Hubo un tiempo –hará como 15 ó 17 años- solamente veía los
informativos de televisión y alguna serie. Hoy ni eso. Es duro comprobar, no
solamente la mediocridad de la clase política española y, lo que es peor, que
cada pueblo tiene lo que se merece. Y en cuanto a ver series, resulta imposible
visionarlas con cortes publicitarios de quince y veinte minutos. Así que la televisión se ha acabado para
mí. No me voy a quejar de esto, sino que considero una bendición haberme
liberado de la tiranía televisiva. Y, además, recomiendo a otros lectores que
hagan lo mismo. Existen fórmulas alternativas para hacerse un ocio a la
carta… si es que uno, claro está, tiene interés por algo. Porque la televisión generalista hoy está hecha y
concebida precisamente para gentes apáticas y conformistas. Uno de los
motivos por los que dejé de ver televisión fue porque me resultaba imposible
digerir los programas llamados “del corazón”. Y de eso si que me quejo: de que
esos programas y los personajes que cabalgan con ellos, sigan existiendo.
Hubo un tiempo en el que la “prensa del corazón” solamente
se preocupaba de las novedades relativas a las Casas Reales, al mundo del
superlujo y del glamour, a actores y actrices, es decir, a gentes que por su
origen o su posición social “eran algo” o bien cuyo trabajo era lo
suficientemente relevante como para que el público mostrara interés en sus
vidas. La prensa del corazón mostraba “modelos
de estilo”. Nunca me ha interesado la vida privada de los otros, así que
esta temática (que conocía porque siempre en algún lavabo te encontrabas prensa
del corazón en los inevitables momentos del día en que te sentabas sobre la
taza del wáter) jamás tuvo interés.
Fue a partir de los años 90 cuando se produjo la eclosión
del fenómeno. Antes, a mediados de los 80 la aparición de las cadenas de
televisión privadas, ya supuso una primera ofensiva. Aquellas televisiones que
deberían de haber elevado el nivel de la programación mediante la “libre
concurrencia” y la ruptura del monopolio de las televisiones públicas,
empezaron obsequiándonos con mama-chichos que se generalizaron en los 15 años
siguientes. Luego vinieron los reallitys shows y finalmente, cuando empezó el
período ZP, raro era el canal que no tenía uno de estos programas. Y el público
los seguía (eso era lo peor).
Fue así como aparecieron sagas de ilustres mindundis,
divorciadas peleonas dispuestas a cobrar algo más que la pensión de sus ex pero
que no sabían hacer la o con un canuto, videntes que no se resignaban a fallar
en sus predicciones y vendedores de intimidades, sin gloria y sin honor, que
traficaban con sus miserias y las de sus próximos. Toda España se conmovía si
alguno de estos personajes entraba en el quirófano a pegarse un latigado de
botox o a hacerse un arregla. Lo que más morbo provocaba era que fulanita o
menganito entraran en la cárcel o que se sospechara que se habían enganchado a
cualquier droga. Surgieron declaraciones, reales o falsas, de ex amantes de uno
u otro sexo, de chachas y baby sisters, de porteros. Saber las orientaciones
sexuales de alguien o que saliera de la ebanistería se convirtieron en motivos
de comentarios en todas las tertulias y trabajos. Los protagonistas de los
reallitys vivían sus 12 meses de fama que luego declinaba y al cabo de un par
de años solamente se acordaban de ellos en bolos por discotecas de tercera. Y
luego estaba “la princesa del pueblo”, que no era Leticia, ni alguna infanta,
sino la ex de un torero cuyo rostro había cambiado una y otra vez pero cuyo
desparpajo cañí la hacía ídolo de todas las poligoneras que, de mayores querían
ser como ella. Los gays hicieron su agosto y se normalizaron en el colorín. El
armario parecía ser el camarote de los Hermanos Marx. La saga de los Pajares,
la saga de la Pantoja, periodistas del corazón que al hablar sobre el último
coito de tal o cual personajillo lo hacían con la gravedad de un conferenciante
sobre geopolítica y guerra nuclear, individuos e individuas que no les
importaba mostrar su tosquedad tanto como sus intimidades… De todo esto es de lo que me quejo: de que mi país viva hoy de toda la
basura irrelevante, intrascendente y miserable que otro tiempo no hubiera
suscitado el interés ni de la abuela del visillo. Claro que me quejo de que a
un trabajador le cueste ganar el salario medio de este país (1,400 euros) y a
unos bastardos vendedores de basura irrelevante, les paguen burradas por
demostrar ante todo el país sus informaciones malolientes y su privacidad
pestífera.
Aunque, claro está, no sé bien si quejarme de esto, o de que
haya un gobierno que mantenga un “Ministerio de Cultura”. Aunque claro está, la
elección de Màxim Huerta como Ministro de Cultura y su tránsito fugaz por la
poltrona, es significativo del estado de la nación. Me quejo de que este no sea
un “país”, ni un “Estado”, sino un reality chow permanente.