Soy monárquico. Qué
le vamos a hacer. Reconocerlo puede parecer incluso excéntrico ahora cuando ni
siquiera las monarquías son conscientes de lo que representan y cuando parece
no haber reyes capaces de ser considerados y de ejercer como tales. Hoy, lo
más provocador que puede hacerse es reconocerse monárquico. Sólo los
conformistas y los políticamente correctos se tienen por “republicanos”. Pero,
si vamos a eso, creo en la superioridad de la monarquía sobre la república. Era
lo que le decía un ujier a un presidente del gobierno que quería tirar tabiques
del palacio: “No puede ser. Usted se irá,
pero el edificio se queda”. Por eso soy monárquico (aunque no haya
monarquía a la que defender): porque me quedo con la estabilidad y con
continuidad, con la tradición y con el linaje, antes que con la “participación
popular”, “la modernidad” o “las elecciones”. En realidad, ni siquiera pretendo
que se me entienda porque llega un
momento en el que el lenguaje de la “tradición” está tan alejado del de la “modernidad”
que resulta imposible hacerse entender. Y pierde el tiempo quien lo
intente. Pero no es de esto de lo que me quejo, sino de algo mucho más
evidente: no me gusta Leticia Ortiz como
reina de España. Y me quejo de que lo sea.
En primer lugar, creo que los Reyes no se deben casar por amor. Eso de “casarse por amor”
apareció con el romanticismo del siglo XIX, antes la gente se casaba por el
linaje, para unir patrimonios, o para tener hijos sanos. Y un hijo sano
garantiza la prolongación del linaje y éste dura mucho más que una arrebato
amoroso (la pasión es producto de
nuestro sistema hormonal y, como tal, dura no más de cuatro años). Pero, la
“modernización” de las monarquías –institución incompatible con todo lo que es
moderno y que no puede medirse ni valorarse por parámetros actuales, en tanto
que al ser eterna está sometida a la tradición- ha entrañado el introducir a “plebeyos”
en las familias reales. El error no solamente ha sido ese, sino que ni siquiera
se ha cuidado de que esos plebeyos estén a la altura.
La cosa empezó con Diana de Gales, una neurótica incapaz de
asumir su papel dignamente. Entre aquella boda
principios de los 80 y la de su hijo a ritmo de gospell con una mulata
descolorida hace unas semanas, media la “popularización” de la monarquía y su
inevitable decadencia. A España la cosa llegó con los tres hijos de Juan Carlos
de Borbón y de Sofía de Grecia: y ahí tenemos a un cuñado del Rey en la cárcel
de mujeres y a él mismo casado con una divorciada que le creará más problemas
que otra cosa.
Soy de los que opina que la familia real griega tiene un
estilo muy superior al de la rama española de los Borbón-Dos Sicilias. Por
tanto, era de esperar que surgieran fricciones entre madre y nuera. Pero no me
voy a quejar de eso que se ha convertido en material de la prensa del colorín,
ni siquiera de que Leticia Ortiz cambie de aspecto cada vez que sale al
extranjero: regrese después de haberse pegado unos latigazos de bótox, aquí y
allí, modificado alguna parte de su anatomía, a pesar de que siga pareciendo
anoréxica y su estancia haya causado todo tipo de rumores sobre desavenencias y
conflictos diplomáticos (el último con Melania Trump). Tampoco me voy a quejar
del pasado laboral de la reina, ni de sus amistades republicanas, está ahí
porque alguien decidió que la monarquía debía “ser popular” y lo mejor era
casar al Rey con una plebeya, divorciada y que ni siquiera sea monárquica.
Los reyes deben ser
educados para ser reyes, no para ser personajes populares. El oficio de Rey
exige mucho, de ahí que sea normal que las prerrogativas sean también muchas.
Se debe renunciar a mucho, empezando por la vida privada. O te entregas al
país o te entregas a tu amante. No hay término medio. No puede haber fallos en
el oficio de Rey, ni siquiera en la gestualidad corporal. Quien no ha sido educado
para ser rey desde la cuna, no podrá serlo nunca por mucha voluntad que ponga.
Me quejo de que este principio lo han olvidado las monarquías.
La monarquía debería
ser símbolo de unidad y continuidad. Hubo un tiempo en el que los monarcas eran
el espejo de cómo debía comportarse y ser la sociedad. Hoy siguen siéndolo:
deben ver el fútbol, tener a algún cuñao insufrible, tener disputas
matrimoniales, ponerse bótox en la peluquería y braquets, incluso ser republicanos…
De eso me quejo: de que incluso los reyes han olvidado su función.