lunes, 18 de diciembre de 2023

Un repaso histórico al “golpismo” en los últimos 50 años (1): del leninismo al golpismo iberoamericano

La lectura del libro de Curzio Malaparte, Técnica de golpe Estado, deja hoy un sabor amargo: en la era de la informática, de la robótica, de la ingeniería genética y de las redes sociales, lo escrito hace 90 años, en un mundo completamente diferente, tiene poco o nula aplicación. El libro que durante los siguientes 50 años a su publicación había sido un verdadero manual del “perfecto golpista” ya no lo es. Tanto el método leninista de conquista del Estado, como las estrategias utilizadas hasta finales de los años 70 por los militares iberoamericanos para desalojar a gobiernos débiles, corruptos o caóticos, se muestran hoy superados.

Así pues, antes de entrar en la “técnica del golpe de Estado” en 2023, vale la pena realizar un pequeño repaso histórico a las concepciones golpistas, tanto de la izquierda (el leninismo) como de la derecha (las intentonas golpistas en Iberoamérica), para luego realizar un pequeño repaso al “golpismo español” en referencia al 23-F. Esto nos dará una perspectiva histórica suficiente como para poder abordar, finalmente, lo que ha sido el objetivo de esta serie de artículos: elucidar si existe (o no…) una “técnica del golpe de Estado” aplicable en estas primeras décadas del siglo XXI.

La imposibilidad de operar según el leninismo ortodoxo

Malaparte nos habla de la concepción leninista de la revolución que, en realidad, no pasa de ser un golpe de estado protagonizado por una vanguardia, el partido bolchevique, que concebido como un mecanismo político-militar actúa con precisión y disciplina. Pero eso ya no existe y todo induce a pensar que la construcción de un partido según el modelo leninista, basado en una perfecta identificación ideológica de sus cuadros políticos con una doctrina “científica” que induzca a un voluntarismo extremo, es algo que pertenece al pasado. Las ínfulas “científicas” del marxismo están hoy más que diluidas, nadie cree en la “conciencia de clase” del proletariado (como no sea la común aspiración a dejar de ser proletarios), del voluntarismo se ha pasado al repliegue sobre lo individual, a la exasperación del Yo y de los intereses propios por encima de cualquier otra aspiración y, todo ello ha inhibido compromisos revolucionarios que podrían correr el riesgo de hacer peligrar las propias posiciones.

La falta, además, de apoyos exteriores (hundimiento de la URSS a finales de los 80) ha contribuido también a la disolución del impulso revolucionario y a su desaparición completa. Desde mediados de los años 70, los partidos comunistas de Europa Occidental renunciaron al leninismo declarándose “eurocomunistas” y negando públicamente ser la quinta columna del a política exterior soviética desde los tiempos del Komintern (pero no renunciando a las subvenciones y subsidios que siguieron cobrando hasta el hundimiento de los regímenes comunistas del Este de Europa), abdicando también del “centralismo democrático” leninista, no tanto por el concepto en sí (“los organismos inferiores se subordinar a los superiores, las minorías se subordinan a las mayoría y la totalidad del partido al comité central”) como por los reflejos negativos que podían suscitan palabras como “centralismo” o “subordinación”.

