La aristocracia está ligada a
la monarquía como la masonería lo está a las revoluciones burguesas o el
Partido Comunista al proletariado insurgente. En Europa se consideran
aristócratas, en primer lugar, a los reyes y a los príncipes, luego a los
duques, condes y barones, si bien marqueses, adelantados y almirantes lo fueron
también a pesar de su carácter militar. Es un concepto que en nuestro marco
geográfico deriva directamente de la Roma antigua y de su patriciado. Cale la
pena recordar que el origen de la palabra es griego y que “aristocracia”
significa exactamente el “gobierno de los mejores” (del griego ἀριστοκρατία aristokratía, de ἄριστος aristos, excelente, y κράτος, kratos, poder).
Aristóteles hacía un distingo entre aristocracia y
monarquía debido a que consideraba que “los mejores” eran los filósofos,
sempiternos buscadores de la verdad. Con Platón, pensaba que existía en
“gobierno de uno” (monarquía) y el gobierno del pueblo (democracia), mientras
que, para ambos la aristocracia era el “gobierno de unos pocos para todos”. Era esta la noción con la
que se sentían identificados. Durante la Edad Media no existió un gobierno
“aristocrático”, sino una concepción monárquica en la que un rey se apoyaba en
señores libres o aristócratas. No fue sino hasta el siglo XIX cuando la
palabra “aristocracia” vino acompañada de un nombre: aristocracia “económica”,
aristocracia “política”, etc., dado que desde la revolución de 1789, la
aristocracia había sido sustituida como clase hegemónica en la sociedad por la
naciente burguesía. El parlamentarismo (órgano de representación del
“pueblo”) democrático sustituyó a la monarquía. A pesar de que hoy se aluda a
la “aristocracia política” como sinónimo “amistoso” para evitar pronunciar la
palabra “casta” y a pesar de que todas las profesiones y oficios tengan una
“aristocracia” que los ejerzan, es decir, a un núcleo de “los mejores”, los
más de dos siglos que nos separan de la Revolución Francesa no han conseguido
borrar el recuerdo de la aristocracia como “nobleza”.
Podemos decir que el monarca medieval distribuyó entre sus
más fieles colaboradores civiles y militares, títulos de nobleza que
implicaban, obligaciones por un lado y tenían como contrapartida la adquisición
de peso social. Se trataba en su inmensa mayoría de “nobleza de espada”. La
aristocracia se identificaba, entonces, con la “casta guerrera”. Esta
identificación siguió en buena medida hasta la revolución de 1789. El carácter
parlamentario de las monarquías que lograron sobrevivir a esta convulsión
generó el que los nuevos títulos de nobleza que se concedieron a partir de
entonces, dejaran de tener relación con la “casta guerrera” y con sus méritos
militares. De la “aristocracia de la espada” fuera sustituido por otro tipo de
aristocracia compuesta por personas que recibían un título de nobleza por
simple amistad con el monarca o por méritos en campos que no tenían nada que
ver con el oficio de las armas.
Aun así, la aristocracia siempre ha estado –incluso hoy– íntimamente ligada a la monarquía y a la institución monárquica, hasta el punto de que nobles que se han declarado republicanos –apenas unas pocas excepciones– han llamado la atención, precisamente a título de excepciones. En el entorno fundaciones de Falange Española y, por extensión, del fascismo español, aparecieron innumerables títulos de nobleza: incluso las JONS tuvieron a José María de Areilza, Conde de Motrico, como miembro; en Renovación Española se encontraban los títulos más señeros de la nobleza alfonsina (el conde de Vallellano, el marqués de Quintanar, el marqués de Lozoya y un larguísimo etcétera), de la misma forma que la carlista figuraba en las filas de la Comunión Tradicionalista de la época (entre ellos, el marqués de Sauceda, el marqués de Villores, el marqués de Marchelina, el conde de Casillas de Velasco, el marqués de Aledo, el conde de Rodezno, el conde de Alaeta, el conde de Casares, etc); incluso el pequeño Partido Nacionalista Español contó en su dirección con algunos aristócratas como el marqués de los Álamos, el conde de Liniers o el marqués de San Miguel, y no digamos Acción Popular, con el conde de Bustillo y varios más. Todos estos grupos eran, o bien abiertamente monárquicos (CT y RN), o bien albergaban las más calurosas simpatías hacia la institución monárquica (PNE, AP) y solamente los dos que se situaban en las estelas de los fascismos europeos (FE y JONS) permanecían ambiguos respecto a la monarquía.
