Los imperios en decadencia tienen dos opciones: reconocer su
debilidad y lo finito del tiempo que todavía les queda, adaptándose a la idea
de que su poder ya no es el que era, o bien realizar una fuga hacían delante, para
tratar de jugar sus últimas cartas. Los EEUU,
durante el mandato de Donald Trump eran perfectamente consciente de que la
época del “unilateralismo” hacía tiempo que había terminado (cuando se
evidenció la imposibilidad por parte del Pentágono de vencer a la resistencia
iraquí y afgana y, mucho más, desde la crisis económica del 2007-2011 y del
consiguiente despegue chino). La propuesta de Trump era la más razonable que
podía realizarse: concentrarse en el interior del país, reconstruir las
infraestructuras, reindustrializar el país y tratar de ser una “pata” más en un
mundo multipolar. Trump no ha sido nada más que el despertar de un fenómeno
habitual en la historia de los EEUU: el aislacionismo, el “decoupling”
de cualquier alianza y de cualquier pacto exterior y la priorización del “American
first”.
El norteamericano medio, con sus tradiciones extrañas a ojos de
nosotros europeos, con sus tics que proceden de la llegada del May Flower,
con sus tres “despertares espirituales” (que para los europeos no dejan
de ser tres oleadas de supersticiones. Véase la serie de artículos que
dedicamos a este fenómeno: Para
entender mejor a los EEUU), con sus hitos de la guerra de la
independencia y de la guerra de secesión, con la simplicidad de los granjeros y
de los baptistas del Sur, está más próximo al “aislacionismo” que a cualquier
otra concepción de la política internacional. Sin embargo, históricamente,
los EEUU han sido gobernados por plutócratas, representantes de los distintos
grupos económicos a los que han servido con fidelidad perruna, especialmente a
partir de Woodrow Wilson. El control sobre los medios de comunicación ha
podido operar el milagro de que un país de contrastes y contradicciones como
los EEUU hayan llegado hasta el siglo XXI siendo potencia hegemónica mundial
desde 1944. La inercia de los 30 años gloriosos de la economía (1943-1973)
operó el milagro. Para ello hizo falta, como hemos visto, una guerra mundial y
una victoria que los europeos todavía estamos pagando.
Pero esto ha llegado a su fin. Los EEUU viven una situación
interior y exterior absolutamente insostenible. Todos los equilibrios generados
por el propio sistema resultan absolutamente precarios. Da la sensación de que
el país ha alcanzado un punto de no retorno.
La competición electoral entre Hilary Clinton y Donald Trump en
2017 no fue solamente otro episodio de la lucha entre demócratas y
republicanos, fue mucho más que eso: una lucha entre dos concepciones de los
EEUU. El elector tuvo que elegir entre el “stablishment” y el “americano
medio”. Eso fue todo. Y eligió al “hombre hecho a sí mismo”, triunfador que, de
paso, le prometía no más guerras, dedicar los esfuerzos a la reconstrucción del
país, reformar, mejorar y actualizar las infraestructuras, dejar de
obsesionarse por la corrección política, afrontar el problema migratorio que
estaba cambian al país, y, en la práctica, una política de “decoupling” con los
aliados europeos y de paz en Oriente Medio. Los EEUU debían de reducir su
dependencia de la globalización, reindustrializarse y volver a ser el país de
las oportunidades. La fórmula era “mirar hacia adentro”. La otra opción era,
justo su opuesta: afirmar el liderazgo y la primacía norteamericana en todo el
mundo, la presencia militar allí en donde se requiriera porque algún “enemigo
de América” se había hecho demasiado poderoso, y todo ello acompañado por
monsergas sobre “perspectivas de género”, “derecho al aborto”, “corrección
política”, etc. Y los EEUU votó por la primera opción.
Desde entonces, el stablishment reaccionó de manera
histérica: una cosa era que en algún pequeño país europeo gobernara algún
partido populista y otra muy diferente que el populismo hubiera vencido en la
meca de las multinacionales, del dominio corporativo, en la Meca del
neocapitalismo. Desde el primer día que se conoció el resultado electoral, el
stablishment declaró la guerra a su gobierno y a él mismo. Esa guerra se
prolongó durante cuatro años hasta llegar a las elecciones de 2020 concluidas
con aroma de fraude. Pero la guerra contra Trump no se detuvo allí. Se
prolonga todavía hoy. Dentro del Partido Republicano nadie duda que será el
candidato en las próximas elecciones y, por el momento, la candidatura que se
anunciaba de Charlize Cheney, embarrancó de partida, cuando perdió las primarias
de Wyoming a mediados de agosto. De los 10 senadores republicanos que habían
adoptado posiciones anti-trumpistas, 8 perdieron su escaño. Charlize (“Lyz”)
Cheney, hija del antiguo vicepresidente de los EEUU Con George W. Busch, es la
representante del stablishment dentro del Partido Republicano y su
candidatura, podía definirse más como anti-trumpista que como anti Partido
Demócrata.
