Hay problemas que no tienen solución, ni fácil ni difícil.
El taxi es uno de ellos. Poco importa si el gremio lo controlan los “duros” o
los “muy duros”, o aquellos que quieren sobrevivir en un mundo cada vez más
competitivo y hostil, para colmo, en perpetua mutación. Las posiciones de los
taxistas y de los VTC (Vehículos de Turismo con Conductor) son, obviamente
desiguales, irreconciliables y con poco futuro ambas. ¿O es que ignoráis que en
2015, la Peugot-Citröen ya presentó en España un coche autónomo sin conductor?
En cinco años, tanto los taxistas como los VTC empezarán a ser reliquias de
otro tiempo.
En los años 50, subir a un taxi resultaba una experiencia cautivadora
para un niño como yo. En principio, porque los taxistas iban de uniforme: se va
de uniforme en una profesión cuando se cree que el propio oficio es algo parecido
a un sacerdocio y cuando se está orgulloso de él. El taxista te solía dar
conversación, dado que el nivel cultural medio era bastante más elevado que
ahora, recuerdo que mi padre discutía con los taxistas de política, de cine y
de literatura. En la segunda mitad de los sesenta, todo esto cambió. Los
taxistas empezaron a quejarse de que la gorra con visera les obstaculizaba la
conducción y empezaron a abochornarse del uniforme. La última vez que se subí a
taxis en la provincia de Barcelona, tuve una sensación extraña: creía estar en
el Nueva York de las tres últimas décadas donde la mayoría de taxistas o son
paquistaníes e hindúes. No me quejé de la eficiencia, porque en ambos casos, se
limitaron a colocar en el GPS los datos para llegar a los lugares que les
indicaba. Y, no olvidemos, que el GPS está al alcance de todos. Hoy ley la
noticia de que algunos tractores ya están guiados completamente por GPS: no hay
agricultor que valga al mando. Es toda una premonición: los conductores de
vehículos, los examinadores, las academias de conducir, los guardias de circulación
y, naturalmente, conducir un vehículo como servicio público es algo que
periclitará en apenas una década, quizás menos. Como en la película Desafío
Total y en Marte, pero en el planeta azul y a la vuelta de un pis-pas.
Es mal negocio ir contra la tecnología y el taxi
convencional que paga impuestos al Estado, al que los ayuntamientos conceden
licencias a cambio de sumas desmesuradas, es un negocio que, guste o no, es tan
terminal como los videoclubs después de la irrupción de Internet o los
barqueros que cruzaban el Támesis tras el invento del vapor. Inútil ponerse al
lado de unos o de otros: todo es absolutamente testimonial.
Pero ¿por qué tanto lío? Dos ciudades paralizadas, Barcelona
y Madrid, los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos mirando para otra
parte, sin saber ni qué negociar, ni hasta dónde ceder, ni a favor de qué parte
y mirando soluciones salomónicas que estallen a la administración que venga de
aquí a cinco o diez años.
Algunos datos sobre la cuestión: en España hay 65.973
licencias de taxi y 13.125 autorizaciones VTC (5 taxis por cada Uber o Cabify)
cuando solamente en septiembre de 2018 eran de 7 a 1: es decir que ha sido en
los últimos meses cuando se ha disparado el tema. Se entiende la reacción de
los taxistas. El septiembre, el gobierno reguló la cuestión -o trató de hacerlo
circunstancialmente- pero el problema es que en esta España “descentralizada”,
ni Ayuntamientos ni Comunidades Autónomas han dado pasos para aplica esta
legislación: ¿motivo? Que las elecciones están a la vuelta de la esquina y que administrar
quiere decidir, esto es: beneficiar a unos y perjudicar a otros y ninguna encuesta
les había indicado cómo reaccionaría la opinión pública ante un cambio de
regulación del sector del transporte urbano de viajeros. Así que la Colau tiró
por donde tiran los ayuntamientos: conceder, además de las “licencias VTC” ,
otra que debería ser expedida por el Instituto Metropolitano del Taxi. En
dinero: 5.000 euros (y las licencias de segunda mano llegan a 50.000 por pura
especulación). Las licencias de taxis llegaron a 150.000 euros e incluso a
250.000 (hoy en caída). Era práctica habitual entre los taxistas el hipotecarse
para comprar una licencia y luego revenderla (así que este es otro frente
abierto) y en el sector VTC las reventas llegan a los 50.000 euros. ¿Y los
beneficios? Los datos muestran que los conductores VTC ganan 890 euros
mensuales y los taxistas unos 945 euros al mes. No es como para echar cohetes
en ninguno de los dos casos, desde luego. La reivindicación de los taxistas no
es que desaparezcan las VTC, sino limitarlas a 1 por cada 30 taxista que era lo
aprobado por el gobierno Sánchez y que era también lo que proponía el gobierno de
Rajoy en el Reglamento de Ordenación de Transporte Terrestre de 2015. Y ahora
el gobierno concede a las administraciones locales una moratoria de cuatro años
para adaptarse: cuando este plazo termine -y esto es algo que pocos recuerdan-
habrán empezado a implantarse los vehículos guiados por GPS y sin conductor. En
otras palabras: nada habrá servido para algo.
Se me ocurren algunas observaciones: los salarios percibidos
por unos o por otros resultan inadmisibles e insostenibles. La polémica tiene
difícil solución y, finalmente, es solamente una polémica en la que hay algo que
escamotean todos: la parte del león que se llevan los ayuntamientos en concepto
de venta de licencias de taxi, los beneficios de las empresas y el impacto
sobre el coste que debe pagar el usuario y sobre los salarios de la existencia
de un mercado especulativo que se remonta a la postguerra cuando empezaron a
formarse “cooperativas de taxis”.
Pero si alguien cree que el problema tiene solución y que es
posible adoptar una posición a favor o en contra de alguna de las posiciones,
se equivoca: en breve, tanto las cooperativas del taxi como las VTC, empezarán
a disponer de vehículos sin conductor. ¿Y entonces? ¿para qué preocuparse? Yo
recomendaría a unos y a otros que fueran buscando nuevas profesiones. Y rápido.