Hace 20 años, en 2002, Jean Marie Le Pen y su Front National llegaron por primera vez a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Aquello supuso la confirmación de que, el diseño de fuerzas políticas implantado en Europa desde 1945, olía a muerto. A partir de ese momento, ya no había más opciones: o “populismo” o “inercia”. Inercia era seguir votando a los mismos responsables de la decadencia europea. “Populismo”, simple negativa a seguir la pendiente. Era un combate de larga duración que se prolonga todavía hoy. Queremos rendir un homenaje a Jean Marie Le Pen reproduciendo un texto que escribimos en pocas semanas aquel -ya lejano- 2002 con el título LAS CLAVES DEL FENÓMENO LE PEN, firmado con el seudónimo “Hervé Blanchart”. El nombre del autor -el que suscribe estas líneas- era lo único “falso” del libro.
Que Le Pen
alcanzó un éxito histórico en las elecciones presidenciales de abril de 2002,
es algo incontrovertible. Que el fenómeno ha sido mal analizado por los
comentaristas políticos, editorialistas y tertulianos, es también evidente.
Estos especialistas de la información nos han ofrecido análisis parciales,
sesgados, incompletos y tamizados por el prisma de lo “políticamente correcto”.
Y así no hay forma de entender, no sólo que ha ocurrido en abril, sino por qué,
contra viento y marea, una cifra que oscila entre el 10 y el 20% del electorado
francés concede su voto a una formación de la que insistentemente se dice que
es racista, antisemita, extremista, violenta y antidemocrática. ¿Qué ocurre?
¿qué casi una quinta parte del electorado ha sido ganado por las ideas
antidemocráticas? ¿seis millones de franceses se han vuelto locos? ¿han sido
engañados por un demagogo sin escrúpulos? Cualquiera que conozca mínimamente el
vecino país sabe que esto no es así. La democracia francesa goza de buena salud
y nadie pretende derribarla; por lo demás, el elector francés de hoy no es
diferente al de hace algunos años cuando el fenómeno Le Pen no estaba en el
candelero.
La
izquierda ha establecido una interpretación políticamente correcta del
lepenismo que no explica lo esencial de la cuestión, a saber, porque las clases
más desfavorecidas, los parados, los jóvenes, los trabajadores, están
desplazando su voto a los partidos considerados de «extrema-derecha». Hasta
ahora la izquierda sostenía –y de hecho, la extrema-izquierda lo sigue
sosteniendo– que Le Pen y su Front National eran la «banda armada del
capital» que hacía el trabajo sucio contra el proletariado y contra la
inmigración... Hay votantes del Front National que son inmigrantes de primera
generación. La izquierda calla y elude interpretar el fenómeno: «han sido
engañados por un demagogo». La interpretación oficial de la izquierda
(hermana en esto con la derecha gaullista) explica que la derecha más radical,
racista y extremista ha conseguido que el eje de la campaña electoral gire en
torno a la inseguridad ciudadana y que eso ha entrañado su crecimiento
electoral. No se dice, claro está, que no ha sido Le Pen, sino la sociedad francesa
la que ha otorgado preeminencia de este tema. Estadísticas cantan.
Se añade a
continuación que una parte del electorado ha castigado a los partidos
mayoritarios en una opción que no tendría repercusiones históricas; la primera
vuelta de las elecciones presidenciales, tradicionalmente, se aprovecha en
Francia para castigar al partido en el poder. No se explica, naturalmente, que
el gaullismo y el centrismo están tan implicados en escándalos de corrupción
como la izquierda socialista. Y estas implicaciones repugnan el elector que,
puesto a votar, ha preferido regalar su voto a una opción «virginal» que no ha
protagonizado ni casos de corrupción ni abusos de poder.
Y
finalmente se dice a modo de corolario que Le Pen ha sabido engañar el elector
francés: ha ocultado sus intenciones golpistas, racistas y antisemitas para
primar un programa basado en «ley y orden». Y este es el más garrafal de todos
los errores interpretativos: por que en Francia, la incapacidad para integrar a
los inmigrantes y la riada masiva con la que están llegando a Europa, han
generado una situación explosiva cuya primera consecuencia es el aumento de la
delincuencia y la inseguridad ciudadana y la existencia de más de un millar de
zonas –óiganlo bien, más de un millar, exactamente en torno a mil doscientas–
que escapan a cualquier tipo de control estatal: allí no pasa ni la policía, ni
Hacienda , ni los inmortales principios republicanos.
Guste o no
guste, así es. Ocultarlo durante los últimos veinte años ha llevado a la
situación actual: caótica. Si bien los distintos gobiernos de las últimas
décadas han intentado remediarlo aplicando la idea-fuerza de la «integración»,
hoy esta iniciativa puede considerarse definitivamente fracasada. Hay sectores
de la inmigración que de ningún modo quieren integrarse y de nada sirven los
programas de ayuda social, con la consiguiente inversión de miles de millones,
ayer de francos, hoy de euros. Es más, esa ayuda social, considerada como «sopa
boba» constituye el primer factor del «efecto llamada» que genera más y más
inmigración. Buena parte de la sociedad francesa que hasta ahora había apostado
por la «integración» la percibe hoy como una vía muerta. Con Le Pen, ya no
quieren integración: piden repatriación. Como si nada hubiera ocurrido en estos
últimos 20 años, los partidos hasta ahora mayoritarios, siguen aplicando
mecánicamente fórmulas a base de paños calientes que ya han fracasado. Le Pen
propone una operación quirúrgica y esto encaja con la percepción de una parte
creciente del electorado.
El error de
los partidos mayoritarios ha consistido en crear un muro que ocultara la
cuestión –hecho con los bloques de cemento de lo políticamente correcto– y ha
impedido que la sociedad francesa lo debatiera públicamente. Se temía –y con
razón– que conocer el estado de la cuestión hubiera implicado la migración
masiva de votos al lepenismo. Finalmente así ha ocurrido. El doctor puede negar
que el enfermo no tiene fiebre, puede incluso tapar el miembro gangrenado con
unas sábanas, incluso puede tirar el termómetro... pero no evitará que, antes o
después, el mal se evidencie con toda su brutalidad. Eso es lo que ha ocurrido
en la primera vuelta de las elecciones presidenciales después de que las cifras
de la delincuencia se dispararan y sonaran todas las alarmas. Claro está que en
la segunda vuelta las cosas volvieron a su lugar (los mayoritarios siguieron
siendo, todos a una, mayoritarios y los minoritarios, marginados y aquí no ha
pasado nada). Pero si ha pasado, y mucho.
Ya nada será igual en Francia a partir de ahora. Ahora, cuando casi un 20% del electorado ha apoyado a Le Pen (su porcentaje y el de Bruno Megret que comparte sin excepción las mismas ideas), es difícil decir que una quinta parte del voto a ido a parar a un «partido extremista y minoritario».
* * *
Todo esto
constituyen problemas lo suficientemente complejos y desconocidos en nuestro
país, como para justificar la elaboración de esta obra. Las tesis de este libro
son, resumidas, las siguientes:
1) Las opciones políticas que gestionaron el poder desde la postguerra están agotándose progresivamente en Europa. Se han turnado durante más de 50 años; entre sus logros figura la construcción europea, pero el tiempo los ha erosionado. El tiempo, sus errores y sus corruptelas. Un sector del electorado ya no se conforma con votar lo mismo que han votado en 50 años. El tiempo todo lo mata, hasta los partidos que, aún hoy, se creen inalterables...
