5. Fracaso de la República
La caída de Primo de Rivera entrañaría también la de Alfonso XIII.
Los partidos políticos le achacaban el compromiso del Rey con el Dictador. Era
cuestión de tiempo que la caída del segundo no arrastrara al primero. También en esto, existe cierto paralelismo entre Primo de Rivera
(“primera dictadura”) y Franco (“segunda dictadura”): la muerte del primero
supuso el advenimiento de la República, pero la muerte del segundo, no fue la “instauración”
en la que pensaba, sino más bien en una “república coronada” en la que el Rey
lo es solo nominalmente, sin prácticamente atribuciones, ni siquiera la de
disolver gobiernos o convocar elecciones; incluso como “jefe de las fuerzas
armadas” debe actuar según los designios del gobierno, hasta el punto de que
sus desplazamientos y visitas, tanto a regiones de España como a países
extranjeros, deben ser autorizados por el gobierno…
Tras la dimisión de Primo de Rivera, se inicia un corto período de
gobierno presidido por el general Dámaso Berenguer, conocido como “dictablanda” (once meses desde enero de 1930 a 1931) caracterizado por dos
fenómenos: un aumento de los ataques a la monarquía y la división efectiva de
la sociedad española en dos sectores: monárquicos y republicanos. Durante
ese tiempo, la deserción de notables del campo monárquico al republicano fue en
aumento. Finalmente, el Pacto de San Sebastián, promovido por la Alianza
Republicana, unió a todos los partidos de esta orientación en un frente único
al que se sumaron, finalmente, UGT y el PSOE. Por entonces no existía nada
parecido al CIS, pero todo induce a pensar que el sentir mayoritario de la
población en aquel momento, era favorable a la monarquía en la España rural y a
la República en las grandes ciudades. Si fue posible la llegada de la
República se debió, sobre todo, a las deserciones que se dieron entre los
políticos monárquicos predispuestos al entreguismo. Cuando se conocieron
los resultados de las elecciones del 12 de abril de 1931, los monárquicos
obtuvieron el mayor número de concejales, pero el hecho de que en treinta
capitales de provincia hubieran triunfado candidaturas republicas, por una
decena monárquicas, generó un estado depresivo entre los monárquicos y en la
propia Casa Real. ¡Los propios monárquicos, desconocieron el hecho de que
España seguía siendo un país mayoritariamente rural y que, en esas zonas,
indiscutiblemente, ellos habían obtenido una amplia mayoría! Más que una
lucha entre monárquicos y republicanos, la República supuso la victoria de la
España urbana sobre la rural.
En Cataluña los resultados eran favorables a ERC, mientras que, en
Madrid, los republicanos se movilizaban eufóricos. La Guardia Civil y el
Ejército mantuvieron una escrupulosa neutralidad. Unas elecciones que debían
haber dado como resultado quién gobernaría en ciudades y pueblos, terminó
siendo un “referéndum sobre la monarquía”. Lo que resulta sorprendente es
constar que jamás se conocieron los resultados definitivos. Votó el 67%,
pero el sistema electoral de la época, implicaba que en pueblos donde solamente
se había presentado una candidatura, ésta fuera proclamada ganadora. A falta de
confirmaciones y recuentos de votos, siempre se ha considerado que los
monárquicos ganaron en zonas rurales y los republicanos en las grandes
ciudades. Cuando el gobierno dio resultados el 13 de abril fueron parciales,
relativos a 28.025 concejales sobre un total de 89.099, sin que se mencionaran
los votos. Las cifras dadas eran de 22.150 concejales monárquicos por 5.875
republicanos. Sea como fuere, estos datos importan relativamente poco -se
destruyeron actas y las que pudieron examinarse se comprobó que estaban
repletas de errores-, y no se conocerán jamás. Fue la presión de las masas
movilizadas a favor de la República y la actitud timorata de los dirigentes
monárquicos, lo que más contribuyó a la proclamación de la República. No
hubo nada heroico, ni en la defensa de la monarquía, ni en la actitud del Rey,
ni mucho menos en la rapidez y la absoluta ilegalidad con la que se proclamó la
República: se iniciaban cinco años vertiginosos que concluirían con la Guerra
Civil.
