miércoles, 19 de octubre de 2022

Jean Marie Le Pen, 94 años. Homenaje, agradecimiento y recuerdo (I)

Hace 20 años, en 2002, Jean Marie Le Pen y su Front National llegaron por primera vez a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Aquello supuso la confirmación de que, el diseño de fuerzas políticas implantado en Europa desde 1945, olía a muerto. A partir de ese momento, ya no había más opciones: o “populismo” o “inercia”. Inercia era seguir votando a los mismos responsables de la decadencia europea. “Populismo”, simple negativa a seguir la pendiente. Era un combate de larga duración que se prolonga todavía hoy. Queremos rendir un homenaje a Jean Marie Le Pen reproduciendo un texto que escribimos en pocas semanas aquel -ya lejano- 2002 con el título LAS CLAVES DEL FENÓMENO LE PEN, firmado con el seudónimo “Hervé Blanchart”. El nombre del autor -el que suscribe estas líneas- era lo único “falso” del libro.

I
INTRODUCCION

Que Le Pen alcanzó un éxito histórico en las elecciones presidenciales de abril de 2002, es algo incontrovertible. Que el fenómeno ha sido mal analizado por los comentaristas políticos, editorialistas y tertulianos, es también evidente. Estos especialistas de la información nos han ofrecido análisis parciales, sesgados, incompletos y tamizados por el prisma de lo “políticamente correcto”. Y así no hay forma de entender, no sólo que ha ocurrido en abril, sino por qué, contra viento y marea, una cifra que oscila entre el 10 y el 20% del electorado francés concede su voto a una formación de la que insistentemente se dice que es racista, antisemita, extremista, violenta y antidemocrática. ¿Qué ocurre? ¿qué casi una quinta parte del electorado ha sido ganado por las ideas antidemocráticas? ¿seis millones de franceses se han vuelto locos? ¿han sido engañados por un demagogo sin escrúpulos? Cualquiera que conozca mínimamente el vecino país sabe que esto no es así. La democracia francesa goza de buena salud y nadie pretende derribarla; por lo demás, el elector francés de hoy no es diferente al de hace algunos años cuando el fenómeno Le Pen no estaba en el candelero.

La izquierda ha establecido una interpretación políticamente correcta del lepenismo que no explica lo esencial de la cuestión, a saber, porque las clases más desfavorecidas, los parados, los jóvenes, los trabajadores, están desplazando su voto a los partidos considerados de «extrema-derecha». Hasta ahora la izquierda sostenía –y de hecho, la extrema-izquierda lo sigue sosteniendo– que Le Pen y su Front National eran la «banda armada del capital» que hacía el trabajo sucio contra el proletariado y contra la inmigración... Hay votantes del Front National que son inmigrantes de primera generación. La izquierda calla y elude interpretar el fenómeno: «han sido engañados por un demagogo». La interpretación oficial de la izquierda (hermana en esto con la derecha gaullista) explica que la derecha más radical, racista y extremista ha conseguido que el eje de la campaña electoral gire en torno a la inseguridad ciudadana y que eso ha entrañado su crecimiento electoral. No se dice, claro está, que no ha sido Le Pen, sino la sociedad francesa la que ha otorgado preeminencia de este tema. Estadísticas cantan.

Se añade a continuación que una parte del electorado ha castigado a los partidos mayoritarios en una opción que no tendría repercusiones históricas; la primera vuelta de las elecciones presidenciales, tradicionalmente, se aprovecha en Francia para castigar al partido en el poder. No se explica, naturalmente, que el gaullismo y el centrismo están tan implicados en escándalos de corrupción como la izquierda socialista. Y estas implicaciones repugnan el elector que, puesto a votar, ha preferido regalar su voto a una opción «virginal» que no ha protagonizado ni casos de corrupción ni abusos de poder.

Y finalmente se dice a modo de corolario que Le Pen ha sabido engañar el elector francés: ha ocultado sus intenciones golpistas, racistas y antisemitas para primar un programa basado en «ley y orden». Y este es el más garrafal de todos los errores interpretativos: por que en Francia, la incapacidad para integrar a los inmigrantes y la riada masiva con la que están llegando a Europa, han generado una situación explosiva cuya primera consecuencia es el aumento de la delincuencia y la inseguridad ciudadana y la existencia de más de un millar de zonas –óiganlo bien, más de un millar, exactamente en torno a mil doscientas– que escapan a cualquier tipo de control estatal: allí no pasa ni la policía, ni Hacienda , ni los inmortales principios republicanos.

Guste o no guste, así es. Ocultarlo durante los últimos veinte años ha llevado a la situación actual: caótica. Si bien los distintos gobiernos de las últimas décadas han intentado remediarlo aplicando la idea-fuerza de la «integración», hoy esta iniciativa puede considerarse definitivamente fracasada. Hay sectores de la inmigración que de ningún modo quieren integrarse y de nada sirven los programas de ayuda social, con la consiguiente inversión de miles de millones, ayer de francos, hoy de euros. Es más, esa ayuda social, considerada como «sopa boba» constituye el primer factor del «efecto llamada» que genera más y más inmigración. Buena parte de la sociedad francesa que hasta ahora había apostado por la «integración» la percibe hoy como una vía muerta. Con Le Pen, ya no quieren integración: piden repatriación. Como si nada hubiera ocurrido en estos últimos 20 años, los partidos hasta ahora mayoritarios, siguen aplicando mecánicamente fórmulas a base de paños calientes que ya han fracasado. Le Pen propone una operación quirúrgica y esto encaja con la percepción de una parte creciente del electorado. 

El error de los partidos mayoritarios ha consistido en crear un muro que ocultara la cuestión –hecho con los bloques de cemento de lo políticamente correcto– y ha impedido que la sociedad francesa lo debatiera públicamente. Se temía –y con razón– que conocer el estado de la cuestión hubiera implicado la migración masiva de votos al lepenismo. Finalmente así ha ocurrido. El doctor puede negar que el enfermo no tiene fiebre, puede incluso tapar el miembro gangrenado con unas sábanas, incluso puede tirar el termómetro... pero no evitará que, antes o después, el mal se evidencie con toda su brutalidad. Eso es lo que ha ocurrido en la primera vuelta de las elecciones presidenciales después de que las cifras de la delincuencia se dispararan y sonaran todas las alarmas. Claro está que en la segunda vuelta las cosas volvieron a su lugar (los mayoritarios siguieron siendo, todos a una, mayoritarios y los minoritarios, marginados y aquí no ha pasado nada). Pero si ha pasado, y mucho.

Ya nada será igual en Francia a partir de ahora. Ahora, cuando casi un 20% del electorado ha apoyado a Le Pen (su porcentaje y el de Bruno Megret que comparte sin excepción las mismas ideas), es difícil decir que una quinta parte del voto a ido a parar a un «partido extremista y minoritario».

*     *     *

Todo esto constituyen problemas lo suficientemente complejos y desconocidos en nuestro país, como para justificar la elaboración de esta obra. Las tesis de este libro son, resumidas, las siguientes:

1)     Las opciones políticas que gestionaron el poder desde la postguerra están agotándose progresivamente en Europa. Se han turnado durante más de 50 años; entre sus logros figura la construcción europea, pero el tiempo los ha erosionado. El tiempo, sus errores y sus corruptelas. Un sector del electorado ya no se conforma con votar lo mismo que han votado en 50 años. El tiempo todo lo mata, hasta los partidos que, aún hoy, se creen inalterables...

