Infokrisis.- En los últimos tiempos aparecen debates –siempre de muy bajo calado- en los “pragmáticos” y los “ideólogos”. La simplicidad de tales discusiones roza casi lo obsceno y demuestra el grado de miserabilidad en el que han quedado los restos de la extrema-derecha en España. Con cierta frecuencia se me tiende a ubicar entre los “pragmáticos”, partidarios del “todo vale” y que practican un desprecio ideológico hacia cualquier forma de ideología. Nada que decir a quienes son incapaces de percibir los matices del problema y, por tanto, difícilmente podrán entrever soluciones. Pero sí creo que es preciso resumir algunas influencias doctrinales que siempre (al menos desde 1972) he tenido como esenciales. A diferencia de la izquierda marxista que, justo cuando su pensamiento parecía estar en el cénit, bruscamente se desplomó y del marxismo no han quedado sino los despojos, al otro lado del espectro político, las líneas doctrinales que algunos asumimos a principios de los años 70, gozan hoy de buena salud.
En 1972, para algunos estaba demasiado claro que el pensamiento de José Antonio y de Ramiro Ledesma era una aportación ligada a un momento concreto de la historia de España. El libro “Falange y Filosofía” nos ayudó a entender la intensidad, los matices y la procedencia de la doctrina nacionalsindicalista, pero el desfase entre esa teoría y sus representantes era tal que apenas la consideramos como algo que debía conocerse pero que jamás volvería a estar presente en la historia de España porque quienes la habían asumido, en lugar de vivirla, perfeccionarla, adaptarla, se preocupaban de miserables polémicas, se propinaban unos a otros golpes bajos, frecuentemente llegaban a las manos entre sí y todo ello discurseando sobre “ética y estilo”.
Entonces, casi paralelamente, en nuestra ansia de encontrar las razones últimas para un combate político al que estábamos dispuestos a entregarnos en cuerpo y alma, conocimos simultáneamente la obra de Julius Evola y la de la nouvelle droite francesa. Recuerdo perfectamente como fue. Inesperadamente, un día de 1970 el correo me trajo el catálogo de Edizioni Europa, via degli Scipioni, Roma. Era una especie de distribuidora de libros vinculada al Centro Studi Ordine Nuovo que poco después se integraría en el MSI. Llevaba en la cubierta la figura del caballero sobre su montura, lanza al hombre y escudo cubriendo el flanco con el emblema del hacha de doble filo, símbolo de Ordine Nuovo. Era el famoso grabado de Sluyterman que puede verse en su versión original en uno de mis álbumes de fotografías de mi perfil en Facebook. Pensé que si aquel catálogo me lo habían enviado “camaradas”, todo lo que allí contenía debería ser considerado como instrumentos ideológicos para disponer de una completa formación doctrinal.
Allí quedaban resaltados algunos autores: Nietzsche (claro, Nietzsche, ya lo había leído hasta entonces, sabía que debía entusiasmarme, pero no lograba entusiasmarme, salvo algunos “martillazos”), Schopenhauer (también conocía a Schopenhauer que me había puesto en la vereda de la introspección y del conocimiento del yo, me había aportado –mucho más que Nietzsche- el concepto de “voluntad” y cuando estaba más emocionado con su lectura me tope con una defensa de los derechos de los animales que me desmoralizó por completo), René Guénon (del que no había leído todavía nada –salvo una historia del teosofismo publicada en Argentina, todavía no había ninguna obra de Guénon en castellano, lo que da lugar a pensar el desprecio que el franquismo cultivó hacia ese tipo de pensamiento) estaba también en la lista. Sabía de él porque recordaba haber leído su nombre en El Retorno de los Brujos, un clásico del “realismo fantástico” en donde se citaba que el “hitlerismo era el guenonismo más las divisiones panzer” que no entendía que quería decir exactamente, y que luego tuve como una de las frases más falsas que puedan haberse escrito jamás. Estaba, por supuesto, Julius Evola, pero también Giovanni Gentile, Ugo Spirito, Thomas Molnar y los narradores de los que aun no había podido leer nada porque nada o casi nada había en el mercado español de la época dominado por las obras de Marx, Engels, Marcuse, Freud, Lenin, Mao, etc. Que podían comprarse en los kioscos de las Ramblas como más tarde se pudo comprar pornografía a go-go, luego libros de ocultismo, más tarde de autoayuda y en la actualidad gadgets y souvenirs para turistas de chancleta y garrafón.
