Desde hace unas
semanas está corriendo por la web un documental titulado Bye, bye Barcelona (https://www.youtube.com/watch?v=mSAPqGijeiY&feature=youtu.be)
que alerta sobre el peligro de una ciudad que cada vez se parece menos a lo que
conocimos hasta no hace mucho. Nacido en Barcelona y alejado voluntariamente de
ella, habiendo escrito varios libros sobre la Ciudad Condal, sus tradiciones y
cultura, no puedo por menos que lamentar este proceso cuyos responsables tienen
nombres y apellidos.
Varias novelas de Ruiz Zafón encuentran su leit-motiv en la rememoración de una
Barcelona fue “fue y ya no es”. Una Barcelona que ha ido cambiando
aceleradamente hasta convertirse en irreconocible. Ruiz Zafón tiene diez años
menos que quien esto escribe, así que, en su modestia, el autor de estas líneas
puede argumentar que ya no queda absolutamente nada de aquella Barcelona que
conoció de niño. Y no se trata solamente del lógico cambio al paso con los
tiempos, sino de una mutación que alcanza al alma misma de la ciudad. Esta
mutación tiene distintos responsables. Vale la pena pasar revista al proceso
que ha llevado a esta situación y su alcance para los barceloneses.
Una historia
apresurada de la evolución barcelonesa
En la Edad Media existía un dicho: “Barcelona val diners i si és a la Rambla
ancara val més” (literalmente, Barcelona
cuesta dinero y en la Rambla aún más) que indica que en aquella remota
época ya existía especulación inmobiliaria sobre los territorios del centro de
la ciudad. Con el tiempo, no mejoró la situación. Extramuros de la ciudad
fueron arrojados los menesterosos y los delincuentes (en lo que hoy es la
Iglesia de San Pablo Extramuros, o Sant Pau del Camp). La prostitución se
estableció en los aledaños (Barrio Chino), compartiendo en los años 50-80,
espacios con al inmigración procedente de otras zonas del Estado. Hoy, esos
barrios, el Raval y la Ribera están ocupados por inmigrantes.
Cuando se produjo la Guerra de Sucesión, tras
la caída de Barcelona en 1914, el barrio de la Ribera fue completamente
desmantelado y sus ruinas arrojadas al mar. Sobre ellas se edificó la Barcelona
y dice la leyenda que la diosa del mar un buen día se apoderará de los
territorios que le fueron robados. Zona de contrabandistas ayer, centro de
emisión de las últimas epidemias de cólera morbo en la segunda mitad del XIX,
de copas mas tarde y de turismo masificado en la actualidad, algo de esta
maldición parece cierto.
Las “bullangas”
de mediados del XIX organizadas por liberales, logias masónicas y asociaciones
carbonarias, cambiaron la fisonomía del centro de la ciudad. Se incendiaron los
conventos de las Ramblas. Sobre las cenizas del de los Trinitarios se levantó
el Liceo (y dice la maldición que el teatro se incendiará tres veces en
venganza por los gorgoritos de las sopranos y las vicetiples de otro tiempo que
turbaron el descanso eterno de los monjes allí enterrados) y sobre el huerto de
plantas medicinales de los jesuitas se levantó la actual Plaza Real. En esa
época, Barcelona perdió más del 50% de su patrimonio gótico: la Casa Gralla fue
derribada, el convento de Santa Caterina ardió por las teas liberales y el
Palau Menor, fuerte de los templarios, cayó bajo las bombas de Espartero.
Por otra parte, al derribarse la muralla de la
ciudad hacia mediados del XIX, las parcelas del Ensanche en pocos meses
duplicaban el precio. Antes de la gran crisis de la ciudad que estalló justo en
el momento en el que se inauguraba la Exposición Universal de 1889, aquellas
parcelas se llegaron a revender dos y tres veces en un año. Era la especulación
realizada al calor de los capitales repatriados de Maracaibo y Cuba. Aquella
burbuja terminó mal y los bancos barceloneses terminaron arruinados antes de
que se inauguraran aquellos fastos.
En esos años, la industrialización generó un
cinturón de fábricas y barrios insalubres para los nuevos barceloneses llegados
de la periferia agrícola, organizados en un fuerte movimiento obrero diferente
al que se vio en otros lugares del Estado. Dentro del anarcosindicalismo
floreció una cultura alternativa muy parecida a la actual new age con grupos teosóficos, librepensadores, esperantistas,
espiritistas, vegetarianos, nudistas, etc.
La burguesía catalana nacida de la
industrialización y del retorno de los “indianos”
o “americanus”, generó tanto el
nacionalismo catalán (que no fue nada más que la doctrina de la alta burguesía
para justificar su hegemonía social) como el modernismo y, como reacción a sus
excesos, el novencentismo del que Eugenio D’Ors y su Ben Plantada, fueron los máximos exponentes. El nacionalismo hizo
de Gaudí su icono y de la Sagrada Familia el intento de transferir el centro de
Barcelona a ese nuevo entorno bendecido por el conde de Güell y la primera
generación nacionalista.
