Hemos llegado a donde nos encontramos por varios factores
acumulados:
1) Falta de tradición democrática, debilidad de los partidos políticos, falta de participación popular, incumplimiento sistemático de los programas, carencia completa de “doctrina” y principios, ejercicio continuo de la demagogia, tendencia innata a la corrupción desde el minuto uno, degradación cualitativa de la clase política, burocratización del Estado, control total de los partidos de los organismos de control (poder judicial) y de los mecanismos sociales (prensa, asociacionismo cultural), todo lo cual ha abierto una brecha insalvable entre los partidos tradicionales y la sociedad.
La “actividad política” se ha convertido, para la
inmensa mayoría de la población en sinónimo de corrupción y al “político” en la
imagen de un tipo que no tiene donde caerse muerto y busca lucrarse fácil e
impunemente a la sombra del Estado.
2) Errores derivados del “café para todos” en la transición y del
papel de las “autonomías históricas” en el redactado constitucional. Lo normal hubiera sido que, al cabo de una o dos legislaturas,
el gobierno convocara un referéndum para establecer si la constitución de 1978
“funcionaba” o debía ser mejorada o redactada de nuevo. Pero, el problema era
que entonces ya estaba en el poder el “felipismo” comprometido especialmente
con sus valedores de la época (el SPD alemán y la Internacional Socialista) en
- introducir a España en la OTAN: lo que se hizo convocando un referéndum “de compromiso” cuyo resultado fue: 56,85% de los votos válidos a favor de permanecer en la OTAN ¡pero con una participación de apenas el 59,4% del electorado, lo que rebaja la aprobación real en un 34%.
- en introducir a España en la UE: para lo que ni siquiera se consideró necesario convocar una consulta; si se hubiera explicado al pueblo español que el tratado de adhesión se negoció mal y que, de hecho, implicaba ayudas temporales a cambio de una amputación total de nuestra industria pesada y de nuestra minería, o que supondría una merma radical en la actividad pesquera, impondría cuotas a la ganadería y se iniciaría la liquidación de nuestro sector primario, es seguro que el resultado de la consulta hubiera sido negativo.
Pero en 1986 nadie habló de convocar una consulta popular sobre el
resultado de la constitución, cuando ya estaba claro que España había quedado
dividida en 17 autonomías, inviables desde el punto de vista económico y que
tendría como resultado la creación de más centros de poder paralelo al del
Estado y una burocracia paquidérmica incompatible con la realidad económica de
nuestro país -y más dentro de la UE- y que implicaría una presión fiscal
creciente para su financiación. Porque una cosa era la “descentralización” y
otra la “centrifugación autonómica” que venía paralela al incremento de costes globales
del Estado y a un permanente tira y afloja sobre la financiación del
despilfarro.

3) Cuando se negoció la constitución de 1978, los “nacionalistas” se presentaron como los primeros valedores de sus “autonomías”: mentían. Para ellos, era un punto de partida, no un punto de llegada. El de los nacionalistas fue siempre la independencia. Tanto Fraga como Suárez quisieron creer en su “honestidad”, a pesar de que todo indicaba que eran continuadores de la tradición “nacionalista” de la Segundad República: llamarse “nacionalistas” y aspirar a estatutos de autonomía, no como un fin, sino como un medio para alcanzar un fin: la independencia.
Esta ignorancia, rayana en la estulticia, de las “grandes mentes” del centro-derecha fue lo que originó un fenómeno inédito en la historia: si hasta entonces, las monarquías habían concedido más “fueros” a las regiones más “leales”, la “joven democracia española” hizo justo lo contrario: conceder niveles de autonomía mayores, a las autonomías que estaban demostrando más deslealtad o bien, creando mayores problemas al Estado: en ETA se encuentra el origen de las concesiones del Estado a la autonomía vasca y a su “régimen especial”; no olvidemos tampoco, que en el tiempo de UCD se popularizó la consigna “contra terrorismo, democracia” (cuando la realidad demostró que era justo lo contrario, primera de una serie de mentiras que se han ido arrastrando hasta hoy); en aquellos años de la transición se ocultaba por todos los medios la actividad etarra, se enterraba a los asesinados por la puerta trasera y con el silencio del gobierno de UCD y luego del felipismo y, cuando éste, quiso liquidar a ETA, optó por la “vía directa” (esto es por el “terrorismo antiterrorista”) confió la operación a un grupo de altos cargos degenerados y corruptos que recurrieron a grupos policiales especializados en patearse el presupuesto, para asesinar a unos pocos etarras y, ni siquiera a su cúpula) lo hizo de la peor manera posible.
