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martes, 29 de abril de 2014

Bye, bye Barcelona… el fin de una ciudad progresivamente hostil



Desde hace unas semanas está corriendo por la web un documental titulado Bye, bye Barcelona (https://www.youtube.com/watch?v=mSAPqGijeiY&feature=youtu.be) que alerta sobre el peligro de una ciudad que cada vez se parece menos a lo que conocimos hasta no hace mucho. Nacido en Barcelona y alejado voluntariamente de ella, habiendo escrito varios libros sobre la Ciudad Condal, sus tradiciones y cultura, no puedo por menos que lamentar este proceso cuyos responsables tienen nombres y apellidos.

Varias novelas de Ruiz Zafón encuentran su leit-motiv en la rememoración de una Barcelona fue “fue y ya no es”. Una Barcelona que ha ido cambiando aceleradamente hasta convertirse en irreconocible. Ruiz Zafón tiene diez años menos que quien esto escribe, así que, en su modestia, el autor de estas líneas puede argumentar que ya no queda absolutamente nada de aquella Barcelona que conoció de niño. Y no se trata solamente del lógico cambio al paso con los tiempos, sino de una mutación que alcanza al alma misma de la ciudad. Esta mutación tiene distintos responsables. Vale la pena pasar revista al proceso que ha llevado a esta situación y su alcance para los barceloneses.


Una historia apresurada de la evolución barcelonesa

En la Edad Media existía un dicho: “Barcelona val diners i si és a la Rambla ancara val més” (literalmente, Barcelona cuesta dinero y en la Rambla aún más) que indica que en aquella remota época ya existía especulación inmobiliaria sobre los territorios del centro de la ciudad. Con el tiempo, no mejoró la situación. Extramuros de la ciudad fueron arrojados los menesterosos y los delincuentes (en lo que hoy es la Iglesia de San Pablo Extramuros, o Sant Pau del Camp). La prostitución se estableció en los aledaños (Barrio Chino), compartiendo en los años 50-80, espacios con al inmigración procedente de otras zonas del Estado. Hoy, esos barrios, el Raval y la Ribera están ocupados por inmigrantes.


Cuando se produjo la Guerra de Sucesión, tras la caída de Barcelona en 1914, el barrio de la Ribera fue completamente desmantelado y sus ruinas arrojadas al mar. Sobre ellas se edificó la Barcelona y dice la leyenda que la diosa del mar un buen día se apoderará de los territorios que le fueron robados. Zona de contrabandistas ayer, centro de emisión de las últimas epidemias de cólera morbo en la segunda mitad del XIX, de copas mas tarde y de turismo masificado en la actualidad, algo de esta maldición parece cierto.

Las “bullangas” de mediados del XIX organizadas por liberales, logias masónicas y asociaciones carbonarias, cambiaron la fisonomía del centro de la ciudad. Se incendiaron los conventos de las Ramblas. Sobre las cenizas del de los Trinitarios se levantó el Liceo (y dice la maldición que el teatro se incendiará tres veces en venganza por los gorgoritos de las sopranos y las vicetiples de otro tiempo que turbaron el descanso eterno de los monjes allí enterrados) y sobre el huerto de plantas medicinales de los jesuitas se levantó la actual Plaza Real. En esa época, Barcelona perdió más del 50% de su patrimonio gótico: la Casa Gralla fue derribada, el convento de Santa Caterina ardió por las teas liberales y el Palau Menor, fuerte de los templarios, cayó bajo las bombas de Espartero.

Por otra parte, al derribarse la muralla de la ciudad hacia mediados del XIX, las parcelas del Ensanche en pocos meses duplicaban el precio. Antes de la gran crisis de la ciudad que estalló justo en el momento en el que se inauguraba la Exposición Universal de 1889, aquellas parcelas se llegaron a revender dos y tres veces en un año. Era la especulación realizada al calor de los capitales repatriados de Maracaibo y Cuba. Aquella burbuja terminó mal y los bancos barceloneses terminaron arruinados antes de que se inauguraran aquellos fastos.

En esos años, la industrialización generó un cinturón de fábricas y barrios insalubres para los nuevos barceloneses llegados de la periferia agrícola, organizados en un fuerte movimiento obrero diferente al que se vio en otros lugares del Estado. Dentro del anarcosindicalismo floreció una cultura alternativa muy parecida a la actual new age con grupos teosóficos, librepensadores, esperantistas, espiritistas, vegetarianos, nudistas, etc.