2) La globalización ha generado islas de protesta que desdicen la unanimidad con que se presenta el proyecto. Existe una antiglobalización de izquierdas protagonizada por socialistas, comunistas, extremistas de izquierda y ONGs y existe una antiglobalización de derechas. Esa franja de opinión rechaza la omnipotencia de los EEUU en política internacional, se consideran «nacionalistas» y «patriotas», no admiten la servidumbre de la OTAN hacia el Pentágono, el liberalismo salvaje y desprotección progresiva de las clases más desfavorecidas en nombre de la inhibición del Estado en la libre concurrencia.
3) Una cosa es la extrema-derecha neofascista, neo-nazi, monárquica, falangista, y otra la «derecha-populista». Le Pen ni es neo-nazi, ni es neofascista, ni es monárquico legitimista, ni es un extremista armado con porra y cadenas. Representa otra opción. Ciertamente perteneció a este sector en su juventud (suponiendo que el poujadismo sea un extremismo de derechas lo cual es mucho suponer). Pero el programa del Front National no es un agregado de tópicos ultras. Insistir en que su neofascismo, su antisemitismo y su extremismo, es insistir en algo que el electorado ni entiende ni comparte. Una quinta parte del electorado ha oído el discurso de Le Pen y le ha parecido lo suficientemente razonable como para entregarle su voto. Le Pen es otra cosa, no un extremista de derechas, como tampoco lo son Fini o Haider. Si les cuadra algún calificativo es el de populistas y por su origen político, se sitúan a la derecha, si bien, en algunos detalles enarbolan un programa con matices que hasta ahora sólo había defendido la izquierda.
4) El razonamiento de Le Pen no es absurdo: existe una evidente concatenación entre aumento de la delincuencia y aumento de la inmigración. Aun los no votantes de Le Pen, gaullistas y socialistas, reconocen que las cosas se han salido de madre. Lo que ocurre es que aun presentan como alternativa la «integración». Ya hemos dicho que se podía hablar de «integración» del inmigrante hace veinte años: hoy es una política que se ha puesto en práctica hasta la saciedad y que una parte del electorado ve como fracasada y, además, como un pozo sin fondo de recursos que podrían ir a parar a familias francesas arrojadas fuera del mercado laboral o para estimular la natalidad.
5) La concatenación inmigración-delincuencia ha hecho que pasaran a segundo plano algunos de los elementos más problemáticos e inviables del discurso lepenista: salida de Francia de la Unión Europea, recuperación del franco francés, etc. Aunque Le Pen no lo quiera aceptar, la Unión Europea y el Euro son hechos incontrovertibles. En este terreno, la rueda de la historia no dará marcha atrás. Ahora bien, la gravedad del problema delincuencia-inmigración es tal en Francia que una quinta parte del electorado ha otorgado su voto al Front National sólo por que adopta una postura muy definida y quirúrgica en esta cuestión, no por que otras propuestas más problemáticas, pero menos llamativas, sean compartidas.
Las
alusiones a estas tesis aparecerán constantemente a lo largo de las páginas que
siguen. Antes de empezar a desarrollarlas, hace falta exorcizar fantasmas.
Desde nuestro punto de vista personal rechazamos todo aquello que pueda tener
Le Pen –si es que tiene algo– y su
opción de extremista, racista, xenófobo o antisemita. En bloque y sin matices.
Creemos que la democracia europea goza de salud aceptable y es bueno que así
sea. Este exorcismo es obligado en la medida en que los administradores de lo
políticamente correcto consideran que cualquier forma de ver a Le Pen que no
sea tal y como proponen, supone un apoyo directo al líder del Front Nacional.
Es evidente que no compartimos este criterio: se puede defender la legalidad
democrática y, al mismo tiempo, se puede rechazar el culto a lo políticamente
correcto, si esa actitud supone distorsionar y adulterar los hechos reales.
El lector
tiene ante las manos un libro que intenta ser objetivo y que pretende ser
imparcial. Creemos que la función del informador es informar, que sea el lector
el que juzgue. Por nuestra parte nos hemos limitado a estudiar el «dossier Le
Pen», incluir todos los elementos que hemos creído básicos para entenderlo y,
finalmente, lo hemos presentado a nuestros lectores. Aquí está.
Que la
serenidad y la objetividad les acompañe.
París,7
de mayo 2002
Una hora
después de cerrarse los colegios electorales de Francia ya nadie tenía dudas de
que el Front National era el segundo partido del país en cuanto a número de
votos. Los socialistas, sempiterna opción de poder desde 1945, quedaban
descabalgados del torneo electoral. Y lloraron –de qué manera lloraron– tal
como pudimos verlos ante las cámaras de TV.
Le Pen se
instala en todas las regiones fronterizas (con Bélgica, Alemania, Suiza, Italia
y la parte más próxima a la frontera española por Cataluña) además de morder en
algunas circunscripciones de la región de París. Todo el sureste de Francia
(Provenza, Costa Azul, Alpes) cae bajo el FN: Marsella y Niza aportan un gran
caudal de votos, hasta llegar al récord del 33% en la ciudad de Orange. En
Aviñón, la ciudad escogida por Chirac para anunciar su candidatura a la
elección presidencial, éste ha recibido 156 votos menos que Le Pen. En Marsella
–¡la segunda ciudad de Francia!– Le Pen sobrepasa ampliamente a Chirac: 23,3%
frente a 18,2% respectivamente, con Jospin en el 15,6%. Le Pen progresa en
medios rurales y en zonas populares de Lyon y de Grenoble, de tradicional voto
socialista. Alsacia y otras regiones fronterizas con Alemania no escapan a la
carrera del nacionalista, que se encarama también al primer puesto en varios
departamentos del Norte de Francia, área histórica de socialistas y comunistas,
que se desangran electoralmente. Cerca de 6 millones de franceses habían votado
a Le Pen.
La prensa
francesa reaccionó unánimemente, pero con matices: Le Parisien no
aludía directamente al Front en sus titulares, tan sólo destacó que una
encuesta mostraba el rechazo del electorado a la cohabitación. Los titulares de
Liberation y L’Humanité eran dramáticos: “No” decía el
primero a toda plana, mientras que el cotidiano comunista no podía evitar
tristeza ante los magros resultados del PC: “Francia no se merece esto”.
Claro está que el PC no podía aceptar que uno de los puntos de su programa
repugnase incluso a buena parte de su propio electorado, véase: “Derecho de
voto para todos los extranjeros residentes, abrogación de la doble pena
(no-expulsión de los delincuentes a su salida de la cárcel), regularización de
los ilegales, derecho de asilo para todos los que lo piden”. Las
irresponsabilidades se pagan y el PC pagaba defender numantinamente sus
tópicos.
La prensa
de derecha era algo más objetiva. Le Figaro, no dudó en calificar lo
ocurrido tras los domingos de «seísmo», constataba que esta elección marca «la
fractura profunda entre la representación electoral y la realidad del
electorado. Entre el discurso y la realidad que viven los franceses». El
diario económico Les Echos coincidió en ese mismo juicio al estimar que
es «un fracaso inconmensurable, cuya primera responsabilidad incumbe a los
políticos tradicionales».
Europa
recibió sorprendida y preocupada el ascenso de Jean-Marie Le Pen. «Todos los
demócratas de Francia se unirán tras los valores democráticos y contra la
intolerancia y la xenofobia», dijo el presidente del Parlamento Europeo,
Pat Cox, en una declaración que resume el sentimiento general entre Gobiernos y
políticos europeos. Cox pidió «prudencia» ante los resultados de la primera
vuelta, pero reconoció que éstos «tendrán implicaciones no solo para Francia
sino para la clase política europea en general» y aseguró que el futuro de
ese país «necesariamente afectará al de Europa». La Comisión Europea
deseó que Francia «siga siendo fiel a sus valores y compromisos» al
recordar su «papel histórico y muy importante» en la construcción
europea, una de las obsesiones de la campaña de Le Pen, empeñado en devolver la
«soberanía» que considera que ha perdido su país en beneficio de la UE.
