Tras la publicación de mi falsa vinculación en el atentado de la calle Copernic, salí de Francia. El asunto cayó en el descrédito más absoluto y ni uno sólo de los medios de comunicación solventes de Francia atribuyó la más mínima credibilidad a aquel libelo vehiculizado por L’Humanité y reelaborado en los laboratorios del CESID (sí, del CESID). Unos meses después, tras peripecias que me llevaron de un sitio para otro, me refugié en Reveillón. Florecieron los almendros y pasó el 23-F. Pasó la primavera y mi mujer quedó nuevamente embarazada. A principios del verano debía haberme ido a Argentina, pero los pasaportes no terminaban de llegar. Finamente, me aseguraron que llegarían un lunes. Para esas fechas, había ido a París a despedir a mi mujer y a mi hijo. Nos acompañaron a París la pareja italiana exiliada con la que convivíamos en el château de Reveillon.
Nos alojamos los tres en una mansarda próxima a la Gare du Nord propiedad de una falangista libanés. Por un desgraciado incidente fortuito, él resultó detenido e identificado, así que debimos abandonar la mansarda y trasladarnos a un segundo punto de apoyo en la Montaigne de Sainte Genevieve, sin duda uno de los lugares más hermosos de París (aunque malamente, Cecilia y yo estábamos para apreciar las bellezas del lugar). Para colmo de males, tres días después, el Corriere della Sera traía una muy mala noticia: en la frontera italo-suiza había sido ametrallado un coche que había intentado eludir un control policial. Uno de los pasajeros resultó muerto y los otros dos heridos de gravedad. Entre ellos estaba “Mimo” Magneta, miembros de los NAR que nos debía traer los pasaportes. La prensa, hablaba de Doménico Magneta, así que le pregunté a Cecilia si “Mimo” y “Doménico” eran los mismo… lo eran. En ese momento nos quedamos en París, literalmente colgados. Por si eso fuera poco, unos días después la prensa volvió a la carga en relación a mi relación con el atentado de la rue Copernic. En esa nueva ofensiva las informaciones eran completamente diferentes a las que se habían publicado en noviembre. Procedían de diarios de obediencia socialista y se limitaban a decir que la prefectura de policía había eludido investigar la “pista española”. La cosa no iba contra mí, sino contra el Prefecto de Policía y aparecía justo en el momento en que se producía la transmisión de poderes de Giscard a Mitterand. Yo era el “chivo expiatorio”, en francés de ”bouc emisaire” que suena igual de mal e incluso ligeramente siniestro. La lectura atenta de las informaciones publicadas evidenciaba que los redactores estaban convencidos de que había abandonado Francia e incluso se publicaba que residía en ese momento en un país iberoamericano, Chile en concreto. Daban por supuesto que tras las informaciones publicadas en noviembre había abandonado el territorio francés, por tanto, se sentían libres para lanzar alguna calumnia más y, sobre todo, informaciones tendenciosas y erróneas. Había que responder y hacerlo rápido. El problema era reconstruir la situación, entender qué es lo que sucedía y establecer los centros de imputación. Tardé solamente unos días en lograr los datos necesarios para reconstruir el mecanismo de la intoxicación informativa. Cuando la tuve, mi esposa llamó a Juan Lago, entonces redactor de Interviu para utilizar esta revista como vehículo para publicar el mecanismo de la publicación. Lago y la redactora de Interviu en París –Evelyn Mesquida, si mi memoria no me falla- acudieron a la cita frente al pórtico principal de Notre Dame. Allí, algunos amigos habían organizado un dispositivo de seguimiento para comprobar si la policía francesa o la española habían sido alertadas. La entrevista tuvo lugar en un hotel de Montparnasse y duró en torno a tres horas. Se publicó al cabo de 15 días en Interviu y, en general, respondía a la conversación real si bien estaba titulada con el aire de suficiencia que utilizaba esta publicación en la época: “Interviu encuentra al ultra más buscado por Interpol”. Realmente, no sé si era el ultra español más buscado por Interpol, ni cómo Lago o quien fuera logró encontrar un título tan escandaloso. Unos días después le envié las fotos que unos camaradas franceses me realizaron de espaldas… frente a la Prefectura de Policía. Algo que la policía francesa consideró una provocación.
La intención de la entrevista era simplemente recordar: “sé por qué me habéis utilizado como chivo expiatorio, pero ahora sabéis que puedo reconstruir cómo lo habéis hecho y a través de quien, así que la próxima vez saldrán más nombres”. No hubo “próxima vez”. Pocos días después de la publicación de la entrevista, volví de Reveillon a París para realizar algunas gestiones y resolver el problema de los pasaportes falsos a la vista de que había recibido la orden de trasladarme a sudamérica. Visité el local de una representación diplomática iberoamericana que estaba bajo vigilancia policial y allí me localizó la policía francesa, siguiéndome a lo largo del día hasta el hotel en el que me albergaba. Algo me decía que las cosas no acababan de ir bien, dos días antes había soñado que resultaba detenido. Por algún motivo, solamente he soñado algo tan siniestro en tres ocasiones en mi vida y en las tres, unos días después, se produjo la detención real o, al menos, tuve que salir a escape con la policía pisándome los talones. La obsesión agudiza la intuición. No hay nada paranormal en ello.
Aquella noche, a eso de las cuatro de la madrugada noté que alguien estaba hurgando en la cerradura del hotel. Me levanté con la intención de arrojar los documentos falsos por la ventana y comprobar si podía huir por allí. Antes de que pudiera abrir la ventana, la policía derribaba la puerta. Una etapa había terminado. Debíamos haber partido para Iberoamérica esa misma semana. Dos días antes, decidimos quemar algo de dinero en una de esas roulotes de videntes que proliferaban en Clichy y en el boulevard Stalingrad. Con una seriedad pasmosa, la vidente nos auguró: “emprenderéis un largo viaje”. Bingo. Lo que ignorábamos era que el viaje era, yo a prisión parisina de La Santé y Cecilia a la de Fleury-Merogis. Años después, en un período bohemio, tiraría las cartas en un pub barcelonés solamente a chicas de buen ver, a todas les decía lo mismo -"Conocerás a un desconocido y emprenderás un largo viaje"- y todas quedaban contentísimas. Alguno incluso que confirmó semanas después ambas predicciones. Lo dicho, no hay nada paranormal en todo esto.
La intención de la entrevista era simplemente recordar: “sé por qué me habéis utilizado como chivo expiatorio, pero ahora sabéis que puedo reconstruir cómo lo habéis hecho y a través de quien, así que la próxima vez saldrán más nombres”. No hubo “próxima vez”. Pocos días después de la publicación de la entrevista, volví de Reveillon a París para realizar algunas gestiones y resolver el problema de los pasaportes falsos a la vista de que había recibido la orden de trasladarme a sudamérica. Visité el local de una representación diplomática iberoamericana que estaba bajo vigilancia policial y allí me localizó la policía francesa, siguiéndome a lo largo del día hasta el hotel en el que me albergaba. Algo me decía que las cosas no acababan de ir bien, dos días antes había soñado que resultaba detenido. Por algún motivo, solamente he soñado algo tan siniestro en tres ocasiones en mi vida y en las tres, unos días después, se produjo la detención real o, al menos, tuve que salir a escape con la policía pisándome los talones. La obsesión agudiza la intuición. No hay nada paranormal en ello.
Aquella noche, a eso de las cuatro de la madrugada noté que alguien estaba hurgando en la cerradura del hotel. Me levanté con la intención de arrojar los documentos falsos por la ventana y comprobar si podía huir por allí. Antes de que pudiera abrir la ventana, la policía derribaba la puerta. Una etapa había terminado. Debíamos haber partido para Iberoamérica esa misma semana. Dos días antes, decidimos quemar algo de dinero en una de esas roulotes de videntes que proliferaban en Clichy y en el boulevard Stalingrad. Con una seriedad pasmosa, la vidente nos auguró: “emprenderéis un largo viaje”. Bingo. Lo que ignorábamos era que el viaje era, yo a prisión parisina de La Santé y Cecilia a la de Fleury-Merogis. Años después, en un período bohemio, tiraría las cartas en un pub barcelonés solamente a chicas de buen ver, a todas les decía lo mismo -"Conocerás a un desconocido y emprenderás un largo viaje"- y todas quedaban contentísimas. Alguno incluso que confirmó semanas después ambas predicciones. Lo dicho, no hay nada paranormal en todo esto.
La detención de Cecilia se produjo cuando la policía percibió que no llevaba ninguna maleta en el hotel, sino tan solo una pequeña cartera. Así pues, debía de tener una base. Examinando los documentos incautados, la policía me ocupó un tiquét de tren que llevaba a Esternay. Examinaron la relación de simpatizantes de la extrema-derecha en la región, realizaron sus comprobaciones y, finalmente, irrumpieron en Reveillón. Cecilia huyó en medio de la tormenta por el bosque y solamente regresó al Château en cuanto comprobó que la policía se había alejado. Una sirvienta de la marquesa, avisó a la policía cuando la vio reaparecer de nuevo cada hasta los huesos y con taquicardia. No es que ella no pudiera resistir una situación así… es que estaba embarazada de tres meses.