La victoria de los candidatos trumpistas ha hecho que la derecha
republicana, incluida Sarah Palin, se sitúe indiscutiblemente en torno a Trump,
justo en el momento en el que el presidente Joe Biden registra unos índices de
popularidad a mínimos históricos. El registro del domicilio de Trump para
encontrar pruebas que lo incriminen y le impidan presentarse como candidato a
las próximas elecciones, apenas sirvió para ocultar que ese mismo día, en el
Estado de Florida habían sido condenados una veintena de exconvictos por fraude
electoral, como resultado de las denuncias de los partidarios de Trump al
conocerse los resultados de las elecciones de noviembre de 2019. Así pues, si
hubo “fraude electoral”, por mucho que, aún hoy, resulte difícilmente
cuantificable, pero es, en cualquier caso, significativo que fuera en los
estados con mayor número de “votos electorales” (en el peculiar sistema electoral
norteamericano, los ciudadanos -el “voto popular”-, votan a los
“representantes” y estos, con su “voto electoral”, diferente en número en cada
Estado, votan al candidato a la presidencia.
El registro al domicilio de Trump ha coincidido con el punto más
bajo en la popularidad de Biden y, no solo eso, sino con la generación de las
críticas a su estado de salud. Ahora ya no es un rumor, como durante la campaña
electoral, y durante el primer año de su mandato: ahora, ya es inocultable y
pertenece al dominio público el que el presidente tiene sus cualidades mentales
absolutamente disminuidas. Son frecuentes -sino
diarios- sus discursos y gestos erráticos, que denotan problemas avanzados de
senilidad y que no han pasado desapercibidos de los mandatarios extranjeros a
los que ha saludado. Inicialmente, se pensaba que estos problemas se
manifestaron cuando ya era tarde para cambiar al candidato demócrata en plena
campaña electoral y por eso se nombró a una candidata a la vicepresidencia
Kamala Harris, hija de tamil y de jamaicano. La Harris, tiene un currículo
como miembro indudable del stablishment y era previsible que, ante la
imposibilidad de que una mujer negra, fuera elegida presidenta (ella misma, se
considera “negra”), dos años después de gobierno de Biden, éste dimitiría por
razones de salud y ella lo sustituiría, preparando desde el poder su reelección
en 2024. Pero el problema es que la popularidad de Kamala Harris, está en unos
niveles todavía más bajos que Joe Biden. Así pues, en las actuales
circunstancias, la operación es imposible.
Por tanto, la única vía que resta es imputar a Trump por algún
delito -real o supuesto- que, automáticamente, impediría la presentación de su
candidatura a la presidencia. Resulta innegable que ese es el punto punto al
que quiere tender el stablishment en estos momentos. Esto ha
encolerizado todavía más a los seguidores de Trump, convencidos de que, no
solamente se le robó la presidencia en 2020, sino que ahora, se pretende
impedir su presentación (y, seguramente, su triunfo, mientras persistan las
actuales circunstancias).
Si a esto unimos, los problemas interiores a los que se enfrenta
el país: la inflación, los aumentos de los tipos de interés, el hecho de que
2022 esté resultando el año más violento en la historia de los EEUU con más de
20.400 fallecidos por armas de fuego, 23.800 suicidios, 39.900 heridos por arma
de fuego, 686 tiroteos masivos, con unos problemas raciales que lejos de
solucionarse se agravan de día en día (los EEUU son una sociedad tan
“multirracial” como “multirracista”), los destrozos generados por drogas y fármacos
adictivos (ahora entre la clase media blanca, con 107.000 muertos en 2021, de
las que 70.000 están relacionadas con opioides sintéticos como el fentanilo,
30.000 con metanfetaminas, 25.000 por cocaína y 13.000 por heroína, con un
total de ¡750.000 muertos desde que se inició la crisis de 2007!), la
imposibilidad de dejar atrás a China, y la persistencia en la práctica de los
mitos neoliberales, todo esto hace que las elecciones que tendrán lugar el
próximo mes de noviembre, sean una prueba de fuego para la administración Biden
que se arriesga a perder la mayoría en las dos cámaras y, consiguientemente.
