En Italia la tradición consuetudinaria heredada del ventennio fascista, del trienio de la República Social Italiana y de sesenta años de parafascismo, neofascismo y postfascismo, asentaron con la solidez de una pirámide egipcia el principio: “Camerata, camerata, fregatura asicurata”, lo que equivale a decir que quien con camaradas se acuesta, mojado se levanta. En España, cuya ultra es hija capidisminuida de la italiana, las cosas no han ido mucho mejor y los medios ultras se han convertido en escenario habitual en el que unos camaradas estafaban a otros con la frialdad propia de un pingüino en la noche de navidad a dos pasos del polo. Aquí en España, la “fregatura asicurata” toma el nombre del consabido “timo del camarada”, conocido por todos los círculos ultras. Lo realmente sorprendente es que, a pesar de la abundancia de estafas entre sus filas, salvo en muy contadas ocasiones, nunca un ultra ha llevado a otro a juicio, como si la identidad ideológica impidiera acogerse al juzgado de guardia. La frase que suele acompañar la inhibición es que “los trapos sucios se lavan en casa”. En cuarenta años no he visto ninguna depuración en ningún partido ultra por las tan habituales estafas de camaradas a camaradas.
Siempre he sido un buen lector y a poco de aprender el silabario ya me detenía sistemáticamente en los kioscos de prensa para leer las páginas de El Caso. En los años 50, todavía los diarios y las revistas, a falta de la inflación de cabeceras y promociones que todavía no había anegado los puntos de venta, los kioscos mostaban algunas publicaciones que gozaban del favor del público abiertas por las páginas más suculentas y prendidas con pinzas de tender. El Caso era una de aquellas publicaciones inefables que se leían con fruición en los escaparates de los kiocos y debo reconocer que, desde muy niño los timos del nazareno, del tocomocho, de la estampita, los del cuento largo y los del cuento corto, ya me resultaban familiares, junto a los crímenes pasionales (que de estos también se han dado en la ultra), pero en ningún caso imaginé que los iba a ver tan de cerca.
A finales de los 60, a poco de implicarme en la ultra, ya había oído rumores según los cuales algunos miembros de la Guardia de Franco pasaban la gorra en determinados putiferios del Barrio Chino barcelonés; me dirán que era “racket” y no estafa; en realidad, la estafa viene a cuento porque eran inofensivos e incapaces de represaliar al que se negara a pagar. Cuando uno de los locales se negó, se vió que detrás de tanta amenaza no existía ninguna posibilidad de ponerla en práctica. En la tienda de efectos militares Paco García se podía libremente adquirir la chapa de la Guardia de Franco, los correajes y el uniforme así que era muy posible que ni siquiera se tratara de miembros de la organización militante del Movimiento. De hecho, lo que ocurría es gracias al nombre de “Guardia de Franco” -que a primera vista y para el poco avisado, parecía el equivalente al servicio secreto norteamericano que tiene a su cargo la custodia del presidente- se aprovechaban muchos. Bastaba mostrar la chapa de la Guardia, por ejemplo, para entrar en un domicilio y retirar el contador de la electricidad explicando que inmediatamente instalarían un nuevo modelo (que por supuesto jamás llegaría=. El contador así requisado se instalaba en otro domicilio de nueva construcción sin necesidad de comparlo. Alguna que otra fortunita ultra se hizo al calor de esta práctica tan simple como desaprensiva.
Hay que reconocer cierta imaginación en algunas estafas. En aquellos tiempos de “Bienvenido mister Marshall” también la ultraderecha tenía en los EEUU la sensación de que allí había el dinero redentor y no era raro que algunos fijaran sus esperanzas en todo lo que llevaba el marchamo norteamericano. Hubo uno -catalán por más señas- que se puso en contacto con el Ku-Kux-Klan ofreciéndoles crear una “delegación” en España. Como a nadie le amarga un dulce, el Klan aceptó expander su “imperio invisible” al otro lado del océano y dio la patente. Nuestro camarada no había olvidado considerar que el primer problema de su proyecto era que en la España de los sesenta no había negros (todavía recuerdo el primero que conocí, en la tasca en la compraba polos al salir de clase, que inevitablemente me llamó la atención, pero no tanto como a la anciana que tenía al lado que le preguntó a bocajarro si era cierto que los negros tenían la lengua morada, así que el otro se la enseñó). Decididamente, algo de cosmopolitismo nunca le va mal a los pueblos.