A diferencia de la Brigada Político-Social, que tenía una irreprimible tendencia a jugar al “policía bueno – policía malo” y llegar a soltar desde un grito destemplado hasta una o varias hostias duramente templadas, la policía francesa actuaba con flema inglesa. Antes de detenerte, ya lo sabían todo sobre ti. La declaración era prácticamente irrelevante y apenas se trataba de una mera formalidad. Mientras me conducían del hotel en el que me habían detenido a la Prefectura de Policía, el que parecía llevar la voz cantante me preguntó: “¿Tiene inconveniente en que le tratemos como Ernesto Milá o con cuál de las tres documentaciones prefiere?”. En efecto, después de tres meses de esperar el nuevo juego de documentaciones, finalmente había podido hacerme con tres carnés de identidad, tres carnés de conducir y tres pasaportes italianos, todos con mi foto y ninguno con mi nombre. Hubiera sido absurdo negar que yo era quien era, especialmente porque mis huellas dactilares hablaban por mí y en unas horas identificarían mi identidad. Stefano, el marido de Cecilia, había optado, sin embargo, unos meses antes por la vía melodramática: en el momento de ser detenido sin documentación –se había cambiado de cazadora y la había olvidado- no dudó en abrirse la cabeza contra un cristal en cuanto se pusieron pelmazos preguntándole por su verdadera identidad. Aquella misma noche, de todas formas, supieron quién era. En Francia, por lo que me explicaron, es básico establecer la verdadera identidad del sospechoso para poder juzgarlo. No iba a ser yo quien negara cuál era mi nombre, por lo demás no tenía nada que decir y respondí a las cuestiones comprometidas con un “no estoy autorizado para hablar sobre ese tema”, enfatizando cuando me preguntaron de dónde había sacado los pasaportes. Un policía entrado en años y en carnes y con la nariz propia de un pimiento ironizó: “En estos casos se suele decir que la documentación te la ha dado un moro”.
A la mañana siguiente me llevaron al despacho del prefecto que había manifestado interés en conocerme. No era raro. Sobre la mesa tenía el ejemplar de Interviú en donde Julián Lago me entrevistaba y en el curso de la cual había salido en su defensa. En efecto, si había estallado una campaña contra mí en la prensa francesa era para intentar demostrar que el prefecto había eludido profundizar en la “pista española” y ser éste uno de los elementos que justificaran su sustitución. En realidad, todo estaba motivado por el cambio de gobierno y por la larga pasada por la izquierda que el Estado francés iniciaba en aquellos momentos.
A media tarde durante el tránsito del calabozo a una oficina pude ver a Cecilia y supe que la habían detenido. Lo acepté mal y mi primera reacción de cólera fue golpear la pared que tenía más fuerte con la cabeza a la vista de que estaba esposado. Los policías se echaron sobre mí intentando impedir que me diera una segunda y una tercera hostia. A pesar de que el tabique retumbó y que quedé ligeramente conmocionado, mi cabeza soportó bien aquella pérdida momentánea de control. Uno de los policías que custodiaban a Cecilia le preguntó con una seriedad pasmosa: “¿Le ocurre eso a menudo?”. En realidad no, pero las últimas 18 horas me habían supuesto un cúmulo de emociones que, acumuladas una sobre otra, me habían hecho perder el control: además ni siquiera sabía cómo podía acabar la acusación sobre el atentado de rue Copernic. Gobernando la izquierda, el antifascismo de oficio, era un riesgo y a falta de presentar al culpable auténtico, alguien del entorno de Mitterand podía optar por recurrir al bouc emissaire, al chivo expiatorio. Todo esto y el ver a Cecilia detenida precipitó el que intentara derribar un tabique a cabezazos. Lo único que logré destrozar en mil pedazos fueron mis gafas.
Aquella primera noche en la prefectura fue inolvidable. A eso de las 20:00 horas el edificio se vació y, por algún motivo, en lugar de llevarme al calabozo me encerraron en una especie de jaula en las dependencias de la prefectura. La soledad contribuyó a que pudiera reconstruir mi estado de ánimo. Y entonces ocurrió una experiencia única de esas que casi pueden considerarse "religiosas": una mujer de faenas a la que ni siquiera vi el rostro, realizaba su trabajo cotidiano cantando una canción italiana. Era una tarantela. Aquella era la voz más angelical y perfecta que he oído jamás, digna rival de una Renata Tebaldi o de una Maria Callas, sus inflexiones eran capaces de levantar el ánimo hasta a aquel tipo momentáneamente hundido que era yo en aquel momento. Debió estar por la zona, limpiando, durante media hora, luego su voz de fue alejando hasta desaparecer. Si creyera en apariciones o en fantasmas hubiera apostado que aquella voz era celestial, un mensaje llegado de la trascendencia que me animaba a seguir en pie. El efecto terapéutico de aquella voz me sirvió para reconstruir mi estado de ánimo y valorar la situación con calma: sobre rue Copernic, era evidente que la propia policía se burlaba de lo publicado en noviembre L’Humanité y que coincidían con mi teoría de que lo publicado en junio de 1980 respondía a un intento de facilitar la sucesión del prefecto de París, Así que rue Copernic no iba a ser un problema, en cuanto a lo de la documentación falsa, no había vuelta de hoja: lo único que me esperaba era una condena. No sería grande, y seguramente una parte la haría en libertad condicional. Aquella noche, las tarantelas derramadas por la desconocida me habían traído una riada de realismo: de esta salía. Jodido, pero salía.
Al día siguiente, la policía empezó de buena mañana a pedirme mi coartada para el atentado de la rue Copernic: “Sabemos que no ha sido usted, pero es rigurosamente necesario que nos dé una coartada… ejem… por cierto ¿tiene algún problema en bajarse los pantalones?”. En esta vida nunca se puede estar seguro de nada, especialmente de que no te sodomicen a traición y por la espalda, así que la pregunta no tenía nada de tranquilizadora a pesar de que la formulara un policía con aspecto de gentleman británico, incluido bigotillo y aspecto repeinado, o quizás a causa de esto. Al ver mi cara de extrañeza, el funcionario prosiguió: “Verá, no le pediría esto si no fuera rigurosamente necesario” y me explicó el asunto: el terrorista que había puesto la bomba de la rue Copernic, estaba identificado y antes de cometer el atentado se había corrido una juerga flamenca con una prostituta. Ésta había contribuido a identificarlo y, además, dato importante, recordaba que el fulano estaba circuncidado. Si yo conservaba la integridad de mi santo prepucio, yo sería inmediatamente descartado de la investigación y no habría ni prefecto de izquierda, ni prensa-basura al estilo de la bazofia estalinista de L’Huma, capaz de acusarme del crimen. Además, la pilingui me podría identificar de manera negativa. Así que accedí a bajarme el pantalón ante un forense, el cual se limitó a levantarme la picha con una tarjeta y a negar con la cabeza: “Il n’est pas circouncidé”, le dijo al policía que procuraba mirar a otro sitio con cara de embarazo. La prostituta,, de aspecto coqueto y pizpireta, por supuesto, tampoco me reconoció como su cliente y, por si esas pruebas fueran poco, Yves Bataille reconoció que había estado conmigo en el momento de la explosión justo ante la Prefectura de París, al otro lado del Sena, en un bistró de Saint Michel. Asunto resuelto, por lo que se refería al crimen de rue Copernic.
Aquella primera noche en la prefectura fue inolvidable. A eso de las 20:00 horas el edificio se vació y, por algún motivo, en lugar de llevarme al calabozo me encerraron en una especie de jaula en las dependencias de la prefectura. La soledad contribuyó a que pudiera reconstruir mi estado de ánimo. Y entonces ocurrió una experiencia única de esas que casi pueden considerarse "religiosas": una mujer de faenas a la que ni siquiera vi el rostro, realizaba su trabajo cotidiano cantando una canción italiana. Era una tarantela. Aquella era la voz más angelical y perfecta que he oído jamás, digna rival de una Renata Tebaldi o de una Maria Callas, sus inflexiones eran capaces de levantar el ánimo hasta a aquel tipo momentáneamente hundido que era yo en aquel momento. Debió estar por la zona, limpiando, durante media hora, luego su voz de fue alejando hasta desaparecer. Si creyera en apariciones o en fantasmas hubiera apostado que aquella voz era celestial, un mensaje llegado de la trascendencia que me animaba a seguir en pie. El efecto terapéutico de aquella voz me sirvió para reconstruir mi estado de ánimo y valorar la situación con calma: sobre rue Copernic, era evidente que la propia policía se burlaba de lo publicado en noviembre L’Humanité y que coincidían con mi teoría de que lo publicado en junio de 1980 respondía a un intento de facilitar la sucesión del prefecto de París, Así que rue Copernic no iba a ser un problema, en cuanto a lo de la documentación falsa, no había vuelta de hoja: lo único que me esperaba era una condena. No sería grande, y seguramente una parte la haría en libertad condicional. Aquella noche, las tarantelas derramadas por la desconocida me habían traído una riada de realismo: de esta salía. Jodido, pero salía.
