todos ellos optaron por encajar dos teorías emanadas también por dos personalidades origen judío: Marx y Freud. ¿Cómo es que, en su búsqueda y valoración de las “subjetividades”, no se les ocurrió plantearse el por qué también la inmensa mayoría de miembros de la Asociación Psicoanalítica de Viena fundada por Freud, eran, así mismo, judíos? (Wikipedia, fuente aparentemente neutral, recuerda entre otros a Sabimna Spielrein, Max Schur, Herbert Rosenfeld, Frieda Fromm-Reichmann, Laura Peris, Paula Heimann, Karl Abraham, Helene Deutsch, Max Eitingon, y los ya citados Erich Fromm y Wilhelm Reich. No se menciona a Alfred Adler, Otto Rank, Viktor Frankl, Rudolf Allers, Melanie Klein, Sandor Ferenczi, primeros espadas del círculo freudiano, que también eran de origen judío).
¿Cómo es que plantearon preguntas sobre el origen del antisemitismo que eran fáciles de responder y, en lugar de reconocer que el camino más corto entre dos puntos es la línea recta o el principio de la “navaja de Ockham” (la respuesta más sencilla suele ser la correcta), optaron por respuestas basadas en teorías psicoanalíticas nebulosas y especulativas?> Es más, rectificaron apenas nada a Freud y bastante a Marx del que quisieron mantenerse alejados de sus tesis posteriores a 1848, es decir, el Marx centrado en la economía. Aureolaron las tesis freudianas con aires de infalibilidad incorporándolas como base de sus líneas de investigación. El descrédito actual de buena parte de las tesis freudianas es lo que ha restado valor (incluso seriedad) a buena parte de la obra de la Escuela de Frankfurt.