Infokrisis.- Resulta absolutamente imposible encontrar una tercera vía para la subsistencia histórica de España. Desde el punto de vista de los modelos, en España solamente existen dos formas de concebir la vertebración del Estado. O la España imperial, descentralizada, que no dudaba en referirse a “las Españas”, o la España unidimensional, centralizada y centralizadora, niveladora de las peculiaridades regionales que fue la España de los Borbones desde el Decreto de Nueva Planta hasta nuestros días. Esta es una reflexión sobre el futuro de España.
I
Importancia del tema
La existencia de una “nación” implica la existencia de una “misión” y de un “destino” que den causa y principio de razón suficiente a esa nación. Cuando Ortega (y más tarde José Antonio Primo) definen a la nación como una “unidad de destino en lo universal” aciertan con precisión, pero la definición era coja ayer y es todavía más coja hoy.
En efecto, porque si una nación es una “unidad de destino en lo universal” hace falta preguntarse ¿cuál es el destino universal de España? Esto es algo más que un trabalenguas o un juego de palabras. Es una exigencia necesaria para actualizar y renovar el patriotismo español.
Durante el franquismo –una forma de jacobinismo católico y, por tanto, anómalo- se respondía a esta pregunta dando algunas fórmulas que databan de la historiografía menéndezpidaliana de finales del XIX: la misión universal de España consistía en ser el bastión y la defensa de la catolicidad.
El planteamiento no era excesivamente original. De hecho, el patriotismo francés y el patriotismo inglés proponen exactamente lo mismo. Los legitimistas franceses no dudan en asegurar que la monarquía franca está emparentada con la dinastía de David y, por tanto, en ella se encuentra el rey legítimo ungido por Dios. Los ingleses opinan exactamente lo mismo e incluso se consideran –en tanto que la madre del Emperador Constantino era natural de las Islas Británicas- como depositarios de una legitimidad de origen. Y, en el fondo, los conservadores norteamericanos hacen una mixtura entre la defensa del occidente cristiano y la misión de los EEUU. Así que limitarnos a hacer una simbiosis religión-España es cualquier cosa menos una respuesta al problema de ¿cuál es hoy el destino universal de España? ¿Cuál es su misión histórica en estos momentos?
Si no hay respuesta no hay posibilidades de actualizar el concepto de nación española tal y como se ha sostenido en las últimas décadas, especialmente desde el 98 hasta finales del franquismo.
¿Hay respuesta? Para extraer algo de luz hay que abordar la cuestión desde otro punto de vista.
1. La España de los Austrias, heredera de la Reconquista y de la España Gótica.
Hemos dicho en la introducción: existen solamente dos concepciones sobre la vertebración del Estado. O bien la concepción propia de los Grandes Austrias que deriva de la concepción que sostenían los distintos reinos de la España medieval, o bien la concepción propia de los Borbones.
La primera se refería a “las Españas” y cristalizaba en la idea de Imperium. La idea se remonta a la visión que tenían de sí mismos los reinos de la Reconquista. Para ellos, tal o cual reino eran solamente una parte de un todo superior que se identificaba con el pasado imperial romano, reinterpretado y reconducido por los godos. Esta idea estuvo presente a lo largo de toda la Reconquista, desde sus orígenes. Terminado este ciclo histórico, al abrirse la etapa imperial, no es una “nación” lo que se articula, sino un “imperio”. Todos los imperios son inviables sin reconocer la autonomía de las partes, a cambio de la cual se responde con un principio de lealtad.
El ejército “español” de Flandes, que luchaba por los derechos del Imperio en aquella región, era un ejército multinacional. Bajo los estandartes del Duque de Alba lucharon soldados ingleses, alemanes, italianos y, por supuesto, españoles, llegados por mar o por el “camino español” que atravesaba el norte de Italia, el oeste de Suiza y el sur de Alemania hasta Flandes y que todavía lleva hoy ese nombre. Frecuentemente las rivalidades nacionales entre los voluntarios de distinto origen se saldaban compitiendo en valor y heroísmo. Así se forjó el Imperio.