A pesar de que los fundadores
de Falange tenían un fuerte sentido de lo social y es innegable que entre sus
motivaciones principales figuraba la construcción de una “España mejor”, lo
cierto es que hasta el estallido de la Guerra Civil se trataba de un partido al
que la clase obrera había hecho poco caso. Esto se reconoce en distintos
trabajos, favorables, contrarios y objetivos, sobre el movimiento falangista.
Alfonso Lazo (contrario), escribe, por ejemplo: “Los primeros militantes de Falange fueron aristócratas (Marqués de
Bolorque, marqués de la Eliseda, Sancho Dávila…), y sólo la incorporación de
Ledesma y las circunstancias, sobre todo europeas, convirtieron en fascistas al
inicial grupo derechista y reaccionario. El elemento social que predominó en
FEJONS, antes del 36, es el de los “señoritos”: hijos de familias acomodadas
que verán sobre todo en el fascismo la única organización eficaz para luchar
violentamente contra las izquierdas”
(1)
Entre los estudios
más asépticos desde el punto de vista político partidista figura el pequeño
trabajo de Florence Belmonte en el que se recuerda que los fundadores de la
revista Vértice, sin duda la más
famosa y sofisticada que generó el ambiente cultura falangista, había sido
fundada por un aristócrata adinerado (2). Así mismo, los orígenes
aristocráticos de José Antonio son recordados en el más reciente estudio de
José María Zavala. El líder falangista era el tercer marqués de Estella,
título que había obtenido su tío abuelo, Fernando Primo de Rivera y Sobremonte,
por su arrojo durante la tercera guerra carlista, que había sido dos veces
gobernador de Filipinas y Ministro de la Guerra; entre otras
condecoraciones ostentaba la Orden del Toisón de Oro (3). A este título de
nobleza heredado habría que añadir el concedido por el régimen de Franco en
1948 a título póstumo (4), de Primer Duque de Primo de Rivera (5). Además de
estos títulos que le conferían la condición de “Dos veces Grande de España”,
José Antonio era también Gentilhombre de Cámara con ejercicio y servidumbre y
Caballero de la Orden de Santiago.
Por su parte, un amigo personal
de José Antonio, José Pemartín, apunta, en 1938, sosteniendo que el fundador de
la Falange estaría a favor del Decreto de Unificación, alude a sus orígenes
aristocráticos que emergían en cada gesto: “Para mí, José Antonio
es José Antonio Primo de Rivera. El quitarle su apellido puede que convenga a
otros, a la política o a España; yo no lo sé hacer. Estirpe ilustre y
nobilísima, con el sello de los grandes destinos, soldados, labradores, monjas,
gobernantes, héroes... el nombre Primo de Rivera queda clavado en la Historia
de España con nobleza y gloria insuperables; quede así para mí. (…) Y por
encima de este ser de exquisito, aristocrático, refinado, amante de mesa
delicada y de cuidada literatura, de paradojas intelectuales y de realismo
clásico, de castillos confortables ingleses y de ásperas elegancias
castellanas, aquel salto de pantera en el hemiciclo de las viles Cortes de la
vil República, para abofetear a los insultadores de su padre. Y aquel salto a
la intemperie en la noche oscura y sin luceros aún en el negro abismo vesperal
del Destino de España... (…)Hubo un José Antonio fino, melancólico,
inteligente, algo escéptico, elegantemente estoico, caballero de la mano al
pecho, de ojos azules –el azul de los Sáenz de Heredia–; hubo otro José Antonio
fuerte, enérgico, amante de la vida y de la acción, ferviente, audaz,
ambiciosamente aventurero –lo moreno de los Primo de Rivera, la llama de sol
andaluz. Yo conocí, sobre todo, íntimamente, largamente, al primero; al
aristócrata, al intelectual, al exquisito” (6).
Sancho Dávila, conde de Villafuente Bermeja, elaboró un listado de
aristócratas que figuraron en Falange. Su amplitud indica que esta clase, íntimamente ligada a la monarquía
estuvo presente desde el primer momento en el partido (con los nombre del
marqués de la Eliseda y del propio marqués de Estella). Y, por su parte, la
componente aristocrática no se le escapó a Pérez de Cabo (7) al que le
cabe el honor de haber escrito el primer libro sobre la Falange y dentro de él haber
dedicado un capítulo al tema que nos ocupa.