La burguesía catalana nacida de la industrialización y del retorno de los “indianos” o “americanus”, generó tanto el nacionalismo catalán (que no fue nada más que la doctrina de la alta burguesía para justificar su hegemonía social) como el modernismo y, como reacción a sus excesos, el novencentismo del que Eugenio D’Ors y su Ben Plantada, fueron los máximos exponentes. El nacionalismo hizo de Gaudí su icono y de la Sagrada Familia el intento de transferir el centro de Barcelona a ese nuevo entorno bendecido por el conde de Güell y la primera generación nacionalista.

El marasmo de la República y de la Guerra Civil demostraron que la sociedad catalana se encontraba extremadamente fragmentada: nacionalistas radicales, regionalistas moderados, anarcosindicalistas, ultraizquierdistas, comunistas, socialistas y, por supuesto, españolistas. La industrialización se detuvo y hubo que esperar al desarrollismo franquista para que las fábricas volvieran a producir gracias al aporte de 2.000.000 de inmigrantes llegados de otras zonas del Estado. Por esas fechas, siempre en torno al Ayuntamiento, volvieron a reproducirse los furores especulativos sobre el suelo. La vivienda empezó a encarecerse para los barceloneses; pero había trabajo y los sueldos permitían pagar alquileres o hipotecas razonables. La transición alteró de nuevo todo esto.

Barcelona en democracia

En los años de la transición y de la democracia ulterior se rompieron todas las barreras. Los socialistas que gobernaron ininterrumpidamente Barcelona desde la transición hasta bien entrado el siglo XXI, tenían ideas propias sobre cómo debía ser la ciudad. Pascual Maragall, que había conocido Nueva York en su período de estudiante, quería transformarla en una “ciudad fashion”, una especie de ciudad de los rascacielos del Viejo Mundo. Su proyecto consistía en impulsar el “desarrollo” de Barcelona a golpe de eventos internacionales.

En apenas 20 años se sucedieron, los mundiales de fútbol de 1983 (celebrados en gran medida en el Nou Camp) a partir de los cuales se inician las riadas turísticas procedentes de Italia; luego en 1992 los Juegos Olímpicos y doce años después el Fórum de las Culturas. Barcelona parecía completada: se habían urbanizado Montjuich, la Zona Olímpica, Diagonal Mar… La mala noticia es que el precio del suelo se disparó mucho más que en cualquier otra zona del Estado.

Y había algo peor, el modelo de ciudad, lejos de parecerse a Nueva york, tendía irreprimiblemente a ser similar a Marsella: esa ciudad árabe situada en el lado equivocado del Mediterráneo. Los barrios del Raval y de la Ribera se convirtieron pronto en zonas islamizadas que se fueron extendiendo hacia Pueblo Seco y Sans, rebasando la línea de las Rondas y salpicando zonas del Ensanche próximas al Mercado de San Antonio. En San Martín de Provençals o en Nou Barris, la acumulación de inmigración determinó un cambio radical en la fisonomía urbana.

La degradación de Las Ramblas

La columna vertebral de la ciudad antigua, las Ramblas, se convirtió en lo más parecido al Mekong de Apocalypse Now: descender por ellas era sumergirse en un mundo progresivamente hostil y peligroso. Sin embargo, todavía quedó hasta finales del milenio el tipismo propio de aquel lugar cosmopolita y variopinto. Bajar por las Ramblas a plena luz suponía pasar primero por la Rambla de Canaletas, luego la Rambla de los Estudios (ambas zonas de paseo, con tenderetes de animales y mascotas), más abajo la Rambla de las Flores (con puestos de floristas a un lado y otro), finalmente, la del Centro y la de los Capuchinos (sobre todo con kioscos de periódicos y verdaderas librerías abiertas al sol),  todas en menos de un kilómetro. En la Rambla del Centro uno podía sentarse y sonreír ante los cientos de tipos estrafalarios que deambulaban por la zona; o simplemente descansar, meditar y leer.

De todo eso ya no queda absolutamente nada: desde principio a fin, las Ramblas se han convertido en un parque temático. Los kioscos de periódicos y libros siguen allí para vender souvenirs turísticos. Una iniciativa de Pilar Rahola, en su tiempo de concejala, prohibió vender mascotas; entre los puestos de las floristas se instalaron más puestos de souvenirs de ínfima calidad. Sangría de pésima calidad a precios abusivos y masificación hicieron lo demás.

Al declinar el día, la zona se vuelve peligrosa. Cientos –en alguna ocasión miles- de carteristas y ladronzuelos procedentes de todo el mundo, atraídos por el “efecto llamada”, recorren las Ramblas buscando incautos o turistas desprevenidos. Saben que nunca les pasa nada. Todo termina en una noche en comisaría y al día siguiente vuelta a empezar. El subsuelo barcelonés, el metropolitano, es otra zona peligrosa, como los barrios de más presencia inmigrante. En el Barrio Gótico no estar atento implica ser objeto de robo seguro. Diga lo que diga la Consellería de Interior y el Ayuntamiento, la delincuencia en el centro de la ciudad está completamente fuera de control.