Al día siguiente, la policía empezó de buena mañana a pedirme mi coartada para el atentado de la rue Copernic: “Sabemos que no ha sido usted, pero es rigurosamente necesario que nos dé una coartada… ejem… por cierto ¿tiene algún problema en bajarse los pantalones?”. En esta vida nunca se puede estar seguro de nada, especialmente de que no te sodomicen a traición y por la espalda, así que la pregunta no tenía nada de tranquilizadora a pesar de que la formulara un policía con aspecto de gentleman británico, incluido bigotillo y aspecto repeinado, o quizás a causa de esto. Al ver mi cara de extrañeza, el funcionario prosiguió: “Verá, no le pediría esto si no fuera rigurosamente necesario” y me explicó el asunto: el terrorista que había puesto la bomba de la rue Copernic, estaba identificado y antes de cometer el atentado se había corrido una juerga flamenca con una prostituta. Ésta había contribuido a identificarlo y, además, dato importante, recordaba que el fulano estaba circuncidado. Si yo conservaba la integridad de mi santo prepucio, yo sería inmediatamente descartado de la investigación y no habría ni prefecto de izquierda, ni prensa-basura al estilo de la bazofia estalinista de L’Huma, capaz de acusarme del crimen. Además, la pilingui me podría identificar de manera negativa. Así que accedí a bajarme el pantalón ante un forense, el cual se limitó a levantarme la picha con una tarjeta y a negar con la cabeza: “Il n’est pas circouncidé”, le dijo al policía que procuraba mirar a otro sitio con cara de embarazo. La prostituta,, de aspecto coqueto y pizpireta, por supuesto, tampoco me reconoció como su cliente y, por si esas pruebas fueran poco, Yves Bataille reconoció que había estado conmigo en el momento de la explosión justo ante la Prefectura de París, al otro lado del Sena, en un bistró de Saint Michel. Asunto resuelto, por lo que se refería al crimen de rue Copernic.
Luego estaba lo de los documentos falsos, el verdadero marroncillo que debía de afrontar con la perspectiva de una breve pena de prisión. La cuestión era a cuánto ascendería. La abogada me decía que, al carecer de antecedentes, todo se militaría a una pena en “sourci”, esto es, en condicional que solamente se haría efectiva si me implicaba en algún otro hecho delictivo. Nunca creí que eso pudiera ser así, sino que el ruido mediático induciría a los jueces a aplicarme la pena correspondiente en el máximo grado, como de hecho así ocurrió. Salí con tres meses de prisión en firme y tres más en condicional. Eso suponía, de hecho, dos meses y una semana de prisión, dicho de otra manera, un veranito a la sombra de los muros de la histórica prisión parisina de La Santé.
De todas formas mi caso fue, en cierto sentido, histórico, poco más o menos. En efecto, no fui juzgado por un tribunal ordinario sino por la Corte de Seguridad del Estado, creada por De Gaulle en los años sesenta cuando el Estado francés debió afrontar la resistencia armada de la OAS (Organisation de l’Armé Secrete) partidaria de la presencia francesa en Argelia. La OAS defendió esta idea a base de dinamita y de ráfagas de Mat-49, el fusil ametrallador de ordenanza en el Ejército Francés. Lógicamente, De Gaulle soltó a sus perros de presa –los “barbouzes”- y habilitó un sistema jurídico demoledor, una especie de Santa Veheme a la francesa, cuya única sentencia era culpable o culpable y si era muy culpable, ni siquiera sentencia: pasaban primero los barbouzes y despedazaban, trocito a trocito al “plastiqueur”. Tras la debacle de la OAS, la Corte de Seguridad del Estado siguió existiendo y tratando los temas que tenían que ver con el terrorismo sobre el territorio francés. El mío fue el último caso que vio este tribunal especial, estando en La Santé, leí la noticia de la disolución del tribunal. De ahí la relativa historicidad de mi caso.
Por lo demás, debo reconocer que la experiencia en La Santé no me aportó gran cosa. Las cárceles son una reserva completamente inútil pero, puesto a pasar allí el verano, había que tomárselo con filosofía y, a ser posible, aprovechar el tiempo para leer y escribir. Los muros de La Santé no me sorprendieron. Eran similares a los que había visto en la cárcel Modelo de Barcelona, apenas a trescientos metros de donde había transcurrido mi infancia, adolescencia y juventud. El sistema de justicia francés de la época me pareció genial: nada de pérdidas de tiempo inútiles, nada de esos razonamientos de sentencia patateros y pedrestres que retrasan la emisión de la sentencia en España y nada de largas y angustiosas esperas. Llegué ante el tribunal (la sala, por lo demás, estaba llena de periodistas, curiosos y algún que otro observador de la Embajada Española), me preguntaron, contesté, no hubo testigos, la abogada hizo su papel, me preguntaron si tenía algo que decir y vine a decir algo así como “apelo a la clemencia de este tribunal”. A la viste de que el traductor era tirando a catastrófico tuve que expresarme en la lengua de Moliére con acento castellano, sin raspar excesivamente las erres, ni distinguir entre “es” abiertas y cerradas. Me entendieron y allí mismo dictaron la sentencia: tres meses de prisión en firme y tres en “sourci”. Lo dicho: un veranito a la sombra. Nada excesivamente grave. Otra aventura que contar. Es bueno, en cualquier caso, eso de entrar en la cárcel con fecha de caducidad. En España se sabe el día que se entra pero nunca el que se sale.
De todas formas mi caso fue, en cierto sentido, histórico, poco más o menos. En efecto, no fui juzgado por un tribunal ordinario sino por la Corte de Seguridad del Estado, creada por De Gaulle en los años sesenta cuando el Estado francés debió afrontar la resistencia armada de la OAS (Organisation de l’Armé Secrete) partidaria de la presencia francesa en Argelia. La OAS defendió esta idea a base de dinamita y de ráfagas de Mat-49, el fusil ametrallador de ordenanza en el Ejército Francés. Lógicamente, De Gaulle soltó a sus perros de presa –los “barbouzes”- y habilitó un sistema jurídico demoledor, una especie de Santa Veheme a la francesa, cuya única sentencia era culpable o culpable y si era muy culpable, ni siquiera sentencia: pasaban primero los barbouzes y despedazaban, trocito a trocito al “plastiqueur”. Tras la debacle de la OAS, la Corte de Seguridad del Estado siguió existiendo y tratando los temas que tenían que ver con el terrorismo sobre el territorio francés. El mío fue el último caso que vio este tribunal especial, estando en La Santé, leí la noticia de la disolución del tribunal. De ahí la relativa historicidad de mi caso.
Por lo demás, debo reconocer que la experiencia en La Santé no me aportó gran cosa. Las cárceles son una reserva completamente inútil pero, puesto a pasar allí el verano, había que tomárselo con filosofía y, a ser posible, aprovechar el tiempo para leer y escribir. Los muros de La Santé no me sorprendieron. Eran similares a los que había visto en la cárcel Modelo de Barcelona, apenas a trescientos metros de donde había transcurrido mi infancia, adolescencia y juventud. El sistema de justicia francés de la época me pareció genial: nada de pérdidas de tiempo inútiles, nada de esos razonamientos de sentencia patateros y pedrestres que retrasan la emisión de la sentencia en España y nada de largas y angustiosas esperas. Llegué ante el tribunal (la sala, por lo demás, estaba llena de periodistas, curiosos y algún que otro observador de la Embajada Española), me preguntaron, contesté, no hubo testigos, la abogada hizo su papel, me preguntaron si tenía algo que decir y vine a decir algo así como “apelo a la clemencia de este tribunal”. A la viste de que el traductor era tirando a catastrófico tuve que expresarme en la lengua de Moliére con acento castellano, sin raspar excesivamente las erres, ni distinguir entre “es” abiertas y cerradas. Me entendieron y allí mismo dictaron la sentencia: tres meses de prisión en firme y tres en “sourci”. Lo dicho: un veranito a la sombra. Nada excesivamente grave. Otra aventura que contar. Es bueno, en cualquier caso, eso de entrar en la cárcel con fecha de caducidad. En España se sabe el día que se entra pero nunca el que se sale.
Tenía a mi lado a Cecilia con tacones y una gabardina gris oscura con cinturón. Antes de entrar en la sala, nos mantuvieron separados unos metros. Un gendarme me quitó las esposas, pero no a ella, le pregunté por qué: “Esa chica de las Brigadas Rojas ha matado a varios”. El gendarme no era más tonto porque no se entrenaba. Luego en la sala, compartimos el banquillo de los acusados. La mía fue una sentencia rápida y leve, pero el gobierno italiano había pedido la extradición de ella y el tribunal se retrasó la vista de extradición unas semanas. Mucho más siniestro fue el tránsito desde el Palacio de Justicia hasta los calabozos.