Pero fue en Cataluña en donde, llegado al poder en coalición con los independentistas, tras dos décadas de fracasos, el PSC de Pascual Maragall -en el que ya eran visibles los primeros despuntes de su trágica enfermedad-, se inició la escalada hacia el “nou estatut” sin que existiera demanda social, ni necesidad. Y aquellas aguas trajeron los lodos del “procés”, una emanación directa de la coalición PSC-ERC, en una Cataluña que Pujol había convertido en la “vanguardia de la corrupción” del Estado y que, para colmo, de año en año, iba perdiendo peso económico en el conjunto del Estado.
El 7-O fue la
culminación de esa locura colectiva que selló la pérdida de Cataluña del puesto
de “motor económico de España”.
4) La renuncia de la derecha a dar la “batalla cultural”.
Desde los años 70, el terreno cultural ha sido dominado ampliamente por el
“progresismo”, asumido principalmente por los partidos de izquierda y de
extrema-izquierda y esto ha ocurrido, paradójicamente, en el momento en el que
iban cayendo, uno tras otro, todos los mitos de la ese sector político. Si eso
ha podido ser así es porque el “progresismo”, lejos de ser una “ideología” o
una “doctrina” es, sobre todo, una fe seudo-religiosa basada dos dogmas:
- el dogma de la “igualdad” que poco a poco se ha ido imponiendo en todos los terrenos, lo que implica la anulación de cualquier forma de jerarquía, de organicidad y de derecho a la diferencia.
- el dogma de que cualquier zona “nueva”, cualquier innovación y cualquier forma de “progreso” es siempre positiva, deseable y lleva a estadios superiores de convivencia y de civilización.
Los dos dogmas puede calificarse de “falsos dogmas”: la “igualdad”
es pura ficción y lo que rige en la naturaleza es la ley de las desigualdades;
en cuando al dogma del “progreso” puede creerse solamente a base de considerar
que hoy nos encontramos en un estadio privilegia de civilización superior a
cualquier otro de la realidad, lo cual es manifiestamente falso: hoy, todos los
problema que aparecen en nuestra sociedad, no solamente son los mismos que hace
50 años, sino que además, se han centuplicado y, para colmo, han aparecido
problemas nuevos que, juntos, constituyen la “tormenta perfecta” que nos
permite decir que la seudo-religión “progresista” ha resultado nefasta y
nefanda para nuestro pueblo. Algo que, cada vez, sectores más amplios de la
sociedad empiezan a estar concienciados.
Vale la pena señalar cuáles son los “laboratorios ideológicos” del
progresismo: la casta funcionarial de la ONU y de sus agencias, especialmente,
de la UNESCO, que han asumido tareas que no
corresponden a sus estatutos fundacionales.
Puede entenderse que, a la vista de la caída del marxismo, tras la
realidad del fracaso de concepciones como “la lucha de clases” o el fracaso de
la socialdemocracia, la izquierda haya adoptado esta seudo-religión a falta de
cualquier otro soporte doctrinal (algo que es evidente en el PSOE desde el
momento en el que Zapatero ocupó la secretaría general).
Ahora bien, esto no explica el por qué la derecha ha renunciado
a presentar la batalla cultural y haya iniciado, hasta no hace mucho, una
retirada en todos los terrenos:
A esto se une el que, al elector medio, convencido de que su
voto a listas cerradas y bloqueadas sirve para algo y ni siquiera le preocupa
la posibilidad de fraudes electorales (en las últimas elecciones europeas,
el fraude en beneficio de Junts fue manifiesto y escandaloso, y no tanto en
Cataluña como en el resto de España en donde fue partido mayoritario en
municipios pequeños y medianos).
El centro-derecha no tiene la más mínima intención en modificar
esta situación: sus líderes opinan que no es un problema suyo. Feijóo no ha dicho ni una sola palabra sobre el wokismo, sobre
el paquete LGTBIQ+, sobre la multiculturalidad, sobre el mundialismo, sobre la
aberrante versión “progresista” de la historia de España.
Ni siquiera, cuando el PP ha tenido el poder, ha intentado una
reforma radical de la educación, terreno en que el PSOE se considera el único
que tiene derecho a imponer sus criterios. Y esos silencios han terminado
haciendo daño en los oídos.
Particularmente, el fracaso de las concepciones progresistas,
especialmente en este último terreno, es público, notorio e incontrovertible (véase
el reciente caso del “campamento de los horrores” en Álava, subvencionado y
realizado por una banda de anormales, verdadera clientela de psiquiatra).
