Ramiro Ledesma escribió en su Discurso a las Juventudes de España:
“Resumimos así el panorama de los últimos cien años: Fracaso de la España
tradicional, fracaso de la España subversiva (ambos en sus luchas del siglo
XIX), fracaso de la Restauración (Monarquía Constitucional), fracaso de la
dictadura militar de Primo de Rivera, fracaso de la República. Vamos a ver cómo
sobre esa gran pirámide de fracasos se puede edificar un formidable éxito
histórico, duradero y rotundo”. Era el año 1935. Desde entonces han pasado 90
años, casi un siglo. A esta pirámide podrían añadirse otros muchos fracasos: el
fracaso histórico que supuso el estallido de la Guerra civil como colofón final
al fracaso de República, los años del franquismo, los años de la transición, los
cuarenta años de democracia…
Cada uno de estas estaciones requiere un análisis específico de
todo lo que la precedido, sin el cual, sería difícil entender ese momento
histórico. Puede hablarse de “fracasos espectaculares” en el caso de la
Segunda República (que no dio ni libertad, ni pan, ni trabajo), de “fracasos
consensuados como éxitos” en el actual “régimen” (que ha dado algo de pan,
menos trabajo, demasiada corrupción y libertades en disminución) y de “fracasos
relativos” en el caso del franquismo (que, como hemos dicho, dio “pan y
trabajo”, pero no libertades)
En lo que se refiere al franquismo, si se trata de situarlo en la
historia (algo inevitable si queremos llegar a una interpretación correcta), habrá
que realizar antes un breve repaso a sus precedentes: fracaso de la
Restauración, desastre del 98, radicalización social y política, fracaso de la Dictadura,
hasta llegar al abismo en el que la República situó al país. Y lo vamos a
hacer con la brevedad que exigen estas páginas. Eso nos permitirá entender algo
que la “memoria histórica” del sanchismo ha desfigurado y desvirtuado: si
hubo franquismo, fue precisamente porque era el único camino que quedaba para
llevar al país a la modernidad: la mano de hierro que trajera pan y trabajo…
aunque no libertad.
1. Fracaso de la Restauración (1874-1902)
La Restauración fue uno de esos momentos históricos necesarios
para estabilizar el país a tenor de todo lo que la había precedido,
especialmente desde la llegada de las tropas napoleónicas. Desde el reinado de
Carlos IV las cosas habían ido de mal en peor. La derrota de Trafalgar acentuó
la crisis del reinado de un monarca sólo interesado por la caza, que había
entregado el gobierno a distintos validos y, finalmente, abdicado en su hijo
Fernando VII. La farsa propia de un vodevil de la convocatoria de Carlos IV
en Bayona, reclamando la corona a su hijo, sin saber éste, que su padre había
cedido los derechos a favor de Napoleón, es uno de los episodios más chuscos y
lamentables de este período.
El pueblo español, mayoritariamente, apoyó a
Fernando VII y la presencia de las tropas napoleónicas en España, generó la
sublevación popular del 2 de mayo, fecha en la que se inicia la “Guerra de la
Independencia” que, sin embargo fueron tres guerras superpuestas: una guerra
civil (porque no solo combatieron españoles contra franceses, sino “españoles
afrancesados” contra “españoles patriotas”), una guerra de liberación nacional
(contra la ocupación francesa y contra la monarquía napoleónica usurpadora),
una guerra internacional (con ingleses y franceses persiguiéndose y combatiendo
mutuamente). E, incluso, podría hablarse de una “guerra ideológica”, con
liberales y conservadores a la greña.
Para colmo, en los años siguientes al final del
conflicto, a pesar del apoyo inicial, con el que contó Fernando VII (su apoyo
era “El Deseado”), desde entonces todo se torció: Retorno al absolutismo,
represión liberal, pérdida de las colonias americanas. Mientras Europa se
modernizaba y entraba en la Segunda Revolución Industrial, España empezaba a
quedar muy atrás con el período de las tres guerras carlistas, el fracaso de
todos los “ensayos liberales” y el inicio de las crisis sociales que se
prolongarían durante un siglo. Durante el reinado de Isabel II (1833-1968) se
consolidó el liberalismo, terminando el reinado con el “sexenio democrático” en
el que hay que incluir los sucesivos fracasos de la monarquía de Amadeo I de
Saboya y de la fugaz Primera República, que dio paso a la Restauración, en la
figura de Alfonso XII y con el sistema de bipartidismo canovista, con su
alternancia y con la constitución de 1876.
