En el libro Feu Secret, lettres, entretiens, documents,
témoignages, publicado por Ars Magna, en su colección Evoliana (2025), se
incluye un texto curioso por su historia. Inicialmente fue incorporado en la
Primera Parte del Rivolta contro il mondo moderno, como capítulo IX, en
su segunda edición (1951). Pero en la tercera (1969), el capítulo desapareció.
A pesar de la eliminación de este capítulo, decidido por el propio Evola, su
lectura nos ha parecido interesante desde el punto de vista esotérico y político.
El texto fue recuperado por la
revista La Citadella (nº. 55, enero-marzo de 1998). Podemos entender las
causas que aconsejaron la eliminación de este capítulo, tanto por la reiteración
de algunos temas, presentes en otras partes de la obra (especialmente en el capítulo VIII, Las dos vías de ultratumba, como en su relativa
necesidad de explicaciones más amplias que se incluyeron en otros capítulos de
la Primera Parte del Rivolta..., algo que se percibe inmediatamente al leer el capítulo desconectado de la edición de 1951.
El Cetro y la Llave
Julius Evola
Esta serie de consideraciones concluirá
mencionando el simbolismo de Jano, una de las representaciones de la realeza
divina, al tiempo que es el dios de los «cuatro comienzos» y, en un sentido
eminente, el dios de la iniciación, en virtud de una convergencia de
significados que a partir de ahora resultará clara para todos.
La tradición presenta a Jano como el primer rey de
Italia que, junto con Saturno-Cronos, descendió al Lacio y habría reinado
durante la Edad de Oro. Virgilio asocia Latium con latere[1],
es decir, con la idea de una residencia oculta. Según Hesíodo, la raza inmortal
de la edad de oro, de la que Saturno era rey, habría comenzado a gobernar invisiblemente
a los hombres; de modo que la tradición del reinado común de Saturno —latens
deus— y Jano no es, en el fondo, más que un símbolo de un tipo de realeza,
un reflejo de la soberanía oculta y universal.
Jano estaba representado generalmente con dos
rostros: lo que implica que tenía dos aspectos, y que se le podía considerar como
poseedor de sus dos llaves, una de oro y la otra de plata. A veces, en lugar de
la llave dorada, se le representa con un cetro[2].
Mientras que, en el simbolismo sucesivo aplicado directamente a la función real
o imperial, aparece el cetro, mientras que la otra llave es reemplazada por una
esfera, símbolo del “Mundo” (en Roma con una “Victoria” alada en la parte
superior, reemplazada durante el cristianismo por una cruz). Pero, a través del
antiguo simbolismo, las dos llaves estaban asociadas a la “puerta de los
cielos” y a la “puerta de los infiernos”, es decir a las dos vías mencionadas
anteriormente[3],
pero también a los grandes y pequeños Misterios, destinados, según la idea
antigua, a ponerse en contacto respectivamente con las fuerzas del supramundo y
las de la «naturaleza», con el principio «olímpico» y el principio «ctónico».
En el rey Jano, las dos posibilidades estaban, por
tanto, unidas: puede equivaler al tipo capaz de evocar los poderes telúricos,
vitales y naturales (llave de plata o lunar, esfera del «mundo»), y a
dominarlas sobrenaturalmente (llave de oro y solar, el cetro, la «Victoria» o
la «cruz» que domina el mundo). La tradición, transmitida en forma religiosa en
el catolicismo, hablará del doble poder pontificio que consiste en «atar y
desatar», cuya interpretación potencial es precisamente la inmovilización del
elemento inferior y, por otro lado, la liberación, el desvelamiento de la Janua
Coeli [puerta de los cielos]. La posibilidad de hacer volver la fuerza
dominada a un estado libre es evocada por el hecho de que el templo de Jano,
durante la antigüedad romana, se abría únicamente en tiempo de guerra, y desencadenaba
contra el enemigo el demonio que el poder del dios, en tiempo de paz, se
mantenía sujeto, según la interpretación de la tradición predominante[4].
