lunes, 24 de septiembre de 2018

365 QUEJIOS (142) – LO PEOR DE VIAJAR ES VOLVER


Me ha ocurrido, como mínimo desde hace diez años. Siempre que salgo de España, parece como si dejara atrás problemas irresolubles, noticias sobre gente estúpida haciendo estupideces (desde el gobierno o desde la oposición) y, a medida que el avión despega, todo ese guirigay absurdo vaya quedando atrás. Sé que en todas partes cuecen habas y que en la era de la globalización los problemas apenas existen problemas locales sino problemas generales que están más desarrollados en unos países y menos en otros. Siempre, vaya donde vaya, habrá corrupción de la clase política, siempre habrá un pensamiento masificado y corrección política, siempre habrá inmigración y siempre habrá inseguridad ciudadana, pero podéis estar seguro de que si siguiéramos el invento unamuniano de “españolizar Europa”, o que haríamos sería transferir las impotencias, los vicios, el malestar del país que se encuentra más en crisis en el continente, a todos los demás que, en el fondo, o viven situaciones degenerativas menores o mucho menores o, desde hace años, un sector de los ciudadanos conscientes de la pendiente descendente y de la crisis de Europa, han ido reaccionando. Me quejo de que, no solamente España es, en todos los sentidos, la avanzada de Europa en materia de degradación de la vida social y pública, sino de que además, la ciudadanía no responde y se muestra no solamente tan apática como siempre, sino mucho más abúlica que nunca.

Si exceptuamos a los EEUU, me da la sensación de que España es, incluso, la cabeza de la degradación mundial. Incluso en los EEUU reaccionan a su manera y, sobre todo, tienen una fe envidiable (e incomprensible) en su sistema político. Aman a su país y muestran orgullosos su bandera. Y lo hacen como patriotas. No como futboleros o un par de veces al año. Me hace gracia que en Cataluña, incluso, muchos hayan decidido que su bandera es la de un partido y hayan insertado un triángulo en la bandera de la Corona de Aragón. Me hace gracia que muestren ese trapo que apenas tiene algo más de cien años y que se [mal]diseñó en Cuba como el emblema de “todos los catalanes” y que lo muestren afeando las calles. Y, por si ese trapo no fuera lo suficientemente triste, lo acompañen de colgajos amarillos pálido, color que, por lo demás, no sólo en Cataluña, sino en todos los pueblos del mundo ha sido el símbolo de lo negativo, la mala pata, e incluso en el mundo árabe del color de los ojos de los “perros del infierno”. Porque el amarillo tiene un pantone relativamente amplio y el que estos memos han elegido –el amarillo pálido- es universalmente considerado como símbolo de todo lo malo. Si al menos fuera el dorado simbolizaría la riqueza y la alegría.

El caso es que España debe seguir como cuando me fui hace quince días. Me equivoco: seguramente andará un poco peor. Seré todavía más claro: a estas alturas estoy convencido de que –óiganlo bien- España perjudica gravemente a la salud. Este año han muerto varios amigos míos, todos ellos relativamente jóvenes, ninguno había cumplido los 70 y ninguno ha muerto de enfermedades hereditarias o de tumores derivados del estilo de vida. Han muerto del corazón. Todos ellos tenían una característica que los diferenciaba de la mayoría de ciudadanos: se habían educado en el patriotismo. Eran catalanes que se expresaban corrientemente en esa lengua desde mucho antes de que fuera “oficial” en la autonomía. Habían nacido aquí, sus ocho apellidos eran catalanes y si alguien podía reivindicar ese título eran ellos. Y nunca, ni ellos ni sus próximos dudaron jamás de la nacionalidad que llevaban escrita en el pasaporte, eran y se sentían españoles. Tengo por cierto que han muerto de dolor. Porque de dolor se muere y aquel que dijo “me duele España” no era consciente de hasta qué punto se podía morir de tal dolencia. Y, si quieren que les diga la verdad, no me extraña.


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Recordaré el planteamiento que realizaba José Antonio sobre la cuestión nacional. Decía que existen dos formas de patriotismo “el espontáneo” y “el difícil”. El espontáneo era el que derivaba de un instinto natural, el de apego a la tierra natal. Algunos sienten que han nacido en Cataluña y que sólo por eso Cataluña deben amar a Cataluña y eso está bien. Es el patriotismo de la tierra natal, de apego a lo que en Francia se llama “la patria carnal”. Pero luego está ese otro patriotismo que entiende la nación como “misión” y como “destino”, que es reflexivo y comunitario, que aporta razones y políticas de Estado. Ese patriotismo, no lo dudéis, se ha extinguido completamente: España ya no tiene misión, ni destino, y por tanto pierde su identidad. Si considero a los independentistas catalanes como infelices es porque, más allá de la independencia no conciben un futuro para Cataluña. Su horizonte  mental empieza y termina con la independencia. No hay nada después. No hay misión ni destino, acaso porque no puede haberlo…

Sé que en unos días tendré que volver a España. Tierra en la que hombres y mujeres que aún se mantienen en pie, lo hacen sin esperanza. Tierra en lo que lo mejor que puede hacerse es caminar con los ojos cerrados, los oídos tapados y con una pinza en la nariz. Eso, o mueres de puro dolor y de tristeza interior. España no es ya un finis terreare, sino una terra finita y más que finita, finiquitada. ¿Qué ha pasado con España? La han matado, en primer lugar, la apatía consuetudinaria de sus gentes. En segundo lugar su clase política hecha de perfectos incapaces y ambiciosos extremos. En tercer lugar un sistema democrático que parece primar la estupidez y la insensatez. Pero sobre todo, la ruptura con sus raíces, con su pasado, con su tradición y consigo misma. Estamos a la cola del mundo en casi todo (desde la educación hasta la natalidad), pero, eso sí, somos los líderes europeos en la autodestrucción. ¿Entienden por qué se me hace muy cuesta arriba volver a España?

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