Ese recorrido supone algo así como 200 metros de subterráneo mal iluminado e interminable. Cada uno iba acompañado por un par de gendarmes a lo Louis de Funes por unos pasillos similares a los corredores de la Línea Maginot. El ruido de los pasos solamente quedaba cortado por el rumor de los ventiladores que apenas lograban renovar un aire visiblemente viciado. En un momento dado, llegamos a la cancela de los calabozos para mujeres. Allí nos despedimos. Habíamos pasado mucho juntos y no volveríamos a vernos hasta 18 meses después. Al día siguiente por la mañana me llevaron a La Santé. El furgón policial estaba compartimentado en algo así como 12 compartimentos divididos por tabiques metálicos de apenas 75x75 cm, sin más ventilación que una pequeña rejilla en la puerta metálica y una pequeña ranura trasera que daba al exterior. El lugar ideal para claustrofóbicos titulados. Los ruidos indicaban a las claras por dónde pasábamos: ahora por Franklin Roosevelt, ahora por Nation, ahora por ¿cuál coño será este barrio? Era el barrio donde estaba instalada desde tiempo inmemorial la prisión parisina de La Santé.
Por allí pasaron Ben Bella y los presos notables del FLN argelino y también los de la OAS francesa. Tuvieron un módulo para ellos solos como en 1981 había uno solo para argelinos (al que ni siquiera los argelinos querían ir pues, la óptica antropológica de aquel país implica el reconocimiento de que un argelino es un lobo para otro argelino, esto es, casi lo peor) y otro para negros (al pasar a su lado los presos veteranos comentaban lo mal que olía y, efectivamente, no se trataba de una leyenda carcelaria. Algo así como 200 africanos sudando se bastan por sí mismos para dar negocio a toda una empresa de ambientadores y desodorantes. Terrible, se lo aseguro). Durante la guerra mundial la cárcel se llenó de resistentes (insurgentes de hoy), y durante la depuración de colaboracionistas. La cárcel, a decir, verdad, comparad con lo que había visto de La Modelo de Barcelona era limpia, coqueta y a ratos hasta hogareña.
Además no se comía mal. Dos veces a la semana nos daban pamplemuse de postre (pomelos que en Francia es, sin duda, la fruta más apreciada y en España de las más freucentemente ignoradas) y dos unidades de Petit Suis. Y tenía gracia ver a atracadores osados, asesinos sin escrúpulos, tíos más grandes que un castillo, a los mas malos de toda Francia, comiendo con singular fruición un petisuis que se les perdían entre las manos con minúsculas cucharitas de café. El contraste era, ciertamente, grotesco.
Además de comerse bien, cada día podía rellenarse un pedido al economato que incluía desde un par de latas de cerveza hasta hilo y aguja, sellos, sobres y papel de carta. No había dinero ni vales dentro de la cárcel. La oficina contable te detraía el dinero del pedido de tu cuenta y nadie se mataba como en las cárceles españolas por un quítame allá esa paperina de droga o aquella postura de hachís. Estaba bien organizada aquella maldita Santé.
Además no se comía mal. Dos veces a la semana nos daban pamplemuse de postre (pomelos que en Francia es, sin duda, la fruta más apreciada y en España de las más freucentemente ignoradas) y dos unidades de Petit Suis. Y tenía gracia ver a atracadores osados, asesinos sin escrúpulos, tíos más grandes que un castillo, a los mas malos de toda Francia, comiendo con singular fruición un petisuis que se les perdían entre las manos con minúsculas cucharitas de café. El contraste era, ciertamente, grotesco.
Además de comerse bien, cada día podía rellenarse un pedido al economato que incluía desde un par de latas de cerveza hasta hilo y aguja, sellos, sobres y papel de carta. No había dinero ni vales dentro de la cárcel. La oficina contable te detraía el dinero del pedido de tu cuenta y nadie se mataba como en las cárceles españolas por un quítame allá esa paperina de droga o aquella postura de hachís. Estaba bien organizada aquella maldita Santé.
Sin embargo, el primer paso fue –hay que decirlo- ciertamente desagradable. A poco de entrar, en una habitación aséptica y alicatada un funcionario me dijo aquello que ya empezaba a ser tradición en esta aventura: “Bájese los pantalones”. Bueno, no perdía nada. “Inclínese”. Y me indicó una mesa para que me apoyara. Aquello ya tenía más enjundia y mucho más cuento me introdujo una cuchara en el ano e inspeccionó con una linterna mis intimidades como quien buscase un tesoro .Decididamente, los franceses se toman la cárcel mucho más en serio que en España. Aquí este tipo de inspecciones son una broma. Se le pide al preso puesto en pie que cierre la boca y la nariz y haga fuerza como si fuera a tirarse un pedo. La teoría carcelaria española es que si se lleva algo oculto esfínteres para arriba, el peo simulado lo expulsará como si de un paquete de tabaco se tratara. Al parecer ignoran lo prietos que pueden conservarse esfínteres sólo estrenados con las deposiciones cotidianas. Pero esta es otra historia, naturalmente.
Después de la ominosa experiencia me llevaron al módulo 8 y a la celda 21 de primer piso. Allí estaban otros tres fulanos muy peculiares que me enseñaron mucho sobre la vida en prisión. El más gigantesco era un francés que parecía extraído de la aldea de Asterix. Enorme, primitivo y atrabiliario, leía solo “El Pato Donald” y cada vez que terminaba una historieta lanzaba al aire el cuaderno. Le pegunté que hacía por allí: “Je suis braqueur” me dijo con indisimulado orgullo. En Francia en aquella época el “bracage” (atraco) era propio solamente de la élite de la delincuencia. En Italia existe “la mafia”, en España “la basca” y en Francia “le milieu”, los atracadores eran la élite de "le milieu". De tanto en tanto, el atracador me preguntaba si a “los políticos” nos sonreía la vida y nos defendíamos bien, que era como preguntar si robábamos lo suficiente. Evité darle una lección de ética militante, ociosa en aquellos momentos. A pesar de ser “braqueur” el delito que le había llevado a la cárcel era menos honroso y costaba que lo reconociera: en pleno invierno alquiló un camión de 20 toneladas y con otro par de cofrades forzó la puerta de un hotel cerrado por fuera de temporada y empezó a cargar todo el mobiliario. Para colmo de desgracias, los cogieron cuando el camión estaba que se salía. Eso era lo que más le desesperaba: “Estos cabrones, si al menos nos hubiera trincado al principio de la faena”. Ese concepto de “faena” me llamó extraordinariamente la atención y otro inquilino de la celda terminó de aclarármelo.
Era portugués y se alegró de que me hubieran ingresado allí. Su novia era gallega. El tipo apenas levantaba metro y medio del suelo y era evidente que tenía complejo de bajito. Camino de la calvicie, sus pocos pelos estaban ordenados en forma de un tupé que hubiera hecho envidiar a muchas damas que adoptaron en la postguerra española el peinado “arriba España”. Entre el tupé, los tacones de los zapatos y las alzas introducidas dentro del calzado, ganaba entre 12 y 15 centímetros. Con todo, seguía viéndosele bajito. Hicimos buenas migas en aquellos meses. Gracias a él me di cuenta de lo absorbente que había sido mi vida como militante político. De música, por ejemplo, yo no entendía nada. Mi mujer me había intentado aleccionar, pero a fuerza de ser sinceros, no le hice mucho caso y ahora me encontraba con una especie de roquero portugués que suponía para mí una innovación: en efecto, hasta ese momento de mi vida (los 29 años), por extraño que parezca, no había conocido a nadie que fuera fan de Julio Iglesias. El portugués en cuestión lo era y hasta las trancas. “Esh que Giulio Iglesias disse verdá. No esh como otrosh, Giulio solo canta verdá”, solía decirme con ese peculiar arrastre de las eses y esa imposibilidad para vocalizar rotundamente las jotas que tiene la lengua de Camoens y Pessoa. Quedé muy preocupado porque, aun a fuerza de oir y oir los casetes de Julios Iglesias, ni ayer, ni más tarde, ni siquiera hoy, he podido entender jamás qué diablos me quería decir con todo aquella muletilla sobre la verdad en la canción de Iglesias.