La parálisis del PP en materia cultural, demuestra la confianza
que merece: solo le interesa el poder. Y lo ha
tenido en dos ciclos en esta etapa de democracia desperdiciando recursos y
demostrando que el sueldo de diputado -que, a fin de cuentas, se limita a
seguir el dictado del “jefe de grupo parlamentario” a la hora de apretar uno u
otro botón a la hora de votar- le resulta mucho más jugoso que la “funesta
manía de pensar” y de plantear debates de fondo.
Afortunadamente la “nueva derecha” que ha ido naciendo en los
últimos 5 años demuestra que sin una “lucha cultural” (terreno en el que, por
cierto, la derecha tiene todas las de ganar a la vista de la debilidad de los
argumentos del “progresismo”), dura y llevada a cabo sin piedad, será imposible
“asentar” su futuro retorno al gobierno sobre bases sólidas.
5) Una izquierda desesperada por la pérdida de su base social.
Lo anterior demuestra también que, en ocasiones, se producen “sanas
reacciones populares” y una de ellas es que la “clase obrera” y el campesinado,
y hoy también la juventud, no solamente no están ya con la izquierda, sino que
están reaccionando contra la hegemonía cultural de la izquierda. Los
dirigentes socialistas, desde los años 90, son conscientes en toda Europa
Occidental de que sus valores y sus dogmas ya no son compartidos por los
trabajadores, los agricultores y lo jóvenes y, solamente encuentran cierto
respaldo en algunas cátedras universitarias, especialmente por profesores a
punto de jubilarse. El hecho de que, por el momento, no existan grupos
organizados que respondan a la violencia sistemática de los activistas de
extrema-izquierda da la impresión de que los alumnos medios de las
universidades optan por callarse y evitar problemas, pero el hecho de que las
protestas estudiantiles recojan solo a minúsculos grupos de activistas de
extrema-izquierda o indepes (las Juventudes Socialistas están literalmente
desaparecidas) sean estridentes y violentas, demuestra que ya no tienen mayoría
social ni siquiera en las universidades públicas.
La izquierda socialdemócrata española ha tenido un momento
trascendental en el hundimiento de su proyecto político: el gobierno de
Zapatero durante su segunda legislatura, cuando estalló la crisis económica de
2007-2011 y después de décadas de presentar a la socialdemocracia como un
instrumento “progresista” de defensa de los trabajadores, Zapatero decidió
apoyar a la Banca y a la patronal de la construcción. Durante esos años, el balance de las cuentas del estado, de un
superávit de 20.000 millones a un déficit de ¡medio billón! Salvar a la banca
le costó perder a los trabajadores y a los jóvenes.
Pero lo que vino después fue todavía peor: apareció Podemos
que, en principio debía de haber recuperado toda esa clientela electoral y, así
pareció en el inicio del “movimiento de los indignados”, pero al cabo de unos
días de su comienzo, los sectores más “bizarros”, en forma de “movimientos sociales”
(feministas radicales, okupas, gays, trans, animalistas, veganos, nudistas,
etc.) se hicieron con el control del movimiento que se convirtió en una
cofradía, como hemos escrito en otras ocasiones, de hombres deconstruidos y la
consabida cuchipandi de chicas muy loquitas. Como era esperar, tras las
esperanzas iniciales, cuando se agotó el primer impulso, Podemos se vació de
clases populares.
Y entonces la izquierda cometió su segundo gran error: en un
momento en el que en toda Europa se percibía a la “inmigración como problema”,
tanto el PSOE, como Podemos, como luego Sumar, se convirtieron en los
principales valedores de la inmigración, entendiendo que la deserción de la
clase obrera de sus filas, sería compensada con la incorporación de legiones de
inmigrantes, nacionalizados o en vías de nacionalización.
Zapatero, primero y luego Sánchez no solamente han regularizado a
millones de ilegales, sino que, además han repartido como en una tómbola la
“nacionalidad española”, han convertido en “españoles” a nietos de exiliados
republicanos que jamás han pisado España, han dado pasaporte español a
descendientes de los sefarditas expulsados por los Rayes Católicos (antes, por
supuesto, del giro del gobierno ante la “crisis de Gaza”)… Todo sea para lograr
el apoyo electoral de todo este sector.