Los líderes
europeos apelaron a todas las fuerzas democráticas francesas a que se unan no
sólo para «detener» a Le Pen, sino también para evitar que su partido «tenga
alguna oportunidad de convertirse en una fuerza importante», según el
canciller alemán, Gerhard Schroeder. El jefe del Ejecutivo británico, Tony
Blair, se mostró confiado en que los franceses «rechazarán todo tipo de
extremismo», (dos semanas después el British National Party alcanzaba un
18% en varias circunscripciones inglesas...) al igual que el ministro de
Exteriores español, Josep Piqué, para quien el pueblo francés apostará por los
«valores democráticos» y a favor de la construcción europea que para todos
representa ahora el actual presidente, Jacques Chirac. La formación de una gran
coalición anti Le Pen para frenar «a la ultraderecha y la xenofobia» en
la segunda vuelta fue puesta de manifiesto también por el primer ministro sueco,
Goran Persson, en tanto que el líder socialista del Ejecutivo holandés, Win
Kok, destacó lo «preocupante» de los resultados (un mes después el
socialismo holandés resultaba electoralmente barrido y perdía una sangría de
votos en beneficio de la lista de Pym Fortuyn que alcanzó un 24% de los votos
configurándose como el segundo partido). El jefe del Gobierno conservador
italiano, Silvio Berlusconi, consideró que los resultados de los comicios
demuestran «que el socialismo conservador está en crisis en toda Europa»,
aunque el hecho de que «el péndulo haya pasado al centro-derecha» no
debe confundirse con «la derecha de Le Pen». Ésta «representa una
deriva populista que los franceses creían que se estaba dando en Italia»,
añadió. Para el líder del gobierno griego, el socialista Costas Simitis, el
porcentaje de los votos obtenidos por Le Pen (17,07%) «ha sido una sorpresa
y un mensaje» del pueblo por «la completa indiferencia y la falta de
respeto» de la clase política. Más tajante fue aún la respuesta del primer
ministro danés, Anders Fogh Rasmussen, que calificó de «repugnante» la
política del líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen y lamentó su ascenso, dio
por segura la victoria de Chirac en la segunda vuelta. Aunque no gane los
comicios, el apoyo a Le Pen es un «éxito incuestionable de la corriente que
desconfía de las estructuras europeas y mantiene una actitud hostil frente a
los extranjeros», expresó el presidente de Polonia, Aleksander Kwasniewski.
«Esto es una buena lección para la UE, que necesita invitar en su seno a
naciones como Bulgaria, países conocidos por ser islas de tolerancia étnica y
religiosa y de estabilidad», dijo el ministro búlgaro de Asuntos
Exteriores, Solomon Passy, para quien esa es la mejor manera de «equilibrar
las tendencias negativas». Los resultados franceses «son algo más que
una imperfección estética», según el presidente austriaco, el democristiano
Wolfgang Schuessel, para quien una reacción de protesta de los franceses es «la
receta más segura» contra el avance de los extremismos.
Entre los
políticos que han acogido con comprensión el ascenso de Le Pen destaca el
ultranacionalista austriaco Joerg Haider, para quien «todo aquel que, en el
marco de una política de centro-derecha, se opone a una inmigración desbordante
es tachado enseguida de extremista» y la gente «ya no se conforma con
meras promesas».
Cuando
proliferaban declaraciones de este estilo, un Le Pen exultante de júbilo se
dirigía a los franceses: “¿Cómo podemos pensar que el pueblo francés va a
dudar entre votar al político más desprestigiado e implicado en más casos de
corrupción y yo?”. Y, en efecto, Chirac estaba más que acongojado porque,
aunque su victoria era segura, lo que tenía por delante era un debate
televisivo, no precisamente versallesco como el que hubiera mantenido con
Lionel Jospin, sino sobre temas muy descarnados y reales... con Jean Marie Le
Pen. ¿Y si –como era previsible– Le Pen, mejor orador, más enérgico, vehemente
y convincente en el cuerpo a cuerpo, se impusiera sobre el neogaullista? ¿acaso
eso no hubiera augurado una presidencia todavía más capi disminuida y, además,
abochornada? O lo que era peor ¿y si el debate generase un vuelco electoral y
Chirac venciera por la mínima... o no venciera? ¿Qué cohabitación hubiera sido
posible entre un Le Pen sentado en el Elíseo y una Asamblea Nacional con
mayoría socialista? No es raro que Chirac se negara a debatir en televisión con
Le Pen. Cinco días antes de la segunda vuelta de las elecciones, la horquilla de
votos de Le Pen se situaba entre el 19 y el 26%. Y eso a pesar de algunas
propuestas radicales. Al final, la movilización electoral descendió ese
porcentaje al 18%... lo cual no es poco dado el alto número de franceses que
acudieron a las urnas.
El día del
«libro y de la rosa», Jean-Marie Le Pen, criticó al neogaullista Jacques Chirac
por no debatir con él en televisión, anunció que si era elegido Jefe de Estado
convocaría un referéndum para sacar a Francia de la Unión Europea, recuperar el
franco e inscribir la «preferencia nacional» en la Constitución. Le Pen
rehusó precisar la fecha del referéndum, en una entrevista con la televisión
pública «France 2». El líder francés, que el próximo 5 de mayo concurrirá a la
segunda vuelta de las presidenciales francesas frente a Chirac, calificó de «lamentable
escaqueo» el rechazo del presidente saliente a debatir con él en
televisión, como es tradicional desde 1974 entre los finalistas de la primera
criba electoral.
Chirac,
abochornado y acobardado, apenas pudo decir en un mitin en Rennes que «frente
a la intolerancia y el odio no hay transacción posible, compromiso posible, ni
debate posible»..., como excusa no era mala, pero no es raro que una parte
del electorado considerase estas palabras como lo que eran: excusas de alguien
que no quería dar la cara. Le Pen hurgó en la llaga. El rechazo de Chirac a
mantener un cara a cara televisado es un «golpe insoportable, inaceptable
según las reglas republicanas y democráticas», dijo y agregó que «el
hecho de que ese golpe venga de un presidente de la República es escandaloso».
A su juicio, es «doblemente escandaloso», porque significa que Chirac «se
desinfla, no osa debatir, huye y lanza injurias». Le Pen ironizó sobre su
adversario, al que tildó de «parangón de la moral». «Yo creía que le pisaban
los talones un cierto número de magistrados» y se presenta a la reelección
para esquivarlos, dijo. No fueron las únicas andanadas que lanzó contra Chirac,
de quien señaló que, «por fin, ha dejado caer la máscara» y se erige en
el «candidato socialista-comunista» y «padrino del sistema»
frente al «candidato del pueblo sencillo», como a Le Pen le gusta
definirse. Los votantes de izquierdas propusieron ir a las urnas con una pinza
en la nariz o desinfectarse tras haber votado. Hubieron de desestir ante la
advertencia de que su voto sería invalidado. Aquello eran unas elecciones, no
un circo. Y es que Chirac es para muchos un apestado y no sólo para el líder
del Front National.
Le Pen
responsabilizó a Chirac y a sus «aliados de la izquierda» de los «lazos
anormales entre Francia y la Europa de Maastricht». Por ello, su prioridad
era convocar un referéndum para preguntar a los franceses si aprueban que «Francia
salga de la Unión Europea», «se restablezca el franco como moneda nacional»
y «se inscriba la preferencia nacional en el artículo I de la Constitución».
