En otro tiempo, los gurús se esforzaban un poco más. Eran
estafadores, pero tenían mucha más altura. Algunos, incluso, se creían su papel
de “guías espirituales”. En los años 60, el anciano Jiddu Khrisnamurti que
había sido presentado 40 años antes como el “Cristo de la nueva Era” por la
Sociedad Teosófica, andaba como gurú de la “jet-set” pontificando sobre la paz
y el amor. ¿Quién se acuerda hoy de Khrisnamurti? En los 80 y 90 se discutía si
la sociedad Nueva Acrópolis era o no “fascista”. Se lo pregunté a uno de sus
dirigentes en España -que todavía anda por la secta- y me contestó, literalmente,
que “las inteligencias que gobiernan el mundo -los mahatmas- crearon la
Sociedad Teosófica para enderezar a la humanidad y fracasaron, luego crearon a
los fascismos… y fracasaron. Y ahora han creado a la Nueva Acrópolis”… que
también ha fracasado a la vista del paso del tiempo. Uno iba por la calle y
veía carteles del Lectorium Rosacrucianum, de los Gnósticos de CARF, de la Gran
Fraternidad, el Partido Humanista, fue el momento dorado de los movimientos ocultistas,
luego arrasaron las escuelas de yoga, los gurús llegados de oriente. Luego vinieron
las terapias, hace unos años identifiqué una treintena de curalotodos. Lo
sorprendente es que todo este submundo sigue vivo y latente, pero apenas da
señales de vida. Sus huestes sobreviven, pero diezmadas y ya no queda del
impulso originario que tuvieron en los años 80.
La crisis está presente en el mundo editorial: ya no se
publican ni libros de astrología, ni siquiera de parapsicología que en los años
70 y 80 dieron a Plaza&Janés o a una pléyade de editoriales menores, sus
mejores beneficios. En poco tiempo se editaron todos los libros de hermetismo y
alquimia que no se habían publicado en los 300 años anteriores. Y, tal como
aparecieron, desaparecieron. De todo esto, lo que queda es Cuarto Milenio y
tres revistillas (Enigmas, Mas Allá y Año Cero) que repiten sistemáticamente
temas y cuya venta no creo que, en conjunto, llegue ni a 10.000 ejemplares.
El problema de todo este sector es que la gente quería
resultados y efectos. Se apuntaba a un grupo esotérico porque creía que con un
mes de pago de cuota iba a poder realizar “desdoblamientos astrales” o a
conocer sus vidas anteriores. Otros pensaban que les enseñaran a adquirir
poderes olvidando que “lo que la naturaleza no te ha dado, Salamanca no te lo
regalará”… La gente que acudí a estos grupos, o bien quería calor humano, o
adquirir “poderes”. Era como el que se apuntaba a la masonería, lo hacía para
el “progreso del género humano”, sí, pero también y sobre todo por la creencia
generalizada de que ir a las logias podía proporcionar poder personal.
Luego vino el mundo de las videntes. En los años 80 y 90
cada emisora de radio tenía su programa sobre “esoterismo” que se financiaba
con cargo a la publicidad contratada con videntes. La mayoría de ellas eran
incapaces de distinguir si iba a llover o no, a pesar de que el cielo estuviera
cubierto de gruesos nubarrones. También aquí, la inmigración operó a la baja en
el sector: aparecieron todo tipo de babalaos, paydesantos, grandes brujos, que
vendía encantamientos y magia vudú. Sus servicios eran gratuitos -les movía un
indecible “amor a la humanidad”- pero los medios que servían para su culto
(harina de mandioca, raíces exóticas, productos rituales, velones, aceites
consagrados) había que pagarlos a precio de oro. Todos, sin excepción, eran
fraudes como eran fraudes los “sanadores filipinos” que practicaban cirugía psíquica,
los chamanes de medio pelo que ofrecían ayahuasca (algo de LSD con harina de
algarroba…) y los erotómanos que vendían “tantrismo” y los que se anunciaban en
call-centers como “consejeros espirituales”.
Si el viejo ocultismo ha desaparecido, las videntes
telefónicas experimentan un visible reflujo, quedan siempre las religiones
exóticas llegadas del tercer mundo: puestos a ser crédulos, nuestra sociedad ha
concluido que un africano que ha conocido al brujo de la tribu o que afirma serlo
él mismo, es mucho más eficiente que un psiquiatra, un sacerdote o la propia
capacidad para tomar conciencia de uno mismo.
Reconozco que el mundo de las sectas y de las nuevas
religiones ya no es como el de antes. Todo ha ido eclipsándose y decayendo. Uno
estaría por creer que las concepciones religiosas que han estado en vigor en
Europa en los últimos 2.000 años, son las correctas y desearía volver a ellas.
Las abandoné en 1966, cuando tenía 14 años, pero si hoy me dediciera a volver a
ellas me daría cuenta de que la propia Iglesia ya no es la que era: de hecho,
no existe una Iglesia sino una multitud de sectas (que si el Yunque, que si el
Opus, que si los catekumenales, que si comunión y Liberación, que si los kikos,
que si Familia-Trabajo-Propiedad, qué se yo…). Demasiadas para alguien que le
atraían mucho más los benedictinos, los franciscanos o el Císter. Reconozcámoslo:
el hombre moderno, es un desahuciado en materia espiritual. No puede confiar en
nadie, ni en la religión tradicional, ni en las sectas del siglo XX, ni en las
nuevas religiones, ni en las operadoras de los call-centers, ni en el chamán o
el babalao de turno. Como decía aquel: “el fuerte es más fuerte, cuando está
solo”.