2)     La globalización ha generado islas de protesta que desdicen la unanimidad con que se presenta el proyecto. Existe una antiglobalización de izquierdas protagonizada por socialistas, comunistas, extremistas de izquierda y ONGs y existe una antiglobalización de derechas. Esa franja de opinión rechaza la omnipotencia de los EEUU en política internacional, se consideran «nacionalistas» y «patriotas», no admiten la servidumbre de la OTAN hacia el Pentágono, el liberalismo salvaje y desprotección progresiva de las clases más desfavorecidas en nombre de la inhibición del Estado en la libre concurrencia.

3)     Una cosa es la extrema-derecha neofascista, neo-nazi, monárquica, falangista, y otra la «derecha-populista». Le Pen ni es neo-nazi, ni es neofascista, ni es monárquico legitimista, ni es un extremista armado con porra y cadenas. Representa otra opción. Ciertamente perteneció a este sector en su juventud (suponiendo que el poujadismo sea un extremismo de derechas lo cual es mucho suponer). Pero el programa del Front National no es un agregado de tópicos ultras. Insistir en que su neofascismo, su antisemitismo y su extremismo, es insistir en algo que el electorado ni entiende ni comparte. Una quinta parte del electorado ha oído el discurso de Le Pen y le ha parecido lo suficientemente razonable como para entregarle su voto. Le Pen es otra cosa, no un extremista de derechas, como tampoco lo son Fini o Haider. Si les cuadra algún calificativo es el de populistas y por su origen político, se sitúan a la derecha, si bien, en algunos detalles enarbolan un programa con matices que hasta ahora sólo había defendido la izquierda.

4)     El razonamiento de Le Pen no es absurdo: existe una evidente concatenación entre aumento de la delincuencia y aumento de la inmigración. Aun los no votantes de Le Pen, gaullistas y socialistas, reconocen que las cosas se han salido de madre. Lo que ocurre es que aun presentan como alternativa la «integración». Ya hemos dicho que se podía hablar de «integración» del inmigrante hace veinte años: hoy es una política que se ha puesto en práctica hasta la saciedad y que una parte del electorado ve como fracasada y, además, como un pozo sin fondo de recursos que podrían ir a parar a familias francesas arrojadas fuera del mercado laboral o para estimular la natalidad.

5)     La concatenación inmigración-delincuencia ha hecho que pasaran a segundo plano algunos de los elementos más problemáticos e inviables del discurso lepenista: salida de Francia de la Unión Europea, recuperación del franco francés, etc. Aunque Le Pen no lo quiera aceptar, la Unión Europea y el Euro son hechos incontrovertibles. En este terreno, la rueda de la historia no dará marcha atrás. Ahora bien, la gravedad del problema delincuencia-inmigración es tal en Francia que una quinta parte del electorado ha otorgado su voto al Front National sólo por que adopta una postura muy definida y quirúrgica en esta cuestión, no por que otras propuestas más problemáticas, pero menos llamativas, sean compartidas.

Las alusiones a estas tesis aparecerán constantemente a lo largo de las páginas que siguen. Antes de empezar a desarrollarlas, hace falta exorcizar fantasmas. Desde nuestro punto de vista personal rechazamos todo aquello que pueda tener Le Pen –si es que tiene algo–  y su opción de extremista, racista, xenófobo o antisemita. En bloque y sin matices. Creemos que la democracia europea goza de salud aceptable y es bueno que así sea. Este exorcismo es obligado en la medida en que los administradores de lo políticamente correcto consideran que cualquier forma de ver a Le Pen que no sea tal y como proponen, supone un apoyo directo al líder del Front Nacional. Es evidente que no compartimos este criterio: se puede defender la legalidad democrática y, al mismo tiempo, se puede rechazar el culto a lo políticamente correcto, si esa actitud supone distorsionar y adulterar los hechos reales.

El lector tiene ante las manos un libro que intenta ser objetivo y que pretende ser imparcial. Creemos que la función del informador es informar, que sea el lector el que juzgue. Por nuestra parte nos hemos limitado a estudiar el «dossier Le Pen», incluir todos los elementos que hemos creído básicos para entenderlo y, finalmente, lo hemos presentado a nuestros lectores. Aquí está.

Que la serenidad y la objetividad les acompañe.

París,7 de  mayo 2002

 

II
VERGÜENZA Y OPROBIO

Una hora después de cerrarse los colegios electorales de Francia ya nadie tenía dudas de que el Front National era el segundo partido del país en cuanto a número de votos. Los socialistas, sempiterna opción de poder desde 1945, quedaban descabalgados del torneo electoral. Y lloraron –de qué manera lloraron– tal como pudimos verlos ante las cámaras de TV.

Le Pen se instala en todas las regiones fronterizas (con Bélgica, Alemania, Suiza, Italia y la parte más próxima a la frontera española por Cataluña) además de morder en algunas circunscripciones de la región de París. Todo el sureste de Francia (Provenza, Costa Azul, Alpes) cae bajo el FN: Marsella y Niza aportan un gran caudal de votos, hasta llegar al récord del 33% en la ciudad de Orange. En Aviñón, la ciudad escogida por Chirac para anunciar su candidatura a la elección presidencial, éste ha recibido 156 votos menos que Le Pen. En Marsella –¡la segunda ciudad de Francia!– Le Pen sobrepasa ampliamente a Chirac: 23,3% frente a 18,2% respectivamente, con Jospin en el 15,6%. Le Pen progresa en medios rurales y en zonas populares de Lyon y de Grenoble, de tradicional voto socialista. Alsacia y otras regiones fronterizas con Alemania no escapan a la carrera del nacionalista, que se encarama también al primer puesto en varios departamentos del Norte de Francia, área histórica de socialistas y comunistas, que se desangran electoralmente. Cerca de 6 millones de franceses habían votado a Le Pen.

La prensa francesa reaccionó unánimemente, pero con matices: Le Parisien no aludía directamente al Front en sus titulares, tan sólo destacó que una encuesta mostraba el rechazo del electorado a la cohabitación. Los titulares de Liberation y L’Humanité eran dramáticos: “No” decía el primero a toda plana, mientras que el cotidiano comunista no podía evitar tristeza ante los magros resultados del PC: “Francia no se merece esto”. Claro está que el PC no podía aceptar que uno de los puntos de su programa repugnase incluso a buena parte de su propio electorado, véase: “Derecho de voto para todos los extranjeros residentes, abrogación de la doble pena (no-expulsión de los delincuentes a su salida de la cárcel), regularización de los ilegales, derecho de asilo para todos los que lo piden”. Las irresponsabilidades se pagan y el PC pagaba defender numantinamente sus tópicos.

La prensa de derecha era algo más objetiva. Le Figaro, no dudó en calificar lo ocurrido tras los domingos de «seísmo», constataba que esta elección marca «la fractura profunda entre la representación electoral y la realidad del electorado. Entre el discurso y la realidad que viven los franceses». El diario económico Les Echos coincidió en ese mismo juicio al estimar que es «un fracaso inconmensurable, cuya primera responsabilidad incumbe a los políticos tradicionales».