Con Cánovas, diseñador de la Restauración y uno de
los grandes estadistas de su tiempo, se inicia un período de necesaria estabilidad,
inexistente desde hacía un siglo.
Pero también con él aparece, por primera vez, la figura de un estadista de
derechas, moderado, que, en lugar de buscar soluciones radicales a los
problemas, trata de parchearlos, uno tras otro. En aquel momento, se
trataba de resolver la cuestión dinástica después de dos guerras carlistas,
resolver la cuestión cubana y la insurgencia que avanzaba en Filipinas. Y,
sobre todo, lograr un impulso económico que ayudara a que el país recuperara el
tiempo perdido desde el reinado de Carlos IV y las crisis que siguieron.
La Restauración, en cierta medida, fue una “revolución
burguesa” reducida, porque exiguo era el volumen de la burguesía española. En
la Restauración todo se hizo a medias. Quien hable de “período democrático” se engaña: la Restauración se
elevó sobre el fraude electoral sistémico, el caciquismo, forma que adoptaba la
corrupción en la época. Gracias a ese sistema Cánovas pudo implantar el “bipartidismo”
de estilo británico y lograr que funcionara durante dos décadas. El suyo era el
Partido Conservador y el “rival”, el Partido Liberal de Sagasta. El año antes de proclamarse la constitución
de 1876, Alfonso XII lanza un decreto ordena al ejército “permanecer en
total alejamiento de las luchas de los partidos y de las ambiciones políticas”.
El ejército, por tanto, debía preocuparse de lo suyo y permanecer ajeno a la
política. Pero esto no era fácil: a fin de cuentas, el ejército vive de los
presupuestos del Estado que son calculados por la clase política. Por tanto, la
mutua independencia entre ambos poderes que buscaba Cánovas, era poco menos que
inviable, especialmente si tenemos en cuenta los frentes abiertos en Cuba,
Filipinas y Marruecos.
El otro problema era la Iglesia: en el inicio de
la Restauración, el Vaticano se oponía resueltamente al liberalismo. Y Cánovas
era liberal. Eran los tiempos de “el liberalismo es pecado” y, si bien, no
todos los católicos, inicialmente, colaboraron con la Restauración, un amplio
sector de la Iglesia española se alineó con Cánovas, especialmente a partir de
la llegada al Vaticano de Leon XIII que dulcificó la actitud católica.
Normalizándose por completo en 1891 con la publicación de la Encíclica Rerum
Novarum. Ahora bien, durante el período anterior, la Iglesia española,
excesivamente vinculada a las clases altas había dejado descristianizadas a
amplias zonas del país y a los grupos sociales más desfavorecidos. España seguía
siendo católica (como reconoció la constitución de 1876), pero amplias zonas
del país, especialmente en los campos de Andalucía existía un vacío religioso,
paralelo a la pobreza. Para colmo, una parte de las élites culturales de la
época, eran partidarias de un mediocre filósofo alemán Friedrich Krause (que
proponía el racionalismo, el panteísmo, la libertad de cátedra, la tolerancia y
la ética humanista). Expulsados de la Universidad por el canovismo en 1875,
fundaron ese mismo año la Institución Libre de Enseñanza. A partir de entonces,
pareció como si el “mundo de la cultura” estuviera vinculado en exclusiva a
sector “progresistas”. El mito se ha mantenido hasta nuestros días.
En la primera década de la Restauración todo fue
bien: se pacificó el país con el final de la Tercera Guerra Carlista y
descendió la tensión independentista en Cuba. La continuidad dinástica
parecía asegurada. Pero en la siguiente década, las cosas empezaron a torcerse.