Se quejó de que «nuestras fronteras han estado fatalmente suprimidas y eso
supone un peligro para Francia». Jean-Marie Le Pen se mostró confiado en
que, al igual que la “derecha nacional y popular” haya avanzado en
Austria e Italia, suceda lo mismo en Francia, Holanda y Alemania. Al ser
preguntado sobre qué significaría inscribir la «preferencia nacional» en la
Carta Magna, Le Pen dijo que «simplemente los franceses sean mejor tratados
que los extranjeros» en el empleo, el seguro de desempleo y las ayudas
sociales. Era uno de los puntos de mayor impacto en su programa. Otras de sus
prioridades son «terminar con la inmigración» por ley, derogar la
reagrupación familiar, reforzar los poderes policiales, eliminar el impuesto de
la renta en cinco años, suprimir «uno de cada dos o tres funcionarios»,
construir más prisiones –«porque no tenemos suficientes»–, y
restablecer la pena de muerte. Eso era lo que parte del electorado quería oír.
En su política de la «tolerancia cero» a la inseguridad, consideró necesario
también permitir el «castigo» en las escuelas, para que «dejen de ser
centros de aprendizaje de la delincuencia». Seis millones de franceses pensaban como él.
Por último, restó importancia a las manifestaciones multitudinarias de jóvenes
que se sucedían en Francia desde el momento de conocerse los resultados
electorales. Ese mismo día 90.000 personas se echaban a la calle en diferentes
ciudades francesas para expresar su oposición a la extrema derecha. Le Pen dijo
que «son apenas unos miles» frente al «más de millón y medio de
jóvenes entre 18 y 24 años que han votado por mí» en la primera vuelta a
las elecciones presidenciales. Era rigurosamente cierto, las estadísticas
realizadas a pie de urna así lo demostraban. En un tono melodramático, Le Pen
se dirigió «a los pequeños, a los que sufren y a los excluidos de Maastricht
y de la globalización para que no tengan miedo» en apoyar a alguien como él
que también ha conocido «el frío, el hambre y la pobreza».
¿Y Megret?
A poco de conocerse los resultados electorales, el brillante ingeniero, otrora
brazo derecho de Le Pen desandó una parte de lo andado tras la escisión y, tras
descartar unirse al Front National de cara a los próximos comicios legislativos
de junio, llamó a sus simpatizantes a votar por su antiguo mentor el 5 de mayo.
Lo escalofriante para Chirac era que sin esa escisión, si ambos candidatos se
hubieran presentado en una sola lista ¡hubieran superado los votos de Chirac! y
se hubieran configurado como ¡el primer partido de Francia!.
Inmediatamente,
los analistas intentaron dar una explicación a lo sucedido: se habló de un
retorno a las «ideas tradicionales» después de décadas de idealismo humanitario
que había fracaso en su aplicación práctica. Los atentados del pasado 11 de
septiembre en Estados Unidos, el aumento de los crímenes y delitos en Francia,
el sentimiento generalizado de que se están perdiendo los valores de la
autoridad y de la disciplina y la erosión de los partidos tradicionales han
contribuido, sin duda, a la imparable subida de Le Pen. Los analistas opinaban
que todo esto había contribuido a que el «programa económico y social» del
Front pasara desapercibido. El director de Liberation escribía en un
editorial: «Leed a Le Pen, es peor», y apoyándose en expertos y
economistas afirmaba que el programa económico-social es «una mezcla
incoherente de medidas ultraliberales y proteccionistas, que recuerdan a los
fascismos europeos de los años 30». Quiere eliminar el impuesto sobre la
renta y aumentar los gastos militares, familiares y de seguridad. Desea que
Francia salga de la construcción europea y recupere el franco como moneda
nacional. Insiste en dar prioridad a los franceses en el empleo, eliminar las
35 horas semanales, luchar «contra los lobbies y los feudos sindicalistas», así
como prohibir el aborto, entre otras cosas.
Pero lo que
para los expertos de lo que Mario Conde llamó «el sistema», es «incoherente»,
interpreta buena parte de las aspiraciones del pueblo francés. En el fondo, el
éxito de Le Pen consiste en esto: ha sabido ofrecer a una parte del electorado
francés, justo aquello a lo que aspiraba y lo ha hecho desde la tranquilidad
que supone el no haberse comprometido nunca en la gestión del poder estatal. El
resto de partidos, presos en sus esquemas económico-sociales aprobados por
«expertos», soportando el pesado lastre de su pasado en el que los fracasos se
recuerdan mucho más que sus éxitos, vendían la «única política posible»,
mientras que Le Pen, vendía aquello a lo que aspiraban los «damnificados» por
la globalización, Maastrich y las fórmulas progresistas aplicadas a la
integración de la inmigración, la seguridad ciudadana, la política educativa y
de juventud: es decir, fórmulas cuyo fracaso ha sido tan evidente que negarlo
supone una afrenta al sentido común.
El día 24
de abril de 2002 se evidenció de parte de quien estaba la intolerancia. Le Pen,
volvió al Parlamento Europeo pero se vio obligado a suspender la rueda de
prensa que había convocado en la sede de la Eurocámara en Bruselas ante las
protestas que levantó su presencia. Minutos antes de la hora elegida para la
comparecencia ante la prensa, en la que Le Pen iba a explicar su rechazo a la
Unión Europea, varias personas penetraron en la sala para pedir el boicot de
los periodistas al líder ultraderechista. Los enfrentamientos verbales entre periodistas,
eurodiputados y opositores a Le Pen derivaron en la suspensión de la
conferencia de prensa, «por motivos de seguridad», como informó el
eurodiputado y portavoz de Le Pen, Bruno Gollnisch. «Las condiciones de
seguridad que se dan en esta sala, que es para periodistas y no para
provocadores, no permiten celebrar la rueda de prensa, que se traslada a una
fecha sin determinar y a París», señaló Gollnisch.
Su anuncio
fue seguido de gritos de protesta por parte de la prensa, que pidió la salida
de los eurodiputados que se encontraban en la sala, algunos de los cuales
portaban pegatinas contra el «voto nazi». Posteriormente, el
eurodiputado del Front Jean-Claude Martínez fue objeto del lanzamiento de una
tarta en el vestíbulo del PE por parte de una de las personas que se habían
congregado ante la puerta de la Eurocámara para protestar por la intervención
del líder ultraderechista francés.
Un millar
de personas, según los organizadores, y 800, según la policía, se manifestaron
en las inmediaciones del Parlamento Europeo para expresar su rechazo a las
ideas de Le Pen, bajo el lema «Fascismo, no pasará». Todo esto está muy
bien porque cada cual tiene derecho a manifestarse, pero, claro está... siempre
y cuando no obstaculice el derecho a la libertad de expresión de otros. Lo más
curioso es que Le Pen, acusado de «intolerante», nunca ha obstaculizado ninguna
rueda de prensa, no ha impedido la celebración de ningún acto público...
insistimos ¿de parte de quien está la intolerancia? Por no hacer, ningún miembro
del Front National ni siquiera ha arrojado una tarta a un opositor.
Luego
estaban los analistas que minimizaban el impacto del éxito de Le Pen. Todo se
debió –nos explicaron– a la abstención. Y, en parte, tenían razón. Desde las
últimas presidenciales de 1995 hasta la primera vuelta de las elecciones
presidenciales la cifra de abstención aumentó en 2.650.000 electores, lo que
supuso un 7% de más (21% en el 1995 y 28% del 2002) afectó por término medio
las cifras totales de los distintos candidatos, pero con impactos distintos,
siempre negativos en todas las candidaturas... salvo en la de Le Pen, que
aumentó su número en bruto de votos y que, sumando los votos de Megret –que
pertenecen a la misma familia, sin discusión– superan en casi tres cuartos de
millón los obtenidos en 1995. El único político que ganó votos fue Le Pen,
todos los demás bajaron.