Llegaban marinos a puerto y algunos eran negros, de ahí que el fundador del Klan español –del que se decía, por cierto, que era de los que pasaban el gorrito cuartelero de la Guardia por los putiferios- contratase alguno ocasionalmente para que accediera a fotografiarse en actitudes sumisas frente a alguien disfrazado con hábito y capirote del Klan. La foto era remitida a la capital del “imperio invisible” con la consiguiente petición de fondos, porque aquí el Klan estaba arraigando y era necesario un esfuerzo económico. Mil dólares, una fortuna en la deprimida España de los sesenta, fue lo que el Klan envió a España durante unos meses. Todo fue bien hasta que, aprovechando el verano, el “Gran Dragón” del Klan acertó a pasar por Baleares y manifestó su intención de pasar revista a sus huestes españolas. Así se descrubrió el tinglado y así terminó el primer intento de instaurar el Klan en España que dejó en el “viejo sur” de los EEUU un permanente sabor amargo sobre lo arriesgado de intentar poner pie en nuestro país. Desde entonces, he visto de todo.
En general, los estafadores en la ultra se dividen en dos variedades taxonómicas: aquellos que asumen que son, efectivamente, estafadores y estafan a conciencia a quien tienen cerca, habitualmente a camaradas, y aquellos otros que, alucinados ellos, proponen negocios imposibles que, a la postre, terminan entrando en la definición jurídica de estafa. Quizás estos últimos sean los más peligrosos. Luego estaría una tercera variedad que podríamos llamar “los espabilados” que intentan hacer de su fe política una fuente de ingresos.
Los “espabilados” han existido siempre. En todos los hogares de la OJE y del Frente de Juventudes, en todos los distritos del Movimiento y de la Guardia de Franco, siempre, inevitablemente, existía una historia negra que ocasionalmente se repetía: algún administrador, antes o después, se había fugado con la caja. En los hogares de la OJE, había sabido de administradores que desaparecieron con 14.000 pesetas bajo el brazo y alguno, abochornado, incluso se alistó en la legión. Más que estafas estaríamos delante de lo que piadosamente podríamos calificar como “raterías” de baja cota.
El problema vino en la transción cuando se unió al descontrol y al desmadre propio de la época, la experiencia que algunos desaprensivos habían adquirido durante los duros años del franquismo. En los centros de la Guardia de Franco, existió toda una escuela de recursos a emplear para “ir al despiste”, evitar problemas judiciales, aprovechar vacíos legales y realizar marrullerías económicamente lucrativas. Hubo un tiempo durante la transición que era realmente peligroso embarcarse en algún negocio con alguien que hubiera pasado por la Guardia de Franco.
Un caso merece ser contado por lo que tiene de colorista. Un camarada travó amistad con un veterano de la Guardia de Franco y con el nieto de un conocido pintor uruguayo (Torres García), los tres miembros de un mismo grupo budista tibetano. El de la Guardia les planteó el negocio de su vida: comercializar “cemento flotante”, algo como mínimo tan raro como unas bragas con tirantes. Habitualmente, el cemento es algo que arrojado en una piscina cae a plomo, pero el “flotante” como su nombre indica debería de cimbrarse junto a la espuma de las olas. Faltaba dinero para comercializar el “cemento flotante” y nuestro camarada –un veterano del FNJ y del Frente de la Juventud- se ofreció para pedir un crédito avalado por sus padres. Antes, eso sí, los tres consultaron al Gran Lama de su secta que venía precedido de fama de clarividente, el cual dijo aquello que ya desde Delfos se sabía que había que decir cuando no se veía nada: “La empresa tendrá éxito si se trabaja con la cabeza”. Los vi cuando estaban dando los primeros pasos y me estremecí ante la intenciçon del uruguayo, a la sazón director comercial de la firma, de aplicar técnicas del budismo tibetano a las ventas del “cemento flotante”. Esté fulano, además, era también vidente y tiraba las caracolas brasileñas. Se empeñó una y mil veces en leerme el futuro, algo en lo que nunca he creído. En un momento dado me tiró las caracolas y, como era previsible, no acertó ni una. A la vista de que un tipo que intenta ir de vidente y te lo cuenta todo al revés no deja de crear una situación incómoda y violenta, le propuse que nos fuéramos a tomar unas cervezas en los tugurios del puerto. Lo inexplicable era que, al cabo de un rato, en estado de total embriaguez, sus predicciones tenían algo más de fundamento, rasgo que he visto en otros videntes, sanadores y curanderos, que ni ven, ni sanan, ni curan en situación normal, pero con cuatro copas de más, se aproximan.