Al principio no sabía que le había llevado a la cárcel, pero con el paso del tiempo fui entendiendo que se trataba de un pequeño delincuente habitual , lo que en tiempos se conoció como un ratero, que alternaba el descuido con los robos por el viejo procedimiento del encalomo habitual todavía en las deprimidas sociedades peninsulares de los años 80, pero para el que la sociedad francesa estaba completamente inerme. El portugués solía hablar de su novia, la gallega y me enseñaba su foto (es curiosa esa deferencia de los presos en enseñarte las fotos de sus mujeres, en muchos casos en actitudes sicalípticas y con menos ropa que ética tiene un político; las fotos de la gallega, eso sí, eran completamente castas y banales). Solía decirme: “Eshtuve con mi chica y luego me fui a trabajar…” y al cabo de un rato narraba sin venir a cuenta insistía en otro episodio: “Volví de trabajar y me encontré con mi chica”. Al cabo de unos días de estas historias me tenía intrigado sobre la naturaleza de su trabajo. Por algún motivo lo consideré durante unos días, y a tenor de lo que me explicaba, que debía ser mecánico de ascensores o algo parecid. El hueco del ascensor y la escalera para llegar al ascensor, aparecían frecuentemente en sus historias intrascendentes que rellenaban mi tiempo en prisión. Un día, la historia en cuestión sobre su trabajo no encajaba con su presunta profesión de mecánico ascensorista así que no pude evitar preguntarle: “Oye, y a todo esto, ¿a qué te dedicas?”. Me miró como si me hubiera bebido el entendimiento, abrió los dos ojos, sonrió piadosamente y me dijo: “Yo shoy ladrón”. Para él, robar era una profesión tan respetable como ingeniero de caminos o anestesista titulado. Este nuevo concepto de "trabajo" chocó con todos los convencionalismos de mi educación pequeño-burguesa. Era un ladrón lúcido: “tengo que pensar en cambiar de trabajo porque dentro de poco, a medida que me haga mayor , cada vez correré menos y me pillarán antes”. El razonamiento era palmario y no admitía réplica alguna.
Después de la ominosa experiencia me llevaron al módulo 8 y a la celda 21 de primer piso. Allí estaban otros tres fulanos muy peculiares que me enseñaron mucho sobre la vida en prisión. El más gigantesco era un francés que parecía extraído de la aldea de Asterix. Enorme, primitivo y atrabiliario, leía solo “El Pato Donald” y cada vez que terminaba una historieta lanzaba al aire el cuaderno. Le pegunté que hacía por allí: “Je suis braqueur” me dijo con indisimulado orgullo. En Francia en aquella época el “bracage” (atraco) era propio solamente de la élite de la delincuencia. En Italia existe “la mafia”, en España “la basca” y en Francia “le milieu”, los atracadores eran la élite de "le milieu". De tanto en tanto, el atracador me preguntaba si a “los políticos” nos sonreía la vida y nos defendíamos bien, que era como preguntar si robábamos lo suficiente. Evité darle una lección de ética militante, ociosa en aquellos momentos. A pesar de ser “braqueur” el delito que le había llevado a la cárcel era menos honroso y costaba que lo reconociera: en pleno invierno alquiló un camión de 20 toneladas y con otro par de cofrades forzó la puerta de un hotel cerrado por fuera de temporada y empezó a cargar todo el mobiliario. Para colmo de desgracias, los cogieron cuando el camión estaba que se salía. Eso era lo que más le desesperaba: “Estos cabrones, si al menos nos hubiera trincado al principio de la faena”. Ese concepto de “faena” me llamó extraordinariamente la atención y otro inquilino de la celda terminó de aclarármelo.
Era portugués y se alegró de que me hubieran ingresado allí. Su novia era gallega. El tipo apenas levantaba metro y medio del suelo y era evidente que tenía complejo de bajito. Camino de la calvicie, sus pocos pelos estaban ordenados en forma de un tupé que hubiera hecho envidiar a muchas damas que adoptaron en la postguerra española el peinado “arriba España”. Entre el tupé, los tacones de los zapatos y las alzas introducidas dentro del calzado, ganaba entre 12 y 15 centímetros. Con todo, seguía viéndosele bajito. Hicimos buenas migas en aquellos meses. Gracias a él me di cuenta de lo absorbente que había sido mi vida como militante político. De música, por ejemplo, yo no entendía nada. Mi mujer me había intentado aleccionar, pero a fuerza de ser sinceros, no le hice mucho caso y ahora me encontraba con una especie de roquero portugués que suponía para mí una innovación: en efecto, hasta ese momento de mi vida (los 29 años), por extraño que parezca, no había conocido a nadie que fuera fan de Julio Iglesias. El portugués en cuestión lo era y hasta las trancas. “Esh que Giulio Iglesias disse verdá. No esh como otrosh, Giulio solo canta verdá”, solía decirme con ese peculiar arrastre de las eses y esa imposibilidad para vocalizar rotundamente las jotas que tiene la lengua de Camoens y Pessoa. Quedé muy preocupado porque, aun a fuerza de oir y oir los casetes de Julios Iglesias, ni ayer, ni más tarde, ni siquiera hoy, he podido entender jamás qué diablos me quería decir con todo aquella muletilla sobre la verdad en la canción de Iglesias.
Al principio no sabía que le había llevado a la cárcel, pero con el paso del tiempo fui entendiendo que se trataba de un pequeño delincuente habitual , lo que en tiempos se conoció como un ratero, que alternaba el descuido con los robos por el viejo procedimiento del encalomo habitual todavía en las deprimidas sociedades peninsulares de los años 80, pero para el que la sociedad francesa estaba completamente inerme. El portugués solía hablar de su novia, la gallega y me enseñaba su foto (es curiosa esa deferencia de los presos en enseñarte las fotos de sus mujeres, en muchos casos en actitudes sicalípticas y con menos ropa que ética tiene un político; las fotos de la gallega, eso sí, eran completamente castas y banales). Solía decirme: “Eshtuve con mi chica y luego me fui a trabajar…” y al cabo de un rato narraba sin venir a cuenta insistía en otro episodio: “Volví de trabajar y me encontré con mi chica”. Al cabo de unos días de estas historias me tenía intrigado sobre la naturaleza de su trabajo. Por algún motivo lo consideré durante unos días, y a tenor de lo que me explicaba, que debía ser mecánico de ascensores o algo parecid. El hueco del ascensor y la escalera para llegar al ascensor, aparecían frecuentemente en sus historias intrascendentes que rellenaban mi tiempo en prisión. Un día, la historia en cuestión sobre su trabajo no encajaba con su presunta profesión de mecánico ascensorista así que no pude evitar preguntarle: “Oye, y a todo esto, ¿a qué te dedicas?”. Me miró como si me hubiera bebido el entendimiento, abrió los dos ojos, sonrió piadosamente y me dijo: “Yo shoy ladrón”. Para él, robar era una profesión tan respetable como ingeniero de caminos o anestesista titulado. Este nuevo concepto de "trabajo" chocó con todos los convencionalismos de mi educación pequeño-burguesa. Era un ladrón lúcido: “tengo que pensar en cambiar de trabajo porque dentro de poco, a medida que me haga mayor , cada vez correré menos y me pillarán antes”. El razonamiento era palmario y no admitía réplica alguna.
Luego estaba un chaval tunecino de apenas 19 años. Por los pelos no lo habían enviado a una cárcel de menores. Era un pequeño traficante de cocaína de la banlieu parisina. Lo detuvieron por los signos externos: a poco de vender sus primeros 50 gramos de cocaína se había comprado un BMW. No tenía carné de conducir, así que entre la edad –aparentaba todavía menos años que los que decía tener-, lo aparatoso del vehículo y lo marginal de los barrios que frecuentaba, la gendarmería le dio el alto y dentro del vehículo apareció lo que en España es “el consumao” y en Francia “la came”. Y “la came” le llevó al módulo 8, celda 21 del primer piso. Era un chaval infantil que estaba dando sus primeros pasos como delincuente. Llevaba toda la pinta de que en el futuro insistiría en la ruta emprendida: había comprobado que vendiendo 10 gramos al día de cocaína podía llevar una vida de potentado. No estaba dispuesto a reciclarse en un trabajo gris de a 1000 francos al mes por 40 horas a la semana. Aquel chaval, inmigrante e hijo de inmigrantes, supuso para mí el primer contacto real con el fenómeno de la inmigración en Francia. Me contaba algunas historias que indicaban que la sociedad francesa estaba aquejada de una patología insuperable cuyo fiebrón se intensifica en períodos de gobierno de la izquierda. Vean sino.
En aquel verano de 1981 me explicaba que si un delincuente magrebí se veía detenido por la policía o por algún viandante tras haber cometido un delito, le bastaba con gritar: “¡Socorro, A mí! ¡son racistas!”. Inmediatamente, como la foca que responde al chasquido de los dedos del cuidador y salta por el aro antes de recibir un arenque, los franceses de a pie se hacían inmediatamente cargo de la situación e imprecaban a policías o a otros ciudadanos que retenían a aquel pobre argelino. Si sus manos estaban manchadas de sangre sin duda sería a causa del forcejeo con los racistas y si se le había roto alguna costura no era de buen tono dudar que los infames xonófobos pensaban lincharlo allí mismo. En una sociedad en la que el francés de cuna había dejado de tener razón, la única verdad aceptable era la gritada por el inmigrante. Veinticinco años después, ese hábito de zafarse de la policía se estaba utilizando en las calles de nuestras ciudades. No hay nada nuevo bajo el sol.