Si la República sirvió para algo fue para extremar la polarización
de la sociedad española. La República sustituyó el “turnismo” caciquil por
las luchas a muerte entre banderías. No se trataba de dos actitudes
burguesas, la conservadora y la liberal, sino que se había introducido un
tercer factor: los radicalismos socialista y anarquista que proclamaron el “antifascismo”
antes de la llegada del fascismo y para los que cualquier cosa que no fueran
sus propias banderas, era considerada como fascismo.
La República empezó mal: no solamente fue incapaz de resolver
todos los problemas existentes hasta entonces, sino que abrió nuevos conflictos. Durante los cinco años previos al estallido de la Guerra Civil,
no hubo día en lo que no se produjera algún episodio de violencia política. La
inestabilidad de los gobiernos fue congénita. La corrupción generalizada. A los
pocos días de nacer la República, el caos ya se había instaurado en la sociedad:
la decepción se instaló pronto en una sociedad que había entrado en crisis
desde finales del XVIII y que, desde entonces apenas había conocido períodos de
paz civil.
Los sectores católicos fueron los primeros decepcionados. Apenas
un mes después de la proclamación de la República, en mayo, se inició el
episodio conocido como “la quema de conventos”. Este
episodio marcó la pauta de lo que iba a ser la futura constitución elaborada
por republicanos y socialistas: no era solo laica, con fuerte influencia masónica,
sino que también era profundamente anticlerical y definía en el Artículo
primero a España como “una República democrática de trabajadores de toda
clase”. La impresión que da la lectura de su texto, es que, aparte de
la obsesión laica (que contrastaba con la mayoría católica del país), esta
constitución era como cualquier otra de las que España ha tenido antes y tendrá
después: ni mejor, ni peor, todo dependía de que las fuerzas políticas actuaran
de manera razonable y mediante consensos o se perdieran en dogmatismos que,
como era previsible, concluirían en una escalada de tensión.
¿Quién fue responsable de esa escalada? Si nos remontamos a las
primeras semanas del nuevo régimen está muy claro que esa responsabilidad
corresponde a los grupos políticos que promovieron la República y que
excluyeron a cualquier otro grupo político de su proyecto. Los católicos, a la vista de la “quema de conventos” y de la
batería de medidas laicas y anticlericales que se aprobaron en los primeros
meses, pronto dieron la espalda a la República; luego, los monárquicos se
sintieron perseguidos y marginados (a pesar de que se trataba de un amplio
sector de la población). La burguesía y las gentes “de orden” deploraron las
sublevaciones anarquistas que se fueron sucediendo en los primeros dos años,
mientras que la represión de que fueron objeto, enajenó el apoyo de los
sectores más radicales de la CNT que cayo en manos de la Federación Anarquista
Ibérica. Cada día que pasaba, parecía como si la base social de la República
se fuera reduciendo poco a poco. Para colmo, había que insertar los años de la
República en un momento de desprestigio absoluto de los regímenes
democrático-parlamentarios ante la ofensiva de los fascismos y del bolchevismo.
La democracia llegó a España, como un “logro”, en el momento en el que los
regímenes parlamentarios ya estaban ampliamente desacreditados.
La historia de la República tiene tres fases: el “bienio
reformista” (1931-1933), el “bienio conservador (1933-35) y la “crisis total”
(1936). En la primera fase, las medidas
masónico-laicas y antimonárquicas, generaron la reacción de algunos elementos
monárquicos que intentaron un golpe de Estado en agosto de 1932 conocido como “la
sanjurjada”. La agitación social prosiguió con nuevos intentos de sublevación
anarquista que culminaron con sus sucesos de Casas Viejas en enero de 1933. Estos
hechos demostraron que parte de los monárquicos y de los anarquistas, se solidarizaban
con el nuevo régimen: los primeros, por considerar que la República iba
dirigida contra ellos y los segundos que la apoyaron por considerarla “revolucionaria”
y patrimonio “de los trabajadores”, quedaron decepcionados por la brutalidad de
la represión.