Había muchos autores desconocidos y, además, yo tenía poco dinero. Así que dudé mucho tiempo por dónde empezar. Entre tanto iba recibiendo revistas y boletines impresos por los jóvenes del MSI, algunos ejemplares de Nouvelle Ecole, la revista Devenir Europeenne, Militant, etc. Así puede orientarme un poco más. Y luego, bruscamente, creo que fue Marco Tarchi me envío hacia 1971, algunos folletos del Fronte della Giuventú, entre ellos Orientamenti de Julius Evola, los Cuadernos de los Dióscuros publicados por el último grupo de discípulos (más o menos) evolianos, pero también varios textos sobre guerra revolucionaria. Lamentablemente, en la época, mi italiano era sólo “aproximativo” y no lograba entender muy bien el mensaje de aquellos textos (aún tenía 19 años, por lo demás). Fue, luego, hacia 1972, cuando al conocer a Delle Chiaie empecé a tener muy claro en qué consistía el esquema ideológico evoliano. Junto a él estaba otro italiano, también exiliado, miembro del grupo di Ar que mantenían una librería y una editorial en Padua especializada en la edición de textos evolianos.
Valía la pena conocer la obra de Evola. Así que la leí inicialmente en francés facilitada por el Centre d’Etudes Evoliens de Nantes. Primero una mala traducción de Los hombres y las ruinas, publicada por Sept Couleurs, la editorial de Maurice Bardeche, el cual, por algún movimiento había traducido el título como Los hombres “entre” las ruinas. Pronto percibí que aquella obra iba bastante más lejos que cualquier texto que hubiera leído antes. Era, simplemente, un manifiesto de la “derecha tradicionalista” en la que cada capítulo suponía una nueva revelación, un planteamiento en el que antes no había reparado, una orientación, no sólo política sino también existencial.
Como era de prever, poco después compré el Revolte contre le Monde Moderne que juzgué muy superior a los Años Decisivos de Spengler e incluso a La Decadencia de Occidente que, así entre nosotros, reconozco que tuve que abandonar por juzgarlo excesivamente indigesto. En los cinco años siguientes leería Rostro y Máscara del Espiritualismo Contemporáneo publicado en México y que, por sí mismo, me vacunó contra cualquier forma de ocultismo y de teosofismo, Le Yoga Tantrique que solamente llegaría a apreciar diez años después, y los dos primeros textos de Evola publicados en España, El misterio del Grial y La Tradición Hermética que solamente comprendí bien en una segunda lectura (… realizada por cierto dentro de los muros de la cárcel parisina de La Santé, donde también repasé Chavaucher la Tigre que luego traduciría al castellano, obra que me produjo un fuerte impacto: era la modernidad, la más rabiosa modernidad, lo que quedaba denunciado como cobertura al nihilismo. Debo de reconocer que en aquellos de cárcel, exilio, huidas y, finalmente, detención y palizas, seguidas de más cárcel, lo que me mantuvo en pie fue la lectura de Evola y el haber entendido que las doctrinas no son más que máscaras y que, a fin de cuentas, uno debe de interrogar al destino para conocer cuál es el valor de su personalidad y su temple.
En aquellos años, entre finales de los 70 y mediados de los 80, casi como complemente de la lectura de Evola me lancé de lleno al estudio de la obra de René Guénon. Consideré a La crisis del mundo moderno, como un trabajo excepcionalmente lúcido y a El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, como su complemento y complementos ambos del Rivolta… de Evola. Por pura casualidad, la editorial de un amigo fue editando en esa época lo esencial de la obra de Guénon (que estuvo a punto de hacer quebrar la editorial). Hacia el tardío 1997, Enrique de Vicente, entonces director de Año Cero, me envió Estudios sobre la Franc-masonería y el compagnnonage para fotocopias, el último “Guénon” que aún no había leído.
