En tanto que europeos mediterráneos somos hijos de la vieja
Roma y Roma se hizo al filo de la espada. Por primera vez milicia y civilización
caminaron juntos. Vale la pena dedicarle unos minutos a reconstruir lo que fue
la piedra angular de la grandeza de Roma y que prolongó su existencia por un
ciclo de mil años. Todo lo que es necesario saber para encuadrar la tradición
guerrera de Roma y la conocer la composición de la legión romana puede
encontrarse en estas notas.
I. Introducción
No hubo en la historia un choque antigua un choque tan
violento y sin piedad como el que tuvo lugar entre Roma y Cartago.
Ese gran conflicto se inició en las tierras de Hispania.
El “casus belli”, la excusa para desencadenar la II Guerra
Púnica que decidió el destino del mundo antiguo, fue Sagunto.
En el 508 a.C, Cartago había firmado su primer tratado con
Roma. Una de sus cláusulas impedía a Roma y a sus aliados (los masaliotas de la
actual Marsella) navegar más allá de Cartagena. Al Sur de este enclave, las
costas de Hispania quedaban en manos de Cartago, mientras que Roma y Masalia
podrían establecerse al norte de ese punto.
Pero en el 265 a.C, los romanos habían expulsado a los
griegos de la península itálica y se sentían lo suficientemente fuertes como
para ampliar sus dominios.
Fue entonces cuando se produjo el primer choque con Cartago,
entonces dueña de Sicilia, Cerdeña y Córcega.
En el 264 los cartagineses ocuparon Mesina y sus habitantes
solicitaron ayuda a Roma. Fue el inicio de la Primera Guerra Púnica que culminó
con la ocupación romana de las islas mediterráneas. Un pequeño conflicto
comparado con la Segunda Guerra Púnica iniciada en el 229 a.C en territorio
hispano.
El nuevo tratado firmado entre Roma y Cartago prohibía a los
cartagineses pasar de la orilla del Ebro. Pero Roma tenía al sur de esa línea,
una ciudad aliada, Sagunto.
Los saguntinos se sintieron amenazados por los turdetanos
(situados en el territorio de la actual Teruel) y pidieron ayuda a Roma.
El senado cartaginés confió a Aníbal sus posesiones en
España. Éste, ocupó la Meseta Central en busca de tropas mercenarias para su
campaña contra Roma. El joven general, Aníbal era el primer cartaginés en
advertir que la guerra con Roma volvería a ser inevitable. Buscó tropas mercenarias
en Hispania y extendió los dominios de Cartago a la Meseta Central.
Cuando logró mercenarios suficientes, atacó Sagunto. Entre
marzo y noviembre del 218 a.C, la ciudad fue asediada.
El propio Aníbal fue herido ante los muros de Sagunto y
utilizó máquinas de guerra para destrozar la muralla, piedra a piedra. Pero, en
el interior, los saguntinos construían con los restos de las viviendas, otros
muros, que progresivamente, eran ganados por los cartagineses, hasta que,
finalmente, el anillo defensivo quedó reducido a la mínima expresión.
Los jefes de la ciudad quemaron sus tesoros y sus casas, con
sus familias dentro y lucharon hasta el último hombre. Los pocos supervivientes
fueron esclavizados.
Roma, entonces, declaró la guerra a Cartago.
Buena parte de la Segunda Guerra Púnica se libró en España
y, cuando concluyó, Roma incorporó una nueva provincia a su imperio.
II. La primera guerra
geopolítica
La victoria la Segunda Guerra Púnica, dio a Roma el control
del Mediterráneo.
Los romanos habían percibido que Cartago era la antítesis su
idea de civilización. Mientras que el imperio del Sur, adorada a Tanit y
Astarté, a la Gran Diosa, los cultos romanos eran fundamentalmente masculinos,
viriles y solares. Mientras que Cartago era un imperio comercial, Roma atribuía
una mayor importancia al Estado y a la “grandeza de Roma”. Cartago era, en
definitiva, una potencia marítima y Roma se fue confirmando como una potencia
terrestre.
Nunca antes en la historia se había percibido con tanta
nitidez la contradicción entre la tierra y mar. Solamente en la lucha entre
Atenas y Esparta se insinuaron estos contenidos que luego volvieron a aparecer
una y otra vez en la historia: Inglaterra contra Rusia en Crimea, Japón contra
Rusia, Alemania contra Inglaterra en la I Guerra Mundial, EEUU contra Alemania
en la II Guerra Mundial, la URSS y EEUU en la Guerra Fría... Siempre tierra
contra mar, la contradicción más explosiva que pueda imaginarse.
Hoy, la geopolítica define el destino de las naciones: ha
habido guerra en Afganistán y en Irak, como la hubo en Vietnam, solo por
razones geopolíticas.
Los romanos no habían formulado las leyes de la geopolítica,
pero consiguieron adquirir un sexto sentido para percibir las necesidades
geopolíticas de su imperio.
César desarrolló el concepto de “espacio geopolítico”,
renunciando a la expansión fuera del marco mediterráneo y deteniendo a sus
legiones ante los bosques de Germania. Esta cualidad, por el contrario, no
había estado presente en otro gran general, Alejandro Magno, que, de victoria
en victoria, abandonó el espacio geopolítica de Hélade y llegó a las puertas de
la India, pero, al salir de él, su imperio fue inestable y no pudo resistir su
muerte. El imperio de César, por el contrario, se prolongó casi cuatro siglos
más.
Roma tuvo una visión de Estado y una voluntad de Imperio,
que no estuvo presente en las ciudades griegas.
Pero había otra superioridad. La Legión Romana.
III. La aportación
romana a la ciencia militar: la Legión Romana
Hasta la irrupción de la legión romana, la falange política
griega era la unidad militar más sofisticada del mundo antiguo. Roma dio a la
ciencia militar la idea y la organización de la legión, unidad más flexible
adaptable a distintos escenarios y con capacidad para transformar su táctica de
combate en pocos minutos.
La falange hoplítica espartana y macedónica, actuaba como un
mazo, pesado pero lento. Su orden cerrado impedía la rapidez de movimientos, e
incluso en caso de victoria, no estaba adaptada para perseguir al enemigo. A
medida que la falange política fue creciendo en efectivos y, en especial, en el
período macedónico, esos problemas fueron agravándose.
Los hoplitas espartanos, tras el choque frontal en el que el
peso del combate correspondía a las alas formadas por infantería pesada,
lograban desbordar al enemigo, pasaban del “orden profundo”, al “orden
delgado”, abrían sus líneas y se desplegaban, aumentando la capacidad de
envolvimiento. Pero esta maniobra producía, inevitablemente, y a pesar de haber
sido miles de veces ensayada, una confusión que retrasaba la persecución y
permitía al enemigo huir.