Yo era extranjero, así que hablaba francés con otro acento. Me fue fácil aproximarme a la mafia argelina, a la eslava, a la polaca, a la camboyana, a la vietnamita y solamente la mafia judía me vio como enemigo, pues no en vano, la prensa había hablado mucho de mí antes de mi ingreso en La Santé, así que, en principio contaba con la solidaridad de todos los presos islámicos y la hostilidad de los judíos (aunque también de la de un choro español que me dijo de manera amenazante que era de ETA. La temeraria airmación cayó en el descrédito cuando le dije eskarrikasko y me preguntó con acento mañico que qué coño le había querido decir). No todos los magrebíes estaban en el módulo de los argelinos. Había marroquíes, tunecinos y argelinos que habían declarado cualquier otra nacionalidad y que, asociaban mi nombre y mi rostro a la del terrorista que había colocado la bomba en la sinagoga de París. Así que yo era uno de los suyos. El antisemitismo está vivo y activo en los países árabes como el la sede del NSADAP en la Wilhelmstrasse de 1939. Cuando les explicaba que yo no había tenido nada que ver con el atentado, sonreían unos a otros y me miraban con aire de complicidad como diciendo: “Vale, te entendemos, mejor no confesar lo que has hecho, eres cojonudo tío…”. Al cabo de unos días entendí que era mejor aprovechar la situación antes que explicarles lo imposible: que había resultado completamente exculpado del atentado de rue Copernic. Convertí aquella estancia en prisión en un estudio de sociología sobre la inmigración. Fue en aquel verano de 1981 cuando me sensibilicé sobre esta cuestión y entendí dos cosas: los magrebíes que llegaban a Europa no tenían absolutamente ninguna intención de integrarse en la sociedad de acogida, sino solamente de aprovecharse de ella y los magrebíes eran algo radicalmente diferente a los europeos y completamente incompatibles con ellos. Sus valores eran tan diferentes como sus idiomas. Ese chaval tunecino que compartía celda conmigo me enseñó que los escaparates de consumo occidentales eran el mejor reclamo para dejar atrás la sociedad medieval de sus países de origen y acceder al lujo, a la abundancia y a las mujeres. Por algún motivo que jamás he logrado entender, los magrebíes están convencidos de que la mujer europea experimenta una sensación arrebatadora ante ellos y la que no muestra esa sensación es simplemente “racista y xenófoba”. Entre los magrebíes, todo aquello que les disgusta, todo lo que supone una limitación a hacer lo que les dé la real gana, supone una nuestra de “racismo”. El tunecino me explicaba cómo ligaba: simplemente invitaba a la chica a una cerveza, le vertía el contenido del botellín en un vaso procurando que la cerveza le tocara la uña del dedo gordo de la mano derecha, “entonces puedes hacer todo lo que quieras con la chica”. No me atreví preguntarle que incluía ese “todo lo que quieras”, francamente. Si el sistema de ligue fallaba, la chica era racista. Por el mismo precio, Peter Bowles contaba que una amiga, lesbiana ella, mantenía el control sobre la voluntad de la propia esposa del escritor colocando un ficus cerca de ella entre cuyas raíces había enterrado un paño de seda negra con unos fragmentos de antimonio y sangre menstrual de la mujer amada. Era magia medieval magrebí en pleno siglo XX. El tunecino me contó varias de estas fórmulas ninguna de las cuales, por su puesto, podían ponerse en práctica sin sentirse un auténtico gilipollas. Pero el Magreb es así: la edad media y las mil y una noches en la otra orilla del Mediterráneo. Allí no dan problemas y tienen el encanto que Bowles supo apreciar. En cuanto vienen con esas conceptos “multiculturales” a esta otra orilla, créanme, solamente un “progre” sin mucha neurona carburando puede considerar a estas chorradas supersticiosas como un “enriquecimiento cultural”.
En aquel verano de 1981 me explicaba que si un delincuente magrebí se veía detenido por la policía o por algún viandante tras haber cometido un delito, le bastaba con gritar: “¡Socorro, A mí! ¡son racistas!”. Inmediatamente, como la foca que responde al chasquido de los dedos del cuidador y salta por el aro antes de recibir un arenque, los franceses de a pie se hacían inmediatamente cargo de la situación e imprecaban a policías o a otros ciudadanos que retenían a aquel pobre argelino. Si sus manos estaban manchadas de sangre sin duda sería a causa del forcejeo con los racistas y si se le había roto alguna costura no era de buen tono dudar que los infames xonófobos pensaban lincharlo allí mismo. En una sociedad en la que el francés de cuna había dejado de tener razón, la única verdad aceptable era la gritada por el inmigrante. Veinticinco años después, ese hábito de zafarse de la policía se estaba utilizando en las calles de nuestras ciudades. No hay nada nuevo bajo el sol.
Yo era extranjero, así que hablaba francés con otro acento. Me fue fácil aproximarme a la mafia argelina, a la eslava, a la polaca, a la camboyana, a la vietnamita y solamente la mafia judía me vio como enemigo, pues no en vano, la prensa había hablado mucho de mí antes de mi ingreso en La Santé, así que, en principio contaba con la solidaridad de todos los presos islámicos y la hostilidad de los judíos (aunque también de la de un choro español que me dijo de manera amenazante que era de ETA. La temeraria airmación cayó en el descrédito cuando le dije eskarrikasko y me preguntó con acento mañico que qué coño le había querido decir). No todos los magrebíes estaban en el módulo de los argelinos. Había marroquíes, tunecinos y argelinos que habían declarado cualquier otra nacionalidad y que, asociaban mi nombre y mi rostro a la del terrorista que había colocado la bomba en la sinagoga de París. Así que yo era uno de los suyos. El antisemitismo está vivo y activo en los países árabes como el la sede del NSADAP en la Wilhelmstrasse de 1939. Cuando les explicaba que yo no había tenido nada que ver con el atentado, sonreían unos a otros y me miraban con aire de complicidad como diciendo: “Vale, te entendemos, mejor no confesar lo que has hecho, eres cojonudo tío…”. Al cabo de unos días entendí que era mejor aprovechar la situación antes que explicarles lo imposible: que había resultado completamente exculpado del atentado de rue Copernic. Convertí aquella estancia en prisión en un estudio de sociología sobre la inmigración. Fue en aquel verano de 1981 cuando me sensibilicé sobre esta cuestión y entendí dos cosas: los magrebíes que llegaban a Europa no tenían absolutamente ninguna intención de integrarse en la sociedad de acogida, sino solamente de aprovecharse de ella y los magrebíes eran algo radicalmente diferente a los europeos y completamente incompatibles con ellos. Sus valores eran tan diferentes como sus idiomas. Ese chaval tunecino que compartía celda conmigo me enseñó que los escaparates de consumo occidentales eran el mejor reclamo para dejar atrás la sociedad medieval de sus países de origen y acceder al lujo, a la abundancia y a las mujeres. Por algún motivo que jamás he logrado entender, los magrebíes están convencidos de que la mujer europea experimenta una sensación arrebatadora ante ellos y la que no muestra esa sensación es simplemente “racista y xenófoba”. Entre los magrebíes, todo aquello que les disgusta, todo lo que supone una limitación a hacer lo que les dé la real gana, supone una nuestra de “racismo”. El tunecino me explicaba cómo ligaba: simplemente invitaba a la chica a una cerveza, le vertía el contenido del botellín en un vaso procurando que la cerveza le tocara la uña del dedo gordo de la mano derecha, “entonces puedes hacer todo lo que quieras con la chica”. No me atreví preguntarle que incluía ese “todo lo que quieras”, francamente. Si el sistema de ligue fallaba, la chica era racista. Por el mismo precio, Peter Bowles contaba que una amiga, lesbiana ella, mantenía el control sobre la voluntad de la propia esposa del escritor colocando un ficus cerca de ella entre cuyas raíces había enterrado un paño de seda negra con unos fragmentos de antimonio y sangre menstrual de la mujer amada. Era magia medieval magrebí en pleno siglo XX. El tunecino me contó varias de estas fórmulas ninguna de las cuales, por su puesto, podían ponerse en práctica sin sentirse un auténtico gilipollas. Pero el Magreb es así: la edad media y las mil y una noches en la otra orilla del Mediterráneo. Allí no dan problemas y tienen el encanto que Bowles supo apreciar. En cuanto vienen con esas conceptos “multiculturales” a esta otra orilla, créanme, solamente un “progre” sin mucha neurona carburando puede considerar a estas chorradas supersticiosas como un “enriquecimiento cultural”.
Aquel chaval magrebí, exponente ingenuo y no particularmente malintencionado de su pueblo, me enseñó cómo veían los inmigrantes a la sociedad francesa: “los franceses son débiles y cobardes”. Así es como nos ven a los europeos y probablemente tienen razón. Su error es confundir a unos “progres” de pastel con toda una sociedad: esto es Europa. La tierra de Leónidas, y del Cid, de las legiones romanas y de los tercios de Flandes, la tierra que vio florecer a la orden del Temple y a los freikorps, todavía no ha dicho su última palabra. Lo malo que tienen los gigantes dormidos es que su despertar suele ser de mala hostia.