La idea de Imperio está tan alejada de la idea de centralización como próxima a la idea de imperialismo o de jacobinismo está el nacionalismo nivelador y reduccionista.
La idea imperial de los Austrias surgía del medioevo, cuando en toda Europa se experimentaba la nostalgia del “orden imperial” romano. Los godos (visigodos y ostrogodos) intentaron la reconstrucción de la parte occidental del Imperio, y así hubiera sido de no haber sido derrotados por los francos en Vouillé. A partir de ese momento, los godos trasladan su capital de Tolosa a Toledo y conservan solamente la Galia Narbonense (Septimania) más allá de los Pirineos, donde reinará Akhila, el último rey godo, sucesor de Roderic (Don Rodrigo).
Es esa idea imperial la que se transmite a los reinos de la Reconquista y la que llega hasta los Austrias.
Es evidente que en esta concepción la “nación española” era inexistente. Lo que existían eran “las Españas” (los distintos reinos cristianos de la Península, las taifas islámicas estaban por supuesto ajenas a este concepto) de un lado, y el Imperio y la Catolicidad de otro.
Julius Evola ha demostrado ampliamente que la catolicidad surge de la fusión entre la idea imperial romana y la idea nórdico-germánica. El cristianismo se había hecho con el control del Imperio, pero a partir de Constantino y, mucho más, después de que Odoacro, rey de los hérulos, depusiera a Rómulo Augústulo, Roma fue cada vez más católica a costa de irse alejando del cristianismo primitivo. La inyección de sangre nórdico-germánica a través de las invasiones del siglo V-VI hicieron que se reinsertaran en Europa Occidental nuevamente los valores que habían sido específicamente romanos y que se habían ido difuminando en los primeros siglos del cristianismo. Así surgió el feudalismo y así resucitó la idea imperial.
Cuando Odoacro asalta Roma envía las insignias imperiales romanas a Constantinopla, indicando explícitamente que allí se trasladaba la capital imperial. Para todos los pueblos germánicos que atraviesan las fronteras del Rhin, el Imperio Romano tenía algo de sagrado y misterioso y lo asumen sin restricciones. Ellos mismos se consideran foederati del Imperio, una parte del mismo. Finalmente serán ellos –especialmente los godos- quienes recuperarán la idea que el propio Pelayo y sus sucesores tenían en el cerebro mientras se fortificaban en los contrafuertes de las montañas astures y cántabras.
La idea de un poder centralizado y ubicuo era absolutamente ajena a la mentalidad imperial romana, goda o medieval. Eran perfectamente conscientes de que la imposición de una unidad artificial generaba reacciones de supervivencia en la periferia. Por otra parte, lo que interesaba era el vínculo de la fides, la lealtad que ambas partes de debían mutuamente. Como en todo pacto feudal, las dos partes estaban comprometidas a una serie de deberes, derechos, obligaciones y prebendas; esto es, estaban comprometidos por los fueros que definían todos estos aspectos.
2. La España de los Borbones, contra el imperio por la uniformidad
Cuando muere el último de los austrias y Francia pone sobre la mesa sus aspiraciones sobre España, se desencadena la Guerra de Sucesión. Este momento se produce en plena crisis de la España imperial, cuando se han producido las derrotas en Flandes, se debilita el vínculo ultramarino con las colonias a causa de la piratería y se afronta el ascenso de Inglaterra como gran potencia oceánica. La batalla de Almansa y la toma de Barcelona figuran entre los episodios más dramáticos de esa contienda, que termina con la entronización de Felipe V y la aplicación de las reformas que los borbones estaban llevando a cabo en el vecino país. Estas reformas tenían que ver con la “modernización” del país, sí, pero también eran intentos de restar autonomía a las partes, reducir al mínimo o eliminar la legislación foral y crear un nuevo poder centralizador en el que el nexo de unión no fueran los vínculos de lealtad entre las partes y el todo, sino la existencia de un poder exterior, fuerte, nivelador, homogeneizador y, en buena medida, asfixiante.
A decir verdad, a pesar de que fueron los jacobinos quienes cortaron la cabeza al último de los borbones franceses, Luis XVI, el proceso de centralización, que se exasperó en el período revolucionario, ya se había iniciado con Luis XIV y era previsible desde entonces. Los revolucionarios apenas se limitaron a otra cosa que dar un nuevo golpe de tuerca.