La Legión Romana era mucho más adaptable y pasaba con
facilidad del orden apretado al expandido, del mazazo inicial ofensiva, a la
maniobra de envolvimiento. Además, la caballería ligera romana daba a la legión
más rapidez de maniobra.
En el curso de las batallas, los arqueros a caballo, se
desplazaban de un extremo a otro del frente de combate y ablandaban al enemigo
disparando miles de flechas que le impedían concentrarse ante el ataque de la
infantería.
Esto favorecía el que, mientras que en la batalla
protagonizado por los hoplitas espartanos, el choque fuera frontal, los
legionarios perfeccionaran mucho más las tácticas de combate, atacaran, no en
pesadas formaciones de diez mil hombres, cubriendo algo más de un 2500 metros,
sino en unidades pequeñas, extremadamente pesadas, protegidas por los famosos escudos
rectangulares y dotados de una diversidad de armamento que les permitía
combatir a distancia con los venablos, asaltar posiciones fortificadas
(mediante la célebre “tortuga”) o combatir cuerpo a cuerpo utilizando el famoso
Gladius Hispanensis.
Los grandes generales romanos, pragmáticos hasta el final,
fueron maestros de la táctica.
Fueron los romanos quienes entendieron la importancia de la
ingeniería en el desarrollo de las guerras.
Quienes disciplinaron a sus tropas, no solo en el arte del
combate, sino en la construcción de fortificaciones y campamentos que, no solo
fueron verdaderas ciudades, sino que, muy frecuentemente, constituyeron el
germen de futuras grandes urbes.
La Legio VII Gémina, formada por Galba y compuesta por
legionarios hispanos, tras servir con gloria al Imperio en las campañas de
Panonia y sostener a Vespasiano, regresó a sus cuarteles de invierno en el año
74. Hoy, el puesto de mando de la VII Gémina se recuerda todavía con una
columna central desde la que irradió la ciudad de León.
La estructura organizativa de la legión fue variando a lo
largo del tiempo. Durante la época de los reyes míticos de Roma, la capital del
futuro imperio y sus concepciones militares se parecían mucho a las de Esparta.
El rey Servio Tulio dividió a los ciudadanos en seis categorías, según su
patrimonio familiar.
Los de primera clase, constituían la infantería pesada
romana. Sus ingresos debían ser de 100.000 ases. Estaban provistos de casco de
bronce, loriga metálica, grebas, escudo de bronce redondo, lanza y espada. Por
debajo tenían a los ciudadanos con fortunas por encima de los 75.000 ases; su
escudo era rectangular revestido de piel, armados de lanza y espada. La tercera
línea de aquella época estaba formada por ciudadanos con ingresos de 50.000
ases; el equipamiento era similar al anterior pero sin grebas que protegieran
las pantorrillas ni loriga. La cuarta clase era importante: solía abrir los
combates; era la infantería ligera; sus ciudadanos poseían fortunas de 20.000
ases; hostigaban al enemigo en el inicio de la batalla, lanzaban sus venablos y
se retiraban induciendo a ser perseguidos en determinada dirección donde
chocarían con la infantería pesada o serían envueltos por la caballería ligera;
manejaban dos jabalinas y evitaban el combate cuerpo a cuerpo. La quinta clase,
los ciudadanos cuyas fortunas eran menores, estaban encuadrados en los
servicios auxiliares, llevaban las máquinas de guerra, las construían y las
mantenían; no participaban en los combates, pero su papel era importante: de
ellos dependía la intendencia, el aprovisionamiento y la logística.
Existía una aristocracia militar en aquella primera época:
la de los ciudadanos cuyas fortunas eran superiores a los 100.000 ases, que
constituían la caballería romana, provista de un anillo identificativo, armados
con espada, lanza de carga y grebas protectoras.
En realidad, esta organización era similar a la espartana:
los ciudadanos con más medios, eran los que arriesgaban más, por tanto, servían
en los lugares más peligrosos y difíciles. La riqueza hacía aumentar las
responsabilidades en la defensa de la comunidad. Esta tradición se mantuvo
incluso en la Edad Media, en el sistema feudal, cuando, los más altos escalones
de la jerarquía social, implicaban los más altos deberes, riesgos y
obligaciones.
Había en este sistema organizativo algo comunitario. Las
clases sociales pasaban a segundo plano. Los escalones más bajos de la
sociedad, tenían cometidos importantes. La maquinaria militar no funcionaba si
no se cavaban trincheras o se servían piedras a las catapultas, los asaltos
hubieran sido inútiles si los arietes blindados no hubieran sido arrastrados
hasta la puerta misma de las ciudades enemigas. A la hora de la verdad, el
combate era resuelto por la infantería pesada o la caballería ligera romana. A
ellos, a los más poderosos, correspondía el cuerpo a cuerpo, el choque directo
y la resolución de la batalla. Difícilmente podríamos hablar aquí de “lucha de
clases”. Todas las clases luchaban por lo mismo, en aquella época ruda y tosca:
la “grandeza de Roma”.
Al igual que en Esparta, y que en todas las potencias
“terrestres”, la idea del Estado era anterior y superior a los individuos que
lo componían. Lo individual no tenía valor, se subordinaba a lo comunitario. La
personalidad era considerada una máscara sin gran importancia. La mañana en la
que el divino Augusto sintió morir, le dijo a su esposa: “He cumplido bien mi
papel; ahora abandono la escena”. Antes de Augusto, todo el mundo romano
experimentaba esa misma sensación. Roma era anterior y superior a cada uno de
los romanos, por distinguidos que fueran.
En las guerras púnicas quedó de manifiesto la superioridad
de Roma sobre Cartago. Mientras que los Bárcidas fueron, sin excepción,
geniales y heroicos jefes de las batallas, debieron recurrir casi siempre a
mercenarios que, frecuentemente, desertaban o, simplemente, se unían al
enemigo. Los rehenes que mantenían los cartagineses para asegurarse la
fidelidad de estos mercenarios, finalmente, aumentaba su inestabilidad.
Cuando en el 218 a.C, Aníbal cruzó los Pirineos, 3000
carpetanos desertaron en bloque y regresaron a sus hogares. Estaban dispuestos
a pelear por una paga, pero no a llegar tan lejos de su tierra natal. Aníbal
fingió haberlos despedido, para evitar que se extendiera la desmoralización,
pero antes de acampar en Elna –ya en el Rosellón- licenció a otros 7000
hispanos de cuya fidelidad cabía dudar.
De todas formas, los honderos baleares, llegaron hasta las
puertas de Roma con Aníbal y se han encontrado inscripciones íberas de aquella
época que confirman la importancia de los mercenarios hispanos en el ejército
cartaginés. [ver obra de Hübner, Monumenta Linguae Iberica, inscr. XLII, tumba
en las cercanías de Metauro].