El modelo leninista de golpe de Estado solamente era posible si existía un núcleo activista, férreamente organizado y con apoyo exterior (el propio Lenin se beneficio del apoyo de la Alemania guillermina durante la Primera Guerra Mundial para sobrevivir en el exilio y revitalizar el partido). Requería, por una parte, altas dosis de “voluntarismo”, incluso de “idealismo”: los elementos motores, no solamente estaban espoleados por un proyecto político utópico que les daba fuerza ante circunstancias adversas y riesgos personales, sino que, además, disponían de un “campo de aplicación” propio, en el que otras fuerzas políticas apenas podían concurrir: el proletariado y su cacareada “conciencia de clase”. Desde el momento en el que se hizo evidente que el proletariado no tenía otro objetivo que convertirse en “clase media” y que los “30 años gloriosos del capitalismo” (desde 1943 hasta 1973, es decir desde la entrada de los EEUU en la Segunda Guerra Mundial hasta la primera crisis del petróleo provocada por la guerra del Konkipur) habían mejorado las expectativas económicas del proletariado, la “conciencia de clase”, simplemente, se evaporó y, con ella, la combatividad de franjas obreras ideologizadas. Los intentos de sustitución de la “clase obrera tradicional”, por una “nueva clase explotada” que realizaron determinadas franjas trotskistas en la primera mitad de los 70, tratando de incorporar a los inmigrantes (como “nuevo proletariado”) no dieron los resultados apetecidos: las brechas culturales, religiosas y étnicas, impidieron convertir a la inmigración en “proletariado antiburgués” y, como máximo lograron incorporar algunos votos a la izquierda mediante un régimen de subsidios y subvenciones como contrapartida.

La deriva golpista en Iberoamérica

Desde entonces, la izquierda comunista dejó de pensar en términos insurreccionales. El “golpismo” quedó solamente como patrimonio del campo político de la derecha autoritaria que, en efecto, siguió pensando que el “ejército al poder” era la mejor consigna de la que podían alardear. En los años 60 y 70 proliferaron los golpes de Estado en Iberoamérica. En todos ellos el esquema fue el mismo: una situación política progresivamente degradada, un orden público en quiebra y una economía que empeora… ante todo ello, un buen día, las fuerzas armadas toman el poder para restablecer el orden. No era preciso un detonante concreto: la situación política, diagnosticada como próxima a la “muerte cerebral” de la nación era suficiente como para poner en marcha el mecanismo golpista.

Así, vimos cómo se sucedían golpes de Estado en prácticamente todos los países iberoamericanos, especialmente tras la subida del castrismo en Cuba que generó un intento de exportar la revolución. El Ché Guevara, víctima de su fantasía revolucionaria, creyó que el proceso cubano podía reproducirse en otros países iberoamericanos. Su análisis no fue en absoluto riguroso y olvidó las constantes sociológicas y geopolíticas tan obvias como que en Bolivia ya se había realizado un remedo de “reforma agraria” y no iba a ser esa la consigna que movilizara a los campesinos, o que en Cuba el espacio geográfico entre los núcleos de población era relativamente estrecho, mientras que en países como Boliviana, el alejamiento era extremo: teniendo en cuenta que “el pueblo” es para la guerrilla, lo que el agua es para el pez, difícilmente un “pez” guerrillero podían sobrevivir en zonas sin apenas “agua”, o con núcleos de población rural, muy dispersos. Por otra parte, el Ché olvidó también factores históricos e, incluso, étnicos. No concebía que el carácter del indio del altiplano andino fuera radicalmente diferente al mestizo, al cuarterón o al criollo cubano, ni tampoco que las condiciones político-militares fueran radicalmente diferentes entre Cuba y, por ejemplo, Argentina o Bolivia.

El resultado fue que, allí donde apareció una “guerrilla castro-guevarista”, el núcleo originario no tuvo posibilidades de afianzarse (salvo en Colombia y por circunstancias muy diferentes o en Nicaragua donde se daban condiciones relativamente similares a las cubanas: existencia de una dictadura de largo recorrido, proximidad y contigüidad de los núcleos de población rural y negativa de los EEUU a actuar en socorro del que hasta entonces había sido su aliado -Somoza- a causa de la línea política “liberal” del gobierno de Washington [Carter]). Allí donde emergió una “guerrilla rural” en Iberoamérica, allí fue aplastada.