La empresa, por supuesto, fue un caos, desde el primer momento. Parte del crédito se aprovechó para ir a un monasterio budista en las inmediaciones de Burdeos y la otra para gastos diversos, ninguno de los cuales eran admisibles desde la más mínima lógica empresarial. Tres meses después, se habían fundido el crédito sin vender ni un cucurucho de “cemento flotante”. A partir de ahí todo era saber quien se iba a quedar con la deuda de una empresa que carecía de libros contables y que, por lo demás, tampoco tenía nada que contabilizar salvo pérdidas. Desde entonces –y de eso hace ya 25 años- siguen de pleitos. El de la Guardia de Franco jugaba con ventaja pues no en vano de casta le viene al galgo y en las camilonas y francachelas de aquella organización del Movimiento se aprendía bien cómo funcionaba la justicia y cómo esquivar sus efectos. Y en eso siguen, de proceso en proceso.
En el patio de la cárcel Modelo conocí a un tipo sorprendente. Era esfador y si lo conocí allí era porque estaba extinguiendo alguna responsabilidad derivada del infatigable ejercicio de una profesión que tenía cierta inestabilidad laboral. Había sido simpatizante de CEDADE en su primera época y conocía a todos los nombres ilustres que habían contituido la junta originaria de la asociación. Me explicaba, sin inmutarse y polemizando con atracadores, que él era un hombre de paz y que le era imposible entrar en un banco alarmando a todo el mundo, con una pistola en la mano y un antifaz a lo Caco Bonifacio. Él se limitaba a entrar con un talón convenientemente falsificado –y lo ilustraba con el gesto de extender una inexistente hoja de papel- y cobrarlo. Gustaba presentarse como delincuente de guante blanco, respetuoso con la sensibilidad, sentimientos y emociones de todos incluso de los empleados bancarios.
Otro camarada que luego estuvo afiliado a Juntas Españolas en su primera época, practicaba a destajo el “timo del nazareno”. El nazareno era una práctica de postguerra extremadamente difícil de perseguir judicialmente. Consistía básicamente en comprar pequeñas cantidades de material comercializable (electrodomésticos, recambios y consumibles, etc) pagándolos al contado. Lo obtenido se vendía al mismo precio que se había obtenido, con lo que tenía salida inmediata. Esto posibilitaba el que los pedidos fueran todavía más grandes y se siguieran pagando al contado, hasta que, finalmente, se hacía un gran pedido, pero se solicitaba el pago diferido a 90 días. Luego se pagaba la primera letra y se aprovechaba para realizar un nuevo pedido también a 90 días del que, por supuesto, ya no se pagaba nada. La dificultad para perseguir este delito residía en que no era fácil demostrar la existencia de dolo. Los negocios a veces salen mal. Además, a diferencia de otros timos en donde de lo que se trata simplemente es de “pillar y huir”, en este tipo siempre quedaba un “nazareno” que daba nombre a la práctica. Su función era responder el teléfono, contener a los acreedores, tranquilizarlos, pedirles más material para poder pagar las deudas anteriores (material que, por supuesto, jamás se abonaba) y, en definitiva, aguantar el tirón. A este le correspondía “llevar la cruz”, de ahí su título de “nazareno”. El único indicio admisible por los tribunales de que se ejercía el tipo del “nazareno” eran los precios de venta del material obtenido, siempre por debajo de los precios habituales de venta al público. En la jerga del “nazareno” la antítesis del promotor del timo era la figura del “pringado” que era quien lo sufría. Con demasiada frecuencia la ultraderecha aportó un fuerte contingente de “pringados”. Era habitual, por ejemplo, que una empresa de electrodomésticos propiedad de un camarada quebrase después de haber sido víctima de un “nazareno” realizado por algún camarada y que el producto del timo se vendiera a bajo precio entre la militancia ultra, eso sí, de otro distrito del Movimiento o de otra centuria de la Guardia de Franco.
El estafador –y he conocido a muchos sino a muchísimos en la ultra- es una extraña mezcla de delincuente, mitómano y actor-tramoyista-coreógrafo. Para consumar su timo debe de “creer” en su papel, y frecuentemente, a uno le asalta la duda de si realmente el estafador cree en la posibilidad de coronar positivamente el negocio que te está proponiendo. Aun en la remota hipótesis de que así sea y que por una serie de felices circunstancais, el negocio propuesto por el estafador acarree algún beneficio, la cosa tampoco variará excesivamente: el desaprensivo cogera los beneficios y desaparecerá o bien presentará una cuenta de gastos que los absorban completamente.
