Info|krisis.- En los últimos días previos a una consulta electoral, es bueno dejar de creer en los sondeos: todos, sin excepción, están “cocinados” para que salgan los resultados que quienes los han encargado pretenden que se difundan. Dado que en España no existe ley alguna que castigue este tipo de fraudes, se siguen repitiendo inevitablemente. Por tanto no vale la pena consultar a unos u otros sondeos para prever lo que va a ocurrir, pero sí pulsar la actualidad, sentir el pálpito de la calle y prever tendencias. Y eso nos permite establecer algunas previsiones.
La erosión de los viejos partidos
No parece, de ninguna manera, que
vaya a haber un ganador claro en estas próximas elecciones. Ni el PP mantendrá
las cuotas de poder que ha tenido en los últimos cuatro años, ni el PSOE
recuperará lo que perdió entonces. No se trata del “desgaste del poder”, sino
del “cansancio del elector” al tener que afrontar las mismas siglas (la “vieja
banda de los cuatro”) con los mismos estribillos. El “cansancio del elector” es
un síntoma inequívoco de la “crisis de régimen”. No es tal o cual sigla la que
ve peligrar su posición política, sino que todas las siglas que hasta ahora han
sido hegemónicas en el panorama político y se han convertido en responsables
únicas de todo lo sucedido en las últimas décadas, empiezan a ser consideradas
como “responsables solidarias”.
Es innegable que una parte del
electorado –una parte creciente– busca, cada vez más, opciones nuevas. Para los
electores que se sitúan en edades intermedias (la mayoría), el recuerdo de la
sigla PSOE está ligada a pesadillas de juventud: el inicio de la corrupción en
cadena, el GAL, el saqueo de los fondos reservados, la entrada en la UE, la
reconversión industrial… Por su parte, la sigla PP, evoca el inicio de la
inmigración masiva, la guerra de Irak con todo lo que implicó, el frenesí de la
construcción, las subidas en los precios de la vivienda. Finalmente el
zapaterismo evoca el inicio de la crisis económica, las medidas erróneas de
apoyo a la banca, la centrifugación autonómica, el vacío de poder y la
estupidez progresista. Por no hablar de Rajoy, maestro en silencios, del que se
recordará su eterna proclama del término de la crisis que ningún español de
clase media para abajo experimenta como real. Un ciclo de empobrecimiento
general, pérdida global de poder adquisitivo y crisis política y
económico-social avanzada.
En tales circunstancias, es
evidente que un número creciente de electores que han sufrido, en cada
consulta, decepción tras decepción, no van a repetir, nunca más, su voto ni a
PP, ni a PSOE. Lo que hasta ahora ha sido un “bipartidismo imperfecto”, a
partir de ahora se va a convertir en “otra cosa”.
Podemos: el “poco” al “algo”
pasando por el “infinito”
Pero las opciones que “suben” en
los últimos tres meses previos a las elecciones municipales han experimentado
variaciones notables en sus posiciones y, consecuentemente, en su intención de
voto. Inicialmente, la marea Podemos
parecía que lo iba a arrasar todo. La extraordinaria campaña electoral que
realizó en las pasadas elecciones europeas, la indicaba como una opción en la
que podían caber todos los decepcionados por la gestión de los partidos hasta
entonces mayoritarios.
Sometido a una campaña constante
de hostigamiento por parte de la derecha y ante la que el PSOE optó por callar,
primero se apuntó contra la financiación del partido. Era algo que convenía al
PP, para el que el gobierno bolivariano de Venezuela siempre ha sido una
especie de “bestia negra”, y contra el que Aznar ya apoyó directamente medidas
golpistas ideadas en los laboratorios de la CIA. Con esos precedentes, no podía
extrañar que los venezolanos apoyaran al diablo en persona si se trataba de
erosionar a sus enemigos más directos. Así pues, en un primer momento, se
insistió en la cuestión de la financiación de Podemos… olvidando que si hubo transición en España fue porque el
PSOE recibió ingentes cantidades de la socialdemocracia alemana, a través de la
Fundación Ebert, que le permitieron estar presente en un país del que se había
ausentado durante cuarenta años. Sin olvidar, por supuesto, que el PP, entonces
Alianza Popular, recibió cantidades menores, pero, en cualquier caso
significativas, de la Fundación Adenauer, ligada a la democracia cristiana
alemana. Del PCE no vale la pena hablar, sino es para recodar que esta
formación estuvo desde el principio apoyada por la URSS y que siguió estándolo
hasta el mes anterior al fusilamiento de Ceaucescu…
Pero la campaña contra Podemos por esa vía no dio excesivo
resultado. Muchos electores se planteaban que era mejor que los apoyaran “desde
fuera” de España antes que robaran de las arcas públicas “dentro” de España.