Y éste fue el origen del problema en España. En el fondo, las guerras carlistas fueron una respuesta de algunas zonas de España contra los intentos de nivelación del liberalismo jacobino.
Cuando en el siglo XX el franquismo termina derrotando a la República, no acompaña su fraseología “imperial” (que en el franquismo siempre quedó en un mero esteticismo y en un mito retórico sin traducción en la práctica y sin llegar al fondo de lo que significaba esta opción) de una “práctica imperial”, sino que esa fraseología grandilocuente cristaliza en una práctica niveladora y jacobina. Incluso en una primera fase de desarrollo del régimen, la imagen del separatismo como el “enemigo” hace que cualquier tipo de regionalismo, por tibio que fuera, termine siendo considerado como mero “separatismo antiespañol”.
Lo realmente paradójico –o casi mejor “parajódico”- del franquismo fue que su nacional-catolicismo adoptó, en la práctica, no la doctrina católica del Imperio, sino la doctrina atea, masónica y jacobina de la “nación centralizada”.
3. La degeneración de la idea imperial: nacionalismo periférico
El nacionalismo periférico catalán y vasco aparece a mediados del siglo XIX. En Cataluña como subproducto de medios carbonarios (a los que pertenecía Buenaventura Carlos Aribau y el conde de Güell, en su juventud, fundador de Jove Catalunya), pero también a causa del desengaño de medios carlistas por las sucesivas derrotas. Esa primera generación nacionalista catalana y vasca vio como los púlpitos se convertían en predicadores de la nueva idea. ¿Qué había ocurrido?
Cuando el vínculo feudal se debilita por traición de una de las partes o falta de lealtad de cualquiera de ellas hacia la otra, se produce una ruptura del sistema de pesos y contrapesos que aseguraron la estabilidad política europea durante siglos.
La aparición del jacobinismo y del absolutismo borbónico primero, hizo que amplios sectores sociales ya no respondieran con “lealtad” a un sistema que pretendía amputarles sus áreas de autonomía. Roto el vínculo de lealtad, se produce el estallido de las partes, cada una de las cuales intenta recuperar su propia autonomía.
Llama la atención que, inicialmente, el nacionalismo catalán fuera más bien un regionalismo. La segunda generación nacionalista (Güell, Prat de la Riba, etc.) no aspiraba a otra cosa más que a que Cataluña “dirigiera a España” en tanto que consideraban que eran los únicos que podían hacerlo. Cataluña era para ellos la parte “seria y trabajadora” de España y, por tanto, le correspondía asumir su dirección. Cuando se produce la huelga general, la semana trágica, a principios del siglo XX, esta generación –vinculada a la alta burguesía catalana- entiende que solamente el ejército español puede conjurar los estallidos sociales protagonizados por los anarquistas y, por tanto, renuncia a su nacionalismo, insistiendo en un regionalismo, a menudo ingenuo, que hará que durante la guerra civil algunos de sus exponentes opten por apoyar al franquismo (Cambó y su Lliga).
Pero en la segunda mitad del siglo XX este fenómeno interfiere con otro.
4. La degeneración de la idea borbónica: el nacionalismo independentista
El fenómeno descrito no puede desvincularse de otro aparecido en la segunda mitad del siglo XIX y que ya podía intuirse en los primeros intentos carbonarios (Jove Catalunya). El fenómeno que vamos a describir es analizado hasta la saciedad en dos obras de Julius Evola: Gli Uomine e le Rovine y Rivolta contro il mondo moderno (lo esencial de estas obras puede leerse en el blog Biblioteca Evoliana, http://juliusevola.blogia.com).
La tesis de Evola es la siguiente:
- El concepto imperial supone la existencia de una idea y de unos valores superiores (autoridad y lealtad fundamentalmente). Mientras esa idea se mantenga como central, las partes que forman el todo imperial tendrán una referencia superior.