En cuanto a la coreografía y el atrezzo siempre lo tienen en cuenta. En ocasiones un apellido ilustre abre puertas y acompañado por unos zapatos de marca, un rolex, un Armani, las abre todavía más. En otras es un uniforme militar y unos galones ful los que impresionarán al “pringado”, y en otras aun serán las grandezas pasadas, el curriculum previo que jamás se comprueba, el que predispondrá a la víctima para ser esquilmada. De toda la militancia que ha pasado por las filas ultras, sin duda el individuo que más lejos ha llegado esto de las estafas fue un antiguo militante navarro del FNJ, pasado luego al Frente de la Juventud, del que obviaré el apellido, emparentado por cierto con un conocido arquitecto de fama internacional. Algunos de sus antiguos camaradas me lo han definido como “siniestro”, pero tampoco hay que exagerar, era simplemente un estafador que no quería serlo, pero cuya incapacidad para los negocios y falta de realismo, le obligaba por pura supervivencia a comportarse como un estafador y a ser percibido como tal por todos los que en algún momento de su vida tuvieron tratos con él. Viene a cuento porque le atribuía máxima importancia a la “imagen”. En su casa, su mujer e hijos podían pasar hambre, pero eso sí, era rigurosamente necesario que un vehículo de marca le esperara en la calle y que una sirvienta sudamericana recibiera a las visitas. Un común amigo, director de una sucursal bancaria en Elche, se le ocurrió pedir informes comerciales a la vista de que había solicitado un crédito a través de otra persona interpuesta. El informe fue demoledor: nunca en su vida había visto tal cantidad de sentencias condenatorias en decenas de juicios civiles celebrados en los primeros cinco años del milenio. Solamente los resúmenes de las sentencias ya suponían un bloque importante de folios y no digamos las cuantías de los impagos, las reclamaciones de cantidad, los créditos incumplidos, las hipotecas ejecutadas y los juicios pendientes. Literalmente, al que pillaba por medio, lo esquilmaba. Era una de esas personas que, probablemente, de haber sido capaz de centrarse en una actividad empresarial o de aceptar ser incluido en un equipo de ventas, hubiera llegado lejos. Pero él, siguiendo la tradición familiar, quería ser “empresario” y “emprendedor”. La tradición familiar era de impagos y quiebras, así que, de alguna manera ya estaba genéticamente condicionado para seguir esa vía.
Se metiera donde se metiera era el “capitán fracaso”, pasó de una humilde y modesta tienda de venta de camisetas en su Pamplona natal, a una empresa de informática, con idéntico final, deudas, destrozos, pelotas bancarias que estallaban en las manos de cualquiera, socios peleados y citaciones judiciales. Luego salió a flote gracias a una empresa de seguridad que pudo hacerse con la contrata de Leizarán y al acabar entre bombazo y bombazo, la indemnización recibida –que le hubiera permitido vivir cómodamente y de rentas en los siguientes treinta años- se embarcó en los más abrakadabrantes asuntos hasta que finalmente ocho años después ya no quedaba nada salvo el recuerdo: de comprar empresas quebradas de seguridad, a descubrir en los toros y en las reses bravas el negocio de su vida, a pasar por vacas y corderos como resaca, a montar fiestas, luego un pub inglés, más tarde, uno y dos cybers, luego otro, más en otro emplazamiento, luego una empresa de reformas, más tarde huir de Madrid a la vista de que las deudas ya habían sido excesivas y perseguido por varios juzgados e incluso por los mismos funcionarios afectados por pagos de anticipos para reformar pisos jamás reformados, camaradas que le habían entregado más de un centenar de ordenadores –impagados todos, por supuesto- para los cybers, recalar en Torrevieja, iniciar el ciclo de nuevo y en un plazo record verse sitiado, procesado por los impagos más inverosímiles, ladrillos, alquiler de maquinaria, vehículos de alquiler denunciados como robados, chalets pagados y no acabados, trifulcas con ex socios, procesos por contratar masivamente a inmigrantes ilegales, inmigrantes ilegales de todas las nacionalidades buscándolo por las calles, callejas y callejones de Torrevieja y aledaños y, finalmente, y finalmente, devenido “agente FIFA” trayendo jugadores mediocres de Iberoamérica, abandonados en España a su suerte… una historia absolutamente desmadrada, despiporrante y enloquecida e impune que dura ya la friolera de 30 años y que durará mientras el colesterol le aguante. Ejemplo extremo, pero ejemplo al fin y al cabo.
Llegaban marinos a puerto y algunos eran negros, de ahí que el fundador del Klan español –del que se decía, por cierto, que era de los que pasaban el gorrito cuartelero de la Guardia por los putiferios- contratase alguno ocasionalmente para que accediera a fotografiarse en actitudes sumisas frente a alguien disfrazado con hábito y capirote del Klan. La foto era remitida a la capital del “imperio invisible” con la consiguiente petición de fondos, porque aquí el Klan estaba arraigando y era necesario un esfuerzo económico. Mil dólares, una fortuna en la deprimida España de los sesenta, fue lo que el Klan envió a España durante unos meses. Todo fue bien hasta que, aprovechando el verano, el “Gran Dragón” del Klan acertó a pasar por Baleares y manifestó su intención de pasar revista a sus huestes españolas. Así se descrubrió el tinglado y así terminó el primer intento de instaurar el Klan en España que dejó en el “viejo sur” de los EEUU un permanente sabor amargo sobre lo arriesgado de intentar poner pie en nuestro país. Desde entonces, he visto de todo.