Trump ha supeditado su candidatura en 2024 a una victoria republicana neta en
esas elecciones.
La realidad es que las “dos américas” (en realidad, los “dos EEUU”)
están ya demasiado distantes como para pensar que unas simples elecciones
resolverán la cuestión en noviembre de 2022 o dos años más tarde. Los
partidarios de las dos opciones no van a aceptar los resultados que salgan de
los recuentos. Sea cual sea el resultado y el vencedor, la otra parte, lanzará
la acusación de fraude.
Son ya muchos los que perciben el clima de guerra civil en el
ambiente. Ese clima ya se percibió en el asalto al Capitolio el 6 de enero de
2021 y ha vuelto a revivirse tras la revocación de la sentencia que autorizaba
el aborto, el pasado 24 de junio de 2021. La “gran conquista” de la UNESCO, la
gran propuesta de la Agenda 2030 de la ONU, barrida de un plumazo en los EEUU.
Y no hay término medio. Difícilmente puede pensarse que en un país en el que
hay 120 armas de fuego por cada 100 habitantes, y un total de 393 millones de
armas en manos de particulares, incluidas armas de repetición, en el estado
actual de cosas, con una exaltación creciente y una radicalización de los dos
campos políticos, pueda pensarse en una solución racional y pacífica de los
problemas.
Así pues, el primer término de la disyuntiva, sugiere que los
EEUU caminan a marchas forzadas hacia una guerra civil que, puede concluir con
la rotura del país en varios fragmentos, atendiendo a distintos factores:
orientaciones políticos (Estados más liberales y más conservadores), étnicos
(Estados con mayoría blanca, negra o hispana), religiosos (Estados cristianos
-el “cinturón del a Biblia”-, agnósticos o dominados por alguna confesión
concreta -Utah mormona, el Sur baptista), lingüísticos (hispanoparlantes y
angloparlantes), nivel de desarrollo tecnológico (Estados rurales y Estados
disponiendo de centros de alta tecnología), etc, etc. El resultado de este puzzle
que son hoy los EEUU parece imprevisible y, no albergamos la menor duda de que
parte del país caerá en manos de mafias armadas o de ejércitos privados.
Ahora bien, la pregunta preocupante, deriva del segundo término de
la disyuntiva: ¿Qué será primero, la anulación de los EEUU como potencia
internacional, a causa del desplome interior, que todos los datos sugieren que
va a ocurrir, o el stablishment optará por una “fuga hacia adelante”,
previendo este escenario y generará otro todavía más peligroso: el
desencadenamiento de una guerra exterior que atraiga el interés de la opinión
pública norteamericana y desmovilice las protestas interiores? En otras palabras:
La dramática alternativa a la que nos enfrentamos es, o bien los EEUU se sumen
en un conflicto civil autodestructivo o bien, lo evitan -al menos
temporalmente- mediante la generación artificial de un conflicto internacional.
Y no creemos ser los únicos analistas que piensan en estas
posibilidades. Es más, estamos convencidos de que esta hipótesis es la que
está manejando en estos mismos momentos el stablishment, para el que
todo consiste en decidir qué camino es el menos gravoso para sus intereses y de
qué manera puede resultar mejorada la cuenta de beneficios.
Cualquier gobierno mínimamente responsable, ante esta hipótesis
trataría de preservar la paz y la estabilidad mundial. Y eso implica hoy, desde
Europa, alejarse urgentemente de la OTAN y establecer un régimen europeo de
neutralidad para todo el continente. Neutralidad, implica amistad con los
países vecinos. El único riesgo para la supervivencia de Europa en estos
momentos, procede de África y de las oleadas de inmigración masiva.
Restablecer la normalidad en este terreno implica deshacerse de los partidos
que han dejado que las cosas se pudran hasta el extremo que estamos
advirtiendo: en materia económica, en materia laboral, en materia de orden
público, en materia de criminalidad, en materia de valores, en la propia
degradación de la vida social, y, especialmente, en materia de política
exterior, permitiendo que la Europa vencido y ocupada de 1945 siga estándolo
casi 80 años después. Deshacer las últimas secuelas del orden nacido en
Yalta y cerrar las bases de los EEUU en los distintos países europeos es la
condición sine qua non para iniciar este nuevo curso en el que es preciso
recordar la fórmula lanzada por Jean Thiriart en los años 60: “Europa
neutral, pero armada”.