- En el momento en el que la tensión se relaja y se diluyen los valores superiores, no puede apelarse al vínculo de la fides para mantener la unión de las partes (todo imperio por el mero hecho de su extensión territorial es, necesariamente, “diverso”) sino que hay que apelar a la fuerza bruta para imponer la nivelación y la cohesión de las partes.
- En el momento en que se produce este fenómeno ya nada impide que las “partes de las partes”, esto es, las regiones y/o nacionalidades en las que está dividida la nación, reivindiquen exactamente el ser lo mismo que la nación, a modo de fotocopias reducidas de la misma.
- No es raro que el nacionalismo catalán sea profundamente centralizador (barcelonés) reproduciendo el esquema jacobino en una escala más reducida.
- Cuando se deja de creer en unos principios superiores para aferrarse a elementos ligados a la materia (y la “nación” está vinculada al “demos”, a los “enfants de la patrie”), una “nación” puede dividirse hasta el infinito y cualquier parte encontrará una justificación para salvaguardar y mantener su “especificidad” y sus “rasgos diferenciales”.
El centralismo borbónico que se inicia con Felipe V no podía sino generar un rechazo de las partes. Ese rechazo ya se evidenció en la pérdida de las colonias americanas, cuando la aparición de una burguesía local ligada solamente a sus intereses económicos generó el proceso de independencia de las colonias en tanto esas burguesías entendían que la autonomía les evitaba pagar impuestos y aumentaba sus beneficios. Pues bien, ésta es la concepción burguesa de la nación.
Paradójicamente, el franquismo que se declaraba católico adoptó –acaso como respuesta a la vinculación del nacionalismo catalán y vasco a la República- en el tema nacional posiciones indudablemente jacobinas, especialmente en sus dos primeras décadas. Es realmente significativo que los últimos mohicanos del franquismo que formaron en Fuerza Nueva, un partido que alcanzó cierto renombre en la transición como única encarnación del franquismo, tuviera como lema: “Dios, Patria, Justicia” en lugar del “Dios, Patria, Rey, Fueros”, sellando la desaparición de los “fueros”.
5. Algunas conclusiones
Si la nación española está en crisis es, sencillamente, porque está en crisis la idea de España. En el marasmo de la segunda mitad del siglo XX, las naciones-Estado –como España- perdieron el ritmo de la historia. El boom de las comunicaciones, la irrupción de las nuevas tecnologías y de las culturas de masas, hicieron que la idea nacional debiera de ser revisada y actualizada. Pero nada apreciable se hizo. Los “patriotas” siguieron defendiendo una concepción de España que databa de la crisis del 98… cuando la historia entraba en el siglo XXI.
Esto supuso el desmoronamiento del “frente patriótico”. La derecha alumbró como eslogan la idea del “patriotismo constitucional”, que suponía la adhesión a la idea de Patria suscitada solamente por la lealtad a una norma constitucional (que, como todas, es pasajera, transitoria y mutable). Por otra parte, uno de los rasgos de la crisis de la izquierda han sido sus contradicciones en lo que se refiere al Estado y a su articulación. Los maoístas de los años 70 se decían “patriotas y antifascistas” y los zapateristas de ayer declaraban que “ser patriota supone pagar impuestos y no criticar al gobierno” (especialmente si es del PSOE). Por su parte, los sectores marginales de la extrema-derecha siguieron defendiendo las formas de patriotismo contradictorio derivados del jacobinismo franquista y menendezpelayano.
En nuestra opinión:
- La Nación Española, en su actual configuración, no tiene posibilidades de sobrevivir en un mundo globalizado, ni su economía tiene la más mínima posibilidad de responder a los desafíos del tiempo nuevo (el proyecto de caza europeo, el Airbus, el ciclotrón y cualquier otro proyecto científico ambicioso del siglo XXI tiene un presupuesto que excede con mucho el de cualquier Estado Nación europeo).- Esa crisis de la idea del Estado Nacional se evidencia en el silencio con el que los nacionalistas españoles responden a la pregunta que hemos formulado al principio: “¿cuál es el destino universal de España?”-
- La crisis se ve agudizada desde el momento en el que las clases políticas periféricas aspiran a tener un control directo de los recursos del Estado en sus autonomías. No hay nacionalismo ni independentismo que no aspire a controlar las llaves de la “caja”. Por lo tanto, es previsible que en los años siguientes aumenten las tensiones en esa dirección.