Y el problema ha sido que, si bien la inmigración era el factor
que explicaba -desde los tiempos de Aznar- la constante subida del PIB, algo
que se consideraba como un “éxito sin precedentes de la economía española”
(cuando es obvio que la inserción de una media de 300.000 inmigrantes al año,
necesariamente generan “movimiento económico”, aunque no trabajen por que
generan un consumo mínimo asegurado… y subsidiado en la mayoría de los casos) y,
sobre todo, explicaba también los desfases crecientes que se iban produciendo
en las zonas de más flujo migratorio: delincuencia (especialmente en
robos con violencia y en violaciones y abusos sexuales, trabajo negro,
okupaciones, falsedades documentales, mayor gasto en tribunales, en policía, en
prisiones, en seguros, molestias de todo tipo para los ciudadanos), una losa
para los presupuestos del Estado (empeñado en subsidiar, no solo a los
inmigrantes ilegales y menas, sino, sobre todo, a ONGs parasitarias
especializadas en “solidaridad con la inmigración), aumento del número de
parados no contabilizados y empleo público que, especialmente en los
ayuntamientos, facilita sistemáticamente a africanos los puestos en los
servicios de limpieza, a lo que hay que unir un cambio en el paisaje de las
grandes ciudades, mucho más visibles en pequeños pueblos, en los que lo
ciudadanos de siempre han sido sustituidos por gentes exóticas, extrañas, con
otra lengua, otra vestimenta, otro régimen alimenticio, otras costumbres y
otras tradiciones trasplantadas de los desiertos y del Magreb, de la selva
africana a nuestro país. Hoy la fealdad (en Europa existe un canon de belleza
y de armonía desde Grecia, basada en “la divina proporción”, criterio objetivo
para definir “lo bello” de “la fealdad”), se enseñorea de las grandes ciudades
y de los pueblos y esa fealdad viene acompañada por la sensación de que en
España puede hacerse cualquier cosa que sale gratis y además recibe subsidios
públicos.
Con todo esto ¿Qué podía fallar? Era evidente que España se
convertiría en capital mundial de la okupación, en terreno privilegiado para
delincuentes de todos los continentes y que, además, gozaban de todos los
“derechos humanos” y de “todas las garantías jurídicas” para seguir
delinquiendo. Ni siquiera la multirreincidencia o
el no tener un domicilio fijo justificaban entrar en prisión, incluso a nivel
de violadores y asesinos. ¿Qué podía fallar con estas políticas? A esto se unía
la reticencia -todavía hoy en vigor- de ignorar los principios de las
noticias periodísticas (el “¿quién?” y el “¿por qué?” especialmente),
prohibiendo taxativamente, so pena de ver reducidos los subsidios y la
publicidad institucional a los medios que aportaran datos objetivos y reveladores
sobre el origen de la delincuencia.
Y, finalmente, todo esto iba acompañado de un falseamiento
absoluto y sistemático de las estadísticas de criminalidad y la negativa a
reconocer lo que era del dominio público, desde principios del milenio, en los
juzgados, en los servicios de urgencia, en las comisarías policiales o entre
los funcionarios de prisiones, a saber: que la mayoría de delincuentes eran
extranjeros. Decirlo en voz alta era constitutivo de “racismo”. Incluso
hoy, algunos tertulianos paniaguados siguen diciendo que la mayoría de
delincuentes “son españoles, nacidos en España”… cuando la opinión pública
rechaza que cuando, alguien con rasgos africanos o magrebíes se ve involucrado
en un delito, sea considerado “español”. Lo es por la documentación, pero
no por el origen, ni por la cultura, ni por su lengua, ni por sus actitudes y
siempre sobrevuela sobre el episodio la sospecha de que “ha venido a España a
robar”… De hecho, en muchas ocasiones hemos repetido que, si bien es cierto
que la mayoría de inmigrantes vienen a España para trabajar, también es cierto
-y hoy ya no puede dudarse- que la mayoría de delitos los cometen inmigrantes.
Esa es la gran trampa a la que se aferran las estadísticas de
interior y de prisiones. Lo más grave, sin duda, es el aumento de los delitos sexuales: desde el minuto uno en el que se creó el ministerio de igualdad, se convirtió en un chiringuito, a veces en manos de la “cuchipandi” desaprensivas,
otras en manos de feministas socialistas de pocas luces y siempre negando
el problema de fondo: como si los españoles, los “españoles viejos”, de repente nos hubiéramos vuelto locos, asesinando y violando a nuestras mujeres.
Y estos grandes errores de la izquierda han sido los que han
operado el nacimiento de una “nueva fuerza política” que, en el momento de
escribir estas líneas está asentada y solidificada. E incluso la aparición de “réplicas” entre los movimientos
independentistas vasco y catalán.