Pero, a fin de no alejarnos de las referencias
directamente regias, y en la idea de encontrar otra correspondencia con el
simbolismo de Jano, es posible hacer referencia al soberano egipcio. Aquí, los
dos símbolos de Jano corresponden visiblemente a los dos atributos «fuerza
vital» (llave) y «estabilidad» (cetro), considerados anteriormente[5].
Otro de sus títulos principales era el de «dominador de las dos tierras», «del
Norte y del Sur», o «Señor de las dos Coronas» (nebti[6]).
En la tradición egipcia, las dos tierras, o dominios, son expresiones que
contienen significados reales y, al mismo tiempo, transposiciones analógicas
espirituales. Las dos tierras, el Norte y el Sur, el Alto y el Bajo Egipto,
valían simultáneamente como las regiones de Seth y Horus, siendo Seth la fuerza
infernal y demoníaca, la que redujo a Osiris en pedazos, que es el equivalente
más cercano a ese animal[7]
que, en el símbolo helénico mencionado anteriormente, corroe la cuerda de
Oknos; Horus es el Osiris resucitado y victorioso. Por otra parte, uno de los
momentos fundamentales del rito real era aquel en el que se realizaba la «unión
de las dos tierras» — sam Taui. Entonces se proclamaba: «El Sur está
unido al Norte», o «El cielo se une a la tierra», y el rey asumía tanto la
corona roja del Norte como la corona blanca del sur[8].
Se trata de una expresión diferente del significado contenido en el simbolismo
del Jano bifronte, mencionado anteriormente: una síntesis de la fuerza primordial
ctónico-vital y del principio que trasciende y domina esta fuerza determinando
la unidad de los dos poderes.
Además, siguiendo la transposición de esta función
de la realeza al orden concreto mencionado anteriormente, hay que reconocer en
el soberano tradicional a aquel que, en lugar de ser una simple y caduca
manifestación, personifica íntegramente la fuerza totémica (de ahí las
numerosas transposiciones de símbolos y atributos totémicos a los reyes
solares, muy aptas para reforzar interpretaciones absurdas y hacer caer en la
ambigüedad a quienes no poseen las bases doctrinales necesarias), al tiempo que
modifica su polaridad y le confiere un nuevo centro.
Privado de demonio, porque se ha convertido en sí
mismo en su propio demonio, habiendo borrado la frontera entre el «yo» y el
genio, y por tanto entre la vida mortal y la vida eterna, el rey era individualmente
inmortal[9]
en comparación con los simples hombres. Representaba la fusión de ese
«individuo individualizante» que cada uno de ellos solo podía realizar en forma
del «otro» de su propio yo, cuando les quedaba, literalmente, el «acto» en
relación con el «poder», de modo que la tradición inca concebía que solo el rey
solar existe y vive, en el sentido más eminente; los demás casi son solo
apariciones, como lo son sus sombras, al igual que los simples hombres lo son en
relación con el tótem[10].
Pero en él, este principio único y profundo, asociado a la personificación
—recordemos el paso de la «fortuna» de una ciudad determinada a la «fortuna real»,
de ahí el sentido objetivo de la divisa: «donde está el emperador, allí está
Roma»—, había sufrido la transformación. Por ello, en tradiciones como la
romana, precisamente, el emperador pudo asumir, además del título de aeternitas,
de sacratissimus, invictus o victor, el de salus generis humani[11]
a través de su «victoria», este no era solo la «vida», sino también la «salud»
de toda vida.
Expresiones aún más características —una vez
evocado el «doble»— son las de las inscripciones egipcias, en las que el poder sobrenatural
de «fuerza-vida-estabilidad» se refiere al rey «a la cabeza de todos los dobles
vivos, él y su doble, como rey del Sur y del Norte, en el trono de Horus, eternamente
como el sol»[12].
La expresión «dobles vivos» o «dobles de los vivos» puede, en efecto, adquirir
aquí este significado particular, según el cual los inmortales por antonomasia,
a menudo y tradicionalmente llamados «los Vivientes», en oposición a los demás,
los «muertos».