En general, los estafadores en la ultra se dividen en dos variedades taxonómicas: aquellos que asumen que son, efectivamente, estafadores y estafan a conciencia a quien tienen cerca, habitualmente a camaradas, y aquellos otros que, alucinados ellos, proponen negocios imposibles que, a la postre, terminan entrando en la definición jurídica de estafa. Quizás estos últimos sean los más peligrosos. Luego estaría una tercera variedad que podríamos llamar “los espabilados” que intentan hacer de su fe política una fuente de ingresos.
Los “espabilados” han existido siempre. En todos los hogares de la OJE y del Frente de Juventudes, en todos los distritos del Movimiento y de la Guardia de Franco, siempre, inevitablemente, existía una historia negra que ocasionalmente se repetía: algún administrador, antes o después, se había fugado con la caja. En los hogares de la OJE, había sabido de administradores que desaparecieron con 14.000 pesetas bajo el brazo y alguno, abochornado, incluso se alistó en la legión. Más que estafas estaríamos delante de lo que piadosamente podríamos calificar como “raterías” de baja cota.
El problema vino en la transción cuando se unió al descontrol y al desmadre propio de la época, la experiencia que algunos desaprensivos habían adquirido durante los duros años del franquismo. En los centros de la Guardia de Franco, existió toda una escuela de recursos a emplear para “ir al despiste”, evitar problemas judiciales, aprovechar vacíos legales y realizar marrullerías económicamente lucrativas. Hubo un tiempo durante la transición que era realmente peligroso embarcarse en algún negocio con alguien que hubiera pasado por la Guardia de Franco.
Un caso merece ser contado por lo que tiene de colorista. Un camarada travó amistad con un veterano de la Guardia de Franco y con el nieto de un conocido pintor uruguayo (Torres García), los tres miembros de un mismo grupo budista tibetano. El de la Guardia les planteó el negocio de su vida: comercializar “cemento flotante”, algo como mínimo tan raro como unas bragas con tirantes. Habitualmente, el cemento es algo que arrojado en una piscina cae a plomo, pero el “flotante” como su nombre indica debería de cimbrarse junto a la espuma de las olas. Faltaba dinero para comercializar el “cemento flotante” y nuestro camarada –un veterano del FNJ y del Frente de la Juventud- se ofreció para pedir un crédito avalado por sus padres. Antes, eso sí, los tres consultaron al Gran Lama de su secta que venía precedido de fama de clarividente, el cual dijo aquello que ya desde Delfos se sabía que había que decir cuando no se veía nada: “La empresa tendrá éxito si se trabaja con la cabeza”. Los vi cuando estaban dando los primeros pasos y me estremecí ante la intenciçon del uruguayo, a la sazón director comercial de la firma, de aplicar técnicas del budismo tibetano a las ventas del “cemento flotante”. Esté fulano, además, era también vidente y tiraba las caracolas brasileñas. Se empeñó una y mil veces en leerme el futuro, algo en lo que nunca he creído. En un momento dado me tiró las caracolas y, como era previsible, no acertó ni una. A la vista de que un tipo que intenta ir de vidente y te lo cuenta todo al revés no deja de crear una situación incómoda y violenta, le propuse que nos fuéramos a tomar unas cervezas en los tugurios del puerto. Lo inexplicable era que, al cabo de un rato, en estado de total embriaguez, sus predicciones tenían algo más de fundamento, rasgo que he visto en otros videntes, sanadores y curanderos, que ni ven, ni sanan, ni curan en situación normal, pero con cuatro copas de más, se aproximan.
La empresa, por supuesto, fue un caos, desde el primer momento. Parte del crédito se aprovechó para ir a un monasterio budista en las inmediaciones de Burdeos y la otra para gastos diversos, ninguno de los cuales eran admisibles desde la más mínima lógica empresarial. Tres meses después, se habían fundido el crédito sin vender ni un cucurucho de “cemento flotante”. A partir de ahí todo era saber quien se iba a quedar con la deuda de una empresa que carecía de libros contables y que, por lo demás, tampoco tenía nada que contabilizar salvo pérdidas. Desde entonces –y de eso hace ya 25 años- siguen de pleitos. El de la Guardia de Franco jugaba con ventaja pues no en vano de casta le viene al galgo y en las camilonas y francachelas de aquella organización del Movimiento se aprendía bien cómo funcionaba la justicia y cómo esquivar sus efectos. Y en eso siguen, de proceso en proceso.