Debo reconocer que con el tiempo, fui desvalorizando algunos aspectos de la obra de Guénon a la vista de los verdaderos destrozos que ha ocasionado en algunos “guenonianos”. Excesivamente rígido en sus teorías, Guénon, siempre que aspiraba a dar alguna “desembocadura” práctica, erraba. He visto a guenonianos desperdigados por grupos ocultistas, por católicos sedevacantistas y lefevrianos, en logias masónicas, en tariqas sufíes e incluso abrazando con la fe del carbonero y el consiguiente “Inch Allah” la doctrina de Mahoma… Caminos espirituales frustrados al olvidar que una cosa es la teoría y otra la práctica. De aquí deriva también, por supuesto, la importancia y la superioridad de la obra de Evola sobre la de Guénon.
Evola no pretende ser “infalible”. Si alguien lo hubiera considerado como tal se habría carcajeado. Evola es un buen filósofo de la tradición, pero tiene los pies en el suelo: sabe que en la modernidad, las “puertas se han cerrado” y que no hay iniciación digna de tal nombre que permita siquiera una aproximación al puente que une el mundo del devenir al del ser, la contingencia y la trascendencia. De ahí que Evola aluda en muchas ocasiones al descubrimiento que cada uno debe realizar de su “vía autónoma hacia la trascendencia” algo que merece las anatemas guenonianas.
A fin de cuentas, lo que subyace en el trasfondo de esta polémica sobre la tradición son dos caracteres completamente diversos: el de un khsatrya y el de un brahmán, el hombre de acción y el hombre de contemplación, el guerrero y el sacerdote. Yo, que a fin de cuentas, siempre me he considerado un campesino –y que ahora vivo como tal- era lógico que me sintiera más cerca del primero que del segundo. Por lo demás, ¿quién dijo que entre los hombres de acción, la meditación y la contemplación no ocupaban también un espacio importante? El Samurai le dedicaba horas y horas de su vida, tantas como al manejo de la espada y no es por casualidad que fuera frecuente que los samuráis, una vez inhábiles para el ejercicio de la guerra, se retiraran a monasterios Zen a pasar los últimos años de su vida.
La lectura de Evola me indujo primero a la práctica del Hatha-Yoga (y ahí los consejos y las bases que Mircea Eliade deposita en su obra revistieron para mí una importancia no desdeñable) que empecé a practicar en la propia cárcel de la Santé, cuando me quedaba sólo en la celda mientras los otros reclusos salían de la galería a airearse en el patio de la prisión. Con el tiempo, aquello me pareció casi un ejercicio de faquirismo: es cierto que logré mover algún músculo del plexo solar que habitualmente ni siquiera reparamos en él y que así podía darme masajes en el estómago para mantenerlo limpio (la pureza del interior del cuerpo es para el Hatha yoga tan importante como la limpieza exterior o la pureza de intenciones).
Entre 1981 y 1983 practiqué Hatha Yoga a destajo. Y tuvo su aplicación práctica cuando la policía me detuvo en 1983 acusado de los más inverosímiles delitos de terrorismo (detrás solamente había una miserable manifestación en junio de 1980 ante la sede barcelonesa de UCD único “delito” por el que fui condenado a dos años de prisión…cumpliendo en total 15 meses). En un momento de los interrogatorios, hostia va hostia viene, me pusieron una bolsa de plástico en la cabeza, atada al cuello. Habitualmente, el interrogado cae presa de nerviosismo y excitación lo que hacen que a los pocos segundos se produzca la asfixia y el desvanecimiento. Los dos años previos de Hatha Yoga me habían aportado cierto control sobre la respiración con lo que debí estar, contra todo pronóstico y ante la impaciencia de los torturadores, en torno a 10-15 minutos con la maldita bolsa de plástico, hasta que, finalmente, el dióxido de carbono acumulado en el interior terminó operando la sensación de asfixia. Repitieron el jueguecito en varias ocasiones obteniendo como resultado el “No tengo nada que decir” como única confesión después de una semana de interrogatorios intensivos. Si los malos tratos y la tortura son algo con los que un militante político debe enfrentarse –o al menos en aquella época era usual enfrentarse- yo había conseguido superarla gracias a los principios insertados en la obra de Julius Evola y a dos años de Hatha yoga intensivo.
