Siempre hemos sostenido que la República de
Weimar fue uno de esos momentos estelares en la historia de la humanidad en la
que en apenas unos años se produjo una gigantesca eclosión científico-político-cultural
en la que lo mejor se juntó con lo peor y que, finalmente, predispuso a una
mutación total y radical que llevó al III Reich. Las bases de este impulso, por
supuesto, existían antes de la I Guerra Mundial pero las condiciones de
inestabilidad, tensión, crisis permanente, agitación e inseguridad que
aparecieron después (y en cierto sentido se mantuvieron a lo largo de toda la conflictiva
vida de Weimar) parecieron favorecer a este movimiento de renovación uno de
cuyas columnas centrales fue la modificación de los hábitos sexuales, tema que
vamos a tratar en este artículo.
Cuatro años de
guerra habían modificado profundamente la forma de ver la vida, el mundo y la
sexualidad por parte de los jóvenes. Muchos de ellos habían caído en los
frentes sin conocer los placeres del sexo. La guerra demostró a todos la
impermanencia de lo humano, su fragilidad y la necesidad de vivir intensamente
y sin tiempos muertos o de lo contrario, en cualquier momento un fragmento de
metralla, una ráfaga certera o un disparo perdido podrían interrumpir
banalmente la existencia. En los cerebros de toda una generación se habían
producido inevitablemente estos pensamientos durante su tiempo de permanencia
en las trincheras, en los hospitales del frente o durante los breves permisos
en la retaguardia. Si la vida es breve, y todo es “vanidad de vanidades”,
pasajero y puntual ¿por qué no disfrutar de los placeres de la vida “sin trabas
y sin tiempos muertos”?
El problema era
que el “antiguo régimen” se caracterizaba por un recato y unas actitudes
pacatas que no dejaban mucho margen para vivir intensamente la sexualidad.
Gozar no estaba bien visto. Así pues, hubo que esperar hasta noviembre de
1918 para que el shock de la derrota descompusiera los fundamentos de la
sociedad y fuera posible vivir la sexualidad de otra manera. Una de las
primeras consecuencias de la caída del Káiser fue la abolición de la censura.
Entonces irrumpió la modernidad y esto implicaba, fundamentalmente dos cosas,
apreciar la “libertad individual” (aceptar la democracia formal como la mejor
forma de organizar una sociedad) y “vivir intensamente y sin inhibiciones el
sexo” (rechazar cualquier cortapisa al principio del placer).
Algunos
“reformadores sexuales” que aparecieron en los primeros años de la República
introdujeron otro elemento en la ecuación: la sexualidad se vivía
individualmente pero también dentro del marco de la sociedad, por tanto, había
en ese impulso algo que trascendía lo privado y que, por tanto debía tener una
dimensión social. Y, por curioso que pueda parecer, esta opinión apareció
en la derecha, en el centro y en la izquierda, como veremos.
En la izquierda
esta idea se extendió de la mano de socialdemócratas con Hirschfeld (fundador
del Instituto de Investigaciones Sexuales) como entre los comunistas con
Wilhelm Reich. A pesar de la tradicional austeridad en materia sexual del Partido
Comunista (KDP) que consideraba oficialmente que determinadas formas de
sexualidad eran “residuos pequeño-burgueses”, en ese entorno apareció el
Movimiento para la Reforma Sexual cuyo lema era “Tu cuerpo te pertenece”.
Mientras la derecha (Theodor Hendrich van Welde, autor de tres gruesos
volúmenes dedicados a una vida sexual placentera y ordenada el primero de los
cuales se titulada El matrimonio ideal)
se limitaba, en su habitual conservadurismo, a procurar extraer el máximo
placer dentro del matrimonio, la izquierda solía aludir a la “miseria marital”,
a la “crisis de la familia” y a la “miseria sexual”.
La guerra
había provocado un desequilibrio sociológico en la sociedad alemana: en 1925
existían 1075 mujeres por cada 1000 hombres. Para colmo, la crisis de la
superinflación que apareció a principios de los años 20 y que se reavivaría con
la crisis mundial de 1929, generó el que las tasas de natalidad fueran
extremadamente bajas, las más bajas de toda Europa en 1933, apenas 14,7
nacimientos por cada 1.000 habitantes. El 25% de los berlineses, ni tenía hijos
ni quería tenerlos voluntariamente y para ello utilizaban entre 80 y 90
millones de preservativos al año. Por si esto fuera poco, el número de
abortos ilegales pasó a ser de 1.000.000 anual sobre 32.000.000 de mujeres.
El hecho de que buena parte de estos abortos se realizaran en condiciones
higiénicas lamentables que provocaban la muerte de entre 4.000 y 12.000 mujeres
al año, mientras otras 50.000 sufrían problemas de salud relacionados con la
intervención.