Roma no contó sino hasta muy avanzado el Imperio, con
mercenarios y prefirió un ejército fiel y regular identificado con los ideales
que les llevaban al combate. A partir de la implantación de la República, Roma
mantuvo cada año a dos legiones en pie de guerra, movilizables en cualquier
momento.
Cuando Roma estuvo madura, el último rey de Roma, Tarquinio
fue expulsado por una revuelta popular y se estableció la República. Pero
Tarquinio conspiró con el poderoso rey etrusco y sitió la capital. En aquel
episodio se produjeron los primeros hechos heroicos de la élite romana: Horacio
Cocles, defendió en solitario ante el ejército etrusco, el único puente que
cruzaba el Tíber, dando tiempo a que, tras él, los ciudadanos romanos lo
destruyeran. Mucio Escévola, en la primera operación de comando conocida por la
historia, se infiltró en el campamento etrusco y liberó a las mujeres rehenes.
En las décadas siguientes, la poderosa Etruria sería
destruida por completo y de ella no ha quedado ni rastro del idioma.
El carácter guerrero de la República queda afirmado en su
más alta institución: los dos cónsules, elegidos anualmente, cuya tarea principal
era la defensa de la ciudad y el mantenimiento del ejército. Cada Cónsul tenía
a su mando una legión de 4500 hombres. A pesar del sistema representativo
romano, los cónsules constituían el mando efectivo de la República. La corta
duración de su mandato y la existencia de otras instituciones, impedían las
dictaduras. No había posibilidad de ampliar el plazo de gobierno de los
cónsules o repetir mandato.
Pero en casos de extrema gravedad, la república preveía la
posibilidad de elegir un “dux bellorum”, el jefe de las batallas, que,
frecuentemente se ha identificado con dictadores, pero cuyo mandato apenas
duraba seis meses; tras haber resuelto la crisis, dimitía.
Para proteger a la plebe de las arbitrariedades de los
cónsules en tiempo de guerra, se creó la figura del Tribuno de la Plebe.
Con el tiempo, la legión romana se fue modificando y
perfeccionando. Al dejar atrás el período mítico y entrar en la historia con el
establecimiento de la República se produjo una mutación en la estructura de la
Legión Romana. Por primera vez, en el 272, frente a Tarento, los legionarios de
Roma se enfrentaron con las falanges griegas de Pirro, reforzadas con
elefantes.
El Dictador Marco Furio Camilo, abordó la reforma del
ejército que había dejado de ser la punta de lanza de una pequeña ciudad
guerrera y se había convertido en el sostén de un país en expansión. A partir
de entonces, ya no era necesario solamente “un” ejército, sino una
multiplicidad de unidades de combate eficaces y capaces de combatir en
distintos frentes.
Estas reformas sitúan a Roma en las puertas de la I Guerra
Púnica. Su pieza clave es la legión. Su unidad mínima de combate, el manípulo.
Plutarco describe el origen del manípulo: era un haz de heno
atado a lo alto de un lanza que servía a cada unidad de cien hombres –centuria-
como referencia para reconocer donde estaba el jefe y, por tanto, el centro del
combate.
El equipamiento vació. Se generalizó el escudo oblongo, se
adoptó como espada de ordenanza el Gladius Hispanensis que ya había mostrado su
eficacia derrotando a Pirro, y el “pilum”, o lanza arrojadiza, se aligeró y
mejoró. Apareció, por primera vez, la legión estructurada por cinco mil
guerreros, con una jerarquía precisa: comandante supremo, tribuno militar,
maestre de caballería y centuriones, que, se transformarían en la pieza clave
del dispositivo táctico de combate.
A partir de Marco Furio Camilo aparece el campamento militar
romano con la mayoría de sus características: rectangular, protegido por un
talud defensivo y una empalizada de madera.
Aparecen también las primeras máquinas militares cuya
técnica habían aprendido de los griegos vencidos. Roma entiende que la
velocidad en el desplazamiento de las tropas, si es superior a la del enemigo,
es la garantía de la victoria. Por eso, dota a las legiones de ingenieros
capaces de planificar caminos, tender puentes, construir fortificaciones y
diseñar máquinas de guerra adaptadas a cada circunstancia concreta.
Pero, sobre todo, en ese período, la Legión Romana se dota
de su principal arma: la disciplina de hierro que hace que actúe como un solo
hombre, borra las individualidades y queda reforzada por el uniforme.
Roma dispone así de un ejército profesional. Sus ciudadanos,
como antes los de Esparta, debían obligatoriamente servir en el ejército durante
un largo período. Recibieron por primera vez una paga de la República. Es
apenas una paga reducida que les permite comprar equipo. La manutención corre a
cargo del Estado. Más adelante, tras las guerras púnicas, el legionario cobrará
un salario más alto que hará atractiva la milicia.
Las condecoraciones individuales, los honores colectivos a
las legiones victoriosas, el reconocimiento de su heroísmo, mediante títulos,
suponían incentivos morales que prestigiaban a los legionarios, a sus unidades
y a sus comandantes: la VII Gémina fue honrada por Septiminio Severo con el
título de Pía Félix, la VIII Augusta que combatió en Britania y en el Danubio
recibió el título de Pia Fidelis Constans, idéntico al que honró a la Legio II
Trajana por sus victorias en la frontera del Rhin.
Una simple vara de vid era el distintivo del mando del
centurión.
La turma de caballería, formada por tres decurias, con un
total de 30 jinetes era la unidad de intervención rápida. Cada legión contaba
con trescientos jinetes.
La estrategia de la batalla protagonizada por la legión
manipular seguía siendo muy sencilla: los “vélites”, armados con venablos,
escudo redondo y espada corta, hostigaban al enemigo y le provocaban, cuando se
producía el choque, entraban en combate las primeras líneas de “hastati”,
infantería ligera. Era muy posible que estas primeras líneas derrotaran al
enemigo, si no lo hacían, entraba en acción la infantería pesada, los
“princeps”, que esperaban al enemigo con la pierna izquierda adelantada,
protegida por greba y la lanza larga apoyada en tierra, protegidos por un
escudo rectangular. Si no lograban perforar la línea enemiga, se retiraban
lentamente y dejaban paso a los “triarios”. En el lenguaje militar romano, la
frase “llegar a los triarios” indicaba que la batalla estaba teniendo
dificultades superiores a las previstas.
La lectura de Tito Livio indica que la Legión Romana, en ese
período, pasó a combatir en pequeñas unidades muy coherentes y cohesionadas,
con cierto nivel de autonomía táctica y dejó de ofrecer un frente compacto al
estilo de la falange griega.
Los escudos de bronce y las pesadas armaduras tomadas de los
etruscos desaparecieron y la legión ganó en agilidad y capacidad de movimiento.