Europa recibió sorprendida y preocupada el ascenso de Jean-Marie Le Pen. «Todos los demócratas de Francia se unirán tras los valores democráticos y contra la intolerancia y la xenofobia», dijo el presidente del Parlamento Europeo, Pat Cox, en una declaración que resume el sentimiento general entre Gobiernos y políticos europeos. Cox pidió «prudencia» ante los resultados de la primera vuelta, pero reconoció que éstos «tendrán implicaciones no solo para Francia sino para la clase política europea en general» y aseguró que el futuro de ese país «necesariamente afectará al de Europa». La Comisión Europea deseó que Francia «siga siendo fiel a sus valores y compromisos» al recordar su «papel histórico y muy importante» en la construcción europea, una de las obsesiones de la campaña de Le Pen, empeñado en devolver la «soberanía» que considera que ha perdido su país en beneficio de la UE.

Los líderes europeos apelaron a todas las fuerzas democráticas francesas a que se unan no sólo para «detener» a Le Pen, sino también para evitar que su partido «tenga alguna oportunidad de convertirse en una fuerza importante», según el canciller alemán, Gerhard Schroeder. El jefe del Ejecutivo británico, Tony Blair, se mostró confiado en que los franceses «rechazarán todo tipo de extremismo», (dos semanas después el British National Party alcanzaba un 18% en varias circunscripciones inglesas...) al igual que el ministro de Exteriores español, Josep Piqué, para quien el pueblo francés apostará por los «valores democráticos» y a favor de la construcción europea que para todos representa ahora el actual presidente, Jacques Chirac. La formación de una gran coalición anti Le Pen para frenar «a la ultraderecha y la xenofobia» en la segunda vuelta fue puesta de manifiesto también por el primer ministro sueco, Goran Persson, en tanto que el líder socialista del Ejecutivo holandés, Win Kok, destacó lo «preocupante» de los resultados (un mes después el socialismo holandés resultaba electoralmente barrido y perdía una sangría de votos en beneficio de la lista de Pym Fortuyn que alcanzó un 24% de los votos configurándose como el segundo partido). El jefe del Gobierno conservador italiano, Silvio Berlusconi, consideró que los resultados de los comicios demuestran «que el socialismo conservador está en crisis en toda Europa», aunque el hecho de que «el péndulo haya pasado al centro-derecha» no debe confundirse con «la derecha de Le Pen». Ésta «representa una deriva populista que los franceses creían que se estaba dando en Italia», añadió. Para el líder del gobierno griego, el socialista Costas Simitis, el porcentaje de los votos obtenidos por Le Pen (17,07%) «ha sido una sorpresa y un mensaje» del pueblo por «la completa indiferencia y la falta de respeto» de la clase política. Más tajante fue aún la respuesta del primer ministro danés, Anders Fogh Rasmussen, que calificó de «repugnante» la política del líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen y lamentó su ascenso, dio por segura la victoria de Chirac en la segunda vuelta. Aunque no gane los comicios, el apoyo a Le Pen es un «éxito incuestionable de la corriente que desconfía de las estructuras europeas y mantiene una actitud hostil frente a los extranjeros», expresó el presidente de Polonia, Aleksander Kwasniewski. «Esto es una buena lección para la UE, que necesita invitar en su seno a naciones como Bulgaria, países conocidos por ser islas de tolerancia étnica y religiosa y de estabilidad», dijo el ministro búlgaro de Asuntos Exteriores, Solomon Passy, para quien esa es la mejor manera de «equilibrar las tendencias negativas». Los resultados franceses «son algo más que una imperfección estética», según el presidente austriaco, el democristiano Wolfgang Schuessel, para quien una reacción de protesta de los franceses es «la receta más segura» contra el avance de los extremismos.

Entre los políticos que han acogido con comprensión el ascenso de Le Pen destaca el ultranacionalista austriaco Joerg Haider, para quien «todo aquel que, en el marco de una política de centro-derecha, se opone a una inmigración desbordante es tachado enseguida de extremista» y la gente «ya no se conforma con meras promesas».

Cuando proliferaban declaraciones de este estilo, un Le Pen exultante de júbilo se dirigía a los franceses: “¿Cómo podemos pensar que el pueblo francés va a dudar entre votar al político más desprestigiado e implicado en más casos de corrupción y yo?”. Y, en efecto, Chirac estaba más que acongojado porque, aunque su victoria era segura, lo que tenía por delante era un debate televisivo, no precisamente versallesco como el que hubiera mantenido con Lionel Jospin, sino sobre temas muy descarnados y reales... con Jean Marie Le Pen. ¿Y si –como era previsible– Le Pen, mejor orador, más enérgico, vehemente y convincente en el cuerpo a cuerpo, se impusiera sobre el neogaullista? ¿acaso eso no hubiera augurado una presidencia todavía más capi disminuida y, además, abochornada? O lo que era peor ¿y si el debate generase un vuelco electoral y Chirac venciera por la mínima... o no venciera? ¿Qué cohabitación hubiera sido posible entre un Le Pen sentado en el Elíseo y una Asamblea Nacional con mayoría socialista? No es raro que Chirac se negara a debatir en televisión con Le Pen. Cinco días antes de la segunda vuelta de las elecciones, la horquilla de votos de Le Pen se situaba entre el 19 y el 26%. Y eso a pesar de algunas propuestas radicales. Al final, la movilización electoral descendió ese porcentaje al 18%... lo cual no es poco dado el alto número de franceses que acudieron a las urnas.

El día del «libro y de la rosa», Jean-Marie Le Pen, criticó al neogaullista Jacques Chirac por no debatir con él en televisión, anunció que si era elegido Jefe de Estado convocaría un referéndum para sacar a Francia de la Unión Europea, recuperar el franco e inscribir la «preferencia nacional» en la Constitución. Le Pen rehusó precisar la fecha del referéndum, en una entrevista con la televisión pública «France 2». El líder francés, que el próximo 5 de mayo concurrirá a la segunda vuelta de las presidenciales francesas frente a Chirac, calificó de «lamentable escaqueo» el rechazo del presidente saliente a debatir con él en televisión, como es tradicional desde 1974 entre los finalistas de la primera criba electoral.

Chirac, abochornado y acobardado, apenas pudo decir en un mitin en Rennes que «frente a la intolerancia y el odio no hay transacción posible, compromiso posible, ni debate posible»..., como excusa no era mala, pero no es raro que una parte del electorado considerase estas palabras como lo que eran: excusas de alguien que no quería dar la cara. Le Pen hurgó en la llaga. El rechazo de Chirac a mantener un cara a cara televisado es un «golpe insoportable, inaceptable según las reglas republicanas y democráticas», dijo y agregó que «el hecho de que ese golpe venga de un presidente de la República es escandaloso». A su juicio, es «doblemente escandaloso», porque significa que Chirac «se desinfla, no osa debatir, huye y lanza injurias». Le Pen ironizó sobre su adversario, al que tildó de «parangón de la moral». «Yo creía que le pisaban los talones un cierto número de magistrados» y se presenta a la reelección para esquivarlos, dijo. No fueron las únicas andanadas que lanzó contra Chirac, de quien señaló que, «por fin, ha dejado caer la máscara» y se erige en el «candidato socialista-comunista» y «padrino del sistema» frente al «candidato del pueblo sencillo», como a Le Pen le gusta definirse. Los votantes de izquierdas propusieron ir a las urnas con una pinza en la nariz o desinfectarse tras haber votado. Hubieron de desestir ante la advertencia de que su voto sería invalidado. Aquello eran unas elecciones, no un circo. Y es que Chirac es para muchos un apestado y no sólo para el líder del Front National.