La
homosexualidad que hasta ese momento había estado contenido y era prácticamente
invisible aumentó aunque no se dispongan hoy de cifras seguras. Hirschfeld,
uno de los gurús socialdemócratas de la sexualidad de Weimar recomendaba
prácticas sexuales imaginativas incluidas la homosexualidad. Incluso los
“reformadores sexuales” de derechas, decían creer en el matrimonio, pero no en
la monogamia. Para estos, las relaciones sexuales prematrimoniales debían
mostrar si la pareja se “acoplaba” bien y, cuando lo habían comprobado, se
trataba de obtener el máximo placer en el interior de la pareja. La izquierda,
por supuesto, iba mucho más allá. Wilhelm Reich, que en aquel momento
compartía las doctrinas psicoanalíticas de Freud, sostenía que la “represión”
sexual había destrozado la estabilidad mental de los trabajadores y que la
única terapia consistía en adoptar una vida sexual gratificante pues, según él,
la “represión” era el recurso del capitalismo para paralizar y contener a la
clase obrera. Si ésta quería ser dueña de su destino debía proceder, no
solamente a una “liberación de clase” mediante la revolución proletaria, sino
también a la terapia psicoanalítica. La primera aboliría la represión de clase
que la burguesía ejercía sobre el proletariado, la segunda llevaba a la
“liberación sexual”.
La sociedad
alemana –siguiendo la tesis de Freud- había experimentado durante la guerra el
principio del Thanatos (de la muerte) y solamente podía liberarse
absorbiendo hasta las heces el principio del Eros (del placer). Theodor
Hendrick, el teórico de la sexualidad marital de derechas, reconocía que la
familia era la célula básica de la sociedad, pero, al mismo tiempo que el
matrimonio podía llegar a ser para algunos un infierno. La clave de la vida
feliz –u él estaba convencido de que la felicidad en el matrimonio existía-
consistía en reconducir la sexualidad hacia el paraíso. En sus investigaciones
había observado que muchas mujeres casadas no experimentaban ningún placer en
las relaciones con sus maridos y que estos también habían caído en el
aburrimiento y la rutina recurriendo a prostitutas, amantes o simplemente a la
masturbación y se decía que la clave para una relación duradera era que
ambas partes, marido y mujer, obtuvieran placer.
Hendrick, como decíamos,
era un liberal de derechas y por tanto veía cierta relación “jerárquica” en la
pareja: el marido, decía, debía ser el “educador” de la mujer, de su propia
mujer y debía de darle la mano para recorrer con ella el camino que llevaba al
placer. Confiaba, como todos los “terapeutas sexuales” de Weimar que la ciencia
era quien debía marcar el camino hacia el placer teniendo en cuenta las
características fisiológicas de las partes y las técnicas más adecuadas para
dar placer. El orgasmo simultáneo marcaba la cima de la perfección de las
relaciones maritales. Había observado que la culpa de que muchas mujeres no
experimentaran placer en sus relaciones sexuales era por la tensión que les
ocasionaba el coitus interruptus, unido a que los maridos no
sabían utilizar las “técnicas sexuales”. Y allí estaba Hendrick y demás
“reformadores sexuales” para difundir con su verbo misionero la buena nueva de
una sexualidad sana y placentera.
Muchos de ellos
creían que la respuesta a los males de la sexualidad occidental vendrían
resueltos por las ideas recogidas por antropólogos y sociólogos entre las
tribus primitivas o los aborígenes del Pacífico (estudiadas a través de los
trabajos de Malinovsky), otros pensaban que había que recurrir a refinamientos
orientales (el Kama-Sutra acababa de ser traducido) y también había
llamado la atención de la sociedad alemana anterior al conflicto bélico el
descubrimiento de la institución japonesa de las Geishas o las prácticas
sexuales árabes o propias del sudeste asiático. No solamente la mujer debía
de aprender determinadas técnicas para dar más placer al varón, sino que éste
debía hacer otro tanto, modificando sus hábitos y considerando que el placer no
era cosa de uno, sino de dos, puntos en los que coincidían todos los “reformadores
sexuales” de Weimar era en creer que el Estado debía de tomar cartas en el
asunto.
Fue durante
la República de Weimar cuando se introdujo la idea de que era necesario que
existiera una educación sexual en las escuelas. A través de la educación
sexual el Estado debía recomendar prácticas sexuales que llevaran a la
felicidad individual y conyugal. Este planteamiento quedaba todavía más
reforzado por el hecho de que en los años 20 las enfermedades venéreas y las
psicopatías sexuales se habían enseñoreado de la sociedad. Sin excepción, todos
estos problemas eran tratados en la amplia literatura que se generó a derecha e
izquierda en la República de Weimar. La izquierda, por supuesto, insistía
resaltando las dificultades económicas que encontraba la clase obrera en el
ejercicio de una sexualidad placentera. La derecha, por su parte, buscaba
contener el placer en el interior de la célula familiar. Sin embargo, la
diferencia entre unos y otros consistía en que, entre los medios de la
izquierda, existían muchas mujeres que se habían sumado al movimiento, mientras
que en la derecha el movimiento era algo protagonizado solamente por varones.