Así, se puede pensar en una influencia oculta
inmortalizadora que, a partir del doble transformado y «osirizado» del
soberano, irradia sobre sus súbditos. Concebido como «el que es eminente», en
la tradición indo-aria el rey aparece, en efecto, como aquel que «inyecta en
los seres el fluido de la vida, la fuerza»[13].
Pero no solo eso: siempre según la tradición egipcia, el rey era aquel que, con
su «virtud», podía eminentemente «alimentar» a los muertos convertidos en
dioses, que podía, por consiguiente, confirmar y desarrollar las influencias sobrenaturales
de los héroes primordiales, que sostenían las tradiciones familiares
individuales y favorecían, para los individuos, y con vistas al más allá, el
camino de la inmortalidad. Así, en Egipto, cada culto familiar se polarizaba en
torno al soberano; y una de las consecuencias fue precisamente la idea de que
el rey, directamente en favor de los vivos, podía donar una vida sustraída a la
muerte. Ya hemos mencionado[14]
el hecho de que el origen de una casta de seres «fieles» al rey, en Egipto,
pero también entre los incas, no era en absoluto diferente, precisamente debido
a esta «participación mística»[15].
Esto permite aclarar al mismo tiempo esa
misteriosa «virtud» — te' — cuya característica es el «actuar sin actuar»,
atribuida al soberano por la tradición extrema oriental. Si el tótem, genio, o
demonio, es la raíz de las fuerzas profundas —hoy hablaríamos de fuerzas subliminales—
que dirigen, entre bastidores, la mayor parte de las intenciones, los
pensamientos, las pasiones y, por tanto, también las acciones de los
individuos, se comprende hasta qué punto el Jefe puede encarnar y dominar, real
y sobrenaturalmente, toda la energía totémica desde un único punto, disponiendo
de la ciencia y ejerciendo el poder sobre diversos órdenes de causas sutiles que
se vinculan a él, razón por la cual estaba «internamente» asociado, de manera
oculta, a la vida de todo ser individual y a lo que podemos llamar, en el
sentido más amplio, el «destino» de esa vida, sin referirse al post mortem. Y
al igual que un color inyectado en una fuente acaba difundiéndose por todas las
aguas, se puede pensar que el comportamiento del jefe, a través de las vías del
inconsciente colectivo, puede influir en el conjunto de los individuos, hasta
el punto de presentarse como la causa real de un ethos social determinado y de
acontecimientos que implican a todo el reino»[16].
Por cierto, cabría señalar que los modernos, que descubrieron el «psicoanálisis» y el «subconsciente» con un retraso de mil años con respecto a los conocimientos tradicionales, serían una vez más incapaces de percibir el misterio que se esconde detrás de todo esto, y que podrían poner en común todas sus tonterías sobre la «libido», la «horda primigenia» y el «superyó». Estos apenas han comenzado a intuir las fuerzas oscuras y los conjuntos ancestrales activos detrás de la conciencia común, pero también todo lo que estas fuerzas son capaces de hacer en la vida cotidiana y en los supuestos «estados de masas». Por eso podrían también admitir con relativa facilidad la posibilidad de determinar, en esa misma zona «subliminal», influencias de un tipo diferente, superior, aunque, en una civilización como la actual, debido a la ausencia total de un verdadero Líder y a una relación truncada con la realidad metafísica, una posibilidad de este tipo sigue siendo totalmente improbable. Por otra parte, habría que ser capaces de reconocer en el poder de sometimiento y animación de ciertos líderes todo aquello que no puede explicarse «psicológicamente», ni siquiera psicoanalíticamente, y por lo tanto lo que implica un orden de fuerzas y leyes que no tienen nada que ver con las que caen bajo la luz de una conciencia limitada, esa parte tan insignificante del ser integral del hombre, es decir, la conciencia del hombre contemporáneo. Así pues, la sutil pero sustancial diferencia que existe entre el prestigio natural de un príncipe consagrado y un líder popular o un condottiero napoleónico, según su «telurismo», debe remitirse al plano mencionado anteriormente, y esto ha sido probada desde una época relativamente reciente.
[1] Eneida, VIII, 322.
