Dicen que el PSOE, de tanto en tanto, tiene ramalazos
federalistas. Si los tiene es porque ignora la historia de España. De hecho,
ignora aún más: ignora la Historia, con mayúscula. Si ZP y Maragall se
entendieron bien fue porque ambos sostenían una concepción federalista de
España. Cuando alguien pregunta ¿cuál
fue el precedente del nacionalismo catalán? La respuesta frecuente es el
conservadurismo carlista que, al acabar su Tercera Guerra en el XIX se
transmutó en regionalismo por aquello de que la distancia a los viejos fueros
no era tanta. Error. Eso valió para el nacionalismo vasco y para algunos
grupos del catalán, pero no para su componente central de la que ha terminado
saliendo el independentismo. Esta
corriente surgió del federalismo. Hasta en nuestro ambiente político, algún
tontopoyas olvidable, ha querido recuperar el “federalismo” para la “causa patriótica”.
¿De qué me voy pues a quejar? Del federalismo, muerto, enterrado y maloliente,
pero que, con cierta frecuencia, tiene zumos sacerdotes que lo desentierran, lo
perfuman y lo ofrecen como la última genialidad.
¿Qué se entiende por “federalismo”?
En España fue una de las formas del republicanismo decimonónico. Su gran
ideólogo fue Franesc Pi i Maragall, catalán afincado en Madrid, uno de los
fugaces presidentes de la fugaz Primera República. En 1876, después de todo
aquel caos, ya mas reflexivo y meditabundo, publicó un ensayo, Las nacionalidades, en el que exponía sus
concepciones. Para Pi, el federalismo era la única forma de mantener la “unidad
del Estado”. Fíjense bien: había que
desguazar el Estado en sus distintas regiones y cantones y luego… federarlos.
Cualquiera diría que, para ir y volver, vale más no ir. Y, de hecho, la historia, hasta la fecha no
registra ningún proceso de este tipo: no hay casos –pero es que ni uno- en el
que un Estado se haya descompuesto voluntariamente para luego reagruparse
mediante un “pacto federal”. Todas las “federaciones” que en el mundo han
sido tienen una irreprimible tendencia a surgir de “Estados” independientes que
creen poder aumentar su peso y su poder, aproximándose –esto es, “federándose”-
unos con otros. La historia, como siempre, no acompaña los delirios
progresistas.
El caso es que, en Cataluña, el federalismo pimaragallano
fue una de las componentes del catalanismo político que llegaron acompañadas de
los primeros despuntes del socialismo utópico. Su máxima difusión coincidió con
la “Revolución de Septiembre”, llamada también “la Gloriosa” (1868) y estuvo
presente en el Partido Republicano Democrático y Federal y de agrupaciones
similares que florecieron como hongos en toda Cataluña. Distaban mucho de ser
opciones unitarias: de tanto pensar en “federar”,
ellos mismo eran una olla de grillos: por un lado los moderados (o “benévolos”)
y por otros “los intransigentes”… estos últimos exigían que todas las partes
federadas fueran “iguales”, es decir, debían adquirir la plena independencia
antes de federarse. En las elecciones de enero de 1869 las primeras con
sufragio universal en España, los federalistas catalanes obtuvieron 28 escaños
sobre 37. La masonería catalana de la época era casi sin excepción federalista.
Ya entonces destacó un nombre, Valentí Almirall, presidente del Club de los
Federalistas, de tendencia “intransigente”. En 1873, cuando se proclamó la
Primera República, esta peña protagonizó el primer intento frustrado de declarar
la independencia de Cataluña.
No todos los federalistas catalanes eran favorables a la
independencia. Incluso algunos eran contrarios a la autonomía. Como siempre, el
caos. Igual que ahora: federalistas
fueron algunos sectores de CiU, federalista fue el PSC, en mayor o menor
medida, federalista fue ERC en su momento e incluso algunos miembros de la CUP
proponen la independencia y luego la “federación de los pueblos ibéricos”.
Así pues, de todo hubo y de todo sigue habiendo.
Pero si el federalismo fue otra de las componentes caóticas
del siglo XIX, en el XXI las cosas no han ido mucho mejor. Pascual Maragall lo
redescubrió y, como el hombre era original en todo, añadió una coletilla: no se trataba, como querían los “federalistas
intransigentes” del XIX de un “federalismo igualitario” en el que todas las
partes fueran independientes en la misma medida, sino un “federalismo
asimétrico” que no se extendería a toda España, sino, como máximo a Cataluña,
País Vasco, Galicia… ¿y por qué no a Canarias? ¿o a Andalucía? ¿y por qué no
Cartagena? Si el pobre Maragall introducía la coletilla era simplemente
porque lo que el nacionalismo catalán no ha podido soportar nunca es ser
tratado en pie de igualdad con ninguna otra parte del Estado: para eso
defienden la existencia de un “factor diferencial”… así pues, democracia,
igualdad, federalismo, pero unos más federados que otros y unos más autónomos
que otros. Maragall ha medida que se ha ido haciendo mayor (y ha ido perdiendo
facultades) se ha hecho cada vez más caótico. Pero esta propuesta –que un PSC
obediente y sumiso, aceptó como la “gran innovación” en el primer lustro del
milenio- superaba cualquier ideas despiporrante que se le hubiera ocurrido antes.
Así que cuando ZP y
Maragall tenían estas ideas en sus cabecitas locas, ni siquiera eran
conscientes de que no había precedentes históricos o de que, luego, todas las
autonomías restantes exigirían el mismo trato “asimétrico”, con lo que se
volvería a una “simetría descoyuntada”. Me temo que esto es lo que el muy
imitado Pedro Sánchez tiene en estos momentos en la cabeza cuando habla de “reforma
constitucional profunda”. De eso me quejo: de que quien ignora las enseñanzas
de la Historia está condenada a repetir los patinazos. Y aquí hay mucho
ignorante. Así pues, cuando oigo hablar de “federalismo”, asimétrico o
descoyuntador, me pregunto cuántos cigarrillos de la risa se han fumado.