En el patio de la cárcel Modelo conocí a un tipo sorprendente. Era esfador y si lo conocí allí era porque estaba extinguiendo alguna responsabilidad derivada del infatigable ejercicio de una profesión que tenía cierta inestabilidad laboral. Había sido simpatizante de CEDADE en su primera época y conocía a todos los nombres ilustres que habían contituido la junta originaria de la asociación. Me explicaba, sin inmutarse y polemizando con atracadores, que él era un hombre de paz y que le era imposible entrar en un banco alarmando a todo el mundo, con una pistola en la mano y un antifaz a lo Caco Bonifacio. Él se limitaba a entrar con un talón convenientemente falsificado –y lo ilustraba con el gesto de extender una inexistente hoja de papel- y cobrarlo. Gustaba presentarse como delincuente de guante blanco, respetuoso con la sensibilidad, sentimientos y emociones de todos incluso de los empleados bancarios.
Otro camarada que luego estuvo afiliado a Juntas Españolas en su primera época, practicaba a destajo el “timo del nazareno”. El nazareno era una práctica de postguerra extremadamente difícil de perseguir judicialmente. Consistía básicamente en comprar pequeñas cantidades de material comercializable (electrodomésticos, recambios y consumibles, etc) pagándolos al contado. Lo obtenido se vendía al mismo precio que se había obtenido, con lo que tenía salida inmediata. Esto posibilitaba el que los pedidos fueran todavía más grandes y se siguieran pagando al contado, hasta que, finalmente, se hacía un gran pedido, pero se solicitaba el pago diferido a 90 días. Luego se pagaba la primera letra y se aprovechaba para realizar un nuevo pedido también a 90 días del que, por supuesto, ya no se pagaba nada. La dificultad para perseguir este delito residía en que no era fácil demostrar la existencia de dolo. Los negocios a veces salen mal. Además, a diferencia de otros timos en donde de lo que se trata simplemente es de “pillar y huir”, en este tipo siempre quedaba un “nazareno” que daba nombre a la práctica. Su función era responder el teléfono, contener a los acreedores, tranquilizarlos, pedirles más material para poder pagar las deudas anteriores (material que, por supuesto, jamás se abonaba) y, en definitiva, aguantar el tirón. A este le correspondía “llevar la cruz”, de ahí su título de “nazareno”. El único indicio admisible por los tribunales de que se ejercía el tipo del “nazareno” eran los precios de venta del material obtenido, siempre por debajo de los precios habituales de venta al público. En la jerga del “nazareno” la antítesis del promotor del timo era la figura del “pringado” que era quien lo sufría. Con demasiada frecuencia la ultraderecha aportó un fuerte contingente de “pringados”. Era habitual, por ejemplo, que una empresa de electrodomésticos propiedad de un camarada quebrase después de haber sido víctima de un “nazareno” realizado por algún camarada y que el producto del timo se vendiera a bajo precio entre la militancia ultra, eso sí, de otro distrito del Movimiento o de otra centuria de la Guardia de Franco.
El estafador –y he conocido a muchos sino a muchísimos en la ultra- es una extraña mezcla de delincuente, mitómano y actor-tramoyista-coreógrafo. Para consumar su timo debe de “creer” en su papel, y frecuentemente, a uno le asalta la duda de si realmente el estafador cree en la posibilidad de coronar positivamente el negocio que te está proponiendo. Aun en la remota hipótesis de que así sea y que por una serie de felices circunstancais, el negocio propuesto por el estafador acarree algún beneficio, la cosa tampoco variará excesivamente: el desaprensivo cogera los beneficios y desaparecerá o bien presentará una cuenta de gastos que los absorban completamente.