Esta estructura militar dio a Roma el control de la península
itálica; consiguió doblegar la potencia etrusca; dio la victoria a los
estandartes con la loba capitolina en las tres guerra sammitas que les
otorgaron el control de los Apeninos y del norte del Adriático y consiguió
expulsar a los helenos del sur de Italia, derrotaron a los galos de Breno que
había conseguido ocupar Roma, salvo el Capitolio donde se reorganizó la
resistencia y destacó, una vez más, Furio Camilo; y, finalmente, contra Pirro,
rey del Epiro.
En la batalla de Beneventum, Pirro fue derrotado finalmente,
cuando los legionarios aprendieron a soportar el embate de los elefantes.
Después de resultados inconclusos, Pirro fue recordado por la historia gracias
a los resultados inconclusos de sus victorias y al elevado coste de las mismas:
“victorias pírricas”.
Con el control de la península itálica concluía otra fase en
la historia de Roma. Ahora quedaba el dominio del mediterráneo y el choque
decisivo con Cartago.
La I Guerra Púnica se resolvió con un choque entre las
flotas romana y cartaginesa. Los romanos habían apresado a una nave de guerra
de Cartago y copiaron en todo su estructura, añadieron un puente de abordaje en
la proa. En apenas 60 días construyeron 120 quinquerremes y entrenaron a sus
tripulaciones en tierra. En la batalla de Mylae, la escuadra cartaginesa
resultó sorprendida primero y deshecha después. Cartago abandonó Sicilia y
Roma, aprovechando su debilidad, se hizo con Córcega y Cerdeña.
Pero el choque definitivo tendría lugar treinta años después
a causa de la floreciente ciudad de Sagunto, situada en tierra cartaginesa,
pero aliada de Roma, cuyo socorro pidió al sentirse amenazada por los
turdetanos, tribus que poblaban la actual Teruel.
Roma resultó sucesivamente derrotada en su propio territorio
en el Tesino, luego en el lago Trasimeno y en las orillas del río Trebia y,
particularmente, en Cannas.
Mientras Aníbal seguía una guerra de aniquilamiento, Roma
practicó una guerra de desgaste.
La contraofensiva romana fue sorprendente: evitó durante
años el enfrentamiento frontal y envió legiones a teatros secundarios con la
intención de cortar las líneas de abastecimiento de Aníbal. Hispania fue uno de
esos teatros.
El general cartaginés mantuvo sus posiciones en la
Península, pero, finalmente, al no poder estimular la revuelta de los pueblos
itálicos y al resultarle imposible recibir refuerzos, se vio obligado a
emprender la retirada. Aníbal no había perdido ni un solo choque en suelo romano,
pero su desgaste fue continuo e insoportable.
Para colmo, Roma, con Aníbal inmovilizado en su territorio,
decidió atacar Cartago. La batalla decisiva tuvo lugar en Zama Regia. Escipión
Africano, utilizó contra él la misma estrategia que Aníbal practicó en Cannas y
que le llevó a la victoria. Ataque frontal y envolvimiento por las alas
guarnecidas por la infantería pesada de los Triarios.
A partir de ese momento y de la posterior victoria sobre
Filipo V de Macedonia, Roma pudo llamar con propiedad al Mediterráneo, “Mare
Nostrum”.
El ejército romano en esa época se adaptó, una vez más, a
las necesidades de los desafíos que tenía ante sí. El historiador griego
Polibio, amigo íntimo de los Escisiones y que frecuentemente los acompañaba en
sus expediciones, nos facilita una información exhaustiva sobre la organización
de las legiones y sus campañas en el Libro VI de sus “Historias”. En otro de
sus libros pormenoriza la destrucción de Numancia y describe las máquinas de
guerra utilizadas por las legiones.
Gracias a Polibio sabemos cómo se reclutaban los
legionarios. Debían servir en el ejército un mínimo de 16 años los legionarios
de infantería y de 10 los de caballería. En caso de necesidad el servicio
militar podía durar hasta 20 años. No se podía ocupar ningún cargo público si
no se había cumplido el servicio militar.
El día en que se convocaba asamblea popular para organizar
el ejército, debían asistir todos los ciudadanos varones de entre 16 y 46 años.
Los tribunos, divididos en cuatro grupos, uno por cada una de las 4 legiones
que debían reclutarse, elegían por turno un hombre a la vez hasta completar los
4.200 hombres por legión.
Luego se juraba lealtad a la República y obediencia a los mandos. Se fijaba el día y el lugar en el que debían presentarse sin armas. Los tribunos seleccionaban a los más pobres y jóvenes para formar los “vélites” y los “hastati”. Luego, los hombres en lo mejor de su edad (23-33 años) formaban los “príncipes” y los más mayores, eran los “triarios”.
A continuación, se iniciaba el entrenamiento militar, si
bien es cierto que los niños romanos, desde los diez años, empezaban a
practicar ejercicios militares, tal como habían hecho los adolescentes
espartanos.
En esa época la cadena de mando del ejército estaba formada
por el Cónsul a la cabeza, le seguían los 6 tribunos de cada legión y los 60
centuriones de los 30 manípulos, además de los treinta decuriones de la
caballería ligera.
La instrucción era dura. Se aprendía a manejar la espada
ante una estaca clavada en el suelo. La ciencia militar romana sostenía que con
que la punta del Gladio penetrara solo 5 centímetros en el cuerpo del enemigo,
ya podía dársele por muerto o fuera de combate. Desaconsejaban el corte lateral
que hería pero no mataba. Además, en los ataques frontales, hiriendo con la
punta, se lograba mantener prácticamente cerrada la fila de escudos y hacer
invulnerable a la primera línea sin descubrir ni el costado ni el brazo
derecho.
Paralelamente se aprendía a evolucionar en la batalla sin
romper la formación.
También se realizaban marchas de endurecimiento de cinco
horas en las que se recorrían entre 25 y 30 kilómetros. Al llegar, todavía
quedaban dos o tres horas de instalación del campamento.
Esta rutina, férrea y obsesivamente repetida en cientos de
ocasiones, convertía a la legión romana en una apisonadora a la que solamente
ejércitos bien entrenados y mejor motivados, podían afrontar con posibilidades
de éxito.
La disciplina era férrea y los castigos severos: robar en el
campamento, desertar ante el enemigo o abandonar el puesto de guardia podían
equivaler a la ejecución sumaria. Faltas menores de disciplina se castigaban
con el apaleo o la expulsión deshonrosa del ejército.
Las máquinas de guerra habían estado presentes en otros
ejércitos, pero roma las situó en el centro de su estrategia, especialmente en
los asedios a ciudades. Polibio explica que las más utilizadas eran la balista
y la catapulta. Las primeras estaban situadas sobre carromatos y arrojaban a
500 metros pesadas flechas de hierro. Las catapultas arrojaban piedras a una
distancia entre 300 y 500 metros.