Luego empezaron los ataques contra los dirigentes de Podemos. Íñigo Errejón fue el primero en ver su nombre vinculado a
una miserable corruptela de unos pocos miles de euros. Imposible compararlo con
los grandes casos de corrupción protagonizados por la “banda de los cuatro” que
alcanzaban cientos de millones de euros, miles de millones en su conjunto. Más
graves fueron las sospechas de corrupción y oportunismo que empezaron a afectar
a la dirección de Podemos.
Los nombres de Carolina Bescansa
y de Juan Carlos Monedero, empezaron a estar ligados, no sólo a presuntos casos
de financiación ilegal, sino a sospechas de enriquecimientos personales. No era
solamente que el dinero parecía llegar de Venezuela, sino que no todo era
empleado en financiar al partido; una parte se perdía en los intermediarios y
eludía los compromisos con Hacienda. Y esto empezó a disgustar a una opinión
pública harta de casos similares a éste. Pero hubo algo más que sembró la
decepción y rebajó las expectativas de
Podemos.
La falta de dominio de los “tonos” y los “tempos”
En política, los “tempos” y los
“tonos” son esenciales; de su dominio depende que una opción salga perjudicada
o dispare su intención de voto. Pablo Iglesias creyó, después de las elecciones
europeas y hasta hace apenas mes y medio, que unas elecciones le bastarían para
configurarse como partido mayoritario sentado en las poltronas del poder. De
ahí sus reticencias a presentarse a las elecciones municipales. Sabía que, en
un partido de escasa solidez y que había experimentado un rápido crecimiento,
podían haberse filtrado oportunistas de todos los pelajes que en apenas unas
semanas, en cuanto se sentaran en algunos ayuntamientos, empezarían a generar
los mismos casos de corrupción y a hacer gala de ineptitud en la gestión,
perjudicarían la imagen de marca de Podemos
de cara a un éxito definitivo en las elecciones generales. No se le ocurrió
plantear la abstención para las municipales y autonómicas, lo que hubiera dado
la medida de su fuerza y hubiera situado a la democracia española ante una
grave crisis, al haberse superado (sin duda muy ampliamente) la barrera
psicológica de un 50% de abstenciones, votos en blanco y votos nulos. Podemos evidenció que quería “tocar
moqueta” y quería hacerlo lo antes posible. Y no solamente la cúpula sino
incluso el último responsable del círculo más olvidado del grupo.
Durante casi un año, Pablo
Iglesias ha estado convencido de que quedaría por delante del PP y del PSOE en
la siguiente consulta electoral. Ha seguido con aires de predicador anunciando
la buena nueva de la “autoredención” (“Sí
que podemos”) y ha querido seguir presentándose como el moralizador de la
política española… cuando su organización entraba –injustamente, pero ahí
estaba asimilada al PP y al PSOE– en el cuadro de honor de la corrupción con
las pequeñas trapacerías de Errejón, la sospecha de desvío de fondos por parte
de Bescansa y Monedero, y la certidumbre de que habían defraudado a Hacienda.
Iglesias no supo variar el “tono”. El hecho de que se proclamara vencedor de
unas elecciones que no se habían convocado, sólo porque las encuestas de
enero-febrero le daban como opción mayoritaria indica que tampoco dominaba el
“tempo”.
Por lo demás, el moderarse le ha
hecho perder perfil propio. Una cosa es ser una opción de protesta de
izquierdas y otra muy diferente presentarse como socialdemócrata moderados…
opción para la que ya está el PSOE y todo lo que representa. Hubiera sido mucho
más realista, asumir el voto de protesta en una primera fase, y una vez
consolidado el partido, lanzarse a la conquista del electorado de
centro-izquierda. Para lo cual –entonces y sólo entonces–hubieran debido variar
el “tono” del discurso. Sin embargo, lo han hecho antes de tiempo, cuando ni
siquiera tenían consolidado el “voto de protesta”. Podemos ha perdido el perfil propio antes de que pudiera ser
confirmado por un sector del electorado. Y es que, en política, “tono” y
“tempo” son esenciales.
El resultado ha sido que Podemos llega debilitado a las
elecciones municipales. En Andalucía se ha demostrado que sus propuestas no van
más allá de cuatro tópicos sobre los desahucios, la corrupción y la demagogia
de repartir subsidios como remedio a la pobreza. Poco, nada en realidad.