Durante mis meses de cárcel en España (tres en la prisión de máxima seguridad de Alcalá Meco –junto con media docena de camaradas de la época y 150 etarras- y algo más de un año en la cárcel Modelo de Barcelona –junto con dos miembros de la CNT y 2800 presos comunes) hice algo más que repasar toda la obra de Evola: empecé a traducir algunos textos no publicados en español: una traducción del Rivolta, otra de los Hombres y las Ruinas, decenas de artículos de Evola que hoy pueden leerse en la Biblioteca Julius Evola (http://juliusevola.blogia.com) e incluso me creí capacitado para escribir algunas pobres líneas sobre el pensamiento de Evola, sin caer en la cuenta de que él ya había dicho todo lo que valía la pena decir. Por eso mismo, salvo en una ocasión, he rechazado siempre hablar sobre la obra de Evola en conferencias o ponencias. Evola no hay que explicarlo, hay que seguirlo y más que seguirlo a él, seguir la vía que propone. Así mismo, también he rechazado relaciones y contactos con los medios evolianos, no por soberbia, sino por esa misma conciencia de que la tradición es una vía que debe seguirse mientras a uno le quedan fuerzas.
Dejado atrás el Hatha Yoga, busqué en el budismo tibetano la pureza de los orígenes. Lo que encontré en Barcelona fue a un lama, recién importado del Tíbet rodeado de discípulos devotos. Para eso ya estaban las formas religiosas propias de Occidente basadas en esos dos impulsos emotivos que son la fe y la devoción. Lo peor de los medios budistas occidentales son los “discípulos” que, frecuentemente, se encuentran entre las peores franjas de la progresía. Hoy el budismo está de moda (lo estaba ya desde el primer curso organizado en España, creo recordar que en Mallorca hacia 1976 ó quizás en el verano del 77) como ayer estuvieron de moda los pantalones campana o el tamagochi. Por otra parte, el budismo tibetano es difícil de practicar sin impregnarse de la civilización de aquella región del mundo. La distancia antropológica y cultural es tal que, aunque la teoría (y en sí mismo todo el budismo a partir del canon pâli) resulte extraordinariamente sugestiva, la práctica se pierde en rituales y liturgias interminables para un europeo.
Pero la claridad del budismo de los orígenes y la lucidez de sus planteamientos es tal que resulta difícil, una vez conocido, poder resistir su encanto. Yo lo intenté y fue así como me relacionó con un grupo de practicantes de la meditación que habían adaptado su doctrina a partir del rosacrucianismo. En general todos los grupos que han intentado equilibrios de ese tipo se han perdido y hay que encuadrarlos dentro del ocultismo más pedestre, sin embargo este grupo tenía una altura intelectual desconocida para mí. Y lo que era más importante, daban primacía a la práctica, mucho más que a las teorías, pero si se trataba de explicar el por qué era preciso realizar una práctica determinada, su preparación en cultura tradicional, conocimiento de la obra de Guénon y de Evola, así como de los textos clásicos de la Tradición Hermética era muy completo. En tanto que grupo informal carecía de jerarquía y se transmitía por linajes iniciáticos. El inspirador –o al menos uno de los inspiradores- parecía ser un tal “Arakilah”, autor de un memorable libro La Gnosis de San Juan que todavía conservo como un verdadero tesoro.
Un malentendido generó mi alejamiento del grupo y, a partir de entonces, me zambullí en el Zen: un hombre sentado ante una pared blanca, tal es el espíritu del zen. Sin esperar nada, sin hacer nada, sin pretender atravesar experiencias maravillosas, con un completo abandono de sí mismo, la práctica del Zen es una de las pocas vías accesibles para occidentales para poder vivir la experiencia de la trascendencia.
Evola nos lo había dicho: existe el mundo del devenir y el mundo del ser, cualquier metafísico para ser considerada como tal debe asegurar el tránsito de uno a otro mundo. De ahí la necesidad de una práctica, pero también era preciso dotarse de una concepción del mundo que, en sí misma, ni era necesaria, ni mucho menos suficiente, pero sí oportuna. Esa concepción del mundo empezaba en donde terminaba la obra de Nietzshce. Era un ir más allá del nihilismo: era –Evola nos lo había dicho en las páginas de su Cabalgar el Tigre- reconocer en cualquier aspecto de la modernidad una cobertura al nihilismo, un admitir que no había clavos ardiendo a los que agarrarse y después de haberlo asumido intensamente, seguir en pie. O suicidarse, si uno quería seguir a Séneca cuando decía aquello de “si no quieres combatir, te está permitido retirarte; nada te impide morir”. La muerte se convertía así en un derecho sobre la vida que podía ser asumido por alguien que, alcanzado ese punto de no-retorno situado más allá del nihilismo, experimentaba una sensación de hartazgo del mundo y necesidad de trascendencia, siendo asumible sólo en ese caso la posibilidad del quitarse la vida.