En los asaltos, un grueso tronco con una cabeza de carnero
(Aries, el jefe de la mana, avatar del dios de la guerra), el ariete, derribaba
con facilidad las puertas, y se acercaba mediante una estructura móvil de
madera, protegida por pieles para impedir que fuera incendiada.
Así mismo, para facilitar la aproximación de la infantería a
las murallas, se utilizaban torres de asalto con varios pisos y puentes
levadizos situados a diversas alturas, y carros de asalto que protegían a una
centuria de flechas y piedras.
De esa época, data también la famosa “tortuga” o “testudo”,
formación compuesta por 25 legionarios y 15 escudos que colocaban sus escudos
rectangulares encima de sus cabezas y en los flancos, no ofreciendo ningún
punto vulnerable a las flechas, piedras o jabalinas del enemigo.
Pero este impresionante dispositivo militar, a partir de la
conquista de Hélade, se convirtió en un instrumento civilizador.
IV. Una ciudad
guerrera crea un imperio civilizador
Los romanos de los orígenes se llamaban a sí mismos “hijos
de Marte”.
Marte era el dios de la guerra, hijo de Júpiter y Juno. El
lobo era su símbolo y se le representaba armado y provisto de yelmo y coraza.
Sus hijos eran Fobos y Deimos, miedo y terror. Procedía del dios griego Ares,
venerado en Atenas en el Areópago, literalmente, la colina de Ares.
La tradición romana sostenía que el dios Ares fuera el padre
de Rómulo y Remo.
Tanto en Grecia como en Roma se le ofrecían sacrificios
antes de la guerra. Aparecía en las batallas junto a Duellona. Dio nombre al
tercer planeta, al tercer mes del año, Marzo y al tercer día de la semana,
Martes.
Cuatro templos rendían culto al dios de la guerra en la
capital imperial: compartía templo con Júpiter y Quirino, dios de la paz
armada; otro estaba dedicado al Marte Vengador en el Foro de Augusto; al Marte
de las Batallas (Mars Gradivus), y en el Campo de Marte donde se preparaban los
atletas y soldados.
Su fiesta se celebraba el 1 de marzo y su culto mantenido
por los doce sacerdotes salidos que danzaban en su honor provistos doce escudos
que, según la tradición, habían caído del cielo.
Todo esto dice muy a las claras que Roma era una ciudad
guerrera.
En todos los pueblos indoeuropeos, el lobo ha sido un animal
totémico propio de la casta guerrera. El hecho de que fuera una loba la que
alimentó a los fundadores de la ciudad, es así mismo, significativo.
Dirigidos por Eneas, los supervivientes de Troya llegaron
hasta el Lacio. El rey de los Latinos permitió que se establecieran en su
territorio. Eneas se casó con la hija del rey y tuvo un hijo que fundó Alba
Longa.
Generaciones después, Numitor, rey de Alba Longa, destronado
por Amulio, obligó a su hija Rea Silva a convertirse en vestal. Ovidio cuenta
que cuando Silva fue a buscar agua a la orilla de un río, fue poseída por Marte
y dio a luz a los gemelos Rómulo y Remo. El rey de Alba Longa ordenó que se
colocara a los gemelos en una casta y se introdujera a los dos bebés. Pero la
cesta embarrancó y una loba los amamantó. Cuando crecieron y conocieron su
origen, regresaron a Alba Longa, mataron a Amulio y repusieron en el trono a
Numitor.
Pero decidieron fundar una ciudad propia. Trazaron con un
arado el perímetro de la ciudad y juraron que matarían a quien cruzase sin
permito ese límite. Pero al discutir sobre el nombre de la ciudad, Remo saltó
el surco del arado y Rómulo lo mató, dando nombre a la nueva ciudad. Rómulo fue
el primer rey romano, y reinó hasta que desapareció durante una tormenta,
llevado por su padre Marte.
Esta leyenda tiene una datación precisa: el 21 de abril de
753 antes de Cristo.
La ciudad estaba construida a orillas del Tíber que formaba
su frontera natural, mientras que las “siete colinas” ofrecían una protección
natural. Había sido ubicada allí para poder defenderse de cualquier ataque y
controlar las vías de acceso.
El romano era pragmático. Su culto se reducía al rito y el
rito era una operación mágica, inexorable como una fórmula química. La religión
romana era la religión del rito.
Antes del asedio a una ciudad, los sacerdotes, realizaban
los ritos necesarios para ganar a los dioses de la ciudad. Se trataba de que
esos dioses, abandonaran a sus protegidos. Cuando lo hacían y sólo entonces, se
iniciaba el asedio. Así mismo, los arúspices veían el destino de las batallas
en las entrañas de los animales sacrificados y los generales romanos, habían
incorporado estas manipulaciones místicas a su estrategia militar. Las batallas
se libraban solamente con el apoyo de los dioses. Nunca sin ellos.
La buena marcha de la batalla dependía de consideraciones
estratégicas, del empleo de la táctica adecuada, del valor de los soldados,
pero fundamentalmente, del correcto desarrollo de los ritos previos. Un general
derrotado era, un general al que los dioses, por algún motivo, le habían negado
su apoyo. El pragmatismo romano estaba solo atenuado por la religiosidad
romana.
Publio Cornelio Escipión Emiliano, general tan victorioso
como piadoso, experimentó estados de trance en el interior del Templo de
Júpiter Capitolino. Los soldados se sentían seguros de que su general fuera
devoto de los dioses y jamás dudaron que sabía atraerse su favor en las
batallas. Por eso, lucharon con más convicción en Hispania y le siguieran ante
los muros de Cartago en la III Guerra Púnica y en la hoguera de Numancia.
Formado en la cultura griega y con refinada cultura, a su quinta romana acudían
los grandes exponentes de la cultura helénica de la época. Polibio, relata con
detalle sus campañas y su arte militar.
Además de Marte, había otro dios de la guerra en Roma a cuyo
templo situado en el Foro Romano convergían todas las miradas. Era el templo de
Jano cuyas puertas permanecían abiertas desde el momento en que se iniciaba una
guerra hasta el momento en que concluía.
Jano, el dios de las dos caras que miran en sentidos
opuestos, dio nombre al mes de Enero. Era el dios de los cambios y los tránsitos.
Del pasado y del futuro, de las puertas y de los cruces de caminos. Su
protección, se extendía sobre quienes deseaban variar el orden de las cosas.
Sus puertas daban al este y al oeste, hacia el principio y
el final del día, y entre ellas se situaba su estatua, con dos caras, cada una
mirando en direcciones opuestas. Se lo invocaba al comenzar una guerra.
Las puertas del Templo de Jano permanecieron muy pocos años
cerradas en la antigua Roma. Salvo en el tiempo de la “Pax Augusta”, Roma vivió
en una guerra permanente que, finalmente, la dejó agotada.
IV. La idea de la
muerte como destino del guerrero
La guerra hace que la psicología de sus protagonistas –los
combatientes- sea muy parecida en todas las épocas y en todas las latitudes.