Finalmente, el partido se ha
demostrado como una federación inestable en la que ni siquiera existe unidad en
las siglas, sino una multiplicidad de nombres y taifas que hacen imposible que
el partido adopte un perfil único, que no pueda ser considerado como “partido”
e, incluso, subsistan dudas sobre si es una “federación”, un “movimiento”, o
más bien la sospecha de que se trata de una galaxia inconexa.
Ciudadanos: falta de
respuestas y balbuceos
Es significativo que muchos de
los que se afiliaron a los círculos de Podemos
después de las elecciones europeas, estén ahora, menos de un año después,
incluidos en las listas de Ciudadanos.
Esta es la segunda “opción de reemplazo” que ha aparecido en menos de un año.
Partido recluido desde su fundación en Cataluña, hasta hace menos de cuatro
meses, era impensable que pudiera tener bases sólidas en cualquier otra zona
del Estado. De hecho, sus propuestas eran tan similares a UPD y el espacio
político que se disputaban tan absolutamente idéntico que solamente la torpeza
de Rosa Díez, negándose desde hace cuatro años a cualquier tipo de pacto con
C’s, ha estado en el origen del desplome de esta formación y,
consiguientemente, del ensalzamiento de la otra.
En el fondo, Rosa Díez no era más
que la representante de la vieja casta política, travestida en múltiples
ocasiones y cuyas posiciones políticas no podían entenderse si no era por sus
fracasos personales: Rosa Díez prefirió ser cabeza de ratón (líder de UPD)
antes que cola de león (secundaria en el PSOE) y volvió a preferir este mismo
juego cuando tuvo la oportunidad de pactar con C’s. A partir de ahí, cuando C’s
alcanzó un nivel de voto similar al suyo, era evidente que la aproximación
debía de operarse a marchas forzadas (así lo vieron Sosa Wagner y los diputados
europeos de UPD) contra lo que hasta ese momento había sido la opinión de
“Rosita la pastelera”. Al seguir negándose a renunciar al liderazgo absoluto y
aceptar el ser una más en el grupo dirigente de un partido mayor determinó su
muerte política definitiva. Luego, lo que ha ocurrido en el interior de su
partido ha evidenciado que estaba compuesto por oportunistas de pocos vuelos.
Por lo que respecta a Albert
Rivera ha tenido dos fases: como líder del anti-soberanismo en Cataluña y como
líder de una formación de alcance nacional. Para lo primero estaba
perfectamente cualificado. Lo que ha propuesto en materia de estructuración del
Estado parece razonable y, tanto él como sus diputados en el parlamento de
Cataluña se han mantenido en sus promesas electorales: antisoberanismo,
antisoberanismo y sólo antisoberanismo.
Harina de otro costal es cuando
Rivera ha querido ocupar un terreno en la política nacional (lo que le ha
venido dado por la cerrazón de Rosa Díaz). Como en el caso de Pablo Iglesias
han sido las televisiones privadas las que han apostado por él. Tampoco aquí,
Rivera ha sabido controlar ni el “tempo”, ni el “tono”. Una vez más, las
encuestas han fascinado a un dirigente político. El resultado en Andalucía
obtenido por su candidatura ha sido muy bueno, especialmente si tenemos en
cuenta que su candidato y su programa son de un gris desvaído verdaderamente
inencontrable en la política española desde UCD. Pero el problema ha venido
justo después: cuando se trataba de persistir en el mismo “tono”: la formación
en Andalucía empezó a coquetear con Susana Díaz en un intento de tocar poder lo
antes posible. El resultado de esa primer movimiento táctico fue hacer sonar
las alarmas en C’s: si Marín aceptaba pactar con el PSOE andaluz, conseguía lo
que seguramente había estado buscando desde que se presentó a las elecciones
autonómicas, apenas satisfacer una pequeña ambición… pero con ello hacía
increíble el programa renovador de C’s en el resto del Estado.
Llamado al orden, rectificó y hoy
resulta claro que no habrá gobierno en Andalucía sino después de las elecciones
municipales en el resto de España. Lo que ocurrirá luego allí (y en los
ayuntamientos de toda España), determinará claramente las correlaciones de
fuerzas y por dónde circulan las preferencias para pactar.
El “tempo” también ha ido mal
para Rivera: proliferarse en los medios de comunicación tiene como aspecto
positivo el que su rostro es cada vez más conocido y aparece como un opción a
considerar por parte de los votantes… pero, con la contrapartida, de que cada
vez resulta más evidente que, aparte de sus tomas de posición en política
autonómica, poco o nada puede aportar a la política nacional y que su
adscripción inicial al “centro-izquierda” era un subterfugio para amagar un
eclecticismo forzado, no tanto por su “centrismo” como por su falta de ideas y
sus temores a meter la pata en cuestiones fundamentales. Y es que hoy no se
vota tanto “a favor de”, como “en contra de”. No hace falta presentar muchos
méritos para recibir el voto, sólo hace falta que el adversario lo haya hecho
muy mal.