Los más
afectados por la abstención fue –al decir de los analistas– Jospin y sus
aliados en los últimos años. Así, los 4.576.068 votantes de Jospin significan 2.870.000
menos que en el 95. El PCF se ha visto afectado de la misma debacle, sus
959.412 significan una pérdida de un millón y medio de votos. También Chirac ha
perdido votos: sus 5.620.198 votos significan prácticamente un millón menos que
los 6.616.083, que obtuvo en las últimas presidenciales. A pesar de haber sido
elegido presidente con más votos que cualquier otro en la historia de Francia,
su patrimonio electoral está más disminuido como nunca lo ha estado el de un
presidente republicano.
Por el contrario,
la situación es distinta si analizamos los resultados de los dos partidos
troskistas: Laguillier de Lucha Obrera ha mantenido los votos que consiguió en
el 95. (1.662.011 entonces por 1.625.646 ahora) y Olivier Besancenot de la LCR
ha sumado 1.207.438, cuando su partido en el 95 no logró participar.
En
definitiva, lo que el voto ha demostrado es que las opciones tradicionales
periclitan y las nuevas opciones (suponiendo que el trostkysmo, residuo
arqueológico de los años 30, pueda ser considerado como algo nuevo) emergen
junto a la abstención. Por mal que les pese a los trotskystas, su ascenso y el
de Le Pen, tienen la misma explicación que el de la abstención. En efecto, son
el resultado de un estado de ánimo del electorado cansado de votar durante décadas
las mismas opciones y de no quedar satisfechos con la gestión del gobierno.
Fracciones cada vez mayores del electorado buscan a quien entregar su voto y
esta búsqueda se concreta en tres direcciones:
– La
abstención, que crece sin cesar y supone la nueva opción de los indecisos.
– La
extrema-izquierda que se convierte en receptora del voto de la izquierda
ideológica decepcionada por la gestión de Jospin y la esclerosis del PCF, si
bien otra parte de este voto ha ido a parar a Chevennement.
– Y finalmente,
a la derecha populista de Le Pen que obtiene votos procedentes de todas las
fuerzas políticas: le viene del neogaullismo, del PCF e incluso del socialismo.
Un 35% del electorado lepenista no se cuelga ninguna etiqueta política, pero si
hay una opción «transversal» en Francia, esa es la de Le Pen: un 17% de sus
votantes se declara de derechas, y un 10% de izquierdas; el 30% de los votantes
de Le Pen está en paro, el 24% son obreros y el 9% cuadro directivos o cuadros
medios... Si hay una opción interclasista en Francia, es la de Le Pen...
Estos tres
fenómenos son nuevos e implican:
1) El abandono progresivo de las opciones tradicionales, enfangadas por mala gestión del gobierno, escasa imaginación a la hora de proponer soluciones y programas nuevos e ilusionantes y, finalmente, interminables corruptelas.
2) La creación de un nuevo mapa político que, progresivamente, se va extendiendo por Europa.
3) Un necesario cambio en las clasificaciones políticas establecidas en la segunda posguerra europea con una división en derecha, izquierda, centro derecha y centro izquierda.
Hay dos
resultados que merecen tenerse en cuenta. Son los obtenidos por el Front
National en el Departamento de Pirineos Atlánticos, «Euzkadi Norte», para los
nacionalistas de «Euzkadi Sur» y en los departamentos de Pirineos Orientales,
«Catalunya Nord». En Euzkadi Le Pen llegó en cuarto lugar pero mejoró sus
resultados en relación a consultas anteriores y se situó en torno al 10%, siete
puntos por debajo de la media nacional. El vencedor allí fue Chirac, pero Le
Pen arañó 13.240 votos, 1.400 más que en la anterior consulta.
En Cataluña, en cambio, Le Pen fue el vencedor indiscutible con un 20’92% y 42.143 votos, seguido por Chirac con un 16’96%. Esto implica que existe un arco que va desde la frontera franco-italiana, hasta Le Boulou en la frontera franco-española, en el cual el lepenismo es prácticamente mayoritario y controla toda la costa mediterránea. Por otra parte, existe una franja en las zonas fronterizas del Este en la que tienen los mayores porcentajes de voto. Esta distribución geográfica es muy uniforme como para no tenerla presente.
En 1997,
Jean Braudillard publicaba en Liberation un artículo esclarecedor sobre
el Front National: «el Frente Nacional es el único partido que hace
política, allí donde los otros hacen marketing electoral». La cosa puede
parecer exagerada, pero es así: todos los partidos evitan ir al fondo de las
cuestiones, hacerlo implicaría que el electorado les preguntase «¿cómo es
que habéis permitido que las cosas lleguen a este punto?». Y probablemente
jamás volvieran a darles el voto. Así es que, para los partidos tradicionales,
y hasta ahora mayoritarios, se trata de mero marketing: es decir, de técnicas
de adquisición de votos. Si un tema puede acarrear complicaciones y restar
votos, mejor ignorarlo... a pesar de que el país termine hundiéndose. Lo que
decíamos antes, cuando el enfermo tiene fiebre, se rompe el termómetro y en
paz; el problema ha desaparecido.
Y a fuerza
de negar la realidad y satanizar al adversario, casi en toda Europa, han
surgido en los últimos 10 años movimientos políticos de nuevo estilo que no
tienen inconveniente en negar lo políticamente correcto, no les importa clamar
bien alto contra el pensamiento único y, finalmente, en el colmo de la
insensatez, se oponen –fíjense ustedes– al Nuevo Orden Mundial. No es raro que
los partidos bienpensantes les motejen con todo tipo de etiquetas. Ellos se lo
han buscado al elegir su «marginación». ¿Qué les hubiera costado –si querían un
cargo– inscribirse en el partido de centroizquierda o en el de centroderecha –o
en ambos al mismo tiempo, ¿por qué no? (si uno es oportunista, debe ser
consecuente...)– en lugar de aventuras trasnochadas y extremistas? Los partidos
tradicionales (las democracias cristianas, las socialdemocracias, los partidos
socialistas, los que se definen como centristas y progresistas en el colmo de
la indefinición, y el pelotón de cola de la izquierda más humanista y
ligeramente más radical radicada en los cuarteles de invierno de cientos de
ONG’s subvencionadas con cargo al erario público) parecen ser los únicos que
tienen derecho a gobernar. Lo conquistaron con su victoria contra el fascismo.
En Francia e Italia la mentalidad de la «resistencia» ha inmovilizado el debate
político durante décadas.
Los
partidos «antifascistas», «republicanos», «democráticos», vencieron al fascismo
y eso les dio el derecho a gobernar. Y lo hicieron durante 55 años con
distintos vaivenes de fortuna. Reconstruyeron una Europa destrozada e
impulsaron el gran proyecto político de la Unión Europea. Solo por eso merecen
un respeto y una admiración. Lo malo es que el tiempo los ha ido erosionando.
Ya lo dijo Bob Dylan en su memorable canción: «Los tiempos van cambiando y
lo que es presente hoy, será pasado mañana».