La renovación del impulso guerrillero llegó a través de trabajos técnicos y de experiencia prácticas que advirtieron que, incluso en algunos países iberoamericanos, los campos de estaban despoblando, los núcleos de población se encontraban excesivamente diversos como para poder desarrollarse una “guerra de guerrillas” al estilo vietnamita o al cubano. Tanto Carlos Mariguela fundor de la Acçao Libertadora Nacional, vinculada al Partido Comunista de Brasil y autor del Minimanual de la guerrilla urbana, como Abraham Guillén, un republicano español radicado en Uruguay que escribió en 1965 Estrategia de la guerrilla urbana, advirtieron que, ante determinadas concentraciones de la población en algunos países iberoamericanos, había que desplazar el eje de los combates desde el campo a la ciudad. Las guerrillas que sobrevivieron hasta la segunda mitad de los años 70 en el subcontinente americano, incluso las organizaciones terroristas que se reavivaron en territorio europeo en los años 60 (el IRA) o que nacieron a partir de esa fecha (ETA, Brigadas Rojas y media docena más de siglas del terrorismo italiano) se movieron en función de las líneas definidas por Guillén y Mariguela, mucho más que por las de Lenin o Trotsksy.

Pero a finales de la década de los 70 había quedado claro que la desproporción de fuerzas era excesiva y que el Estado siempre tenía la ventaja: sus instrumentos técnicos eran mucho mayores, su potencial de fuego incomparable y no quedaba superado por la capacidad de sorpresa de unos grupos guerrilleros de escasa experiencia en el manejo de las armas, muy reducidos y siempre seguidos por de cerca por las fuerzas de seguridad del Estado. Cuando ETA(m) en España intentó un remedo de guerrilla rural el 1 de febrero de 1980 en las proximidades de Ispáster, atacó un convoy de cuatro vehículos seis guardias civiles resultaron asesinados, pero dos miembros de ETA murieron al explotarles una granada que arrojaron al interior de uno de los vehículos para rematar a los guardias civiles y no tuvieron tiempo de alejarse. El objetivo del ataque era apoderarse de morteros producidos en una fábrica de armamento, lo que consiguieron, pero el balance final (seis guardias civiles y por dos etarras muertos) desalentó posteriores intentos en esa dirección. En efecto: a la guardia civil le resultaba mucho más fácil reponer efectivos caídos que a la organización terrorista. Fue la primera vez que ETA reunía a dos comandos (taldes) para realizar una operación concebida según los criterios clásicos de una acción de guerrilla rural. El experimento, aparte de los morteros obtenidos, se demostró negativo para la banda que nunca más volvería a intentar acciones de este tipo. ETA se centraría siempre, a partir de entonces, en acciones de guerrilla urbana.

Tanto en España como en Iberoamérica las guerrillas marxistas, rurales o urbanas, fueron las excusas para los movimientos golpistas de los años 60 y 70. No hizo falta ningún otro “detonante”. El drama de estos movimientos guerrillero-terroristas consistía en que tuvieron fuerza suficiente como para asesinar mediante el tiro en la nuca o la bomba, pero carecían de “fuerza social” suficiente como para convertirse en un peligro para la supervivencia del Estado. De esa incapacidad política para atraer masas (e, incluso, minorías activas) derivó su fracaso político y su papel de “espantajo” para justificar golpes militares. En ningún momento, en ningún país, esos movimientos terroristas fueron lo suficientemente fuerzas y contaron con el apoyo social suficiente como para constituir un riesgo. De hecho, ni siquiera los propios apoyos que ellos mismos habían constituido soportaban algunos de los más crueles atentados.

La acción de los gobierno democráticos oscilaba siempre entre intentar minimizar la importancia de estos grupos terroristas y el dramatismo con que los cuerpos que eran objeto de los atentados los asumían. En España, durante el período de UCD se optó por ignorar y minimizar estos atentados, por evitar que aparecieran en primera página en los informativos y que los funerales por las víctimas fueran públicos. En una segunda etapa, la que corresponde al “felipismo”, se optó por una “estrategia francesa”, la “guerra sucia”… pero, tampoco produjo los resultados esperados: por una parte, el GAL se convirtió en una máquina de dilapidar fondos invertidos que se perdían, siempre, por el camino, antes de llegar a los bolsillos de los mercenarios que cometían los atentados. Tras una serie de torpezas, fracasos y reclutamiento de funcionarios corruptos, se optó por la presión política (en el último período del ”felipismo” y durante el “aznarato”. El resultado fue óptimo: la combinación entre presión política (legislación contra los “frentes políticos” del terrorismo) y aumento de la presión policial, llevó a ETA contra las cuerdas a finales del período de gobierno de José María Aznar. De hecho, en aquella época, tanto el nivel de actividad, como la selección de los terroristas que integraban los comandos etarras, había caído en picado. En 2003, ETA prácticamente era un grupo a la desbandada, infiltrado desde la cúpula en la que los comandos eran detenidos aún antes de que entraran en acción. Fue el zapaterismo el que convirtió esta derrota en “negociación”. Si se hubiera continuado con aquella política de doble presión, sin duda el panorama político de nuestro país hoy sería completamente diferente.