El marasmo de la República y de la Guerra Civil
demostraron que la sociedad catalana se encontraba extremadamente fragmentada:
nacionalistas radicales, regionalistas moderados, anarcosindicalistas,
ultraizquierdistas, comunistas, socialistas y, por supuesto, españolistas. La
industrialización se detuvo y hubo que esperar al desarrollismo franquista para
que las fábricas volvieran a producir gracias al aporte de 2.000.000 de
inmigrantes llegados de otras zonas del Estado. Por esas fechas, siempre en
torno al Ayuntamiento, volvieron a reproducirse los furores especulativos sobre
el suelo. La vivienda empezó a encarecerse para los barceloneses; pero había
trabajo y los sueldos permitían pagar alquileres o hipotecas razonables. La
transición alteró de nuevo todo esto.
Barcelona en
democracia
En los años de la transición y de la democracia
ulterior se rompieron todas las barreras. Los socialistas que gobernaron
ininterrumpidamente Barcelona desde la transición hasta bien entrado el siglo
XXI, tenían ideas propias sobre cómo debía ser la ciudad. Pascual Maragall, que
había conocido Nueva York en su período de estudiante, quería transformarla en
una “ciudad fashion”, una especie de
ciudad de los rascacielos del Viejo Mundo. Su proyecto consistía en impulsar el
“desarrollo” de Barcelona a golpe de eventos internacionales.
En apenas 20 años se sucedieron, los mundiales
de fútbol de 1983 (celebrados en gran medida en el Nou Camp) a partir de los cuales se inician las riadas turísticas
procedentes de Italia; luego en 1992 los Juegos Olímpicos y doce años después
el Fórum de las Culturas. Barcelona parecía completada: se habían urbanizado
Montjuich, la Zona Olímpica, Diagonal Mar… La mala noticia es que el precio del
suelo se disparó mucho más que en cualquier otra zona del Estado.
Y había algo peor, el modelo de ciudad, lejos
de parecerse a Nueva york, tendía irreprimiblemente a ser similar a Marsella:
esa ciudad árabe situada en el lado equivocado del Mediterráneo. Los barrios
del Raval y de la Ribera se convirtieron pronto en zonas islamizadas que se
fueron extendiendo hacia Pueblo Seco y Sans, rebasando la línea de las Rondas y
salpicando zonas del Ensanche próximas al Mercado de San Antonio. En San Martín
de Provençals o en Nou Barris, la acumulación de inmigración determinó un
cambio radical en la fisonomía urbana.
La degradación de Las
Ramblas
La columna vertebral de la ciudad antigua, las
Ramblas, se convirtió en lo más parecido al Mekong de Apocalypse Now: descender por ellas era sumergirse en un mundo
progresivamente hostil y peligroso. Sin embargo, todavía quedó hasta finales
del milenio el tipismo propio de aquel lugar cosmopolita y variopinto. Bajar
por las Ramblas a plena luz suponía pasar primero por la Rambla de Canaletas,
luego la Rambla de los Estudios (ambas zonas de paseo, con tenderetes de
animales y mascotas), más abajo la Rambla de las Flores (con puestos de
floristas a un lado y otro), finalmente, la del Centro y la de los Capuchinos (sobre
todo con kioscos de periódicos y verdaderas librerías abiertas al sol), todas en menos de un kilómetro. En la Rambla
del Centro uno podía sentarse y sonreír ante los cientos de tipos estrafalarios
que deambulaban por la zona; o simplemente descansar, meditar y leer.
De todo eso ya no queda absolutamente nada:
desde principio a fin, las Ramblas se han convertido en un parque temático. Los
kioscos de periódicos y libros siguen allí para vender souvenirs turísticos. Una iniciativa de Pilar Rahola, en su tiempo
de concejala, prohibió vender mascotas; entre los puestos de las floristas se
instalaron más puestos de souvenirs
de ínfima calidad. Sangría de pésima calidad a precios abusivos y masificación
hicieron lo demás.
Al declinar el día, la zona se vuelve
peligrosa. Cientos –en alguna ocasión miles- de carteristas y ladronzuelos
procedentes de todo el mundo, atraídos por el “efecto llamada”, recorren las
Ramblas buscando incautos o turistas desprevenidos. Saben que nunca les pasa
nada. Todo termina en una noche en comisaría y al día siguiente vuelta a
empezar. El subsuelo barcelonés, el metropolitano, es otra zona peligrosa, como
los barrios de más presencia inmigrante. En el Barrio Gótico no estar atento
implica ser objeto de robo seguro. Diga lo que diga la Consellería de Interior
y el Ayuntamiento, la delincuencia en el centro de la ciudad está completamente
fuera de control.
