En 1973 yo estaba en el mejor de los mundos. Tenía 21 años cumplidos y llevaba varios gozando de la vida. Para mí solamente existía la “causa” y la “causa” tenía nombres y apellidos. Si te llamaba alguno de esos apellidos, fuera para lo que fuera, todo consistía en cumplir las órdenes. No era disciplina ciega, férrea y absoluta, porque en 1973 no existía “organización”, era simplemente el “dharma” del militante que le lleva a hacerlo todo contando con nada –como había aprendido a raíz de leer los Cahiers del CDPU, una publicación francesa de la época que solía glosar el voluntarismo y la militancia-, con una entrega absoluta y una renuncia completa de uno mismo. Yo entonces pensaba eso, sin sombra de duda.