En países iberoamericanos, bastó, simplemente, con la presión militar-policial, para acabar con el fenómeno terrorista. Los 9.000 desaparecidos en Argentina (y no 30.000 como suele repetir la vulgata de los “derechos humanos”) o los menos de 900 de Chile o la veintena de “desaparecidos” en el último gobierno militar boliviano contribuyeron a que las filas terroristas dejaran de registrar altas. Acercarse a algunas siglas suponía, inmediatamente, un peligro de muerte. El terrorismo desapareció del mapa político iberoamericano, salvo en Colombia y, por razones, muy específicas (el papel del narcotráfico) y abarcó apenas un breve período de tiempo en la historia de Perú (localizado especialmente en Ayacucho) con Sendero Luminoso. Pero la victoria sobre el terrorismo, fue completa, definitiva y sin apelación.

Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, se cree que estos golpes de Estado fueron favorecidos desde los EEUU lo cual es cierto, pero solo hasta determinado punto. Hasta finales de los años 60, estaba claro que lo que interesaba a los EEUU era que estuvieran en el poder, en su “patio trasero”, gobiernos que no reprodujeran el comportamiento del castrismo cubano. Desde este punto de vista, cualquier gobierno, democrático o militar, legal, legítimo o de facto, que mantuviera buenas relaciones con EEUU, libertad de comercio y de penetración económica para las empresas norteamericanas, era bien visto por Washington. Era, igualmente frecuente, que los militares que habían protagonizado una intentona golpista hubiera sido formados en “contrainsurgencia” por la Escuela de las Américas con sede en Panamá, destinado a formar militares especialistas em lucha antisubversiva. Sin embargo, a finales de los años 60, especialmente por los repetidos golpes de Estado que se habían producido en Bolivia, los norteamericanos se dieron cuenta de que el fervor nacionalista del estamento militar golpista era igual o superior a su furor antisubversivo. Era frecuente que un gobierno militar pusiera coto a determinadas personalidades “de confianza” de los EEUU por juzgarlos poco nacionalistas. En algunos casos, incluso, en los gobiernos del General Torres en Bolivia (1970) o de Velasco Alvarado en Perú (1968), el gobierno surgido de un pronunciamiento militar terminaba asumiendo posiciones nacionalistas y, por tanto, contrarias a los intereses de los EEUU.

Por otra parte, estaban los “signos de los tiempos”. La guerra del Vietnam y las campañas en defensa de los derechos humanos se habían convertido en algo habitual en los EEUU. Para el gobierno de Washington tomar partido -como habían hecho hasta ese momento- por gobiernos militares como los de Brasil (1964), de Bolivia o de Argentina (golpes del 1955 y de 1966), se convirtió en algo que corría el riesgo de erosionar interiormente a su propio gobierno. Nunca más, los EEUU volverían a instigar movimientos golpistas (ni siquiera en Chile), sino que el eje central de su acción consistió, más bien, en obstaculizar la gestión de gobiernos de izquierda marxista y, al mismo tiempo, favorecer soluciones “centristas”. Esto explica el por qué a partir de los años 70, los golpistas iberoamericanos ya no cuentan con el apoyo del Departamento de Estado norteamericano, sino que éste, como ocurrió en Chile, Argentina y Bolivia, obstaculizó por todos los medios la gestión de los gobiernos militares.