La inestabilidad de los dos primeros años y la insistencia de
Clara Campoamor en la conquista del voto para la mujer, fueron los dos
elementos que generaron un abrumador triunfo de las derechas en las elecciones
de 1933. La Unión de las Derechas obtuvo
2.657.800 votos y 210 escaños (173 más que en 1931), quedando por delante de la
Unión de Centro con 2.270.700 votos (4 más que en 1931) y 127 diputados, mientras
que el PSOE se quedaba en 1.858.300votos y 59 diputados (56 menos que en 1931).
La victoria de la derecha católica era incuestionable, sin embargo, el
presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, optó por pedir a Alejandro
Lerroux (el partido que habia quedado segundo) que formara gobierno. Gil
Robles apoyó, inicialmente este gobierno, a pesar de haber sido el ganador de
las elecciones. Esta elección de Alcalá-Zamora se debió a tres factores: la
consideración de que la República era “cosa de izquierdas” y que estas no
aceptarían la presencia en el gobierno de alguien que no tuviera credenciales
republicanas; la consideración de que los triunfadores de las elecciones eran “accidentalistas”,
esto es monárquicos que habían aceptado la República como “accidente” y que
asumían su legalidad, pero no su legitimidad; y en última instancia por la
presión de la masonería (el Partido Radical de Lerroux y él mismo, parecían
una sucursal de las logias y todavía no se ha cerrado el debate sobre si Alcalá-Zamora
pertenecía o no a las logias, si bien se conoce que la mayoría de jefes de
gobierno de la República pertenecieron a la masonería: Manuel Azaña, Diego
Martínez Barrio, Ricardo Samper y Manuel Portela Valladares).
En el momento en el Gil Robles reclamó cuatro ministerios para
seguir apoyando al gobierno de Lerroux, el PSOE y los independentistas
catalanes intentaron un golpe de Estado “antifascista” (el fascismo en España en esos momentos de reducía a grupos muy
minoritarios y los socialistas, deliberadamente o por ignorancia, consideraban
a la CEDA como “fascista”, cuando no pasaba de ser un “partido de orden” (del
que se había desgajado Renovación Española, formada por los conservadores “no
accidentalistas”, esto es, por aquellos que deseaban explícitamente el retorno
al régimen monárquico). El golpe fracaso desde las primeras horas en
Cataluña y en el resto de España, de ahí que haya sido llamado “la Revolución
de Asturias” por ser solamente en esa región en donde se prolongó la
resistencia armada durante dos semanas, generando un millar de muertos, 2.000
heridos y 30.000 encarcelados. Esas dos semanas pueden ser consideradas como el
prolegómeno a la Guerra Civil.
En realidad, durante ese período, se intentaron revertir algunas
de las reformas anticlericales aprobadas en los primeros meses de la República.
No fue, desde luego, una “contrarreforma”, pero así se lo tomó la izquierda que,
como Julián Besteiro, llegó a hablar de un “contubernio entre católicos y
masones” (cuando en el PSOE eran muchos los miembros de la masonería presentes
en el parlamento: Fernando de los Ríos, Ángel Galarza, González Peña, etc). Pero
el problema no era ese, sino que el Partido Radical era un foco profundo de
corrupción: el 19 de octubre estalló el “escándalo del estraperlo”
(sobornos a políticos lerrouxistas para permitir la instalación de ruletas
eléctricas trucadas en casinos, con su prolongación en el “asunto Nombela”) que
supuso el fin del gobierno Lerroux y la convocatoria de elecciones anticipadas
para febrero de 1936.