Le Pen responsabilizó a Chirac y a sus «aliados de la izquierda» de los «lazos anormales entre Francia y la Europa de Maastricht». Por ello, su prioridad era convocar un referéndum para preguntar a los franceses si aprueban que «Francia salga de la Unión Europea», «se restablezca el franco como moneda nacional» y «se inscriba la preferencia nacional en el artículo I de la Constitución». Se quejó de que «nuestras fronteras han estado fatalmente suprimidas y eso supone un peligro para Francia». Jean-Marie Le Pen se mostró confiado en que, al igual que la “derecha nacional y popular” haya avanzado en Austria e Italia, suceda lo mismo en Francia, Holanda y Alemania. Al ser preguntado sobre qué significaría inscribir la «preferencia nacional» en la Carta Magna, Le Pen dijo que «simplemente los franceses sean mejor tratados que los extranjeros» en el empleo, el seguro de desempleo y las ayudas sociales. Era uno de los puntos de mayor impacto en su programa. Otras de sus prioridades son «terminar con la inmigración» por ley, derogar la reagrupación familiar, reforzar los poderes policiales, eliminar el impuesto de la renta en cinco años, suprimir «uno de cada dos o tres funcionarios», construir más prisiones –«porque no tenemos suficientes», y restablecer la pena de muerte. Eso era lo que parte del electorado quería oír. En su política de la «tolerancia cero» a la inseguridad, consideró necesario también permitir el «castigo» en las escuelas, para que «dejen de ser centros de aprendizaje de la delincuencia».  Seis millones de franceses pensaban como él. Por último, restó importancia a las manifestaciones multitudinarias de jóvenes que se sucedían en Francia desde el momento de conocerse los resultados electorales. Ese mismo día 90.000 personas se echaban a la calle en diferentes ciudades francesas para expresar su oposición a la extrema derecha. Le Pen dijo que «son apenas unos miles» frente al «más de millón y medio de jóvenes entre 18 y 24 años que han votado por mí» en la primera vuelta a las elecciones presidenciales. Era rigurosamente cierto, las estadísticas realizadas a pie de urna así lo demostraban. En un tono melodramático, Le Pen se dirigió «a los pequeños, a los que sufren y a los excluidos de Maastricht y de la globalización para que no tengan miedo» en apoyar a alguien como él que también ha conocido «el frío, el hambre y la pobreza».

¿Y Megret? A poco de conocerse los resultados electorales, el brillante ingeniero, otrora brazo derecho de Le Pen desandó una parte de lo andado tras la escisión y, tras descartar unirse al Front National de cara a los próximos comicios legislativos de junio, llamó a sus simpatizantes a votar por su antiguo mentor el 5 de mayo. Lo escalofriante para Chirac era que sin esa escisión, si ambos candidatos se hubieran presentado en una sola lista ¡hubieran superado los votos de Chirac! y se hubieran configurado como ¡el primer partido de Francia!.

Inmediatamente, los analistas intentaron dar una explicación a lo sucedido: se habló de un retorno a las «ideas tradicionales» después de décadas de idealismo humanitario que había fracaso en su aplicación práctica. Los atentados del pasado 11 de septiembre en Estados Unidos, el aumento de los crímenes y delitos en Francia, el sentimiento generalizado de que se están perdiendo los valores de la autoridad y de la disciplina y la erosión de los partidos tradicionales han contribuido, sin duda, a la imparable subida de Le Pen. Los analistas opinaban que todo esto había contribuido a que el «programa económico y social» del Front pasara desapercibido. El director de Liberation escribía en un editorial: «Leed a Le Pen, es peor», y apoyándose en expertos y economistas afirmaba que el programa económico-social es «una mezcla incoherente de medidas ultraliberales y proteccionistas, que recuerdan a los fascismos europeos de los años 30». Quiere eliminar el impuesto sobre la renta y aumentar los gastos militares, familiares y de seguridad. Desea que Francia salga de la construcción europea y recupere el franco como moneda nacional. Insiste en dar prioridad a los franceses en el empleo, eliminar las 35 horas semanales, luchar «contra los lobbies y los feudos sindicalistas», así como prohibir el aborto, entre otras cosas.

Pero lo que para los expertos de lo que Mario Conde llamó «el sistema», es «incoherente», interpreta buena parte de las aspiraciones del pueblo francés. En el fondo, el éxito de Le Pen consiste en esto: ha sabido ofrecer a una parte del electorado francés, justo aquello a lo que aspiraba y lo ha hecho desde la tranquilidad que supone el no haberse comprometido nunca en la gestión del poder estatal. El resto de partidos, presos en sus esquemas económico-sociales aprobados por «expertos», soportando el pesado lastre de su pasado en el que los fracasos se recuerdan mucho más que sus éxitos, vendían la «única política posible», mientras que Le Pen, vendía aquello a lo que aspiraban los «damnificados» por la globalización, Maastrich y las fórmulas progresistas aplicadas a la integración de la inmigración, la seguridad ciudadana, la política educativa y de juventud: es decir, fórmulas cuyo fracaso ha sido tan evidente que negarlo supone una afrenta al sentido común.

El día 24 de abril de 2002 se evidenció de parte de quien estaba la intolerancia. Le Pen, volvió al Parlamento Europeo pero se vio obligado a suspender la rueda de prensa que había convocado en la sede de la Eurocámara en Bruselas ante las protestas que levantó su presencia. Minutos antes de la hora elegida para la comparecencia ante la prensa, en la que Le Pen iba a explicar su rechazo a la Unión Europea, varias personas penetraron en la sala para pedir el boicot de los periodistas al líder ultraderechista. Los enfrentamientos verbales entre periodistas, eurodiputados y opositores a Le Pen derivaron en la suspensión de la conferencia de prensa, «por motivos de seguridad», como informó el eurodiputado y portavoz de Le Pen, Bruno Gollnisch. «Las condiciones de seguridad que se dan en esta sala, que es para periodistas y no para provocadores, no permiten celebrar la rueda de prensa, que se traslada a una fecha sin determinar y a París», señaló Gollnisch.

Su anuncio fue seguido de gritos de protesta por parte de la prensa, que pidió la salida de los eurodiputados que se encontraban en la sala, algunos de los cuales portaban pegatinas contra el «voto nazi». Posteriormente, el eurodiputado del Front Jean-Claude Martínez fue objeto del lanzamiento de una tarta en el vestíbulo del PE por parte de una de las personas que se habían congregado ante la puerta de la Eurocámara para protestar por la intervención del líder ultraderechista francés.

Un millar de personas, según los organizadores, y 800, según la policía, se manifestaron en las inmediaciones del Parlamento Europeo para expresar su rechazo a las ideas de Le Pen, bajo el lema «Fascismo, no pasará». Todo esto está muy bien porque cada cual tiene derecho a manifestarse, pero, claro está... siempre y cuando no obstaculice el derecho a la libertad de expresión de otros. Lo más curioso es que Le Pen, acusado de «intolerante», nunca ha obstaculizado ninguna rueda de prensa, no ha impedido la celebración de ningún acto público... insistimos ¿de parte de quien está la intolerancia? Por no hacer, ningún miembro del Front National ni siquiera ha arrojado una tarta a un opositor.