Quizás sea por esto que existe un paralelismo entre las concepciones guerreras
romanas y las japonesas.
El estoicismo romano, defendía la legitimidad del suicidio
como desembocadura ante determinadas situaciones, de la misma forma que en el
Bushido, el código del honor samurai, abría las puertas al suicidio como
salvaguardia del honor, o como acto de protesta contra una situación injusta.
“Si no quieres combatir, retírate; en efecto, nada te impide
morir”, había escrito Séneca. Era frecuente, que los generales romanos
derrotados eligieran el camino del suicidio. Para el romano, no existía derrota
honorable; toda derrota era la muestra y la exteriorización de una falta, así
como la victoria era signo del apoyo recibido de los dioses.
En el rito de la “devotio”, el general se sacrificaba
voluntariamente para asegurar la victoria de su ejército en el campo de
batalla. Este sacrificio debía de atraerle favor de los dioses.
En el año 151 a.C, se produjo una rebelión de tribus
hispanas. Escipión Emiliano se presentó voluntario para reducirla. Sitiada la
ciudad de Intercacia, próxima a Villalpando (Zamora), cada día un gigante hispano,
fuertemente armado, salía una y otra vez para desafiar a los romanos a un
combate singular. Escipión, a pesar de su corta estatura, aceptó el desafío y,
con su caballo herido, venció al gigantón. Intercacia se rindió. Por eso los
que estaban bajo sus órdenes pensaron siempre que Escipión era amado por los
dioses.
Estos combates singulares eran el equivalente al “juicio de
Dios”: se creía que la divinidad sostenía la causa justa y a quienes lograban
atraer su voluntad mediante el rito justo. El vencedor en el combate era el
justo y el amado por los dioses.
Para el mundo clásico el destino de la mayoría de los humanos era “extinguirse sin gloria en el Hades”, en el reino de los muertos. Pero sólo unos pocos podían optar por el camino de la inmortalidad: los héroes muertos en combate. La muerte era el destino de lo humano, pero había una posibilidad de escapar al Hades.
No es por casualidad que la Legio II Trajana, tuviera como
divisa la imagen de Hércules o que Quinto Fabio Máximo Emiliano, mientras concentró
a sus legiones en Osuna, acudió a Gades a realizar sacrificios al famoso templo
de Hércules
.
El ideal romano de guerrero era, precisamente, Hércules.
El romano pensaba que la “muerte heroica”, transmutaba al
guerrero y le hacía experimentar una mutación radical en su persona,
convirtiéndolo en miembro de la “raza de los héroes”.
Hesíodo explica que, a medida en que se sucedían las tres
primeras razas humanas, la de la Edad de Oro, la de Plata y la Edad de Bronce,
el ser humano iba perdiendo la posibilidad de ser inmortal. Pero, a los nacidos
de la última raza, la de la Edad del Hierro, la nuestra, los dioses les
ofrecieron la posibilidad de una reintegración en la inmortalidad siguiendo la
“vía heroica”.
Surgió así en la mitología, la “raza de los héroes”, formado
por Hércules, Aquiles, Ulises y tantos otros, que triunfaban en el curso de
trances difíciles y arriesgados. Otros, fracasaban en esas mismas empresas, era
la “raza de los titanes”, cuyo destino era la extinción en el Hades. La inmortalidad,
por el contrario, se encontraba al final del camino de la raza de los héroes.
V. Civilización,
ocupación, resistencia, romanización
¿Qué tienen en común Turín, Aosta, Estrasburgo, Manchester,
Constanza, Colonia, Bonn, León y Cáceres? Mucho: fueron fundadas por
legionarios romanos. En realidad, su origen fueron campamentos de las legiones
romanas. Polibio los describe en su Libro VI como una muestra del pragmatismo
romano llevado al paroxismo. Nada quedaba al azar en un campamento legionario.
De hecho, los campamentos romanos –los castra castrorum- se convirtieron en
focos de civilización e irradiación cultural.
En Roma, la cultura fue al paso con las legiones. Y ya no se
trataba de una cultura “lacónica” como la de los viejos laconios, lacedemonios
o espartanos, sino de una cultura extremadamente rica y diversificada.
Se elegía un terreno llano y con mínima pendiente. Los
arúspices tenían en esto algo que decir, a ellos –y no sólo a los estrategas-
les correspondía seleccionar el terreno mediante su arte augural. Esto explica
el porqué Barcelona fue establecida en un lugar alejado de los dos ríos más
próximos y porqué hubo que traer luego el agua mediante una compleja obra de
ingeniería de la que aún quedan huellas.
El campamento era rectangular o cuadrado de 600 metros de
arista, defendido por una zanja, con cuatro puertas defendidas, dos laterales y
dos principales: la Pretoria y la Decumana. Podía albergar hasta dos legiones
completas. Con la tierra extraída de la zanja se formaba una empalizada
defensiva. Si el campamento corría el riesgo de ser atacado, esta empalizada se
reforzaba con una empalizada de troncos. Entre esta empalizada y las tiendas se
dejaban 60 metros vacíos para que los proyectiles enemigos no llegaran hasta
las tiendas de los legionarios.
En el interior, cada clase de tropa tenía sus tiendas
específicas. Existían dos calles principales, perpendiculares que iban a dar a
las cuatro puertas.
En el centro del campamento, se situaba el altar y justo
enfrente la tienda del Pretor. Todo el conjunto destilaba una simetría y un
orden extremo.
Los campamentos de vanguardia podían ser también protegidos
por torres de defensa y una red de torres de vigilancia y señales.
La Legio VI Victrix, victoriosa, fundada en la época de
César y destinada por Augusto a Hispania, donde permaneció hasta el año 70,
contribuyó eficazmente a la romanización de la Península. Sus legionarios construyeron
caminos, labraron sillares y estelas, establecieron torres de vigilancia en
toda la península, enseñaron el arte del cultivo de la tierra allí en donde era
desconocido y leyeron con los celtíberos más preclaros, a los clásicos griegos
y romanos.
Roma no se limitaba a ocupar un territorio y expoliarlo. Las
legiones, no solo eran un ejército de ocupación, sino sobre todo una fuerza
civilizadora. La grandeza de Roma se basó en la transmisión de la cultura
clásica. Había “Imperio”, allí en donde las legiones habían transformado la
barbarie en Orden. La idea de Imperio era para los romanos, sinónimo de idea de
Orden.
La lucha para la incorporación de Hispania al Imperio fue
larda y dura. Se sucedieron insurrecciones y guerras. En el curso de las campañas,
destacó la Legio IX, que mereció por su heroísmo y eficaz cometido, el título
de “Hispana”.
Cuando concluyeron las guerras cántabras, toda Hispania
quedó sometida e incorporada como provincia del Imperio. Las puertas del templo
de Jano se cerraron por un breve plazo.