La vida en La Santé era, por lo demás, aburrida e insulsa. Sin más alicientes que la ventana de un edificio situada frente a las rejas de la celda en donde, al decir de los más veteranos, de tanto en tanto salía en pelotas una mujer de opulentas carnes sólo por el placer de exhibirse ante los galeotes. En los dos meses y pico que permanecí allí nunca acertó a salir con el uniforme de Afrodita. Por lodemás, aunque lo hubiera hecho, mis gafas seguían rotas en mil pedazos, así que no hubiera visto gran cosa. De todas formas, he comprobado que esta misma leyenda urbana se cuenta en todas las cárceles, incluso presos procedentes de cárceles iberoamericanas me han contado análogas historias. Joan Amadés, el gran reconstructor de las tradiciones y costumbres catalanas, contaba ya lo mismo sobre la antigua cárcel barcelonesa de la calle Reina Amalia, donde una mujer de pechos caídos hasta casi rozar la alfombra realizaba cada tarde un streep-tease pedestre y sin música ante las celdas, por puro exhibicionismo. Lo dicho, no hay nada nuevo bajo el sol.
A diferencia del régimen penitenciario español que se resuelve manteniendo al preso la mayor parte del día aireado en el patio de la prisión, no menos de 10 horas, en el régimen francés en vigor en 1980 los presos salían fuera de la celdasolamente dos horas por la mañana y una por la tarde. Era frecuente que los presos que habían permanecido más tiempo en prisión estuvieran aquejados de todo tipo de problemas cutáneos. La falta de sol tiene estas cosas. A diferencia de los patios de las prisiones españolas, los de La Santé eran extremadamente pequeños y sin espacio suficiente para practicar deporte alguno. La única forma de hacer algo de ejercicio era dar vueltas al patio formando un círculo perfecto. Y vaya que si se daban. Había visto la genial película de Billy Wilder, Irma la Dulce, desarrollada en París, en la que Jack Lemon termina en prisión competamente atontado dando vueltas junto a otro centenar de presos una y otra vez, una y otra vez, siempre así, eternamente así. Había visto esa misma actitud en otras películas del cine francés de los 50 y 60, ambientados en “le milieu” y en los ambientes carcelarios y siempre me parecía ridícula e increíble esa actitud de cien tipos dando vueltas en círculo y en infernal cadencia casi en formación en un minúsculo patio. No era ficción cinematográfica. Era real como la vida misma. Si te introducías en la vorágine de aquella riada humana circular no había forma de detenerse: hacerlo hubiera supuesto ser pisoteado por todos los demás y, lo peor, romper la formación informal. Los más mayores o aquellos en los que el amor por el footing carcelario estaba completamente ausente se situaban más próximos al centro del círculo y su circuito vital no tendría más de cinco metros, sin embargo los que, por inexperiencia, azar o vocación se situaban en la parte mas exterior del círculo estaban próximos a la velocidad de fuga de un satélite orbitando en torno a un planeta, y sometidos a las mismas leyes de la mecánica newtoniana. Algo enloquecedor, vaya.
Al cabo de unas semanas, el “braqueur” pidió traslado. Habían traído a otro de su banda y quería estar en su celda. Se llevó todos los cuadernos del Pato Donald. Fue sustituido por un delincuente sexual armenio completamente insoportable, sucio y desagradable. En aquella celda de cuatro literas, el retrete estaba en un ángulo sin que mampara alguna diera algo de intimidad. Se cagaba, digamoslo así, ante la afición. Los ruidos, esfuerzos y olores los compartían inevitablemente todos los inquilinos de la celda, así que había que estar bien conjuntado o aquello se convertía en un sinvivir. El único remedio era quemar piel de naranja previamente reseca. Ésta arde lentamente y supone un eficaz remedo de ambientador en un medio sin ambientadores dignos de tal nombre. La otra alternativa era el llamado “papel armenio” que ardía impregnando el ambiente con una fragancia extremadamente volátil. Algo así como incienso de baratillo. No lo utilizábamos mucho, dentro de la cárcel se cotizaba a precio de oro. Entre las pocas palabras que cambié con el armenio me di cuenta de que estaba orgulloso de ser connacional de Charles Aznavour –se lió en una discusión violenta con el portugués sosteniendo los derechos de su ídolo sobre aquel otro que “cantaba verdad” que, a la vista de lo tenso me indujo a inhibirme- y del “papal armenio”. Ni se había enterado del genocidio de su pueblo a manos de los turcos en la primera postguerra.
El armenio era otro que estaba convencido de ser irresistible para las mujeres y para todo lo que se moviera mientras tuviera algún agujero no importaba si delante o detrás; contaba grandes aventuras de cama y ligues brillantemente coronados incluso en Miami. La respuesta que me dio cuando le pregunté qué camino había seguido para ir a Miami, primero Bombay y luego Johannesburgo, y me lo dijo con toda la seriedad del mundo y aire de estar reviviendo la experiencia, para concluir que Miami estaba a dos pasos de Hawai me confirmó sobre lo intratable del sujeto el mismo día que lo conocí. Por aquello de que también en el perfecto sistema carcelario francés hay errores, esa primera tarde de estancia del armenio, el sanitario trajo la medicación que correspondía al “braqueur” ya fuera de nuestro pequeño círculo. Era un Valium 50 o algo así, inusual para quienes nos dormíamos con facilidad. Le convencí al armenio de que le iría bien para conciliar el sueño y sin darme ocasión a insistir se lo bebió de un trago. Acto seguido cayó redondo sin mediar ni el paso de un ángelote. Tuve que llamar a los guardias: “Seguramente se ha drogado” les dije. Lo llevaron al “mitard”, equivalente a las celtibéricas y carpetovetónicas celdas de castigo. Nunca he albergado el menor sentimiento de culpa por liberar a nuestra pequeña comunidad de presos de aquel subproducto inmundo. No estaba dispuesto a compartir las cuatro semanas que me quedaban de estancia en La Santé con un tipo repugnante. Ganamos con el cambio. Nos colocaron a un croata de 28 años, delincuente a la antigua de esos con un alto sentido del honor, de la seriedad y del saber estar en prisión. Era también “braqueur”, ejerciendo intrusismo profesional en la élite de los delincuentes galos, lo que le hurtaba las simpatías de estos. Hábil jugador de cartas su lectura favorita era Le livre du tricheur, el libro de los tramposos, en el que se contaba cómo hacer trampa en el póker. Lo cierto es que nos ganaba siempre a las cartas y seguramente su lectura tenía algo que ver. Lo único que nos jugábamos eran huesos de oliva así que poco importaba quien ganaba o perdía, tan sólo se trataba de dejar pasar el tiempo.
Aproveché aquellos meses para leerme la obra de Mircea Eliade sobre El yoga, La Tradicion Hermética de Julius Evola y El Reino de la Cantidad y los signos de los tiempos de René Guénon. El tiempo era interminable. Allí perdí unos cuantos quilos y aparecieron las primeras canas. Nada grave, en definitiva. Una piedra en el riñón como fruto de las tensiones pasadas y que fue la primera de esa cantera que periódicamente mesurve para excretar más y más hoxalato cálcico cristalizado, fue el gran percance de esos meses. Entendí también que una aproximación a las doctrinas tradicionales tal como eran descritas por Evola, Eliade y Guénon, era imposible de realizar por una vía meramente intelectual. El concepto de “metafísica” que describían no era una “teoría” sino una “práctica”. Así que empecé a practicar yoga en la prisión. Eliade daba las indicaciones suficientes para introducirse en esa práctica oriental y las seguí al pie de la letra. Empecé a inhibirme del círculo infernal de los caminantes del patio de la prisión y aproveché el quedarme solo en la celda para practicar yoga. El control de la respiración está en la base del éxito o del fracaso de la experiencia. Dependiendo del tipo de práctica se asumen un ritmo u otro de respiración: 1 tiempo de inspiración, 3 de contención y 2 de expulsión del aire, tal era el ciclo que practicaba y que, ciertamente, concedía una indudable estabilidad interior. Estaba completando uno de estos ciclos, a punto de llegar a la segunda fase de expulsión cuando entró un funcionario a la celda para entregar el correo. Esperaba un par de cartas así que me levanté automáticamente. Entre que mis pulmones estaban completamente vacíos de aire y que el cambio de postura afectó a mi presión arterial, caí redondo. Golpeé con la cabeza el malhadado trono de exhibición, el retrete, que quedó desprendido de la cañería de salida (desde ese día buena parte de orines y agua sucia se filtraba por la grieta abierta inundando la celda con su pestilencia). Pero lo que más que sorprendió de aquel desvanecimineto momentáneo fue comprobar que el cabezazo contra la taza del wáter me hacía, literalmente, ver las estrellas, no como metáfora literaria o perífrasis simbólica, sino como pura y puta realidad. El golpe sonó como un crash dentro de mi cabeza y durante un momento sentí que la vía láctea se había materializado entre neurona y neurona. De aquel golpe no quedó, sorprendentemente, ni un chichón. Tres días después salía de La Santé por la puerta grande.
Mi mujer no había podido irme a esperar a la puerta de la prisión. Estaba embarazada de mi segundo hijo y a punto de dar a luz. Así que vino a buscarme una amiga, Amparo, ex militante del Frente de la Juventud. En tanto que farmacéutica me trajo algunos reconstituyentes y unas cuantas cajas de Biomanant. Cambiar La Santé por un hotel de cinco estrellas y a la compañía por la buena de Amparo fue una experiencia bastante agradable. Poco después, unos camaradas me presentaron a una periodista de Liberation y ese mismo día visité la Embajada Española: quería estar con mi mujer en el momento de dar a luz, pero no tenía pasaporte, ni a mi nombre ni a cualquier otro, así que lo primero era procurarse nuevos documentos.