Luego estaban los analistas que minimizaban el impacto del éxito de Le Pen. Todo se debió –nos explicaron– a la abstención. Y, en parte, tenían razón. Desde las últimas presidenciales de 1995 hasta la primera vuelta de las elecciones presidenciales la cifra de abstención aumentó en 2.650.000 electores, lo que supuso un 7% de más (21% en el 1995 y 28% del 2002) afectó por término medio las cifras totales de los distintos candidatos, pero con impactos distintos, siempre negativos en todas las candidaturas... salvo en la de Le Pen, que aumentó su número en bruto de votos y que, sumando los votos de Megret –que pertenecen a la misma familia, sin discusión– superan en casi tres cuartos de millón los obtenidos en 1995. El único político que ganó votos fue Le Pen, todos los demás bajaron.

Los más afectados por la abstención fue –al decir de los analistas– Jospin y sus aliados en los últimos años. Así, los 4.576.068 votantes de Jospin significan 2.870.000 menos que en el 95. El PCF se ha visto afectado de la misma debacle, sus 959.412 significan una pérdida de un millón y medio de votos. También Chirac ha perdido votos: sus 5.620.198 votos significan prácticamente un millón menos que los 6.616.083, que obtuvo en las últimas presidenciales. A pesar de haber sido elegido presidente con más votos que cualquier otro en la historia de Francia, su patrimonio electoral está más disminuido como nunca lo ha estado el de un presidente republicano.

Por el contrario, la situación es distinta si analizamos los resultados de los dos partidos troskistas: Laguillier de Lucha Obrera ha mantenido los votos que consiguió en el 95. (1.662.011 entonces por 1.625.646 ahora) y Olivier Besancenot de la LCR ha sumado 1.207.438, cuando su partido en el 95 no logró participar.

En definitiva, lo que el voto ha demostrado es que las opciones tradicionales periclitan y las nuevas opciones (suponiendo que el trostkysmo, residuo arqueológico de los años 30, pueda ser considerado como algo nuevo) emergen junto a la abstención. Por mal que les pese a los trotskystas, su ascenso y el de Le Pen, tienen la misma explicación que el de la abstención. En efecto, son el resultado de un estado de ánimo del electorado cansado de votar durante décadas las mismas opciones y de no quedar satisfechos con la gestión del gobierno. Fracciones cada vez mayores del electorado buscan a quien entregar su voto y esta búsqueda se concreta en tres direcciones:

– La abstención, que crece sin cesar y supone la nueva opción de los indecisos.

– La extrema-izquierda que se convierte en receptora del voto de la izquierda ideológica decepcionada por la gestión de Jospin y la esclerosis del PCF, si bien otra parte de este voto ha ido a parar a Chevennement.

– Y finalmente, a la derecha populista de Le Pen que obtiene votos procedentes de todas las fuerzas políticas: le viene del neogaullismo, del PCF e incluso del socialismo. Un 35% del electorado lepenista no se cuelga ninguna etiqueta política, pero si hay una opción «transversal» en Francia, esa es la de Le Pen: un 17% de sus votantes se declara de derechas, y un 10% de izquierdas; el 30% de los votantes de Le Pen está en paro, el 24% son obreros y el 9% cuadro directivos o cuadros medios... Si hay una opción interclasista en Francia, es la de Le Pen...

Estos tres fenómenos son nuevos e implican:

1)     El abandono progresivo de las opciones tradicionales, enfangadas por mala gestión del gobierno, escasa imaginación a la hora de proponer soluciones y programas nuevos e ilusionantes y, finalmente, interminables corruptelas.

2)     La creación de un nuevo mapa político que, progresivamente, se va extendiendo por Europa.

3)     Un necesario cambio en las clasificaciones políticas establecidas en la segunda posguerra europea con una división en derecha, izquierda, centro derecha y centro izquierda.

Hay dos resultados que merecen tenerse en cuenta. Son los obtenidos por el Front National en el Departamento de Pirineos Atlánticos, «Euzkadi Norte», para los nacionalistas de «Euzkadi Sur» y en los departamentos de Pirineos Orientales, «Catalunya Nord». En Euzkadi Le Pen llegó en cuarto lugar pero mejoró sus resultados en relación a consultas anteriores y se situó en torno al 10%, siete puntos por debajo de la media nacional. El vencedor allí fue Chirac, pero Le Pen arañó 13.240 votos, 1.400 más que en la anterior consulta.

En Cataluña, en cambio, Le Pen fue el vencedor indiscutible con un 20’92% y 42.143 votos, seguido por Chirac con un 16’96%. Esto implica que existe un arco que va desde la frontera franco-italiana, hasta Le Boulou en la frontera franco-española, en el cual el lepenismo es prácticamente mayoritario y controla toda la costa mediterránea. Por otra parte, existe una franja en las zonas fronterizas del Este en la que tienen los mayores porcentajes de voto. Esta distribución geográfica es muy uniforme como para no tenerla presente.

III
ALGO ESTA CAMBIANDO EN EUROPA

En 1997, Jean Braudillard publicaba en Liberation un artículo esclarecedor sobre el Front National: «el Frente Nacional es el único partido que hace política, allí donde los otros hacen marketing electoral». La cosa puede parecer exagerada, pero es así: todos los partidos evitan ir al fondo de las cuestiones, hacerlo implicaría que el electorado les preguntase «¿cómo es que habéis permitido que las cosas lleguen a este punto?». Y probablemente jamás volvieran a darles el voto. Así es que, para los partidos tradicionales, y hasta ahora mayoritarios, se trata de mero marketing: es decir, de técnicas de adquisición de votos. Si un tema puede acarrear complicaciones y restar votos, mejor ignorarlo... a pesar de que el país termine hundiéndose. Lo que decíamos antes, cuando el enfermo tiene fiebre, se rompe el termómetro y en paz; el problema ha desaparecido.

Y a fuerza de negar la realidad y satanizar al adversario, casi en toda Europa, han surgido en los últimos 10 años movimientos políticos de nuevo estilo que no tienen inconveniente en negar lo políticamente correcto, no les importa clamar bien alto contra el pensamiento único y, finalmente, en el colmo de la insensatez, se oponen –fíjense ustedes– al Nuevo Orden Mundial. No es raro que los partidos bienpensantes les motejen con todo tipo de etiquetas. Ellos se lo han buscado al elegir su «marginación». ¿Qué les hubiera costado –si querían un cargo– inscribirse en el partido de centroizquierda o en el de centroderecha –o en ambos al mismo tiempo, ¿por qué no? (si uno es oportunista, debe ser consecuente...)– en lugar de aventuras trasnochadas y extremistas? Los partidos tradicionales (las democracias cristianas, las socialdemocracias, los partidos socialistas, los que se definen como centristas y progresistas en el colmo de la indefinición, y el pelotón de cola de la izquierda más humanista y ligeramente más radical radicada en los cuarteles de invierno de cientos de ONG’s subvencionadas con cargo al erario público) parecen ser los únicos que tienen derecho a gobernar. Lo conquistaron con su victoria contra el fascismo. En Francia e Italia la mentalidad de la «resistencia» ha inmovilizado el debate político durante décadas.

Los partidos «antifascistas», «republicanos», «democráticos», vencieron al fascismo y eso les dio el derecho a gobernar. Y lo hicieron durante 55 años con distintos vaivenes de fortuna. Reconstruyeron una Europa destrozada e impulsaron el gran proyecto político de la Unión Europea. Solo por eso merecen un respeto y una admiración. Lo malo es que el tiempo los ha ido erosionando. Ya lo dijo Bob Dylan en su memorable canción: «Los tiempos van cambiando y lo que es presente hoy, será pasado mañana».