Se hizo evidente la inmoralidad del sistema electoral basado en el “turnismo”
(alternancia en el poder de conservadores y liberales) y el caciquismo, la
industrialización y la falta de derechos sociales generó la aparición de un
movimiento obrero organizado que identificaba patronal con catolicismo,
dirigido por socialistas y anarquistas que el sistema de la Restauración no
supo integrar y que se radicalizarían más aún en las décadas siguientes; se
agravó el problema colonial tanto en Cuba como en Filipinas, la desactivación
del carlismo transformó a amplias franjas de éste en movimientos nacionalistas
periféricos dirigidos por las burguesías regionales que creían que la
independencia aumentaría sus beneficios contables.
La fecha crucial para el reconocimiento del
fracaso de la Restauración sería el “desastre del 98”. Por entonces tres
cuartas partes del país eran analfabetas: se entiende, pues, que siempre gobernasen por “turno” las élites
conservadoras o liberales: los electores, controladas por los caciques, especialmente
en la España rural (la mayoría del país) votaban lo que éste decidía. El hecho
de que en 1888 se aprobase el “sufragio universal” por un gobierno liberal
presidido por Sagasta, no puede considerarse un gran “avance social”, sino una
garantía de que el sistema de alternancia caciquil y manipulación corrupta de los
resultados electorales se mantendría sin alteración. Y es que, la Restauración
no fue más que un sistema oligárquico en su cúspide y analfabeto y empobrecido
en su base.
2. El Desastre del 98
Al igual que ocurre en la actualidad, en aquella época no faltaban
elogios para jalear al sistema político y a la constitución de 1876 (“la más
larga de cuantas ha tenido España”, se decía). En realidad, todo era
ficción, fachada y artificio: la resolución a los problemas se iba parcheando,
para colmo, la masonería, con mucho protagonismo en el primer tercio del
siglo XIX, había vuelto a recuperar su influencia. Y, no sólo eso, en
Filipinas había nacido una masonería autónoma, independentista (el “Katipunán”),
justificada por el hecho de que la masonería “regular”, solamente admitía a “hombres
libres y de buenas costumbres” y los aborígenes, tanto de EEU, como de las
colonias inglesas, o los negros, ni seles consideraba libres, ni de “buenas
costumbres”, mientras que en Cuba la masonería isleña era una prolongación
de la norteamericana. Y ésta tenía una identificación completa con los
designios de la política exterior norteamericana. Por lo tanto, las logias
en Cuba trabajaron a favor de la expulsión de España del Caribe, de la misma
manera que las logias españolas condicionaron las políticas de los sucesivos
gobiernos de la época. Todo ello explica, tanto la pérdida de Cuba, Puerto Rico
y Filipinas, como la crisis que atravesó la masonería española, desapareciendo
prácticamente en las primeras décadas del siglo y solamente habiendo recuperado
en los años de ausencia casi total, en la última etapa de la dictadura de Primo
de Rivera.
Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, la flota
española no estaba tan atrasada en 1898 como se ha presentado. Existían barcos
de madera, pero también cruceros modernos y, de hecho, la flota dirigida por el
almirante Cervera en Santiago de Cuba era superior en cantidad y calidad a la
flota norteamericana. Sea como fuere, los EEUU estaban decididos a
apropiarse de Cuba y Filipinas y utilizaron como casus belli, la extraña
explosión del Maine que la prensa amarilla de Joseph Pulitzer y Randolph Hearst
aprovechó para desatar la histeria contra España. Se sabe cómo terminó:
pérdida de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y Guam. Los EEUU que buscaban salir del
continente lo lograron a costa de España: el Tratado de París puso fin al
conflicto (la presencia española en Asia ya no tenía sentido tras la pérdida de
Filipinas y Guam, así que las Hearst Marianas, las Carolinas y el archipiélago
de Palaos, fueron vendidas a Alemania). España estaba “sin pulso” como
sentenció Francisco Silvela.
Sin embargo, fue a partir de ese momento en el que aparece un
grupo de intelectuales (la “generación del 98”) y políticos (“regeneracionistas”)
que toman conciencia de la gravedad de la situación y de las necesidades del
país. En ese momento toman cuerpo algunos de los problemas ante los que
reaccionarán esta y las posteriores generaciones de patriotas que tratarán de
encarrilar nuestra historia, hasta 1975.