En cuanto a la coreografía y el atrezzo siempre lo tienen en cuenta. En ocasiones un apellido ilustre abre puertas y acompañado por unos zapatos de marca, un rolex, un Armani, las abre todavía más. En otras es un uniforme militar y unos galones ful los que impresionarán al “pringado”, y en otras aun serán las grandezas pasadas, el curriculum previo que jamás se comprueba, el que predispondrá a la víctima para ser esquilmada. De toda la militancia que ha pasado por las filas ultras, sin duda el individuo que más lejos ha llegado esto de las estafas fue un antiguo militante navarro del FNJ, pasado luego al Frente de la Juventud, del que obviaré el apellido, emparentado por cierto con un conocido arquitecto de fama internacional. Algunos de sus antiguos camaradas me lo han definido como “siniestro”, pero tampoco hay que exagerar, era simplemente un estafador que no quería serlo, pero cuya incapacidad para los negocios y falta de realismo, le obligaba por pura supervivencia a comportarse como un estafador y a ser percibido como tal por todos los que en algún momento de su vida tuvieron tratos con él. Viene a cuento porque le atribuía máxima importancia a la “imagen”. En su casa, su mujer e hijos podían pasar hambre, pero eso sí, era rigurosamente necesario que un vehículo de marca le esperara en la calle y que una sirvienta sudamericana recibiera a las visitas. Un común amigo, director de una sucursal bancaria en Elche, se le ocurrió pedir informes comerciales a la vista de que había solicitado un crédito a través de otra persona interpuesta. El informe fue demoledor: nunca en su vida había visto tal cantidad de sentencias condenatorias en decenas de juicios civiles celebrados en los primeros cinco años del milenio. Solamente los resúmenes de las sentencias ya suponían un bloque importante de folios y no digamos las cuantías de los impagos, las reclamaciones de cantidad, los créditos incumplidos, las hipotecas ejecutadas y los juicios pendientes. Literalmente, al que pillaba por medio, lo esquilmaba. Era una de esas personas que, probablemente, de haber sido capaz de centrarse en una actividad empresarial o de aceptar ser incluido en un equipo de ventas, hubiera llegado lejos. Pero él, siguiendo la tradición familiar, quería ser “empresario” y “emprendedor”. La tradición familiar era de impagos y quiebras, así que, de alguna manera ya estaba genéticamente condicionado para seguir esa vía.
Se metiera donde se metiera era el “capitán fracaso”, pasó de una humilde y modesta tienda de venta de camisetas en su Pamplona natal, a una empresa de informática, con idéntico final, deudas, destrozos, pelotas bancarias que estallaban en las manos de cualquiera, socios peleados y citaciones judiciales. Luego salió a flote gracias a una empresa de seguridad que pudo hacerse con la contrata de Leizarán y al acabar entre bombazo y bombazo, la indemnización recibida –que le hubiera permitido vivir cómodamente y de rentas en los siguientes treinta años- se embarcó en los más abrakadabrantes asuntos hasta que finalmente ocho años después ya no quedaba nada salvo el recuerdo: de comprar empresas quebradas de seguridad, a descubrir en los toros y en las reses bravas el negocio de su vida, a pasar por vacas y corderos como resaca, a montar fiestas, luego un pub inglés, más tarde, uno y dos cybers, luego otro, más en otro emplazamiento, luego una empresa de reformas, más tarde huir de Madrid a la vista de que las deudas ya habían sido excesivas y perseguido por varios juzgados e incluso por los mismos funcionarios afectados por pagos de anticipos para reformar pisos jamás reformados, camaradas que le habían entregado más de un centenar de ordenadores –impagados todos, por supuesto- para los cybers, recalar en Torrevieja, iniciar el ciclo de nuevo y en un plazo record verse sitiado, procesado por los impagos más inverosímiles, ladrillos, alquiler de maquinaria, vehículos de alquiler denunciados como robados, chalets pagados y no acabados, trifulcas con ex socios, procesos por contratar masivamente a inmigrantes ilegales, inmigrantes ilegales de todas las nacionalidades buscándolo por las calles, callejas y callejones de Torrevieja y aledaños y, finalmente, y finalmente, devenido “agente FIFA” trayendo jugadores mediocres de Iberoamérica, abandonados en España a su suerte… una historia absolutamente desmadrada, despiporrante y enloquecida e impune que dura ya la friolera de 30 años y que durará mientras el colesterol le aguante. Ejemplo extremo, pero ejemplo al fin y al cabo.
Sería absurdo considerar que en este terreno la ultraderecha es una excepción. En la sociedad española, actúa este tipo de gente, al margen de su opinión política. Los casos de corrupción en los grandes partidos indican que la estafa y el timo están a la orden del día y, a fin de cuentas, las decenas de estafadores que han militado en la ultra son casi inofensivos –especialmente por las cantitades que mueven- en comparación a los niveles medios de corrupción política. El rasgo diferencial es que, mientras, habitualmente, un corrupto se lucra con el dinero del Estado y, simplemente, lo malversa, en la ultraderecha los principales afectados son los propios afiliados. Es una muestra más de la contracción y de la miserabilidad a la que ha llegado este ambiente político.
La conclusión que saco es que el estafador ultra es, en general, más pobre de espíritu que el estafador medio, le falta esa voluntad de triunfar sobre los desconocidos que está presente en el delincuente que practica estas artes mangantonas. El estafador habitual tiende a lucrarse con el dinero de desconocidos o de instituciones públicas o privadas; por el contrario, el estafador ultra termina convirtiendo en campo preferencial de sus depredaciones al ambiente político que comparte con otros camaradas demostrando lo que vale para él la camaradería, el ideal y la amistad.