Pero durante unos años se creyó que el tiempo no pasaba para las opciones políticas surgidas de la resistencia europea contra los nazis. Y ha pasado, ¡y tanto que ha pasado! En España lo hemos advertido menos a causa de la juventud de la democracia; pero ya se empiezan a percibir síntomas de cansancio, falta de ideas, etc. De los comunistas en Europa no queda ni rastro salvo en aquellos lugares del Este en que fueron poder hasta anteayer y los problemas de estabilización de la democracia les han hecho aparecer como salvadores. Pero eso es flor de un día. El comunismo ha desaparecido de Occidente y los Partidos Comunistas francés e italiano, los más fuertes que jamás existieron, son una pálida y cadavérica sombra de lo que un día fueron.

Toda la realidad es cambiante y la política no podía ser de otra forma. Pero se pretende que se eternice. Por eso los representantes de las fuerzas hasta ahora mayoritarias en la escena política occidental han tolerado mal la presencia de opciones díscolas y disidentes. Sobre todo cuando estas opciones son diferentes a las aparecidas esporádicamente, como los ecologistas. Salvo en Alemania, en el resto de Europa los ecologistas no han podido asentarse como fuerza política. Christian Marrillier, responsable departamental del Front nos cuenta al respecto: «cuando los ecologistas aparecen con cierta fuerza, inmediatamente son recuperados por los partidos mayoritarios. Se les ofrece una migaja, se coloca cualquier frase de aroma ecológico en el programa propio y así, sin el menor pudor, desaparecen de la escena para reaparecer en el interior de algún partido tradicional como funcionarios de medio ambiente». Marillier pone a los ecologistas alemanes como ejemplo: «la lucha entre realpolitik y fundamentalismo en el interior del Partido Ecologista les ha llevado a aprobar los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia (ellos, pacifistas integrales hasta el día antes) por no recordar el énfasis puesto en la lucha antiterrorista de Bush que les ha llevado a aceptar la salida de contingentes militares alemanes fuera de su país, algo inaudito tras la segunda guerra mundial. Esos son los ecologistas. Los reconocerán porque son apenas la enésima forma de oportunismo». A no confundir ecología con ecologismo, termina Marillier.

La derecha odia a Haider. El PP español fue de entre todos los partidos conservadores europeos el que más dramatizó la presencia del millonario austríaco en el poder. Parecía como si hubiera una ofensa personal. ¡Y claro que la había! Ayer ocurrió en Austria... mañana podía ocurrir en España. Así pues, si era cierto que Haider era el enemigo del PP, aun a pesar de que había emergido en un país con el que España no tiene unos contactos excesivamente fluidos. La derecha odia a Fini. Y sin embargo, de los tres cabezas de serie de la coalición gobernante en Italia, ningún analista le niega una mayor solvencia política que Bossi y más fiabilidad que Berlusconi con todos sus canales de Televisión. Fini, pasado mañana puede ser la clave del poder en Italia a pesar de que para la izquierda es un «neofascista» puro y duro. Y es que Fini y sus socios han puesto fin al equilibrio de partidos que se daba en Italia desde la postguerra. De aquello ya no queda ni rastro. DC y PS se disolvieron en el vitriolo de sus propias corrupciones, tampoco hizo falta que nadie pusiera la piqueta de demolición. Nadie lo hubiera hecho mejor que los propios interesados con sus «manos sucias» y su prepotencia. La derecha odia, finalmente, a Le Pen –¿cómo podía ser de otra forma?– y lo odia mucho más que la izquierda. La izquierda, en su esquematismo, lo ve como la quintaesencia de la reacción retrógrada y burguesa. Menuda declaración la de Olivier Besancenot, candidato de la Liga Comunista Revolucionaria, recompensado con un 4’39% y algo más de un millón de votos. Lo dicho por Besancenot es muestra de que la izquierda francesa no ha entendido nada. Observen porque hubo un tiempo en que los troskystas se presentaban como lo más preclaro del movimiento obrero: «El populismo de Le Pen no puede ocultar su verdadera política al servicio de los ricos y de los poderosos. Aprueba las privatizaciones, las legislaciones antisociales, los regalos a la patronal, los despidos abusivos”. “Hay que cortar el paso a Le Pen, el peor enemigo de los trabajadores, tanto en la calle como en las elecciones”. Pero lo más sorprendente es que la valoración de lo que representa el lepenismo parece sacado de un manual de marxismo de los años 40: “El Frente Nacional es una corriente que representa directamente en línea Vichy, el fascismo, los crímenes nazis de la segunda guerra mundial». Todas estas ideas ¿en que concluían? Esto es lo más indigerible: en votar a Chirac. Pero, vamos a ver, ¿no será que la patronal y todo lo demás están precisamente tras Chirac y no tras Le Pen? El problema de la extrema-izquierda es que ha creado en plena era de la virtualidad un «fascismo irreal» que es mucho más enemigo para ellos que la patronal muy real que juega la carta de Chirac y Jospin. Algo obtuso el tal Besancenot.

En cuanto a la «izquierda plural» anda desencaminada: también a ellos les resta votos. Un 35% de los votos obtenidos por Le Pen fueron antes votos de izquierda. Pero, claro, es políticamente incorrecto, reconocer que hay trabajadores que apoyan a la extrema-derecha. Tengo una foto de 1986 que me ha llamado la atención. En ella se ve a Le Pen sentado y tras él un grupo de mineros recién salidos de la mina; llevan el mono, el casco con la linterna, sus instrumentos de trabajo, y la cara tiznada por el carbón. La foto es de la fiesta Bleu-Blanc-Rouge de 1986. Los mineros muestran una pancarta: «Les gueules noires sont avec toi» (los mineros del carbón estamos contigo). La izquierda no quiso reconocer a tiempo que la clase obrera, la que vive más de cerca la dinámica «inmigración-delincuencia», estaba decantándose poco a poco hacia el lepenismo. Hoy el voto comunista está fragmentado a partes iguales entre las distintas formaciones trotskystas (formados en torno al programa de transición de la IV Internacional... ¡de principios de los años 30!) y el Front National.

La derecha ve, en cambio, a un competidor que le resta votos y que le impide eternizar el cómodo «sin enemigos a mi derecha» de Aznar, con el que sueñan todos los conservadores europeos. La derecha está contra Le Pen: «es racista y antisemita», dicen. A fuerza de repetirlo muchos han terminado por creerlo. Miro otra foto. En ella se ve a Jean Pierre Stirbois junto a los miembros de su comité de apoyo en las elecciones municipales de 1983 en Dreux. La foto es curiosa por que Stirbois está rodeado por un francés musulmán, un antillano negro de pelo afro, una camboyana y una israelita... La mera composición de este comité desdice las acusaciones de racismo. No seamos ingenuos: Francia tiene aun DOM-TOM, departamentos coloniales de ultramar, allí quienes dirigen las secciones locales del Front National pertenecen a grupos étnicos no europeos. En los congresos del Front no los ocultan. Es fácil encontrar antillanos de color, de la misma forma que pueden encontrarse vietnamitas o camboyanos. Uno de los íntimos amigos de Bruno Gollnish, proclamado sucesor de Le Pen in pectore, era el jefe de los estudiantes camboyanos de Francia, asesinado tras regresar a su país. ¿Necesidades de enmascaramiento para evitar acusaciones de racismo? Otra foto es suficientemente elocuente. En ella vemos a Stirbois y Michel Schneider en el curso de un mitin celebrado en ¡1968! cuando militaban en el Mouvement Jeune Revolution. Tras los dos futuros líderes del Front se ve una pancarta con la bandera palestina. Entre esa foto –los rostros de ambos son casi de adolescentes– y la llegada de Jean Marie Le Pen al aeropuerto de Bagdad y al Palacio de Saddam Hussein, median treinta años pero hay una línea de continuidad: la que hace que grupos europeos marginados de la política oficial apoyen a países árabes enfrentados a Isreael y a EE.UU. La derecha odia todo lo que no puede controlar, pero las fotos restituyen los hechos en su verdadera dimensión. Y en cuanto a la acusación de «xenófobos», hay que recordar que Gollnish está casado con una japonesa y la esposa de Carl Lang, Secretario General del Front National, es sueca.