No están en el inicio de un ciclo nuevo sino en la etapa terminal del
antiguo
Las viejas formaciones políticas
están gastadas, realizan campañas mastodónticas ante una indiferencia creciente
de la población y ni siquiera consiguen atenuar la mala impresión que el
electorado tiene de las gestiones pasadas de estas siglas. Pero las nuevas
formaciones políticas no terminan de convencer. Son, hoy por hoy, refugio para
decepcionados que creen que no están ya dispuestos a repetir el error de
entregar su voto a “los de siempre”, pero no son nada más. Distarán mucho de
tener mayorías absolutas, y bastante tendrán con igualar sus resultados a los
de las viejas formaciones.
Les queda mucho por aprender y,
sobre todo, les falta valor: valor para ofrecer soluciones radicales (esto es,
que apunten a las raíces de los problemas), valor para reconocer el fracaso del
régimen político nacido en 1978, valor para decir bien alto y bien claro que se
oponen, no solamente a la globalización, sino a todo lo que ella representa,
valor para defender al Estado y a la Nación, valor para ir más allá de la
conquista de unas cuantas poltronas y de unos espacios de poder que serán
suficientes solamente para satisfacer las ambiciones personales de la corte de
pobres aprovechados que se está sumando a sus filas y que cambiarán de opción con
la facilidad como se cambia de traje.
Lo sorprendente del sistema
político español es que, su ineficiencia contrasta con la incapacidad del mismo
sistema para reformarse a sí mismo. Se ha dicho, con razón, que la deriva que
ha seguido tanto Ciudadanos como Podemos (y la cosa podría extenderse a
ERC y a Sortu en relación a CiU y al
PNV) son “marcas blancas” del régimen. De momento, la debilidad de sus
discursos, las limitaciones e impreparación de sus grupos dirigentes, su falta
de una práctica radical y su sometimiento a las reglas del juego impuestas por
la “vieja banda de los cuatro”, indican que no van a ser ellos quienes lideres
un cambio real, sino los que garanticen la continuidad del régimen en su actual
configuración. Algo que, sin duda, decepcionará a muchos de sus partidarios.
La pregunta a formular en este
momento es ¿qué aportarán a la política española? Y la respuesta es solamente
una: inestabilidad. No es lo mismo
gestionar un mapa político con cuatro opciones (dos mayoritarias y dos
regionales), diseñada como “bipartidismo imperfecto”, que hacerlo con ocho
opciones sólidamente asentadas en el parlamento (formadas por la “vieja banda
de los cuatro” y por la “nueva banda de los cuatro”).
¿Por qué inestabilidad? Porque
cada partido temerá perder su cuota electoral si desciende a pactar con tal o
cual formación que, habitualmente, será aquella de la que han recogido su voto
de descontentos y de protesta. Cada pacto se deshará como un azucarillo cuando
las encuestas anuncien el rechazo de los electores.
Pero hay algo peor: el régimen se configurará, cada vez más,
como irreformable. En la actualidad, bastan dos tercios de la cámara para
poder modificar la constitución. La suma de votos de PP y PSOE basta para
alcanzar sobradamente esta cantidad. A partir de las próximas elecciones
generales ya no llegarán a esa cifra. Así pues, hará falta poder de acuerdo a
más partidos para realizar la más minúscula reforma constitucional… a mayor
número de intereses menos posibilidades de acuerdo.
No parece que en las próximas
elecciones municipales vaya a haber “grandes ganadores”. Tanto los viejos
partidos, como las siglas nuevas, van a aparecer como derrotados. Los primeros
por haber perdido votos, los segundos por no haber conquistado los votos a los
que aspiraban hace sólo unas semanas. La inestabilidad empezará, pues, por los
ayuntamientos y por las comunidades autónomas. Luego vendrá el misterio andaluz
(¡gobierno PSOE-Podemos, gobierno PSOE-Ciudadanos, nuevas elecciones?) y más
tarde las autonómicas catalanas (¡victoria soberanista, victoria estatalista,
tablas?)…
Cuando lleguen las generales a
principios de año, un electorado desorientado y apático se enfrentará una vez
más a su destino. Ni los grandes perderán tanto, ni los pequeños crecerán lo
esperado; unos y otros llegarán desgastados y apoyados por un electorado cada
vez más escéptico. No estamos ante la fase iniciar un nuevo ciclo político,
estamos en la fase final del viejo ciclo.
© Ernesto Milá
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