¿Qué ocurría con el soldado que había servido fiel y
heroicamente en las legiones romanas, cuando ya había llegado al límite de
edad?
Lo normal era que recibiera lotes de tierra de las zonas
conquistadas. Se creaba así la imagen de los soldados-colonos que, tras obtener
un territorio con las armas en la mano, lo cultivaban. Desde la antigua Esparta
hasta los “cuerpos francos” alemanes que lucharon en el Báltico tras la Primera
Guerra Mundial, pasando por los hombres de armas de la Reconquista española y
por los caballeros teutónicos que colonizaron las marcas del Este, la figura de
los soldados-colonos ha aparecido frecuentemente en la historia.
Durante unos siglos, la civilización fue al paso con los
legionarios romanos. En el año 2 a.C, un grupo de veteranos de las guerras
cántabras, desmovilizados, recibieron lotes de tierra, en torno a una pequeña
elevación de apenas 18 metros de altura, el monte Taber. Allí repitieron el
rito de la fundación de una ciudad, creado por Rómulo y Remo. Aquellos
legionarios pasaron el arado por un rectángulo achaflanado, marcando los
límites de la que sería la colonia Julia Augusta Patricia Faventia Barcino,
conocido hoy como Barcelona. Barcino, la ciudad de la “barca nona”, la novena
barca en la que Hércules llegó a los pies del monte de Iove, el actual
Montjuich.
Los legionarios configuraron Barcino a imagen de sus
campamentos: con una empalizada de madera, con un foso defensivo y con dos
calles perpendiculares, el Castrum y el Decumanus que todavía hoy existen en la
Barcelona postolímpica.
Las necesidades defensivas les hicieron, años después,
convertir la empalizada en una sólida muralla que persistió incluso durante la
Edad Media y que obligó a Almanzor a detenerse para un largo asedio.
El aprovisionamiento se realizó trayecto las aguas de un
arroyo, mediante un largo acueducto del que aún quedan restos.
La innovación romana en el campo militar excedió la
invención de la Legión. No toda la estrategia militar romana se basaba en el
choque armado. Para personajes como los Escisiones, la política era la
continuación de la guerra por otros medios.
Roma atribuía gran importancia lo que hoy se llama “guerra
psicológica”. El gran éxito de la presencia en Hispania de Escipión el
Africano, consistió en su política de atraerse a las tribus locales mediante
pactos y un trabajo de atracción personalizada, protagonizado en gran medida
por él mismo.
Se trataba, de restar aliados al enemigo y ganarlos para las
propias fuerzas. Los Escipiones fueron en esto unos maestros y debilitaron a
Cartago en Hispania.
Así mismo, Roma empleó el espionaje y el contraespionaje
como instrumentos militares. El propio César cuenta que durante la Guerra de
las Galias se preocupó extraordinariamente de mantener el secreto de las forja
de las armas romanas. El resultado de esa campaña, dependió en gran medida de
la superioridad del acero romano sobre las espadas galas que, inopinadamente se
doblaban en pleno combate con el resultado que se puede prever.
Los romanos llegaron a conocer extraordinariamente las
pasiones humanas y supieron manipularlas en beneficio de su expansión.
Frecuentemente, intentaban ganar para su causa a los emisarios enviados a
parlamentar o a los embajadores de países vecinos. Reclutados como espías o
para realizar el “trabajo sucio” en la retaguardia, la psicología romana los
despreciaba, como despreciaba a cualquier traidor, pero los aprovechaba. La
revuelta de los lusitanos comandada por Viriato fue liquidada tras el asesinato
de éste por algunos de sus hombres de confianza, ganados para la causa romana.
Se sabe lo que siguió: “Roma no paga a traidores”.
Así mismo, un síntoma de la modernidad de las concepciones
romanas era la importancia militar atribuida a las comunicaciones. Cuando Roma
estabilizó su dominio en Germania y de Britania, un muro defensivo protegía las
fronteras del Imperio. Este muro estaba formado por empalizadas, torres de
vigilancia y defensa y un sistema de comunicación entre las posiciones de
observación, realizado mediante señales con banderas y humo durante el día y
hogueras durante la noche que han seguido utilizándose hasta nuestros días con
leves modificaciones. La red de vías romanas que unía cualquier punto del
imperio con la capital, facilitaba estas comunicaciones.
Roma en tierras de Hispania se vio obligada a desarrollar
sistemas de lucha contra las incursiones guerrilleras de las tribus en vías de
dominación. Es lo que hoy llamaríamos sistema “contrainsurgencias”. La toma de
rehenes y su ejecución, arrasar los campos que proveían de alimentos a las
unidades guerrilleras, la utilización de soldados nativos conocedores del
terreno para combatir a la resistencia, ganar a la población civil mediante la
difusión de la cultura romana, eran solo algunas de las tácticas utilizadas
para desactivar a la “resistencia” y a los grupos autóctonos que practicaron la
guerra de guerrillas. Fue, desde luego, en el territorio de Hispania donde Roma
puso en práctica estas iniciativas contrainsurgencias para sofocar las
constantes revueltas de las tribus nativas.
César no había leído a Sun-Tzu, pero conocía perfectamente
el arte de la guerra. El sitio de Alesia fue la cumbre del genio militar de
César. La capital gala insurgente fue, como solían hacer los romanos, rodeada
de un muro que hacía imposible la salida de los sitiados. Cuando las tribus
galas se movilizaron para romper el cerco de Alesia, César ordenó que se
construyera en torno al cinturón defensivo que contenía a la ciudad gala, un
nuevo muro exterior desde el que el ejército romana pudiera oponerse a los
asaltantes llegados de toda la Galia. Jamás la historia ha visto una operación
tan delicada y compleja, desarrollada en tan poco tiempo y con tanta eficacia.
Mientras Roma supo adaptarse a los desafíos impuestos por el
enemigo, Roma resultó triunfadora de los combates. Pero esto no pudo durar
siempre.
VI. La decadencia
romana
En el primer período de la historia de Roma, toda la ciudad
es una fuerza combatiente, que, progresivamente se va especializando.
Pero lo que funcionaba en un marco civilizacional reducido,
ya no pudo sobrevivir al crecimiento de la grandeza de Roma a partir de la II
Guerra Púnica.
La elección anual de los cónsules propició cierta
inestabilidad. Además, se trataba de un cargo político. Frecuentemente se puso
de relieve que los cónsules elegidos por motivos políticos, no tenían capacidad
militar. Mientras que el ejército, los tribunos y los mandos intermedios eran
valerosos, organizados y disciplinados, faltó muy frecuentemente un mando
estratégico capaz.
Los cónsules enviados a las colonias, frecuentemente,
explotaban sin piedad a las ciudades aliadas y gobernaban en beneficio propio.
