Me ha ocurrido, como mínimo desde hace diez años. Siempre que salgo de España, parece como si
dejara atrás problemas irresolubles, noticias sobre gente estúpida haciendo
estupideces (desde el gobierno o desde la oposición) y, a medida que el avión
despega, todo ese guirigay absurdo vaya quedando atrás. Sé que en todas
partes cuecen habas y que en la era de la globalización los problemas apenas
existen problemas locales sino problemas generales que están más desarrollados
en unos países y menos en otros. Siempre, vaya donde vaya, habrá corrupción de
la clase política, siempre habrá un pensamiento masificado y corrección
política, siempre habrá inmigración y siempre habrá inseguridad ciudadana, pero
podéis estar seguro de que si siguiéramos el invento unamuniano de “españolizar Europa”, o que haríamos
sería transferir las impotencias, los vicios, el malestar del país que se
encuentra más en crisis en el continente, a todos los demás que, en el fondo, o
viven situaciones degenerativas menores o mucho menores o, desde hace años, un
sector de los ciudadanos conscientes de la pendiente descendente y de la crisis
de Europa, han ido reaccionando. Me
quejo de que, no solamente España es, en todos los sentidos, la avanzada de
Europa en materia de degradación de la vida social y pública, sino de que
además, la ciudadanía no responde y se muestra no solamente tan apática como
siempre, sino mucho más abúlica que nunca.
Si exceptuamos a los
EEUU, me da la sensación de que España es, incluso, la cabeza de la degradación
mundial. Incluso en los EEUU reaccionan a su manera y, sobre todo, tienen
una fe envidiable (e incomprensible) en su sistema político. Aman a su país y
muestran orgullosos su bandera. Y lo hacen como patriotas. No como futboleros o
un par de veces al año. Me hace gracia que en Cataluña, incluso, muchos hayan
decidido que su bandera es la de un partido y hayan insertado un triángulo en
la bandera de la Corona de Aragón. Me hace gracia que muestren ese trapo que
apenas tiene algo más de cien años y que se [mal]diseñó en Cuba como el emblema
de “todos los catalanes” y que lo muestren afeando las calles. Y, por si ese trapo
no fuera lo suficientemente triste, lo acompañen de colgajos amarillos pálido,
color que, por lo demás, no sólo en Cataluña, sino en todos los pueblos del
mundo ha sido el símbolo de lo negativo, la mala pata, e incluso en el mundo
árabe del color de los ojos de los “perros del infierno”. Porque el amarillo
tiene un pantone relativamente amplio y el que estos memos han elegido –el
amarillo pálido- es universalmente considerado como símbolo de todo lo malo. Si
al menos fuera el dorado simbolizaría la riqueza y la alegría.
El caso es que España debe seguir como cuando me fui hace
quince días. Me equivoco: seguramente andará un poco peor. Seré todavía más
claro: a estas alturas estoy convencido
de que –óiganlo bien- España perjudica gravemente a la salud. Este año han
muerto varios amigos míos, todos ellos relativamente jóvenes, ninguno había
cumplido los 70 y ninguno ha muerto de enfermedades hereditarias o de tumores
derivados del estilo de vida. Han muerto del corazón. Todos ellos tenían una
característica que los diferenciaba de la mayoría de ciudadanos: se habían
educado en el patriotismo. Eran catalanes que se expresaban corrientemente
en esa lengua desde mucho antes de que fuera “oficial” en la autonomía. Habían
nacido aquí, sus ocho apellidos eran catalanes y si alguien podía reivindicar
ese título eran ellos. Y nunca, ni ellos ni sus próximos dudaron jamás de la
nacionalidad que llevaban escrita en el pasaporte, eran y se sentían españoles.
Tengo por cierto que han muerto de dolor.
Porque de dolor se muere y aquel que dijo “me duele España” no era consciente
de hasta qué punto se podía morir de tal dolencia. Y, si quieren que les diga
la verdad, no me extraña.
Recordaré el planteamiento que realizaba José Antonio sobre la cuestión nacional. Decía que existen dos formas de patriotismo “el espontáneo” y “el difícil”. El espontáneo era el que derivaba de un instinto natural, el de apego a la tierra natal. Algunos sienten que han nacido en Cataluña y que sólo por eso Cataluña deben amar a Cataluña y eso está bien. Es el patriotismo de la tierra natal, de apego a lo que en Francia se llama “la patria carnal”. Pero luego está ese otro patriotismo que entiende la nación como “misión” y como “destino”, que es reflexivo y comunitario, que aporta razones y políticas de Estado. Ese patriotismo, no lo dudéis, se ha extinguido completamente: España ya no tiene misión, ni destino, y por tanto pierde su identidad. Si considero a los independentistas catalanes como infelices es porque, más allá de la independencia no conciben un futuro para Cataluña. Su horizonte mental empieza y termina con la independencia. No hay nada después. No hay misión ni destino, acaso porque no puede haberlo…
Sé que en unos días tendré que volver a España. Tierra en la
que hombres y mujeres que aún se mantienen en pie, lo hacen sin esperanza.
Tierra en lo que lo mejor que puede hacerse es caminar con los ojos cerrados,
los oídos tapados y con una pinza en la nariz. Eso, o mueres de puro dolor y de
tristeza interior. España no es ya un finis terreare, sino una terra finita y
más que finita, finiquitada. ¿Qué ha
pasado con España? La han matado, en primer lugar, la apatía consuetudinaria de
sus gentes. En segundo lugar su clase política hecha de perfectos incapaces y
ambiciosos extremos. En tercer lugar un sistema democrático que parece primar
la estupidez y la insensatez. Pero sobre todo, la ruptura con sus raíces, con
su pasado, con su tradición y consigo misma. Estamos a la cola del mundo en
casi todo (desde la educación hasta la natalidad), pero, eso sí, somos los
líderes europeos en la autodestrucción. ¿Entienden por qué se me hace muy
cuesta arriba volver a España?