Pero
durante unos años se creyó que el tiempo no pasaba para las opciones políticas
surgidas de la resistencia europea contra los nazis. Y ha pasado, ¡y tanto que
ha pasado! En España lo hemos advertido menos a causa de la juventud de la
democracia; pero ya se empiezan a percibir síntomas de cansancio, falta de
ideas, etc. De los comunistas en Europa no queda ni rastro salvo en aquellos
lugares del Este en que fueron poder hasta anteayer y los problemas de estabilización
de la democracia les han hecho aparecer como salvadores. Pero eso es flor de un
día. El comunismo ha desaparecido de Occidente y los Partidos Comunistas
francés e italiano, los más fuertes que jamás existieron, son una pálida y
cadavérica sombra de lo que un día fueron.
Toda la
realidad es cambiante y la política no podía ser de otra forma. Pero se
pretende que se eternice. Por eso los representantes de las fuerzas hasta ahora
mayoritarias en la escena política occidental han tolerado mal la presencia de
opciones díscolas y disidentes. Sobre todo cuando estas opciones son diferentes
a las aparecidas esporádicamente, como los ecologistas. Salvo en Alemania, en
el resto de Europa los ecologistas no han podido asentarse como fuerza
política. Christian Marrillier, responsable departamental del Front nos cuenta
al respecto: «cuando los ecologistas aparecen con cierta fuerza,
inmediatamente son recuperados por los partidos mayoritarios. Se les ofrece una
migaja, se coloca cualquier frase de aroma ecológico en el programa propio y
así, sin el menor pudor, desaparecen de la escena para reaparecer en el
interior de algún partido tradicional como funcionarios de medio ambiente».
Marillier pone a los ecologistas alemanes como ejemplo: «la lucha entre
realpolitik y fundamentalismo en el interior del Partido Ecologista les ha
llevado a aprobar los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia (ellos, pacifistas
integrales hasta el día antes) por no recordar el énfasis puesto en la lucha
antiterrorista de Bush que les ha llevado a aceptar la salida de contingentes
militares alemanes fuera de su país, algo inaudito tras la segunda guerra
mundial. Esos son los ecologistas. Los reconocerán porque son apenas la enésima
forma de oportunismo». A no confundir ecología con ecologismo, termina
Marillier.
La derecha odia a Haider. El PP español fue de entre todos los partidos
conservadores europeos el que más dramatizó la presencia del millonario
austríaco en el poder. Parecía como si hubiera una ofensa personal. ¡Y claro
que la había! Ayer ocurrió en Austria... mañana podía ocurrir en España. Así
pues, si era cierto que Haider era el enemigo del PP, aun a pesar de que había
emergido en un país con el que España no tiene unos contactos excesivamente
fluidos. La derecha odia a Fini. Y sin embargo, de los tres cabezas de serie de
la coalición gobernante en Italia, ningún analista le niega una mayor solvencia
política que Bossi y más fiabilidad que Berlusconi con todos sus canales de
Televisión. Fini, pasado mañana puede ser la clave del poder en Italia a pesar
de que para la izquierda es un «neofascista» puro y duro. Y es que Fini y sus
socios han puesto fin al equilibrio de partidos que se daba en Italia desde la
postguerra. De aquello ya no queda ni rastro. DC y PS se disolvieron en el
vitriolo de sus propias corrupciones, tampoco hizo falta que nadie pusiera la
piqueta de demolición. Nadie lo hubiera hecho mejor que los propios interesados
con sus «manos sucias» y su prepotencia. La derecha odia, finalmente, a Le Pen
–¿cómo podía ser de otra forma?– y lo odia mucho más que la izquierda. La
izquierda, en su esquematismo, lo ve como la quintaesencia de la reacción
retrógrada y burguesa. Menuda declaración la de Olivier Besancenot, candidato
de la Liga Comunista Revolucionaria, recompensado con un 4’39% y algo más de un
millón de votos. Lo dicho por Besancenot es muestra de que la izquierda
francesa no ha entendido nada. Observen porque hubo un tiempo en que los
troskystas se presentaban como lo más preclaro del movimiento obrero: «El
populismo de Le Pen no puede ocultar su verdadera política al servicio de los
ricos y de los poderosos. Aprueba las privatizaciones, las legislaciones
antisociales, los regalos a la patronal, los despidos abusivos”. “Hay que
cortar el paso a Le Pen, el peor enemigo de los trabajadores, tanto en la calle
como en las elecciones”. Pero lo más sorprendente es que la valoración de
lo que representa el lepenismo parece sacado de un manual de marxismo de los
años 40: “El Frente Nacional es una corriente que representa directamente en
línea Vichy, el fascismo, los crímenes nazis de la segunda guerra mundial».
Todas estas ideas ¿en que concluían? Esto es lo más indigerible: en votar a
Chirac. Pero, vamos a ver, ¿no será que la patronal y todo lo demás están precisamente
tras Chirac y no tras Le Pen? El problema de la extrema-izquierda es que ha
creado en plena era de la virtualidad un «fascismo irreal» que es mucho más
enemigo para ellos que la patronal muy real que juega la carta de Chirac y
Jospin. Algo obtuso el tal Besancenot.
En cuanto a
la «izquierda plural» anda desencaminada: también a ellos les resta votos. Un
35% de los votos obtenidos por Le Pen fueron antes votos de izquierda. Pero,
claro, es políticamente incorrecto, reconocer que hay trabajadores que apoyan a
la extrema-derecha. Tengo una foto de 1986 que me ha llamado la atención. En
ella se ve a Le Pen sentado y tras él un grupo de mineros recién salidos de la
mina; llevan el mono, el casco con la linterna, sus instrumentos de trabajo, y
la cara tiznada por el carbón. La foto es de la fiesta Bleu-Blanc-Rouge de
1986. Los mineros muestran una pancarta: «Les gueules noires sont avec toi» (los
mineros del carbón estamos contigo). La izquierda no quiso reconocer a tiempo
que la clase obrera, la que vive más de cerca la dinámica
«inmigración-delincuencia», estaba decantándose poco a poco hacia el lepenismo.
Hoy el voto comunista está fragmentado a partes iguales entre las distintas
formaciones trotskystas (formados en torno al programa de transición de la IV
Internacional... ¡de principios de los años 30!) y el Front National.
La derecha
ve, en cambio, a un competidor que le resta votos y que le impide eternizar el
cómodo «sin enemigos a mi derecha» de Aznar, con el que sueñan todos los
conservadores europeos. La derecha está contra Le Pen: «es racista y
antisemita», dicen. A fuerza de repetirlo muchos han terminado por creerlo.
Miro otra foto. En ella se ve a Jean Pierre Stirbois junto a los miembros de su
comité de apoyo en las elecciones municipales de 1983 en Dreux. La foto es
curiosa por que Stirbois está rodeado por un francés musulmán, un antillano
negro de pelo afro, una camboyana y una israelita... La mera composición de
este comité desdice las acusaciones de racismo. No seamos ingenuos: Francia
tiene aun DOM-TOM, departamentos coloniales de ultramar, allí quienes dirigen
las secciones locales del Front National pertenecen a grupos étnicos no
europeos. En los congresos del Front no los ocultan. Es fácil encontrar
antillanos de color, de la misma forma que pueden encontrarse vietnamitas o
camboyanos. Uno de los íntimos amigos de Bruno Gollnish, proclamado sucesor de
Le Pen in pectore, era el jefe de los estudiantes camboyanos de Francia,
asesinado tras regresar a su país. ¿Necesidades de enmascaramiento para evitar
acusaciones de racismo? Otra foto es suficientemente elocuente. En ella vemos a
Stirbois y Michel Schneider en el curso de un mitin celebrado en ¡1968! cuando
militaban en el Mouvement Jeune Revolution. Tras los dos futuros líderes del Front
se ve una pancarta con la bandera palestina. Entre esa foto –los rostros de
ambos son casi de adolescentes– y la llegada de Jean Marie Le Pen al aeropuerto
de Bagdad y al Palacio de Saddam Hussein, median treinta años pero hay una
línea de continuidad: la que hace que grupos europeos marginados de la política
oficial apoyen a países árabes enfrentados a Isreael y a EE.UU. La derecha odia
todo lo que no puede controlar, pero las fotos restituyen los hechos en su
verdadera dimensión. Y en cuanto a la acusación de «xenófobos», hay que
recordar que Gollnish está casado con una japonesa y la esposa de Carl Lang,
Secretario General del Front National, es sueca.