Pero Evola tenía también una parte política. Era excepcionalmente preciso a la hora de señalar las diferencias entre civilizaciones “tradicionales” y “modernas”, unas daban prioridad al espíritu y estaban ordenadas en función del espíritu, mientras que otras lo estaban en torno a la materia y hacían de esta el eje de su historia. El punto de inflexión entre unas y otras se produce en 1789, si bien se anuncia ya en el humanismo renacentista. La historia, no es lineal para Evola, sino circular: la historia es la crónica la decadencia.
Evola nos habló también de sexo: nos explicó que en el sexo era posible encontrar una vía de trascendencia porque en la experiencia del orgasmo, la personalidad quedaba suspendida y se producía una situación similar a la muerte en la que estratos más profundos de la personalidad quedaban liberados. Su obra Metafísica del Sexo es un repaso a la sexualidad poliédrica en todas sus facetas y aspectos. Pero era en La Tradición Hermética en donde desarrollaba la concepción del ser propia de las experiencias tradicionales. El ser es un compuesto de cuerpo, alma y espíritu, de materia física, voliciones y sentimientos y, finalmente, de algo más profundo cuya existencia, en condiciones normales, ni siquiera se suele experimentar. Estos tres elementos, eran el Azufre, el Mercurio y la Sal de los alquimistas. La parte intermedia, el Mercurio, lo mental, se va desarrollando a través de la existencia y nos va separando progresivamente de nuestro yo más profundo, del espíritu. A su vez, el alma, el Mercurio, lo mental, va siendo atraído por la materia y dando la espalda al espíritu. Toda práctica tradicional consiste precisamente en restablecer las condiciones normales del ser: purificar el Mercurio para que luego, experimente de manera natural la atracción hacia las esferas superiores del ser, hacia lo alto, en lugar de hacia lo bajo.
Así pues, tal como lo concibe Julius Evola, la “doctrina” tradicional es una suma de distintos elementos: una concepción del hombre, una concepción de la historia, una concepción de la sexualidad, una concepción del Estado y una metafísica entendida como práctica o ascesis espiritual.
La obra de Evola no es fácilmente accesible, pero está ahí, abierta a quienes se quieran impregnar de ella. Para los que tienen a gala llamarme pragmático sin principios o partidario del aquí vale todo, les diré que la obra de Evola supone para mí lo esencial de mi andamiaje interior. Pero la obra de Evola, como la de cualquier autor “tradicionalista” no debe medirse hacia el “exterior”, sino hacia el “interior” de la persona que lo lee y su prueba del nueve es si es capaz de transformar a esa persona.
Cuando en la postguerra Evola escribe Los Hombres y las Ruinas, lo que está haciendo es publicar un manifiesto político en el que pueden apoyarse todos aquellos partidarios de una “restauración tradicional”. La obra va dedicada y prorrogada por el Comandante Borghese, ejemplo de su generación. Es la obra que utilizarán quienes creen, en las filas del MSI y luego de distintos grupos extraparlamentarios, que todavía es posible realizar una acción política. Hacia mediados de los años 60, cuando ya está en marcha la contestación, Evola, empedernido observador de la realidad, constata que poco a nada puede hacerse y que todo el problema consiste en responder a esta pregunta: ¿cómo un hombre que sigue los principios tradicionales debe comportarse en el seno de la modernidad? La respuesta es Cabalgar el Tigre. En esta obra nos narra, uno a uno, los aspectos más deletéreos de la modernidad que, paradójicamente, pueden ser aprovechados para superar el nihilismo. Evola se ha dado cuenta de que ya es imposible parar el proceso de degeneración de la modernidad: intentar hacerlo –nos dice- sería como esperar que un alud puede pararse con las manos. Cuando sobreviene en la montaña un alud, lo que hay que evitar es ser arrastrado.
El Evola que propone una acción exterior en Los hombres y las Ruinas y el Evola del Cabalgar el Tigre son el mismo autor, pero sus consejos van dirigidos a dos tipos de lectores diferentes: los que tienen ánimo para la acción y los que viven una especie de exilio interior. A cada cual saber qué modelo es el propio.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.