En efecto, Pérez de Cabo, aludió explícitamente a la aristocracia en uno de los capítulos de su libro titulados La aristocracia de sangre. El señoritismo (8). Empieza Pérez de Cabo rechazando la aristocracia de la sangre en beneficio de la selección (“rechazamos la selección aristocrática de sangre, incondicionada, precisamente porque propugnamos la selección. La selección de alcurnia hereditaria es una selección a la inversa, si no se condiciona por el esfuerzo personal”) (9). Repasa el origen del concepto de aristocracia (“La aristocracia originaria impuso la autoridad social de lo que eran sus creadores: la autoridad de los “aristói”, de los mejores. El esfuerzo propio creaba un patriciado natural, que era la consecuencia del esfuerzo mismo. El pueblo consagraba con su admiración y con una tendencia natural a dejarse conducir, los brillantes hechos de los esforzados que sin darse cuenta creaban alrededor de su persona una como atracción magnética. Así resultaban capitanes de opinión y a sí mismos se debían la autoridad social que el pueblo les atribuía. La autoridad lleva siempre consigo una responsabilidad e impone el respeto a sí mismo”) (10) y termina considerando a la aristocracia con un sentido dinámico que le hacía renunciar a la vida privada ganando autoridad pública, “aristós”, así “su vida estaba de ese modo puesta siempre a cosas más altas. Al hacerse “nóbilis” había renunciado a la paz consigo mismo” (11).
Considera que en el momento en
que el aristócrata tuvo una herencia que transmitir dejó de esforzarse (“Con los fundos y las posesiones no podía
transmitirse al heredero el sentido del esfuerzo y el dramatismo de la vida.
Por eso fue un error fundamental la transmisión de los títulos nobiliarios”)(12)
y eso disipó su prestigio social ante el pueblo. Con el paso del tiempo, el
noble, empieza a hacia atrás (“El noble
empezó a vivir la tragedia del no ser “uno mismo”; el noble era el antepasado
sin la personalidad creadora que a éste atraía la admiración de los
contemporáneos convirtiéndolo en caudillo”) (13). Dado que el antepasado
heroico no trabajaba sino que ejercía su mando, sus sucesores, menos dotados
para el mando quedaron sin ocupación real. Fue así como la nobleza del blasón
que sustituyó a la nobleza de la espada, finalmente dio origen a la figura
específica y típicamente española, del “señorito”. El primer “señorito” es el
rey constitucional que no tiene ni siquiera por qué saber gobernar: el
parlamento lo hace por él. Diferente sería si el rey recuperara su tarea
histórica (“Los reyes
constitucionales, que no tenían por qué saber reinar (ciencia que no se
adquiere por aprendizaje), y tampoco gobernaban, eran los más desocupados de
los señoritos. Si Alfonso XIII hubiera impuesto, para ejercerla por sí mismo,
la dictadura, la Historia le habría exculpado y, desde cierto punto de vista,
justificado: porque habría roto la tradición de los señoritos herederos; pero
al facilitar la dictadura de otro, no hizo sino un gesto más (el gesto
caprichoso) del niño mimado del heredero señorito”) (14).
El remedio a este proceso de
decadencia es la condena del “señoritismo” y el retorno a una concepción
aristocrática del mando y del liderazgo: “Para
nosotros, la nobleza se conquista pero no se hereda, a no ser que la herencia
sea confirmada por el esfuerzo del heredero”. (15).
El texto de Pérez de Cabo es, una vez más, sintomático de una tendencia
que aparece en primer Lugar en José Antonio y en el resto de fundadores de
Falange Española: no se critica a la monarquía en su fundamento, ni en sus
principios, sino en sus formas degeneradas y, por tanto, esta crítica abarca
también al estamento más próximo al Rey, la aristocracia. No se cuestiona su
existencia, ni su legitimidad, a fin de cuentas, lo que Pérez de Cabo está
defendiendo es una meritocracia reconocida por un título de nobleza no
hereditario. No condena ni mucho menos la existencia de la nobleza
aristocrática, ni de su vocación y legitimidad para ejercer el mando, condena
sus expresiones posteriores más degeneradas y, especialmente, el “señoritismo”.