(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.
A diferencia del régimen penitenciario español que se resuelve manteniendo al preso la mayor parte del día aireado en el patio de la prisión, no menos de 10 horas, en el régimen francés en vigor en 1980 los presos salían fuera de la celdasolamente dos horas por la mañana y una por la tarde. Era frecuente que los presos que habían permanecido más tiempo en prisión estuvieran aquejados de todo tipo de problemas cutáneos. La falta de sol tiene estas cosas. A diferencia de los patios de las prisiones españolas, los de La Santé eran extremadamente pequeños y sin espacio suficiente para practicar deporte alguno. La única forma de hacer algo de ejercicio era dar vueltas al patio formando un círculo perfecto. Y vaya que si se daban. Había visto la genial película de Billy Wilder, Irma la Dulce, desarrollada en París, en la que Jack Lemon termina en prisión competamente atontado dando vueltas junto a otro centenar de presos una y otra vez, una y otra vez, siempre así, eternamente así. Había visto esa misma actitud en otras películas del cine francés de los 50 y 60, ambientados en “le milieu” y en los ambientes carcelarios y siempre me parecía ridícula e increíble esa actitud de cien tipos dando vueltas en círculo y en infernal cadencia casi en formación en un minúsculo patio. No era ficción cinematográfica. Era real como la vida misma. Si te introducías en la vorágine de aquella riada humana circular no había forma de detenerse: hacerlo hubiera supuesto ser pisoteado por todos los demás y, lo peor, romper la formación informal. Los más mayores o aquellos en los que el amor por el footing carcelario estaba completamente ausente se situaban más próximos al centro del círculo y su circuito vital no tendría más de cinco metros, sin embargo los que, por inexperiencia, azar o vocación se situaban en la parte mas exterior del círculo estaban próximos a la velocidad de fuga de un satélite orbitando en torno a un planeta, y sometidos a las mismas leyes de la mecánica newtoniana. Algo enloquecedor, vaya.
Al cabo de unas semanas, el “braqueur” pidió traslado. Habían traído a otro de su banda y quería estar en su celda. Se llevó todos los cuadernos del Pato Donald. Fue sustituido por un delincuente sexual armenio completamente insoportable, sucio y desagradable. En aquella celda de cuatro literas, el retrete estaba en un ángulo sin que mampara alguna diera algo de intimidad. Se cagaba, digamoslo así, ante la afición. Los ruidos, esfuerzos y olores los compartían inevitablemente todos los inquilinos de la celda, así que había que estar bien conjuntado o aquello se convertía en un sinvivir. El único remedio era quemar piel de naranja previamente reseca. Ésta arde lentamente y supone un eficaz remedo de ambientador en un medio sin ambientadores dignos de tal nombre. La otra alternativa era el llamado “papel armenio” que ardía impregnando el ambiente con una fragancia extremadamente volátil. Algo así como incienso de baratillo. No lo utilizábamos mucho, dentro de la cárcel se cotizaba a precio de oro. Entre las pocas palabras que cambié con el armenio me di cuenta de que estaba orgulloso de ser connacional de Charles Aznavour –se lió en una discusión violenta con el portugués sosteniendo los derechos de su ídolo sobre aquel otro que “cantaba verdad” que, a la vista de lo tenso me indujo a inhibirme- y del “papal armenio”. Ni se había enterado del genocidio de su pueblo a manos de los turcos en la primera postguerra.
El armenio era otro que estaba convencido de ser irresistible para las mujeres y para todo lo que se moviera mientras tuviera algún agujero no importaba si delante o detrás; contaba grandes aventuras de cama y ligues brillantemente coronados incluso en Miami. La respuesta que me dio cuando le pregunté qué camino había seguido para ir a Miami, primero Bombay y luego Johannesburgo, y me lo dijo con toda la seriedad del mundo y aire de estar reviviendo la experiencia, para concluir que Miami estaba a dos pasos de Hawai me confirmó sobre lo intratable del sujeto el mismo día que lo conocí. Por aquello de que también en el perfecto sistema carcelario francés hay errores, esa primera tarde de estancia del armenio, el sanitario trajo la medicación que correspondía al “braqueur” ya fuera de nuestro pequeño círculo. Era un Valium 50 o algo así, inusual para quienes nos dormíamos con facilidad. Le convencí al armenio de que le iría bien para conciliar el sueño y sin darme ocasión a insistir se lo bebió de un trago. Acto seguido cayó redondo sin mediar ni el paso de un ángelote. Tuve que llamar a los guardias: “Seguramente se ha drogado” les dije. Lo llevaron al “mitard”, equivalente a las celtibéricas y carpetovetónicas celdas de castigo. Nunca he albergado el menor sentimiento de culpa por liberar a nuestra pequeña comunidad de presos de aquel subproducto inmundo. No estaba dispuesto a compartir las cuatro semanas que me quedaban de estancia en La Santé con un tipo repugnante. Ganamos con el cambio. Nos colocaron a un croata de 28 años, delincuente a la antigua de esos con un alto sentido del honor, de la seriedad y del saber estar en prisión. Era también “braqueur”, ejerciendo intrusismo profesional en la élite de los delincuentes galos, lo que le hurtaba las simpatías de estos. Hábil jugador de cartas su lectura favorita era Le livre du tricheur, el libro de los tramposos, en el que se contaba cómo hacer trampa en el póker. Lo cierto es que nos ganaba siempre a las cartas y seguramente su lectura tenía algo que ver. Lo único que nos jugábamos eran huesos de oliva así que poco importaba quien ganaba o perdía, tan sólo se trataba de dejar pasar el tiempo.
Aproveché aquellos meses para leerme la obra de Mircea Eliade sobre El yoga, La Tradicion Hermética de Julius Evola y El Reino de la Cantidad y los signos de los tiempos de René Guénon. El tiempo era interminable. Allí perdí unos cuantos quilos y aparecieron las primeras canas. Nada grave, en definitiva. Una piedra en el riñón como fruto de las tensiones pasadas y que fue la primera de esa cantera que periódicamente mesurve para excretar más y más hoxalato cálcico cristalizado, fue el gran percance de esos meses. Entendí también que una aproximación a las doctrinas tradicionales tal como eran descritas por Evola, Eliade y Guénon, era imposible de realizar por una vía meramente intelectual. El concepto de “metafísica” que describían no era una “teoría” sino una “práctica”. Así que empecé a practicar yoga en la prisión. Eliade daba las indicaciones suficientes para introducirse en esa práctica oriental y las seguí al pie de la letra. Empecé a inhibirme del círculo infernal de los caminantes del patio de la prisión y aproveché el quedarme solo en la celda para practicar yoga. El control de la respiración está en la base del éxito o del fracaso de la experiencia. Dependiendo del tipo de práctica se asumen un ritmo u otro de respiración: 1 tiempo de inspiración, 3 de contención y 2 de expulsión del aire, tal era el ciclo que practicaba y que, ciertamente, concedía una indudable estabilidad interior. Estaba completando uno de estos ciclos, a punto de llegar a la segunda fase de expulsión cuando entró un funcionario a la celda para entregar el correo. Esperaba un par de cartas así que me levanté automáticamente. Entre que mis pulmones estaban completamente vacíos de aire y que el cambio de postura afectó a mi presión arterial, caí redondo. Golpeé con la cabeza el malhadado trono de exhibición, el retrete, que quedó desprendido de la cañería de salida (desde ese día buena parte de orines y agua sucia se filtraba por la grieta abierta inundando la celda con su pestilencia). Pero lo que más que sorprendió de aquel desvanecimineto momentáneo fue comprobar que el cabezazo contra la taza del wáter me hacía, literalmente, ver las estrellas, no como metáfora literaria o perífrasis simbólica, sino como pura y puta realidad. El golpe sonó como un crash dentro de mi cabeza y durante un momento sentí que la vía láctea se había materializado entre neurona y neurona. De aquel golpe no quedó, sorprendentemente, ni un chichón. Tres días después salía de La Santé por la puerta grande.
Mi mujer no había podido irme a esperar a la puerta de la prisión. Estaba embarazada de mi segundo hijo y a punto de dar a luz. Así que vino a buscarme una amiga, Amparo, ex militante del Frente de la Juventud. En tanto que farmacéutica me trajo algunos reconstituyentes y unas cuantas cajas de Biomanant. Cambiar La Santé por un hotel de cinco estrellas y a la compañía por la buena de Amparo fue una experiencia bastante agradable. Poco después, unos camaradas me presentaron a una periodista de Liberation y ese mismo día visité la Embajada Española: quería estar con mi mujer en el momento de dar a luz, pero no tenía pasaporte, ni a mi nombre ni a cualquier otro, así que lo primero era procurarse nuevos documentos.
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