Decíamos que una de las tesis de este libro es la desvinculación entre la extrema-derecha y la derecha populista actual. Veamos este tema con más detenimiento porque es capital para la comprensión del fenómeno.

¿Qué es la extrema derecha? Pues, a decir verdad, no está nada claro. Para unos es sinónimo de neofascismo y neonazismo. O sea, los skins son ultras. Pero también los monárquicos carlistas y legitimistas parecen estar vinculados a la ultraderecha y, sin embargo, entre un skin y un miembro de Action Française o de la Comunión Tradicionalista, no hay ningún punto de encuentro; ni uno solo. En Francia la extrema-derecha es sinónimo de nacionalismo. Desde este punto de vista Pujol o Arzallus serían extremistas de derecha. Y no lo son.

La extrema-derecha es católica, antiabortista y antidivorcista; otro tópico. Hay católicos integristas, pero también hemos conocido ultras franceses que practicaban zen y budismo y muchos protestantes. En cuanto a la postura sobre el divorcio, Le Pen está divorciado y Giorgio Almirante, el ya fallecido Secretario General del MSI fue uno de los primeros en acogerse a la primera ley del divorcio que hubo en Italia. Para colmo, las bases de esta extrema-derecha son muy liberales en su comportamiento sexual: se hace el amor sin restricciones como en cualquier otro sector. Alto, ahí está el factor golpista. Los extremistas de derecha son golpistas; resulta impensable concebir una formación golpista sin oír el grito «Ejército al poder». Pues bien, el Front National, Haider o Fini, no lo son. Le Pen, ni siquiera clamó por el golpe de Estado militar en los tiempos de «Argelia Francesa», cuando sectores incluso liberales de la sociedad miraban esperanzados al cielo de París para ser los primeros en ver las copas de los paracaídas de la Legión caer sobre la capital del Sena. Le Pen nunca ha sido golpista.

En innegable que tenemos una dificultad para definir de manera precisa que se entiende por extrema-derecha. Intentarlo es una vana aventura, pero es necesario a efectos diferenciadores. La extrema-derecha es una realidad nacional cambiante. En cada país es diferente. La extrema-derecha española no se parece mucho a la francesa: aquí es un areópago de supervivientes del franquismo y grupos extremistas de ideología mal definida frecuentemente vinculados a grupos de hinchas futbolísticos, es una actitud vital agresiva, una incomprensión hacia las formas políticas modernas y, finalmente, un arcaísmo de anteayer con un lastre tan pesado que le impide mirar al futuro. No hay intelectuales en la extrema-derecha española actual. En Francia era otra cosa. Abundaban referencias intelectuales (Brasillach, Drieu la Rochelle. Celine), ideológicas (Maurras, Bardeche) emblemáticas (la cruz céltica), políticas (desde Action Française al PPF de Doriot) y de geometría política: se reconocía que, efectivamente, la extrema-derecha se situaba a la derecha de la derecha, a diferencia de sus homónimos españoles que no reconocían su ubicación política. Hay ciertos valores universales en ambas extremas-derechas: lo que para los franceses es la «francité», para los españoles es la «hispanidad»; el anticomunismo, cuando había comunismo, claro está; la oposición tajante a la Unión Europea es otro punto común de referencia; el catolicismo acrisolado también; integrista, por supuesto; el desprecio por todo lo que significa democracia y elecciones. La extrema-derecha es, evidentemente, antidemócrata. Desconfía de las elecciones y, por supuesto, en el interior de sus formaciones políticas no hay ni rastros de democracia interna.

Pues bien, en el Front National todos estos elementos que componen el pensamiento y la práctica política de la extrema-derecha no están presentes. En cambio, hay otras componentes nuevas y un evidente cambio en el discurso político. Como veremos la resultante es la generación de un espacio político de nuevo cuño, que damos en llamar «derecha populista». También, como veremos, hay un cambio de actitud vital en sus miembros.

Lo que la izquierda llama «globalización» desde hace cuatro años, la derecha lo llama «mundialismo» desde hace veinte. Esto es lo que más sorprendente: que las desgracias que hoy profetizan los antiglobalizadores de izquierda fueron antes previstas por los antimundialistas de derecha. Con una ventana para estos últimos: mientras la izquierda atribuye el patroneo del proceso al capital financiero internacional que migra en busca mejores y más rápidas inversiones, el antimundialismo de derecha (y más exactamente el de la derecha populista) es mucho más concreto: atribuye el proceso a una conspiración operada por distintas «organizaciones mundialistas»: la Comisión Trilateral, el Club Bildelberg, el Consejo de Relaciones Exteriores, etc. Tienen sus teóricos: Henry Coston, Jacques Bordiot, etc. Más aún, algunos de ellos, creen que este proceso está guiado por imperativos geopolíticos y el análisis que realizan es extremadamente preciso. Se diría que los populistas de derechas utilizan unas claves de análisis que la izquierda desconsidera, aferrándose a su interpretación, históricamente superada, de las naciones proletarias, el tercer mundo, que entra en contradicción con las naciones burguesas del primer mundo... o cómo reconstruir la lucha de clases, transpasándola a la lucha de pueblos.

Pero hay algo mucho más interesante que todo el análisis: las desembocaduras. En efecto, las claves están comprendidas en el libro titulado «Le Mondialisme, Mythe et Réalité», publicado por Editions Nationales y escrito por varios autores, todos pro-hombres del Front National. Mientras que la izquierda, finalmente, no es antiglobalizadora en sentido absoluto, sino que propone un tránsito más reposado, humanista y filantrópico a la globalización, proponiendo, finalmente, la vaga idea del «mestizaje» como forma para integrar y superar los problemas culturales y étnicos subyacentes, la derecha populista propone algo muy diferente: «recuperar la identidad de los pueblos». Y ese concepto de «identidad» –inexistente en la extrema-derecha anterior– es fundamental para comprender este movimiento que avanza en Europa.

Pierre Vial en el texto citado da las claves en un ensayo titulado «El mundialismo destructor de la identidad de los pueblos». Citamos algunos párrafos: «La fórmula utilizada durante la guerra del golfo contra Irak fue construir un “nuevo orden mundial”, este concepto está directamente ligado a la voluntad de hegemonía mundial de los Estados Unidos». Vial militó en la «nouvelle droite» intelectual junto a Alain de Benoist y otros muchos, la mayoría de los cuales, tras un período de dudas, han terminado militando en el Front National, si bien algunos, como Vial, se escindieron con Mégret. Pero esto no es lo importante, lo básico es reconocer que mientras la vieja extrema-derecha francesa era atlantista y proamericana (en la medida en que la OTAN garantizaba –o al menos se creía– la protección contra el expansionismo soviético) el mundo de la postguerra fría, en tanto que mundo unipolar, está liderado por los EE.UU. que encabezan el proceso de mundialización (lo que Bush padre llamó «nuevo orden mundial»). Y esa mundialización es entendida por la derecha populista como un proceso de normalización que borra y barre las identidades nacionales. Por eso la nueva derecha populista es, a diferencia de la vieja extrema-derecha, antiamericana. Y no se trata sólo de declaraciones públicas altisonantes: es una práctica política que lleva a los líderes de este sector a Yugoslavia durante los bombardeos de 1998, que les hace viajar a Bagdad a expresar su solidaridad con Saddam Husseim o bien, como el diputado europeo del Front, Jean-Claude Martínez, a entrevistarse con el Coronel Hugo Chávez o con el mismísimo Fidel Castro.