El caso extremo, cuando se produjo definitivamente el punto de inflexión y se desactivaron todos los intentos posteriores de golpes de Estado en Iberoamérica fue entre 1981 y 1983 en el espacio comprendido entre la guerra de las Malvinas (cuyo desenlace aceleró la caída del gobierno militar argentino y el cerco económico al que fue sometida Bolivia en el mismo período de tiempo y que llevó en septiembre de 1983 a la dimisión del general Bildoso y a la entrega del poder al congreso elegido en 1980. Desde entonces no se han vuelto a producir movimientos militares en Iberoamérica. En ambos casos, las maniobras disuasorias fueron  urdidas durante el gobierno del presidente Reagan, paradójicamente considerado como uno de los presidentes más anticomunistas y que, aparentemente, deberían haber tenido más aprecio a gobierno nacionales que adoptaban posiciones igualmente anticomunistas. Pero este es un análisis demasiado superficial de lo que fue el gobierno de Reagan y la política internacional en aquellos años.

En el caso argentino, todo se entiende mejor si se tiene en cuenta que el presidente de la Junta Militar, General Galtieri, que sucedió al general Viola en noviembre de 1981, previamente a su “golpe” dentro del gobierno militar, había viajado en dos ocasiones a los EEUU entrevistándose en el mes de agosto anterior, entrevistándose con altos funcionarios de los EEUU, incluido el vicepresidente George Bush. De regreso, preparó el golpe contra Viola, tras lo cual se desplazó de nuevo a los EEUU siendo considerado en la época como el “niño mimado” de la administración Reagan en Iberoamérica. Cinco días después de su regreso a Argentina culminó su proyecto, derrocando al General Viola. Galtieri había vuelto a Argentina con promesas importante para el país: inyecciones económicas procedentes de los EEUU y, sobre todo, ayuda para que la bandera de la República Argentina ondeara de nuevo en las islas Malvinas. La única condición que ponía el vicepresidente Bush era que los norteamericanos pudieran disponer de una base (en las Malvinas o en las Georgias del Sur situados ambos archipiélagos en la “ruta del petróleo” que conducía el crudo desde el Golfo Pérsico hasta Europa a través del Atlántico y que, en aquella última fase de la Guerra Fría era la zona más débil de la OTAN). El proyecto de Galtieri, por tanto, se sostenía en la ayuda norteamericana para la recuperación de una colonia usurpada y su mediación ante la administración Tatcher.

Sin embargo, cuando Galtieri dio el paso al frente y ocupó las Malvinas, los EEUU se inhibieron ante la reacción de Margaret Tatcher. No solo eso, sino que, además, pusieron a disposición del gobierno británico a sus satélites espías y a sus redes de comunicación. El resultado fue catastrófico para el gobierno argentino que no se recuperaría del golpe y caería poco después.

A Galtieri, además, se le había pedido que interviniera en Bolivia. En efecto, el régimen boliviano del General García Meza que llegó al poder en julio de 1980, había sido, directamente, una proyección del gobierno militar argentino. Sin embargo, desde el primer momento, las relaciones entre el nuevo gobierno boliviano y los EEUU fueron tensas: inicialmente, los EEUU promovieron el cerco económico-diplomático, luego desincentivaron a militares más duros y decididos que García-Meza (los Generales Lucio Añez y, particularmente, el General Faustino Rico-Toro) para que renunciaran a hacerse con las riendas del poder. Los EEUU llegaron, incluso, a lanzar al mercado reservas de cobre y estaño que tenían almacenadas desde la Segunda Guerra Mundial, para hundir el precio de estos minerales sobre los que se sostenía la economía boliviana. El resultado fue que, a partir de agosto de 1981, el gobierno de García-Meza solamente pudo preocuparse de sobrevivir y evitar que la crisis del país creciera, mientras que la embajada norteamericana coqueteaba con la izquierda y el centro-izquierda boliviano, mucho más dúctiles a los dictados del Departamento de Estado que los militares nacionalistas que se habían hecho cargo del poder en julio de 1980.