En el período de la conquista de Hispania, se evidenció que la mayoría de
cónsules, legados y pretores, o bien eran corruptos, o bien incapaces o ambas
cosas, además de crueles.
El senado no era muy amigo de prolongar el mandato
excepcional de los generales que habían demostrado más capacidad. Roma estuvo
en desventaja ante Cartago, especialmente ante generales de la talla de un
Aníbal. Solamente, cuando Aníbal tuvo, frente a sí, a un enemigo de su misma
envergadura, Quintus Fabius Maximus o los Escipiones, el combate estuvo
verdaderamente equilibrado.
La duración de las guerras, la lejanía de los destinos, los
prolongados años de convivencia en campamentos y la camaradería de los
combates, hizo que los legionarios, terminaran siendo mucho más fieles a sus
mandos naturales que a la propia República. Esta tendencia tendió a aumentar en
el siglo I a.C y, posteriormente en el período de la decadencia imperial.
Abundaron los golpes de Estado, las luchas fraccionales y el desorden.
Roma había concluido un ciclo de civilización. Una
civilización guerrera formada en torno a la Legión, que se demostró como el más
poderoso instrumento de civilización. Los romanos eran los primeros en saber
que la grandeza de Roma no duraría siempre. Pero se prolongó por espacio de
casi 1000 años y tiño la civilización hasta la Edad Media. Tanto Carlomagno
como los Hohenstaufen consideraron sus construcciones imperiales como
renovación del legado de Roma. Con la caída de Bizancio en manos de los
otomanos en el siglo XV concluyó la historia iniciada por los dos hermanos
gemelos amamantados por la Loba veinte siglos antes.
Cuando un Imperio inicia un proceso de decadencia, las
razones son siempre múltiples. Roma estaba debilitada por diez siglos de
guerras continuas y cortos períodos de paz. Como siempre, los mejores romanos,
destinados en las posiciones más arriesgadas, habían muerto en combate. Desde
Horacio Cocles hasta el Emperador Juliano –que, con propiedad, puede llamarse
“el último romano”- las matronas habían alumbrado a generaciones de guerreros
dispuestos a inmolarse por la grandeza de Roma.
Mientras la tensión imperial se mantuvo y tanto la clase
política dirigente como los combatientes anónimos de las legiones, creyeron en
la misión trascendental de Roma de llevar el orden allí a donde había caos y
barbarie, de crear, en definitiva, Imperio, Roma estuvo en condiciones de hacer
frente a sus enemigos.
Pero cuando esta tensión desapareció y el vínculo con la
cultura clásica se relajó, cuando los huecos en los frentes ya no podía ser
cubiertos por los propios romanos, y debió recurrirse a tropas mercenarias,
cuando, uno tras otro, se sucedieron emperadores de dudosa talla o,
simplemente, peleles de la guardia pretoriana o sujetos enloquecidos, cuando
los pueblos bárbaros, uno tras otro, saltaron los muros defensivos de Germania,
Roma ya no pudo oponer nada más que un legado histórico que no estaba a la
altura de mantener.
En este marco de decadencia, la aparición del cristianismo
no fue un elemento decisivo en la decadencia. Es cierto que algunos grupos
cristianos primitivos, se negaban a combatir en las legiones romanas y llamaban
a la deserción en nombre del no matarás, pero también es cierto que en algunas
batallas cruciales de este último período, estuvieron presentar luchando en las
mismas unidades que los legionarios paganos. Por lo demás, después de la
batalla de Puente Silvio que da la victoria a Constantino, y el cristianismo
queda trasformado en religión del Imperio, con la obligación de los cristianos
de defenderlo con armas en la mano, la decadencia sigue inexorable. El espíritu
de Roma estaba agotado y era imposible reavivar la llama. El último intento del
Emperador Juliano, le llevó a morir en una batalla intrascendente en la lejana
Persia.
La victoria sobre Atila, un siglo después de la muerte de
Juliano, no fue sólo obra de Roma, sino de sus aliados galos y visigodos. En
los Campos Cataláunicos, cerca de Troyes, apenas combatieron romanos. Roma
estaba agotada. Era el 451. Los vándalos saquearon la ciudad cuatro años
después. Veinticinco años después,Odoacro, rey de los Hérulos, entró en Roma y
depuso al último emperador, que por ironías del destino ostentaba el mismo
nombre que el fundador de la ciudad, Rómulo Augústulo; en señal de respeto y
reconocimiento hacia el pasado del Imperio, Odoacro remitió el Águila y las
enseñas imperiales a Zenón, emperador de Bizancio.
Algo más de 1500 años después, otra nación se creyó
investida por Dios para asegurar el “Nuevo Orden Mundial”. En enero de 1990,
George Wallace Bush, después de la victoria sobre Irak en la Segunda Guerra del
Golfo, proclamó que los EEUU eran la única nación que podía liderar el Nuevo
Orden Mundial. Los ideólogos conservadores de la época, realizaron forzados
paralelismos entre la antigua Roma y los nuevos EEUU.
El antiguo Secretario de Estado con Jimmy Carter y fundador
de la Comisión Trilateral, Zbigniew Brzezynsky, llevó esta similitud a la
cantidad de efectivos que llegaron a tener las legiones romanas con la que
tenían los EEUU desplegados por todo el mundo: 250.000 soldados en ambos casos.
En la introducción a su libro “El Gran Tablero Mundial”,
afirmaba que los EEUU era la “nueva Roma”, el nuevo imperio moderno, único
capaz de establecer una “pax romana” universal y fiada a su poder armado.
Pero Brzezynsky se equivocaba en todo: no solamente comparar
la cultura clásica greco-latina con la cultura americana era una broma de mal
gusto, sino que resultaba posible establecer muchas más equivalencias entre
Cartago y EEUU. No en vano, ambas eran potencias marítimas, comerciales. En
ambas, el oro era superior a la sangre. La milicia superior al mercader. El
Estado superior y anterior a los individuos que lo componen.
Si EEUU es algo en relación a Roma, es su reflejo en el
espejo, su antípoda.
Las legiones romanas, llevaron la civilización allí en donde
hasta entonces solamente existía barbarie. La vieja Hispania fue uno de esos
lugares beneficiados por la labor civilizadora de Roma. Fue precisamente
Hispania, quien dio al imperio su primer emperador no itálico.
El pragmatismo romano, modulado por la piedad del romano
tradicional y por la conciencia histórica anidada en la mentalidad de la clase
patricia hasta el período de la decadencia, de que Roma tenía una misión
universal que realizar, fueron los motores de la grandeza de Roma.
Para llevar adelante ese inmenso proyecto civilizador, lo
verdaderamente esencial fue aportar al arte militar un concepto nuevo: la
Legión, cuyo nombre se ha perpetuado hasta nuestros días.
Roma renovó a Esparta. Roma decayó cuando dio la espalda a
Esparta.
© Ernesto Milá Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es