Infokrisis.- Soplan vientos de conflicto en Europa Occidental. Nuestra clase política ha creído que puede comprar y vender a cualquiera. Han creído –insensatos– que comprarán al Islam como han comprado a los sindicatos o desmovilizado a la sociedad civil. Hay creído que bastarían las vanas palabras que seducen a las masas occidentales –“multiculturalidad”, “integración”, “derechos de las minorías”, “mestizaje”, “laicismo”, “alianza de civilizaciones”- para aplacar al Islam, civilizarlo y encarrilarlo por la senda por la que discurre Europa desde el Renacimiento. Insensatos, ingenuos y, si se nos apura, tontos de baba, aquellos por cuya mente hayan pasado estas peregrinas ideas.
Escribimos estas líneas justo cuando en Dinamarca se ha detenido a un grupo de fanáticos que intentaban preparar un atentado contra el autor de las caricaturas de Mahoma publicadas hace ahora dos años. Cuando se tiene como vecinos a gente así cualquier convivencia es imposible. Es el Islam: está en Europa, entre nosotros, ha llegado para convertir nuestro continente en “tierra islámica”. ¿Podíamos pensar que iba a ser de otra manera? Están en su derecho, es lo que prescribe su fe. Al menos creen en algo, por extraño, lejano e inaceptable que a nosotros nos parezca.
La diferencia demográfica juega a su favor y la estupidez de nuestra clase política también. Cuando, hacia el 2020, existan sobre nuestro continente 15 millones de islamistas, no cabe la menor duda de que la vida en la Vieja Europa será completamente diferente.
No albergamos la menor duda sobre el resultado terrible de la confrontación para la que tenemos fecha fija y que adquirirá los rasgos de una guerra civil, racial, religiosa y social. Ellos sólo quieren guerras santas.
Pues bien, no se van a encontrar solamente a un grupo de políticos incapaces y corruptos, habituados a la componenda, al pacto y a la traición, no van a encontrar solamente a usureros que solamente piensan en comprar al peso a otros para luchar por sus propios intereses, ni van a encontrar solamente a colgados con un porro entre los labios, esnifadores habituales de coca o pastillosos compulsivos. Van a encontrar a hombres y mujeres dispuestos a luchar por lo que es suyo, por su futuro y el de sus hijos, en nombre de los viejos valores que han hecho a Europa.
En este combate, como en todos los que vale la pena luchar, habrá vencedores y vencidos. O el resultado de esta lucha será la islamización total de Europa a lo largo del siglo XXI, o el combate se saldará con su expulsión de la sagrada tierra de Europa… no hay –tampoco aquí– una tercera vía.
Volverán a la tierra que nunca debieron abandonar. Vinieron en pateras y algunos volverán en cargueros a sus costas, a la otra orilla del Mediterráneo. Pero no irán solos. En las bodegas irán también esos políticos responsables del conflicto. A fin de cuentas los islamistas luchan por el triunfo de una idea, mientras que nuestra clase política lucha solamente por medrar, sin mesura y sin freno. Aparte del escupitajo en la cara, éstos no merecen nada más que un billete de ida a la otra orilla del Mediterráneo.
Que nuestra clase política se vaya haciendo a la idea de que la confrontación es inevitable como la única salida para evitar la islamización del continente, y que esa confrontación terminará con el advenimiento de una nueva situación en la que la vieja clase política responsable de la confrontación, junto a la clase política europea cuya incapacidad y estupidez habrá hecho posible el que se llegue a la misma –por su ambición desmedida, por su irresponsabilidad, por la dejación de su responsabilidad histórica- no tendrá lugar en el nuevo amanecer de Europa.
Hay un texto que debe ser considerado como inspirador por parte de todos los que estén dispuestos a asumir un lugar en la lucha en defensa de la libertad de Europa y de la supervivencia de la cultura de nuestros padres. Es la carta escrita por un soldado espartano la noche antes del desenlace de la batalla de las Termópilas. Leedlo, porque entre sus líneas se respira todavía el aroma que dio a Europa los mejores momentos de su Historia:
Yo, que he de morir mañana…
“Yo, que mañana he de morir, escribo estas letras a la luz de unas antorchas esperando que amanezca. Contemplo el resplandor de las estrellas, y su brillo es muy diferente de la lobreguez que envuelve a los cadáveres que se extienden frente a mí, los mismos que tiñen de rojo el barro que piso, y cuyo olor acre me repugna tanto como saber que mañana yo seré uno más entre ellos. Yo, Agatocles, soldado espartano, hago guardia en el desfiladero de las Termópilas, sé que hoy nos han rodeado, y que este lugar será mi tumba, y al pensarlo mi estómago se encoge de frío, como si la gelidez de la muerte quisiera invadir ya mi cuerpo. Por eso escribo con mi letra menuda, y al hacerlo mis manos dejan de temblar y siento que mis temores se difuminan. No, no intentar huir al resguardo de la oscuridad; en su lugar escribo, y estas letras hablarán por mí cuando yo esté muerto, ellas explicarán por qué acepto mi destino; sí, serán ellas las que darán cuenta de los motivos de los que aquí esperan la muerte.