Si Pérez de Cabo ha podido escribir esto y si José Antonio le ha
realizado el prólogo de la obra, es porque existía entre ambos una identidad de
posiciones. Parece ser que el fundador de la Falange no conoció al autor de
estas líneas hasta que éste le mostró el manuscrito original de la obra y le
pidió que elaborase el prólogo que, finalmente, estuvo firmado en agosto de
1935. A Pérez de Cabo, sin duda, le había llamado la atención uno de los temas
recurrentes que utilizaba José Antonio desde que escribió aquel artículo
titulado Señoritismo en el primer
semanario del partido (16). La trayectoria del artículo ha inspirado obviamente
el texto de Pérez de Cabo que no es más que su desarrollo. En él, José
Antonio también considera que el “señorito” es la degeneración del “higaldo”:
“A
Falange Española no le interesa nada, como tipo social el señorito. El
"señorito" es la degeneración del "señor", del
"hidalgo" que escribió, y hasta hace bien poco, las mejores páginas
de nuestra historia. El señor era tal señor porque era capaz de
"renunciar", esto es, dimitir privilegios, comodidades y placeres en
homenaje a una alta idea de "servicio". Nobleza obliga, pensaban
los hidalgos, los señores; es decir, nobleza "exige". Cuanto más se
es, más hay que ser capaz de dejar de ser. Y así, de los padrones de hidalguía
salieron los más de los nombres que se engalanaron en el sacrificio. Pero el
señorito, al revés que el señor, cree que la posición social, en vez de
obligar, releva. Releva del trabajo, de la abnegación y de la solidaridad con
los demás mortales. Claro que entre los señoritos, todavía, hay muchos capaces
de ser señores. ¿Cómo lo vamos a desconocer nosotros?” (17)
En sus últimos días de vida, ante el tribunal popular de Alicante, José Antonio seguía siendo particularmente sensible a este tema (18). Tanto en el artículo de José Antonio como en el texto desarrollado por Pérez de Cabo, a partir del mismo, se percibe el eje de este pensamiento: una defensa del sentido aristocrática de la nobleza y una condena hacia su degeneración en la figura del “señorito”.
Estos elementos son extremadamente importantes a la hora de redondear el
tema de las relaciones entre José Antonio y la monarquía porque siendo la
aristocracia la clase hegemónica de aquellos períodos que identifica como “los
mejores momentos de España”, refuerzan la tesis de un José Antonio que no
realizaba ninguna crítica ni a los fundamentos de la monarquía, ni a la clase
hegemónica que la sustentaba, y por tanto que en ningún momento puede definirse
como anti–monárquico, sino que solamente deplora aquello en lo que la monarquía
de Alfonso XIII se convirtió (19) y en la decadencia de la nobleza y la
hidalguía.
Cabría pensar que el fuerte sentido social del pensamiento joseantoniano
lo hace incompatible con la aristocracia y con la monarquía… pero esto supone
olvidar el concepto que José Antonio tenía de ambas instituciones: unidad de
mando y sacrificio, protección de los débiles y garantía de sus derechos. De no estar implícito ese carácter social,
hubiera sido imposible pensar en la gigantesca movilización popular que
supusieron las guerras carlistas (incluida la guerra de 1936), por no hablar de
las guerras vandeanas en las que los campesinos obligaron a los nobles
franceses (muchos de ellos ya degenerados en meros “señoritos”) a ponerse a su
frente, o el sentido popular del Essersito
della Santa Fede en el que se integraron los monárquicos del Sur de Italia,
o el carácter popular de los jacobitas británicos… Si la nobleza hubiera
sido una clase despiadada y explotadora, no hubieran existido hombres y
mujeres, en cantidades masivas hasta bien entrado el siglo XX, que estuvieran
dispuestos a combatir y morir por su rey y por la aristocracia.
Es falso, pues, que solamente exista “sentido social” en la izquierda o
en el todavía más falso razonamiento que sitúa la aparición de tal sentido tras
la caída de las monarquías apuntilladas por las revoluciones burguesas. Es
falso que el “sentido social” sea de naturaleza antimonárquica, simplemente
porque la imagen actual de la aristocracia y de la realeza sea solamente la de
grupos privilegiados… eran privilegiados en tanto que sobre ellos recaían las
máximas responsabilidades, los esfuerzos y los sacrificios supremos.
El mando era, en la concepción joseantoniana, un sacrificio, un deber,
mucho más que un privilegio. Y esa idea, la de una aristocracia natural, la
del “mando de los mejores” era la que estaba implícita en las filas
falangistas. No se identificaba necesariamente ni con la república, ni con la
monarquía, aunque hubiera aceptado sin ninguna dificultad el concepto
platónico de República y la concepción monárquica de Santo Tomás.
Con todo lo dicho
hasta aquí, parece bastante claro que la posición, al menos la posición
táctica, de José Antonio es, cualquier cosa, menos anti–monárquica, y que si se
inclina hacia una o hacia otra, es, desde luego, sus simpatías van más bien
hacia la monarquía histórica española que hacia cualquier otra institución.
(1) Cf. La Iglesia, la
Falange y el fascismo (Un estudio sobre la prensa española de postguerra),
Alfonso Lazo, Universidad de Sevilla / Secretariado de Publicaciones, Sevilla,
1995, Pág. 51. Raúl Martín, La Contra
revolución falangista, Editorial Ruedo Ibérico, París 1971, pág. 192.