Decíamos
que una de las tesis de este libro es la desvinculación entre la
extrema-derecha y la derecha populista actual. Veamos este tema con más
detenimiento porque es capital para la comprensión del fenómeno.
¿Qué es la
extrema derecha? Pues, a decir verdad, no está nada claro. Para unos es
sinónimo de neofascismo y neonazismo. O sea, los skins son ultras. Pero también
los monárquicos carlistas y legitimistas parecen estar vinculados a la
ultraderecha y, sin embargo, entre un skin y un miembro de Action Française o
de la Comunión Tradicionalista, no hay ningún punto de encuentro; ni uno solo.
En Francia la extrema-derecha es sinónimo de nacionalismo. Desde este punto de
vista Pujol o Arzallus serían extremistas de derecha. Y no lo son.
La
extrema-derecha es católica, antiabortista y antidivorcista; otro tópico. Hay
católicos integristas, pero también hemos conocido ultras franceses que
practicaban zen y budismo y muchos protestantes. En cuanto a la postura sobre
el divorcio, Le Pen está divorciado y Giorgio Almirante, el ya fallecido
Secretario General del MSI fue uno de los primeros en acogerse a la primera ley
del divorcio que hubo en Italia. Para colmo, las bases de esta extrema-derecha
son muy liberales en su comportamiento sexual: se hace el amor sin
restricciones como en cualquier otro sector. Alto, ahí está el factor golpista.
Los extremistas de derecha son golpistas; resulta impensable concebir una
formación golpista sin oír el grito «Ejército al poder». Pues bien, el Front
National, Haider o Fini, no lo son. Le Pen, ni siquiera clamó por el golpe de
Estado militar en los tiempos de «Argelia Francesa», cuando sectores incluso
liberales de la sociedad miraban esperanzados al cielo de París para ser los
primeros en ver las copas de los paracaídas de la Legión caer sobre la capital
del Sena. Le Pen nunca ha sido golpista.
En
innegable que tenemos una dificultad para definir de manera precisa que se
entiende por extrema-derecha. Intentarlo es una vana aventura, pero es
necesario a efectos diferenciadores. La extrema-derecha es una realidad
nacional cambiante. En cada país es diferente. La extrema-derecha española no
se parece mucho a la francesa: aquí es un areópago de supervivientes del
franquismo y grupos extremistas de ideología mal definida frecuentemente
vinculados a grupos de hinchas futbolísticos, es una actitud vital agresiva,
una incomprensión hacia las formas políticas modernas y, finalmente, un
arcaísmo de anteayer con un lastre tan pesado que le impide mirar al futuro. No
hay intelectuales en la extrema-derecha española actual. En Francia era otra
cosa. Abundaban referencias intelectuales (Brasillach, Drieu la Rochelle.
Celine), ideológicas (Maurras, Bardeche) emblemáticas (la cruz céltica),
políticas (desde Action Française al PPF de Doriot) y de geometría política: se
reconocía que, efectivamente, la extrema-derecha se situaba a la derecha de la
derecha, a diferencia de sus homónimos españoles que no reconocían su ubicación
política. Hay ciertos valores universales en ambas extremas-derechas: lo que
para los franceses es la «francité», para los españoles es la «hispanidad»; el
anticomunismo, cuando había comunismo, claro está; la oposición tajante a la
Unión Europea es otro punto común de referencia; el catolicismo acrisolado
también; integrista, por supuesto; el desprecio por todo lo que significa
democracia y elecciones. La extrema-derecha es, evidentemente, antidemócrata.
Desconfía de las elecciones y, por supuesto, en el interior de sus formaciones
políticas no hay ni rastros de democracia interna.
Pues bien,
en el Front National todos estos elementos que componen el pensamiento y la
práctica política de la extrema-derecha no están presentes. En cambio, hay
otras componentes nuevas y un evidente cambio en el discurso político. Como
veremos la resultante es la generación de un espacio político de nuevo cuño, que
damos en llamar «derecha populista». También, como veremos, hay un cambio de
actitud vital en sus miembros.
Lo que la
izquierda llama «globalización» desde hace cuatro años, la derecha lo llama
«mundialismo» desde hace veinte. Esto es lo que más sorprendente: que las
desgracias que hoy profetizan los antiglobalizadores de izquierda fueron antes
previstas por los antimundialistas de derecha. Con una ventana para estos
últimos: mientras la izquierda atribuye el patroneo del proceso al capital
financiero internacional que migra en busca mejores y más rápidas inversiones,
el antimundialismo de derecha (y más exactamente el de la derecha populista) es
mucho más concreto: atribuye el proceso a una conspiración operada por
distintas «organizaciones mundialistas»: la Comisión Trilateral, el Club
Bildelberg, el Consejo de Relaciones Exteriores, etc. Tienen sus teóricos:
Henry Coston, Jacques Bordiot, etc. Más aún, algunos de ellos, creen que este
proceso está guiado por imperativos geopolíticos y el análisis que realizan es
extremadamente preciso. Se diría que los populistas de derechas utilizan unas
claves de análisis que la izquierda desconsidera, aferrándose a su
interpretación, históricamente superada, de las naciones proletarias, el tercer
mundo, que entra en contradicción con las naciones burguesas del primer
mundo... o cómo reconstruir la lucha de clases, transpasándola a la lucha de
pueblos.
Pero hay algo mucho más interesante que todo el análisis: las
desembocaduras. En efecto, las claves están comprendidas en el libro titulado «Le
Mondialisme, Mythe et Réalité», publicado por Editions Nationales y escrito
por varios autores, todos pro-hombres del Front National. Mientras que la
izquierda, finalmente, no es antiglobalizadora en sentido absoluto, sino que
propone un tránsito más reposado, humanista y filantrópico a la globalización,
proponiendo, finalmente, la vaga idea del «mestizaje» como forma para integrar
y superar los problemas culturales y étnicos subyacentes, la derecha populista
propone algo muy diferente: «recuperar la identidad de los pueblos». Y
ese concepto de «identidad» –inexistente en la extrema-derecha anterior– es
fundamental para comprender este movimiento que avanza en Europa.
Pierre Vial
en el texto citado da las claves en un ensayo titulado «El mundialismo
destructor de la identidad de los pueblos». Citamos algunos párrafos: «La
fórmula utilizada durante la guerra del golfo contra Irak fue construir un
“nuevo orden mundial”, este concepto está directamente ligado a la voluntad de
hegemonía mundial de los Estados Unidos». Vial militó en la «nouvelle
droite» intelectual junto a Alain de Benoist y otros muchos, la mayoría de los
cuales, tras un período de dudas, han terminado militando en el Front National,
si bien algunos, como Vial, se escindieron con Mégret. Pero esto no es lo
importante, lo básico es reconocer que mientras la vieja extrema-derecha
francesa era atlantista y proamericana (en la medida en que la OTAN garantizaba
–o al menos se creía– la protección contra el expansionismo soviético) el mundo
de la postguerra fría, en tanto que mundo unipolar, está liderado por los
EE.UU. que encabezan el proceso de mundialización (lo que Bush padre llamó
«nuevo orden mundial»). Y esa mundialización es entendida por la derecha
populista como un proceso de normalización que borra y barre las identidades
nacionales. Por eso la nueva derecha populista es, a diferencia de la vieja
extrema-derecha, antiamericana. Y no se trata sólo de declaraciones públicas
altisonantes: es una práctica política que lleva a los líderes de este sector a
Yugoslavia durante los bombardeos de 1998, que les hace viajar a Bagdad a
expresar su solidaridad con Saddam Husseim o bien, como el diputado europeo del
Front, Jean-Claude Martínez, a entrevistarse con el Coronel Hugo Chávez o con
el mismísimo Fidel Castro.