De nosotros, los espartanos de la guardia del rey Leónidas, dicen que somos hombres justos, que fuimos elegidos entre aquellos que más despreciaban las riquezas y el lujo, y que nunca nos hemos dejado corromper por el oro; pero en verdad yo os digo que quien dice esto miente. En Corinto vimos por primera vez oro y plata en abundancia, y nos arrojamos sobre él ansiosos de botín, pero al poco vimos al hermano pelear con el hermano por una copa de plata, o a hombres que habían luchado codo con codo disputar por una esclava de ojos verdes.
Leónidas nos vio poseídos por la codicia y nos convocó en el ágora. Allí arrojó lo que le había correspondido al suelo y dijo: «Ahí tenéis mi parte, mataos por ella». Los trescientos hombres de su guardia nos avergonzamos y nos desprendimos de nuestras riquezas de igual manera. Desde esa noche abandonamos los palacios de mármol y dormimos fuera de la ciudad, al cobijo de nuestras tiendas de lino. Todos los hombres del ejército de Esparta nos alabaron y dijeron: «Éstos son hombres justos que no se dejan corromper», pero se repartieron nuestro oro, y a nosotros no nos importó, porque habíamos visto el precio de la opulencia, y nos pareció tan alto que ni uno solo de los trescientos tuvo ánimo para permanecer en la ciudad.
Por eso, cuando distinguimos a Jerjes en la colina vestido de seda engarzada con piedras preciosas, le despreciamos. Sin embargo, aquella misma tarde nos ofreció un carro cargado de oro a cambio de dejar el paso franco y nosotros sentimos de nuevo el gusano de la codicia en nuestro interior, y creo que nadie se vio libre de desear esas riquezas y abandonar el desfiladero y vivir; pero Leónidas se puso frente a nosotros. Él nos conoce y por eso no habló de honor, gloria, o patria, porque sabía que en esta ocasión esos términos sonarían huecos a nuestros oídos frente a la palabra vida. «Quizás alguno todavía desea vivir en Corinto», dijo, «el que quiera puede coger su parte y abandonarme. Al que lo haga le recomiendo que cargue mucho oro para olvidar el rostro de los amigos que deja atrás, y le hará falta aún más para olvidar la sangre de los que morirán por su traición más allá del desfiladero». Eso dijo, y luego guardó silencio, y nadie se movió, y ni uno solo de nosotros arrojó las armas, y por un momento, sólo por un momento, nos regocijamos de estar allí junto a nuestro rey. Así fue, y quien diga lo contrario merece la muerte.
De nosotros, los espartanos de la guardia del rey Leónidas, dicen que somos hombres de gran valor, que no tememos la muerte y despreciamos el filo de las armas de los enemigos. Yo, en verdad os digo, que quien dice esto miente, que al ver las filas del enemigo erizadas de armas se nos encoge el corazón y tememos el corte del acero y el dolor de las heridas; pero mucho peor que este dolor nos parece sufrir el desprecio del amigo que combate a nuestro lado, la vergüenza de la mujer que espera nuestro regreso, o el repudio del anciano que un día luchó por nosotros. Por todo eso dominamos nuestros temores y luchamos poseídos de una furia salvaje que resplandece en nuestros ojos, pero esa mirada no es de odio al enemigo, sino de espanto por saber que la parca camina siempre a nuestro lado y que cualquiera puede ser el próximo. Así es, y quien diga lo contrario merece la muerte.
De nosotros, los espartanos de la guardia del rey Leónidas, dicen que somos hombres leales y luchamos por la libertad de los ciudadanos helenos, por la justicia y la ley, pero en verdad yo os digo que quien dice esto miente. Mañana al amanecer embrazaremos nuestros escudos y, tras empuñar las lanzas, se escucharán nuestros himnos de guerra resonar en el desfiladero, y cargaremos contra las hordas de los bárbaros. Yo avanzaré hombro con hombro ocupando mi puesto en la falange cerrada, y sentiré el calor, la luz del sol, el olor del hierro, el sudor de los hombres, sabiendo que todo eso lo haré por última vez. Y mi lanza se llenará de sangre, y mataré diez bárbaros, o cien, o mil, pero esto valdrá de poco, porque mi vientre será atravesado por las lanzas del enemigo y moriré, pero no lo haré por la libertad de los helenos, ni por la justicia y la ley, ni siquiera moriré por Esparta. Moriré por no verme esclavo, arrastrando la cadena de la servidumbre por los desiertos de Media; moriré por vengar a Agesilao, mi amigo, al que vi caer ayer atravesado por una flecha egipcia; moriré junto a Arquíloco, que me ha cubierto el flanco con su escudo en diez batallas y mañana me lo cubrirá por última vez; moriré por Leónidas, que nos conduce a la muerte, pero al que le estamos agradecidos porque antes hizo de nosotros hombres.
Mañana, cuando la noche caiga, de la guardia del rey Leónidas sólo quedará un grupo de cuerpos sin vida, y después un puñado de huesos, y después un puñado de polvo, y después nada. Quizás entonces, cuando se haya olvidado el nombre de Esparta, e incluso el vasto imperio del Rey de Reyes haya sucumbido al olvido, alguien recordará nuestro sacrificio y verá que por nuestra muerte fuimos justos, valientes y leales, y todo lo que no llegamos a ser en vida, y entonces dirá: «los espartanos de la guardia del rey Leónidas murieron hace mucho, pero su recuerdo permanece inmortal». Así será, y quien diga lo contrario merecerá la muerte.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com