Para desincentivar cualquier intentona golpista posterior y a diferencia de períodos anteriores, los EEUU directamente se preocuparon de aplicar castigos ejemplares contra los protagonistas de este último golpe en Bolivia: tanto el General García-Meza como su ministro del Interior, Luis Arce Gómez fueron acusados de “narcotráfico”, secuestrados y enviados a EEUU en donde resultaron condenados a penas de prisión que, prácticamente, suponía morir en la cárcel en un país extranjero (Arce, tras pasar 30 años en prisión en EEUU, fue enviado a Bolivia en 2009, muriendo en la cárcel en 2020; en cuanto a García-Meza, permaneció en la cárcel desde 1995 hasta 2008, siendo enviado a su casa por su precario estado de salud, muriendo en 2018). En Argentina, los juicios contra las juntas militares que gobernaron el país tuvieron lugar en 1985 resultando condenados a altas penas de prisión, al no admitir el tribunal el argumento de la defensa de que habían tenido que luchar en una guerra contra el terrorismo. En ambos casos, las mayores presiones procedieron de EEUU y otro tanto cabe decir del gobierno militar chileno presidido por el General Pinochet que, en la última etapa de su vida, fue objeto de persecución judicial, entre otros, por el juez español Baltasar Barzón.

Durante el gobierno de Pinochet, por cierto, las mayores presiones y la mayor oposición procedieron, de nuevo, de los EEUU, especialmente durante el gobierno de Jimmy Carter. Las relaciones entre ambos países quedaron marcadas para siempre y, si la tensión entre Santiago y Washington descendió ligeramente en la última etapa del régimen fue a causa de las buenas relaciones que mantenía el gobierno chileno con el británico de Margaret Tatcher gracias a la actitud adoptada por Chile durante la guerra de las Malvinas. En efecto, Pinochet decidió que el “enemigo geopolítico” de su país era Argentina y, por tanto, no solamente se abstuvo de apoyarlo política y militarmente, sino que su territorio sirvió como base al espionaje británico.

Sea como fuere, desde los primeros años 80, estos juicios y estas medidas severas, desincentivaron cualquier pronunciamiento golpista y se da el caso de que, tanto en Argentina, como en Chile, en Perú y en Bolivia, a pesar de afrontar crisis político-económicas mucho mayores en los años siguientes, los ejércitos permanecieron mudos y mirando a otra parte: nadie quiso arriesgarse a dar un paso al frente que lo hubiera situado en el punto de mira de los defensores de los “derechos humanos”, de la “justicia internacional” y, sobre todo y por encima de todo, contra los intereses del Departamento de Estado de los EEUU.

Después del “modelo iberoamericano” de golpe de Estado y, a la vista de que éste había quedado obsoleto e inoperante, nadie volvió a teorizar sobre cómo sería un golpe en las postrimerías del siglo XX y en las primeras décadas del siglo XXI. Acaso porque era imposible que se produjeran movimientos de este tipo, al menos en los países del Primer Mundo. Solamente en África -y por razones geopolíticas muy concretas- se han seguido produciendo movimientos golpistas especialmente en la “franja del Sähel” que divide África entre el Magreb y el África negra. Las operaciones golpistas -promovidas verosímilmente por la República Popular China y/o por la Federación Rusa- han tenido como objetivo colocar una barrera entre el ”portaviones” de los EEUU en África (Marruecos) y el África subsahariana. En zonas más desarrolladas del planeta, el golpismo es, en las actuales circunstancias, poco menos que imposible.


LINKS DE LA SERIE

¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (1) – Sobre las dictaduras de nuestro tiempo y España

¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (2) – Cuando un golpe de Estado puede ser la solución a recurrir

¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (3) - ¿Hay solución dentro de la constitución?

¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (4) – Condiciones necesarias para un golpe de Estado

¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (5) – La técnica golpista: justificaciones

¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (6) – La técnica golpista: la práctica (A)

¿CUÁNDO UN GOLPE DE ESTADO ES LA “SOLUCIÓN FINAL”? (7) – La técnica golpista: la práctica (B)