(2) Cf. Aristocracia y
Totalitarismo: la tentación fascista. Florence Belmonte, Université Paul
Valéry. Montpellier III. Recogido en las Actas del XIII Congreso AIH (Tomo IV).
Centro Virtual Cervantes,
http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/13/aih_13_4_006.pdf
(3) Cf. La Pasión de José
Antonio, José María Zavala, Random House Mondadori, SA, Debolsillo,
Barcelona, 2013, págs.. 38–39.
(4) A lo largo de su mandato Franco concedió 39
títulos de nobleza: además del Ducado de Primo de Rivera, concedió, entre
otros, el condado de Alcázar de Toledo, el marquesado de Queipo de Llano, el
ducado de Mola. Estuvo legitimado para ello a raíz de un decreto de 4 de junio de 1948 que lo facultaba para
“conceder, rehabilitar y transmitir títulos nobiliarios”. Los cuatro primeros
fueron concedidos precisamente el 18 de julio de 1948 al fundador de la
Falange, a José Calvo Sotelo y a los generales Emilio Mola y José Moscardó. A
partir de entonces, Franco concedió anualmente un título nobiliario, el último
de los cuales fue otorgado sorprendentemente (por el tiempo pasado) a Ramiro de
Maeztu y el anterior al Almirante Carrero Blanco. En total existen en España
2.790 títulos de nobleza reconocidos. Pilar Primo de Rivera recibió el título
de Condesa del Castillo de la Mota en 1960 Onésimo Redondo también recibió un
título, así como Esteban Bilbao.
(5) Cf. Elenco de Grandezas y Títulos Nobiliarios Españoles, Instituto Salazar y Castro, Revista Hidalguía Madrid, 1989.
(6) Cf. Falangismo y
tradición en José Antonio Primo de Rivera, José Pemartín, publicado
inicialmente en Diario Vasco, 22 de noviembre de 1938, reproducido en Dolor y Memoria de España, Ediciones
Jerarquía, 1939, págs.. 115–116.
(7) Cf ¡Arriba España!,
J. Pérez de Cabo, Madrid, 1935, edición digital, págs. 35–36.
(8) Cf. Idem, págs. 35–36.
(9) Idem., pág. 35.
(10) Idem.
(11) Idem.
(12) Idem, pág. 36.
(13) Idem.
(14) Idem.
(15) Idem.
(16) Señoritismo, José
Antonio Primo de Rivera, FE, número 4, 25 de enero de 1934.
(17) Idem.
(18) En el informe de la defensa de José
Antonio como abogado de sí mismo, de su hermano Miguel y de su cuñada Margarita
Larios, en la sesión celebrada el 17 de noviembre de 1936 (tres días antes de
su fusilamiento), dice: “Después ha empezado el Juicio y tengo que
daros las gracias al Tribunal porque se me ha permitido instruirme de los
Autos, se me ha puesto en condiciones de comportarme sin tener que adquirir
nuevos usos ante lo nuevo y el carácter bélico extraordinario que corresponde a
este Tribunal, sino como me he comportado en doce años de ejercicio, porque el
señor Fiscal que al principio de su informe, como al final no, me señalaba como
prototipo del señoritismo ocioso, no le dijo a tiempo al tribunal, que yo llevo
doce años trabajando todos los días, según el Fiscal ha dicho, al reconocer que
he informado más veces que él, aun llevando él más años de ejercicio y yo tener
menos edad, y que en ese trabajo he adquirido alguna destreza en mi oficio que
es mi mayor título de dignidad profesional, y esa destreza me ha permitido en
dos horas y media instruirme de ese montón de papeles, preparar mi defensa y
someterla a vuestra conciencia”. Y más adelante cita el punto 16
del programa de Falange Española: "Todos
los españoles no impedidos tienen el deber de trabajar. El Estado
Nacional–Sindicalista no tendrá la menor consideración al que no cumpla función
alguna y aspire a vivir como convidado a costa del esfuerzo de los demás".
Estos son los típicos señoritos, este es el señorito. Pues ya ve claro y bien
el señor Fiscal cuál es la opinión de la Falange Española sobre el
señoritismo”. Obras Completas, edición digital.
(20) Alude a
los “monárquicos de estilo caciquil” (Contestación a la encuesta del
diario El Pueblo Manchego, de Ciudad Real, publicada el 24 de julio) de
1930. Reproducida en La Nación el 25 de julio, de 1930.)