La
izquierda –sobre todo la izquierda socialista– no puede asumir el hecho de que
sea Le Pen y su Front National el que ha recuperado la bandera antiamericana.
Personajes de la catadura de un Regis Debray –el hombre que traicionó al Ché
Guevara, delatando, por algo tan humano como el miedo, su presencia en Bolivia–
que hace treinta años se comían crudos a los «yankis» ahora explican, con una
frialdad pasmosa que «EE.UU. ha cambiado y ahora existe lo que antes, con
Jhonson y Nixon, no existía: una democracia real». Claro está que
razonamientos de este tipo han permitido a personajes como Luís Solana, ejercer
de telefonista de la OTAN y comunicar las órdenes de bombardeo de Clinton al
general Clark jefe del despliegue antiyugoslavo en 1998. Y la izquierda que,
desde el punto de vista personal, ha recibido réditos extraordinarios de su
renuncia al antiamericanismo, desde el punto de vista político ha dejado un
hueco vacío: ahora el antiamericanismo es patrimonio de la derecha populista.
Algo impensable en los tiempos de las manifestaciones pro-vietcong.
Pero la
crítica que realiza la derecha populista no es sólo política. Es cultural.
EE.UU. es considerado el enemigo de los pueblos por que difunde una
cultura-basura y un “american way of life” no menos basura. Vial explica
que la característica de los EE.UU. es considerar que su modelo cultural y de
vida es la forma más acabada de civilización y en tanto que tal se reservan el
derecho de imponerlo a los «pueblos bárbaros». Así se entienden intromisiones
en la vida de otros pueblos siempre con la misma excusa: la defensa de los
derechos humanos, que, a la postre, se ha convertido en la fachada moral que
justifica cualquier atrocidad. Y la izquierda, que todavía debe recordar que
EE.UU. es el único Estado que ha sido acusado de promover operaciones
terroristas en Nicaragua, calla y otorga acríticamente. La izquierda ha
olvidado que en EE.UU. es el único país del primer mundo en donde todavía está
en vigor la pena de muerte y se practica con una ligereza inaudita; han
olvidado que tras los sucesos del 11 de septiembre de 2001 se practicaron más
de 2000 detenciones sin juicio y sin mandato judicial con largos períodos de
encarcelamiento sin que mediara decisión de Tribunal alguno. Han olvidado que
el Pentágono es la única institución que ha reconocido que tiene una estructura
–la Oficina de Información Estratégica– destinada a difundir informaciones
falsas... Y así les va.
Otra
diferencia más. La vieja extrema-derecha pensaba en términos de
fundamentalismo, la nueva derecha populista piensa en términos de pragmatismo.
En efecto, para la vieja extrema-derecha la realpolitik era una traición
a sus nobles ideales. Aquí en España, hasta finales de los años 80, en Fuerza
Nueva (rebautizado Frente Nacional) se tenían reticencias a presentarse a las
elecciones. En Italia llevaban cuarenta años haciéndolo con distinta fortuna y
otro tanto en el resto de Europa. Solamente los grupúsculos ultras negaban la
oportunidad de las elecciones. Y eso les definía como extremistas.
Recuerdo un
alférez provisional al que en 1977 le explicaba que Fuerza Nueva debía
convertirse en un partido político homologable a cualquier otro del espectro
político y él me decía: «si en dos años tenemos que presentarnos a las
elecciones es que hemos perdido». Este hombre de bigotillo lápiz y blazer
cruzado estaba defendiendo la hipótesis golpista. Y lo estaba haciendo porque
era un extremista de derechas a pesar de que, en su falangismo de juventud
todavía resonaran las consignas de «ni derecha ni izquierda».
La nueva
derecha populista europea no cuestiona las elecciones. Es más, considera que
llamar a los ciudadanos al voto cada cuatro años es una buena forma de
garantizar la representatividad, mientras no se encuentre otro más afinado.
Atrás quedan las críticas a la democracia parlamentaria realizadas por los
budas de esta corriente. ¿Derribar al Estado democrático? ¡Ca! No se trata de
derribar, sino de reformar las constituciones nacionales.
Es un
problema de geometría. Existen muchas formas de geometría como existen muchas
formas de considerar las fuerzas políticas. Una de ellas es la euclidiana que
considera al espectro político como un semicírculo similar al espectro de los
colores que, desde la extrema-izquierda a la extrema-derecha ve una sucesión de
tonalidades situadas unas junto a otras: izquierda, centro-izquierda, centro,
centro-derecha, derecha... Así se ha visto la política en Europa a lo largo de
casi todo el siglo XX. Pero hay otro tipo de geometría, la fractal, que ve las
cosas de otra manera. Es la geometría de la naturaleza que indica que las
formas que se dan no son perfectas. El semicírculo perfecto tal como lo
conciben los partidos mayoritarios está camino de la desaparición. La existencia
de la derecha populista ha impuesto otro modelo geométrico: el de la herradura.
En una
herradura los dos extremos están más próximos entre sí, que lo están del
centro. Este modelo explica que la función de los extremos es la misma. Ambos
están sometidos a la misma presión, mientras que el centro recibe otra. En
consecuencia, cuando un extremo intenta reconsiderar su posición o bien
advierte una tara, lo que tiene más cerca es el extremo que está enfrente. El
centro les queda muy geométricamente lejos y los grupos moderados, atraídos por
el centro es, decir, por lo que ya conocen y han valorado, no supone para ellos
una panacea. Esto explica las migraciones masivas que siempre se produjeron en
Italia entre votos comunistas y votos del MSI o la migración unidireccional del
Partido Comunista al Front National. Esto no se producía en la extrema-derecha
clásica. Ésta había caída presa en la visión euclidiana de la geometría
política y, como máximo veía posibilidad de establecer alianzas y de crecer en
función de lo que estaba más cerca suyo: la derecha liberal.
Pero, poco
a poco, los términos derecha e izquierda se han ido despojando de sentido
progresivamente. Es uno de los efectos de la globalización o mundialización que
lleva, inevitablemente a la «única política posible» o «pensamiento único». Le
Pen ha advertido la relativización de estos conceptos y por eso, a poco de
conocerse los resultados de las elecciones de abril, explicó en una frase
críptica que el Front National se reservaba ser de derechas «en política de
seguridad y de izquierdas en política social». Algunos se sorprendieron: «menudo
payaso, quiere pescar votos en todas las aguas». Solo que la derecha
populista llamaba a esto «transversalismo» desde hace veinte años. Pino Rauti,
uno de los ideólogos de esta derecha populista en Italia y diputado europeo,
solía practicar el transversalismo en su país: no dudaba en debatir con la
izquierda, encontrar puntos comunes, especialmente en política internacional a
partir de la perestroika. Así que la actitud de Le Pen no era nueva. Lo que
ocurría era que muchos, que hasta entonces no habían atendido ni una sola
palabra de Le Pen, ahora creían oír por vez primera, algo que ya estaba
inherente en el programa del Front National de 1985 cuando se inició su despegue
electoral.