El “desastre del 98” es el primer aviso de que la Restauración ha
tocado techo y no ha resuelto los problemas de España. La generación del 98 y los
“regeneracionistas” son los primeros en levantar la voz para señalar que la
decadencia es el resultado del atraso cultural, del caciquismo y de la falta de
modernización del país. Así pues, la superación de la crisis solamente
puede hacerse mediante un proceso de educación cultural (que solamente culminará
en los años del franquismo, con la erradicación casi total del analfabetismo),
con una reforma del sistema político que implica una dignificación de la
autoridad y una lucha abierta contra el caciquismo y la corrupción. Joaquín
Costa será el inspirador del movimiento. Su fugaz Unión Nacional no consiguió
ser el “tercer partido”, ni romper la alternancia entre conservadores y
liberales, pero sí influir entre los intelectuales de la “generación del 98”
(más literaria, mientras el “regeneracionismo” era más político y técnico;
ambos, en cualquier caso, tenían a España como principal preocupación). Salvo
algunas reformas, el “regeneracionismo” no consiguió “curar” los males de
España.
Otra de las consecuencias del “desastre del 98” fue la aparición
de tensiones entre el “poder civil” y el “poder militar”. Unos y otros se
acusaban mutuamente de la responsabilidad en lo sucedido: si tenemos en cuenta que la Restauración se apoyaba en la
coalición de terratenientes, cerealistas andaluces, banqueros, industriales catalanes
(textiles) y vascos (metalúrgicos), el fondo del conflicto era con un ejército
que ya desconfiaba de la Restauración y las fuerzas civiles y oligárquicas que
lo apoyaban.
España en esa época tenía en torno a 18.000.000 de habitantes, de
los que quince pertenecían al proletariado, a la población rural y a los
sectores más desfavorecidos, un tercio de los cuales -5.000.000- estaban por
debajo de lo que hoy se conoce como el umbral de la pobreza. Entre un 60 y
un 70% era analfabeta. Fue sobre este grupo sobre el que se cebó la propaganda
anarquista que, a la vista de la situación, prosperó rápidamente.
Durante la restauración, España seguía siendo un país agrícola en
sus tres cuartas partes. El único mercado mundial en el que nuestro país era
hegemónico, era en el del vino y la exportación de cítricos era nuestra
principal fuente de divisas. Sin embargo, éramos deficitarios en trigo (que
había que importar). Fuera los núcleos industriales periféricos, la industria
española era minúscula y la clase media todavía no había alcanzado un nivel de
desarrollo comparable a otros países de Europa Occidental.
Esta situación se prolongó -con leves variaciones- hasta 1939 y
explica perfectamente el por qué entre los sublevados que siguieron a Franco, y
el propio Jefe del Estado eran “regeneracionistas” convencidos, dispuestos a
llevar a España a la modernidad, proyecto en el que habían fracasado todos los
intentos desde el 98 hasta la Segunda República.
En aquel momento, nadie se dio cuenta de que el “desastre del
98” fue también la primera gran derrota de Europa frente a los EEUU. A pesar
de que España hiciera gala de neutralismo en las dos guerras mundiales, que en
muchos sentidos pueden ser consideradas como “guerras civiles europeas”,
estimuladas desde fuera del continente, lo cierto es que, desde la voladura
del Maine (seguramente un autoatentado), Europa ha ido retrocediendo
cada vez más: allí se inició el expansionismo norteamericano que luego
pondría un primer pie en Europa durante la Primera Guerra mundial y, más tarde,
confirmaría su hegemonía sobre Alemania durante el tiempo en el que se prolongó
la Segunda Revolución Industrial, para terminar siendo hegemónica en economía y
geopolíticamente competidor de la URSS, al concluir la Segunda Guerra Mundial e
iniciarse la Tercera Revolución Industrial. Ciento veintisiete años después
del “ciclo estadounidense”, Europa está reducida a una irrisión, prácticamente
abandonado por los EEUU y en brazos de la República Popular China que solamente
es capaz de estimular el miedo a Rusia para justificar un desarrollo de la
industria armamentista, la única que quedará en apenas cinco años, tras los
golpes que están recibiendo las industrias europeas de automoción por la
competencia china.