Yo he visto, como la estafa recorría transversalmente a la ultraderecha desde finales de los años 60, cuando se practicaban estafas propias de postguerra (robos de contadores, marrullerías, racket en puticlubs, gente que huía con la caja y poco más). Sin embargo, a medida que ha ido pasando el tiempo, especialmente a partir del 23-F de 1981, cuando empezaba a disminuir el número de militantes y simpatizantes, pero, sorprendentemente, el número de estafadores permanecía constante e incluso ocurría algo peor: algunos estafadores pasaban a ocupar puestos de mando en instancias ultras y culminaban sus gestiones con la inequívoca pestilencia a estafa.
Ya hemos aludido a lo que ocurrió con Juntas Españolas en su primera etapa y en la inexistencia de alguno de cuentas capaz de demostrar en qué se empleó el dinero (si bien el restaurante propiedad del suegro de otro personaje realizó cientos de vales falsos de comidas y comilonas en un intento de mejorar las cuentas), por no hablar de Democracia Nacional partido que ni siquiera tiene tesorero, ni por supuesto libro de caja, ni de cuentas. Pero, a estas alturas, nada puede extrañar y el gran elemento diferencial es que todos los afiliados a esta formación hayan alcanzado el dudoso títuo de “pringados”. Esto es lo inédito: de acuerdo que la mayoría de afiliados son jóvenes y les falta experiencia de la vida, de acuerdo en que, en principio, no parece razonable pensar que el “jefe político”, sea en realidad un pobre aprovechado, incapaz de estafar en el sentido jurídico de la palabra, pero sí permanentemente estafando al ideal, estafando a la esperanza y estafando a la buena voluntad y a la juventud de sus afiliados.
Cuando un ambiente político permite que estafadorcillos del tres al cuarto lleguen a escalones de mando y las propias bases admitan ser esquilmadas en sus carteras y en sus esperanzas, es que ese sector político ha llegado a su punto más bajo. Ese nivel ha sido alcanzado por la ultraderecha.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.
La conclusión que saco es que el estafador ultra es, en general, más pobre de espíritu que el estafador medio, le falta esa voluntad de triunfar sobre los desconocidos que está presente en el delincuente que practica estas artes mangantonas. El estafador habitual tiende a lucrarse con el dinero de desconocidos o de instituciones públicas o privadas; por el contrario, el estafador ultra termina convirtiendo en campo preferencial de sus depredaciones al ambiente político que comparte con otros camaradas demostrando lo que vale para él la camaradería, el ideal y la amistad.
Yo he visto, como la estafa recorría transversalmente a la ultraderecha desde finales de los años 60, cuando se practicaban estafas propias de postguerra (robos de contadores, marrullerías, racket en puticlubs, gente que huía con la caja y poco más). Sin embargo, a medida que ha ido pasando el tiempo, especialmente a partir del 23-F de 1981, cuando empezaba a disminuir el número de militantes y simpatizantes, pero, sorprendentemente, el número de estafadores permanecía constante e incluso ocurría algo peor: algunos estafadores pasaban a ocupar puestos de mando en instancias ultras y culminaban sus gestiones con la inequívoca pestilencia a estafa.
Ya hemos aludido a lo que ocurrió con Juntas Españolas en su primera etapa y en la inexistencia de alguno de cuentas capaz de demostrar en qué se empleó el dinero (si bien el restaurante propiedad del suegro de otro personaje realizó cientos de vales falsos de comidas y comilonas en un intento de mejorar las cuentas), por no hablar de Democracia Nacional partido que ni siquiera tiene tesorero, ni por supuesto libro de caja, ni de cuentas. Pero, a estas alturas, nada puede extrañar y el gran elemento diferencial es que todos los afiliados a esta formación hayan alcanzado el dudoso títuo de “pringados”. Esto es lo inédito: de acuerdo que la mayoría de afiliados son jóvenes y les falta experiencia de la vida, de acuerdo en que, en principio, no parece razonable pensar que el “jefe político”, sea en realidad un pobre aprovechado, incapaz de estafar en el sentido jurídico de la palabra, pero sí permanentemente estafando al ideal, estafando a la esperanza y estafando a la buena voluntad y a la juventud de sus afiliados.
Cuando un ambiente político permite que estafadorcillos del tres al cuarto lleguen a escalones de mando y las propias bases admitan ser esquilmadas en sus carteras y en sus esperanzas, es que ese sector político ha llegado a su punto más bajo. Ese nivel ha sido alcanzado por la ultraderecha.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.