Los escenarios gaudinianos

En la zona de la Sagrada Familia las cosas están igual o peor. Allí miles y miles de turistas apresurados visitan aquel monumento extraño y desmesurado. A medida que las obra siguen, la Sagrada Familia se perfila cada vez más como aspirante al primer puesto del ranking de monumentos kistchs mundiales. El amasijo de estilos diferentes (neogótico en el ábside, surrealista en las culminaciones de las torres, modernista en la fachada del Nacimiento, gaudiniano en el desarrollo de las torres y simplemente horroroso en la fachada principal aún por construir) la convierten en un fenómeno freaky de la arquitectura, mucho más que en una verdadera catedral.


Hace menos de dos meses, las estadísticas demostraron que el turismo se había estancado en Madrid, pero seguía creciendo en Barcelona. El establecimiento de nuevas líneas de cruceros hará que todo esto aumente en los próximos años. Esos cruceros, verdaderas colmenas flotantes aseguran unos 100.000 turistas anuales más a la ciudad. Ciertamente se trata de turismo poco exigente, de camiseta, chancletas, tinto de verano o sangría aguada, pero irán y vendrán por las Ramblas, por el Parque de Güell (otro monumento kitsch gaudiniano), por la Sagrada Familia y por el Gótico.

Un cambio cualitativo en la ciudad

En apenas 20 años, Barcelona ha mutado: ya no vive de la industria, sino solamente del turismo. El sector de la construcción se ha hundido, así que es frecuente el recurso al mobing inmobiliario para liberar antiguos edificios y construir en ellos nuevos hoteles. El Ayuntamiento de Barcelona y la Generalitat han hecho de la Ciudad Condal el eje central de su política económica basada en el turismo, sólo en el turismo y nada más que en el turismo. 

Barcelona, digámoslo ya, no es hoy una ciudad pensada para facilitar la vida a sus habitantes, sino que está diseñada como parque temático para turistas. A un barcelonés de apenas 40 años, que recuerde la Barcelona de su infancia, le dará simplemente asco y repugnancia pasearse por las actuales Ramblas. A otros barceloneses situados en el Barrio de la Salud o en la Sagrada Familia la vida se les hace irrespirable entre ruidos y riadas de turistas embobados, cámara en ristre, chancletas despendoladas y olor a protector solar. Por lo demás, en el Raval y en la Ribera, en Pueblo Seco, apenas quedan barceloneses.

La ciudad ha mutado. Se ha hecho irrespirable. Y ya no puede crecer. Rodeada por el cinturón industrial, Barcelona ha rebasado con mucho su límite de la sostenibilidad. El Ayuntamiento y la Generalitat han, simplemente, robado la ciudad a sus habitantes (esos que con fidelidad perruna les van regalando votos elección tras elección) y se la han entregado a la industria turística.

Dudas sobre la sostenibilidad de la Ciudad Condal

La pregunta inquietante que causa pánico en Barcelona es: ¿qué ocurrirá el día en que el turismo falle? Un simple atentado terrorista ligado de alguna manera al proceso secesionista que afectara a algún turista, acarrearía un descenso drástico en las visitas y el hundimiento del sector… que hoy agrupa a un porcentaje creciente de actividad económica. O simplemente, la violencia misma que acompaña al proceso independentista puede operar el mismo fenómeno. O, el cambio de gustos: porque el turismo depende de modas y estas son siempre pasajeras…


Lo realmente triste es constatar que ya no queda nada de la Barcelona que conocimos en nuestra infancia: quizás era una ciudad gris, en blanco y negro, pero era más humana, más habitable, más cómoda para sus ciudadanos, más hecha a su medida. Hoy, Barcelona sufre un proceso de despoblación: convertida en un emporio de oficinas de la Generalitat, cada vez más barceloneses deciden empadronarse en municipios más cómodos y accesibles de la periferia, o simplemente en irse a otras zonas del Estado.


Nosotros mismos, que abandonamos la Ciudad Condal hace algo más de diez años, pero hemos seguido frecuentándola desde entonces, hemos podido percibir ese cambio con mucha más facilidad que quienes están inmersos en el día a día urbano. En nuestro blog hemos aludido con cierta frecuencia a estos temas. Hoy, gracias al documental Bye, bye Barcelona, sabemos que esa percepción no es solo nuestra: muchos barceloneses son conscientes del deterioro de la vida urbana. El problema es que, hoy por hoy, ese proceso es irreversible. No hay marcha atrás y la nostalgia no es una solución. En ningún lugar de Europa se ha producido un proceso similar. Ayuntamiento y Generalitat son los únicos responsables del desaguisado.


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