[2] Véase Ovidio, Fastos,
I, 99, 177, 228, 254; Macrobio, I, 7, 9, Arnobio, VI, 25.
[3] Alusión al
capítulo VIII, “Las dos vías de ultratumba”, que en la 2ª edición del Rivolta…
precedía a estas páginas [NdT]
[4] Véase Virgilio, Eneida,
1, 293; VII, 607
[5] Véase Zervan Akarana,
el Kronos iraní, que gobierna con un cetro en la mano derecha y un rayo, o una
llave, en la mano izquierda (F. Cumont, Les Mystères de Mithra, Bruselas,
1913, p. 106-110).
[6] Expresiones de antiguas
inscripciones faraónicas «Brillas como rey del Sur y del Norte» «Surgió como dominador
de las dos tierras, para gobernar en el ciclo solar; el Sur y el Norte son
(para él) los dos destinos de Horus y Seth» — «Rey de la doble corona» (A.
Moret, Du caractère religieux de la royauté pharaonique, París, 1902, p.
28, 29, 30).
[7] Alusión al asno. Durante
el Periodo Tardío de la historia egipcia, Seth comenzó a ser representado como
un asno o como un hombre con cabeza de asno [NdT].
[8] A. Moret, Du caractère religieux de la royauté pharaonique, op. cit., p. 32-36, 241).
[9] En la tradición romana,
un significado particular podría rodear el paso del culto al genius
principis, parte divina de la persona imperial con la que esta se
identificaba solo después de la muerte, al culto profesado directamente como si
fuera íntegramente realizado en él este genius (ver É. Beurier. La culte
imperial, París, 1891, pág. 45-51)
[10] Un dicho asirio
incluso afirmaba: «El hombre es la sombra de un dios, el esclavo la sombra de
un hombre, pero el rey es como un dios», citado de C. Dawson, Age of the
Gods, Londres, 1943, VI.
[11] G. Costa, Giove
ed Ercole, Contrib. allo studio della religione romana nell'impero,
Roma, 1919, p. 15-16. Naturalmente, las diferentes atribuciones se consideran
aquí según su potencialidad esotérica, refiriéndose a la función en sí misma, y
no a tal o cual César en la historia.
[12] Véase Moret, Royaut.
Phar., op. cit., p. 77; véanse las páginas 219 y 231.
[13] Atharva-Veda, 1V, 8, 1.
[14] En el capítulo Las
dos vías de ultrtumba [NdT]
[15] Véase Moret,
ibíd., p. 182, 200, 206.
[16] Nitisara, VI, 1-2, se
dice que el reino consiste en «una parte interna y una parte externa». «La
parte interna es el rey, la parte externa es el pueblo». De modo que, «cuando
el rey duerme, todo el mundo duerme; pero si el rey se despierta, todo el mundo
se despierta, como una ninfa que se abre al sol» (ibíd., IV, 42). Ya se ha
recordado, en particular, que el rey era tradicionalmente considerado como el
verdadero vencedor de una guerra concluida favorablemente. Para Egipto, véase Moret,
op. cit., p. 2, 78; para Irán, F. Spiegel, Eranische Altertumskunde,
Leipzig, 1871, v. III, p. 634. Si los griegos, y después los romanos, atribuían
a los dioses y semidioses la verdadera causa de sus victorias sobre los
bárbaros (véase Heródoto, VIII, 109; Jenofonte, Cyneg., 1, 17), a los
reyes y jefes a su vez se les consideraba muy a menudo manifestaciones de esas
entidades: especialmente en el momento de su victoria. Véase, más arriba, I, §
19 [es decir, el capítulo 18 («Juegos y victoria») de las ediciones de 1969 y
1998 (NdC, Sando Consolato)]. Que el destino de los pueblos esté condicionado por el de sus
soberanos, que los primeros vivan y mueran con los segundos, es una tradición
que se mantuvo viva en Occidente durante toda la Edad Media (véase
Huillard-Bréholles, Hist. clipl. Friederici secundi, IV, p. 106; V, p. 275; VI,
p. 441).