La izquierda –sobre todo la izquierda socialista– no puede asumir el hecho de que sea Le Pen y su Front National el que ha recuperado la bandera antiamericana. Personajes de la catadura de un Regis Debray –el hombre que traicionó al Ché Guevara, delatando, por algo tan humano como el miedo, su presencia en Bolivia– que hace treinta años se comían crudos a los «yankis» ahora explican, con una frialdad pasmosa que «EE.UU. ha cambiado y ahora existe lo que antes, con Jhonson y Nixon, no existía: una democracia real». Claro está que razonamientos de este tipo han permitido a personajes como Luís Solana, ejercer de telefonista de la OTAN y comunicar las órdenes de bombardeo de Clinton al general Clark jefe del despliegue antiyugoslavo en 1998. Y la izquierda que, desde el punto de vista personal, ha recibido réditos extraordinarios de su renuncia al antiamericanismo, desde el punto de vista político ha dejado un hueco vacío: ahora el antiamericanismo es patrimonio de la derecha populista. Algo impensable en los tiempos de las manifestaciones pro-vietcong.

Pero la crítica que realiza la derecha populista no es sólo política. Es cultural. EE.UU. es considerado el enemigo de los pueblos por que difunde una cultura-basura y un “american way of life” no menos basura. Vial explica que la característica de los EE.UU. es considerar que su modelo cultural y de vida es la forma más acabada de civilización y en tanto que tal se reservan el derecho de imponerlo a los «pueblos bárbaros». Así se entienden intromisiones en la vida de otros pueblos siempre con la misma excusa: la defensa de los derechos humanos, que, a la postre, se ha convertido en la fachada moral que justifica cualquier atrocidad. Y la izquierda, que todavía debe recordar que EE.UU. es el único Estado que ha sido acusado de promover operaciones terroristas en Nicaragua, calla y otorga acríticamente. La izquierda ha olvidado que en EE.UU. es el único país del primer mundo en donde todavía está en vigor la pena de muerte y se practica con una ligereza inaudita; han olvidado que tras los sucesos del 11 de septiembre de 2001 se practicaron más de 2000 detenciones sin juicio y sin mandato judicial con largos períodos de encarcelamiento sin que mediara decisión de Tribunal alguno. Han olvidado que el Pentágono es la única institución que ha reconocido que tiene una estructura –la Oficina de Información Estratégica– destinada a difundir informaciones falsas... Y así les va.

Otra diferencia más. La vieja extrema-derecha pensaba en términos de fundamentalismo, la nueva derecha populista piensa en términos de pragmatismo. En efecto, para la vieja extrema-derecha la realpolitik era una traición a sus nobles ideales. Aquí en España, hasta finales de los años 80, en Fuerza Nueva (rebautizado Frente Nacional) se tenían reticencias a presentarse a las elecciones. En Italia llevaban cuarenta años haciéndolo con distinta fortuna y otro tanto en el resto de Europa. Solamente los grupúsculos ultras negaban la oportunidad de las elecciones. Y eso les definía como extremistas.

Recuerdo un alférez provisional al que en 1977 le explicaba que Fuerza Nueva debía convertirse en un partido político homologable a cualquier otro del espectro político y él me decía: «si en dos años tenemos que presentarnos a las elecciones es que hemos perdido». Este hombre de bigotillo lápiz y blazer cruzado estaba defendiendo la hipótesis golpista. Y lo estaba haciendo porque era un extremista de derechas a pesar de que, en su falangismo de juventud todavía resonaran las consignas de «ni derecha ni izquierda».

La nueva derecha populista europea no cuestiona las elecciones. Es más, considera que llamar a los ciudadanos al voto cada cuatro años es una buena forma de garantizar la representatividad, mientras no se encuentre otro más afinado. Atrás quedan las críticas a la democracia parlamentaria realizadas por los budas de esta corriente. ¿Derribar al Estado democrático? ¡Ca! No se trata de derribar, sino de reformar las constituciones nacionales.

Es un problema de geometría. Existen muchas formas de geometría como existen muchas formas de considerar las fuerzas políticas. Una de ellas es la euclidiana que considera al espectro político como un semicírculo similar al espectro de los colores que, desde la extrema-izquierda a la extrema-derecha ve una sucesión de tonalidades situadas unas junto a otras: izquierda, centro-izquierda, centro, centro-derecha, derecha... Así se ha visto la política en Europa a lo largo de casi todo el siglo XX. Pero hay otro tipo de geometría, la fractal, que ve las cosas de otra manera. Es la geometría de la naturaleza que indica que las formas que se dan no son perfectas. El semicírculo perfecto tal como lo conciben los partidos mayoritarios está camino de la desaparición. La existencia de la derecha populista ha impuesto otro modelo geométrico: el de la herradura.

En una herradura los dos extremos están más próximos entre sí, que lo están del centro. Este modelo explica que la función de los extremos es la misma. Ambos están sometidos a la misma presión, mientras que el centro recibe otra. En consecuencia, cuando un extremo intenta reconsiderar su posición o bien advierte una tara, lo que tiene más cerca es el extremo que está enfrente. El centro les queda muy geométricamente lejos y los grupos moderados, atraídos por el centro es, decir, por lo que ya conocen y han valorado, no supone para ellos una panacea. Esto explica las migraciones masivas que siempre se produjeron en Italia entre votos comunistas y votos del MSI o la migración unidireccional del Partido Comunista al Front National. Esto no se producía en la extrema-derecha clásica. Ésta había caída presa en la visión euclidiana de la geometría política y, como máximo veía posibilidad de establecer alianzas y de crecer en función de lo que estaba más cerca suyo: la derecha liberal.

Pero, poco a poco, los términos derecha e izquierda se han ido despojando de sentido progresivamente. Es uno de los efectos de la globalización o mundialización que lleva, inevitablemente a la «única política posible» o «pensamiento único». Le Pen ha advertido la relativización de estos conceptos y por eso, a poco de conocerse los resultados de las elecciones de abril, explicó en una frase críptica que el Front National se reservaba ser de derechas «en política de seguridad y de izquierdas en política social». Algunos se sorprendieron: «menudo payaso, quiere pescar votos en todas las aguas». Solo que la derecha populista llamaba a esto «transversalismo» desde hace veinte años. Pino Rauti, uno de los ideólogos de esta derecha populista en Italia y diputado europeo, solía practicar el transversalismo en su país: no dudaba en debatir con la izquierda, encontrar puntos comunes, especialmente en política internacional a partir de la perestroika. Así que la actitud de Le Pen no era nueva. Lo que ocurría era que muchos, que hasta entonces no habían atendido ni una sola palabra de Le Pen, ahora creían oír por vez primera, algo que ya estaba inherente en el programa del Front National de 1985 cuando se inició su despegue electoral.