Para estas elecciones se formó un frente de izquierdas formado por
el PSOE, Izquierda Republicana, Unión Republicana, ERC, PCE, POUM y Partido Sindicalista
que contó con el “apoyo exterior” de la CNT (que en 1933 había decretado la abstención),
que tenía su réplica en el Frente Nacional Contrarrevolucionario (en cuyas
candidaturas participaron la CEDA, Renovación Española, los carlistas, el Partido
Agrario y el Partido Nacionalista, el Partido Republicano Radical y la Lliga
Regionalista. Con una alta participación (72%) el Frente Popular venció por
4.654.116 votos (47%, 286 diputados), mientras que la derecha quedaba a corta distancia
con 4.503.505 votos (46,48%, 141 diputados), hundiéndose el “centro político”
con apenas 400.901 votos (5% y 46 diputados). Como puede verse: la ley
electoral beneficiaba con mucha diferencia al partido que había obtenido más
votos: con apenas un 1’50% más, el Frente Popular lograba 145 diputados más
que la derecha. A esta disfunción absoluta operada por el sistema
electoral, se unía el hecho de que se produjeron abusos y fraude electoral en
nueve provincias y fue necesario repetir las elecciones en Cuenca. Desde la
disolución de las Cortes en enero de 1936 hasta la jornada electoral, murieron
en el curso de atentados y de episodios de violencia política, 41 personas y
otras 80 resultaron heridas (otras cifras elevan estos números a prácticamente
el doble).
Lejos de resolver la situación, el resultado electoral galvanizó
los ánimos de una y otra parte. El
ambiente político se volvió extremadamente tenso, la violencia callejera se
recrudeció apareciendo las primeras “venganzas” cubiertas como “asesinatos
políticos” cuando no eran más que de “ajustes de cuentas personales” (incluso
por “asuntos de faldas”, como el asesinato de los hermanos Badía en Barcelona
por pistoleros al servicio, presumiblemente, del Luís Companys), huelgas salvajes
y desórdenes constantes. La CEDA salió de estas elecciones completamente
desmoralizada y, a pesar de la endeblez del grupo parlamentario de Renovación
Española – Bloque Nacional, el protagonismo como líder de la oposición fue
asumido por José Calvo Sotelo que resultaría asesinado el 13 de julio, como
represalia por el asesinato del teniente de la Guardia de Asalto, José del
Castillo (miembro de la Unión Militar Republicana, instructor de las
milicias socialistas y uno de los responsables de la muerte de un primo hermano
del fundador de Falange Española y de un carlista que recibió una bala del
propio teniente). Nunca se ha conocido la identidad de los asesinos de
Castillo, pero no cabe la menor duda de la militancia socialista de los que
mataron a Calvo Sotelo.
El asesinato de Calvo Sotelo fue el indicativo de
que la situación había llegado al límite: en las semanas anteriores, la oleada
de huelgas y violencia de la izquierda era respondida cada vez con mayor dureza
por las milicias falangistas que se habían visto reforzadas por miles de
antiguos miembros de las juventudes de la derecha y se encontraban en clandestinidad.
Oficialmente, la Guerra Civil comenzó el 17 de julio de 1936, pero en
realidad, había que retrasar esa fecha hasta el 16 de febrero (fecha de la
victoria electoral del Frente Popular), o incluso hasta el mismo día en el que
se inició la andadura republicana el 14 de abril de 1931: en efecto, desde ese
momento, cada día, España vivió un permanente conflicto entre derechas e
izquierdas, entre monárquicos y republicanos, entre laicos masónicos y
católicos intransigentes. Poco a poco (y el resultado electoral de 1936 lo
confirma), los partidos de centro fueron desapareciendo y el pueblo español se
fue radicalizando. La “sanjurjada” por un lado, el golpe socialista de
Asturias, la rebelión independentista de Companys, los cientos y cientos de
episodios de violencia política demostraron a las claras que la Segunda
República se había vuelto inviable. De hecho, lo fue desde el principio. A
partir del 17 de julio de 1936, España entró en la única vía que le quedaba por
andar: la Guerra Civil.
La sublevación del Ejército de África y de varias
guarniciones de la península, hizo que la larga agonía republicana, los 987
días de Guerra Civil, situarán al General Francisco Franco al frente de los
destinos del Estado Español durante un largo período de nuestra historia. Cuando agoniza la República (víctima de sus
propios errores, de su radicalismo, de ideas equivocadas sobre lo que era la “democracia”
y el “antifascismo”, de las luchas entre partidos, del atraso secular que
arrastraba España desde finales del XVIII, la “pirámide de fracasos” de la que hablará
Ramiro Ledesma), Franco se fijará dos objetivos: restablecer la paz y
aplicar un programa regeneracionista. Nadie puede negar hoy que ambos eran
necesarios.