Los escenarios
gaudinianos
En la zona de la Sagrada Familia las cosas
están igual o peor. Allí miles y miles de turistas apresurados visitan aquel
monumento extraño y desmesurado. A medida que las obra siguen, la Sagrada
Familia se perfila cada vez más como aspirante al primer puesto del ranking de
monumentos kistchs mundiales. El
amasijo de estilos diferentes (neogótico en el ábside, surrealista en las
culminaciones de las torres, modernista en la fachada del Nacimiento,
gaudiniano en el desarrollo de las torres y simplemente horroroso en la fachada
principal aún por construir) la convierten en un fenómeno freaky de la arquitectura, mucho más que en una verdadera catedral.
Hace menos de dos meses, las estadísticas
demostraron que el turismo se había estancado en Madrid, pero seguía creciendo
en Barcelona. El establecimiento de nuevas líneas de cruceros hará que todo
esto aumente en los próximos años. Esos cruceros, verdaderas colmenas flotantes
aseguran unos 100.000 turistas anuales más a la ciudad. Ciertamente se trata de
turismo poco exigente, de camiseta, chancletas, tinto de verano o sangría
aguada, pero irán y vendrán por las Ramblas, por el Parque de Güell (otro
monumento kitsch gaudiniano), por la
Sagrada Familia y por el Gótico.
Un cambio cualitativo
en la ciudad
En apenas 20 años, Barcelona ha mutado: ya no
vive de la industria, sino solamente del turismo. El sector de la construcción
se ha hundido, así que es frecuente el recurso al mobing inmobiliario para liberar antiguos edificios y construir en
ellos nuevos hoteles. El Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat han hecho
de la Ciudad Condal el eje central de su política económica basada en el
turismo, sólo en el turismo y nada más que en el turismo.
Barcelona, digámoslo
ya, no es hoy una ciudad pensada para facilitar la vida a sus habitantes, sino
que está diseñada como parque temático para turistas. A un barcelonés de apenas
40 años, que recuerde la Barcelona de su infancia, le dará simplemente asco y
repugnancia pasearse por las actuales Ramblas. A otros barceloneses situados en
el Barrio de la Salud o en la Sagrada Familia la vida se les hace irrespirable
entre ruidos y riadas de turistas embobados, cámara en ristre, chancletas
despendoladas y olor a protector solar. Por lo demás, en el Raval y en la
Ribera, en Pueblo Seco, apenas quedan barceloneses.
La ciudad ha mutado. Se ha hecho irrespirable.
Y ya no puede crecer. Rodeada por el cinturón industrial, Barcelona ha rebasado
con mucho su límite de la sostenibilidad. El Ayuntamiento y la Generalitat han,
simplemente, robado la ciudad a sus habitantes (esos que con fidelidad perruna
les van regalando votos elección tras elección) y se la han entregado a la
industria turística.
Dudas sobre la
sostenibilidad de la Ciudad Condal
La pregunta inquietante que causa pánico en
Barcelona es: ¿qué ocurrirá el día en que el turismo falle? Un simple atentado
terrorista ligado de alguna manera al proceso secesionista que afectara a algún
turista, acarrearía un descenso drástico en las visitas y el hundimiento del
sector… que hoy agrupa a un porcentaje creciente de actividad económica. O
simplemente, la violencia misma que acompaña al proceso independentista puede
operar el mismo fenómeno. O, el cambio de gustos: porque el turismo depende de
modas y estas son siempre pasajeras…
Lo realmente triste es constatar que ya no
queda nada de la Barcelona que conocimos en nuestra infancia: quizás era una
ciudad gris, en blanco y negro, pero era más humana, más habitable, más cómoda
para sus ciudadanos, más hecha a su medida. Hoy, Barcelona sufre un proceso de
despoblación: convertida en un emporio de oficinas de la Generalitat, cada vez
más barceloneses deciden empadronarse en municipios más cómodos y accesibles de
la periferia, o simplemente en irse a otras zonas del Estado.
Nosotros mismos, que abandonamos la Ciudad
Condal hace algo más de diez años, pero hemos seguido frecuentándola desde
entonces, hemos podido percibir ese cambio con mucha más facilidad que quienes
están inmersos en el día a día urbano. En nuestro blog hemos aludido con cierta
frecuencia a estos temas. Hoy, gracias al documental Bye, bye Barcelona, sabemos que esa percepción no es solo nuestra:
muchos barceloneses son conscientes del deterioro de la vida urbana. El
problema es que, hoy por hoy, ese proceso es irreversible. No hay marcha atrás
y la nostalgia no es una solución. En ningún lugar de Europa se ha producido un
proceso similar. Ayuntamiento y Generalitat son los únicos responsables del
desaguisado.
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