- El punto de inflexión de la crisis del Estado y de la idea de Nación tiene lugar con el Decreto de Nueva Planta y la modernización del Estado sobre la base del modelo absolutista borbónico. Ese proceso, como hemos visto, lleva primero al absolutismo centralizador y luego al jacobinismo nivelador.
- Ir en esa dirección, inercialmente, lleva a una centrifugación creciente del Estado en beneficio de las formas de jacobinismo independentistas encarnadas en los partidos nacionalistas periféricos.
- La única posibilidad de asumir un “nuevo curso” y romper con estas dinámicas es abandonar de una ve y para siempre el modelo borbónico del Estado, tomando nuevamente como referencia el modelo austriacista o modelo imperial.
- Ese modelo, por lo demás, tiene la ventaja de que, no solamente respeta la autonomía de las partes, sino que, además, responde perfectamente a las exigencias del tiempo nuevo en la medida en que la idea imperial es una idea supranacional que determina una “nueva dimensión nacional” adecuada al actual momento histórico.
- Para alcanzar esa “nueva dimensión nacional” existen varios recursos: el actual aparato del Estado, la existencia de la Unión Europea que debe de ser algo más que un “mercado” o una zona de librecambio, afirmando una vocación imperial y civilizadora.
- Una vez más, Europa, teatro del Imperio Romano, que intentaron reconstruir los pueblos godos, que configuró la catolicidad medieval y que asumieron los Grandes Austrias, vuelve a ser nuestro destino histórico.
Así pues, podemos articular estas conclusiones en tres principios:
1) Crítica al modelo de Estado borbónico y centralizador.
2) Defensa del modelo imperial de los Grandes Austrias.
3) Traslación de la idea imperial a la Unión Europea.
Entendemos la dificultad que tiene para los nacionalistas de toda Europa la defensa del último punto. Y, sin duda, para cristalizar una idea imperial europea serían necesarias distintas etapas intermedias. Una de estas etapas la vamos afrontar a la vuelta de pocos años: la lucha contra el Islam infiltrado en la tierra europea.
Quien conoce de cerca al Islam conoce su intolerancia, su rigidez y su incapacidad para adaptarse a situaciones nuevas, así como su total imposibilidad de modernización e integración en la cultura europea.
La clase política europea ha permitido la instalación del Islam sobre la sagrada (sagrada en la medida en que aquí están enterrados nuestros antepasados y en la medida en que este continente ha sido el faro de la civilización) tierra de Europa, sin medir las consecuencias. Esa clase política degenerada ha “respetado” y promovido el mantenimiento de la identidad islámica en Europa, sin pensar que quien dice “identidad” dice “territorialidad”. Hoy en Europa ya hay zonas que “están en Europa”, pero que “ya no son Europa”. Son los guetos islámicos que se extienden por toda Francia, por Flandes, por Inglaterra, Alemania del Oeste, Norte de Italia, Suiza, y por la costa mediterránea española y la aglomeración de Madrid.
La sucesión de crisis económicas que se avecina y la situación explosiva en el Magreb, así como las peculiaridades religiosas y antropológicas de los islamistas, hacen inevitable el conflicto final.
Pues bien, en el momento en el que se desencadene ese conflicto, será la hora en la que todos debemos estar dispuestos para la batalla final que, no solamente tendrá como desembocadura la conjuración del peligro islamista en Europa, sino también el hundimiento de las redes de intereses y de las clases políticas surgidas en Europa en la segunda mitad del siglo XX. En la convulsión de esos momentos, la idea imperial deberá alzarse como el mito movilizador de las mejores energías europeas. Y los españoles estaremos ahí también presentes porque ese será el momento en el que el modelo borbónico podrá ser sustituido por el modelo austriacista que nos llevará un proceso de convergencia con Europa sobre bases históricas, culturales, de “misión y destino”, en lugar de meramente coyunturales y económicas.
Tal es la primera aportación para este debate necesario sobre el patriotismo y la nación.