El pasado domingo falleció repentinamente la abogada María
Victoria Andreu Escartín, a la que muchos de vosotros conocíais sólo
como “Mariví”. Era suficiente, porque Mariví era una de esas
personas que uno no olvida. Verdadera fuerza de la naturaleza, me cuenta su
familia que dos paquetes y medio de tabaco al día desde muy joven es lo que ha
acabado con su vida, repentinamente.
Amiga de mi esposa, se da la circunstancia de que ambas se
conocieron en la Facultad de Derecho, tiempo antes de conocerme a mí. Cuando
hace unos días, un grupo de veteranos, entre ellos su hermano, celebrábamos la
cena de Navidad, la esperábamos pero, por motivos laborales, no pudo estar con
nosotros. Así pues, en los últimos meses solamente habíamos tenido contacto
telefónico. La última vez, la vi alegre y animada por haberse convertida en
abuela. La anterior, hablamos cuando ella se dirigía a un mitin de Ciudadanos
en plena crisis independentista, llevando varias banderas nacionales y antes de
que se produjera el “despertar patriótico” en Barcelona. Y es que Mariví
siempre fue para todos una guerrillera, allí donde estuviera. Cuando algunos de
nosotros habíamos perdido la fe en los partidos políticos, ella se reconocía en
aquellas formaciones que no tenían empacho en ondear la bandera nacional… la
que ahora figura sobre su ataúd por deseo propio y que, nosotros, sus antiguos
camaradas y amigos hemos colocado con inmenso dolor junto a las cinco rosas en
las que identificamos los ideales con los que nos comprometimos en nuestra
juventud.
Desde el momento en el que me comunicaron el fallecimiento de
Mariví, he aprovechado para revisar nuestras historias personales y las de
personas con las que compartimos camaradería y amistad y con las que ella se ha
reunido ahora. Con dos especialmente. En 1976, una chica rubia, de larga
melena, apareció en una Kawasaki 400 por Barcelona. Era
parisina, vivía justo delante del Bois de Boulogne. Militaba en el Parti des
Forces Nouvelles y vino a España a estudiar nuestro idioma. Nos acompañó
en nuestra aventura del Frente de la Juventud y finalmente regresó a París.
Allí nos volvimos a ver en varias ocasiones. Se llamaba Chantal Blanchet. Un
mal día apareció sin vida tendida sobre el suelo del edificio señorial del Bois
de Boulogne. Para Mariví y para mí fue la primera amiga y camarada de nuestra
edad que nos abandonó. Años despues, debió ser cuando regresé del exilio, hacia
1984 que unos camaradas me presentaron a Marcelo Orpianesi, miembro destacado
del Movimiento Social Italiano en Padova y con el que yo tenía muchos amigos
comunes. No recuerdo en qué circunstancias se lo presenté a Mariví. Marcelo
quedó, simplemente, fascinado. Los tres fuimos a Madrid juntos algún 20–N y a
poco estuvieron de casarse. La relación intelectual que mantuve con Marcelo fue
intensa y se prolongó durante toda la segunda mitad de los 80. Un buen día,
salió de su casa, en un barrio acomodado de Padova, fue a su trabajo como
técnico de banca y… simplemente, desapareció. Se volatilizó. Nadie ha sabido
nada de él desde entonces y en la actualidad sigue figurando en las listas de
desaparecidos. Mariví siempre tuvo presente estos dos finales trágicos de
amigos muy próximos, que nos enseñaron a ambos la finitud de la naturaleza
humana. Desde entonces han sido muchos los amigos y camaradas comunes que han
ido falleciendo a edades relativamente jóvenes: Carlitos Oriente, Juan Masana,
Pascual Tamburri, Liberato Egea, Antonio Badía...
La recuerdo cuando ella tenía 17 años, con el pelo “a lo Colón”
que lucía en la época, corriendo con otros camaradas en alguna algarada en la
Universidad Central, o participando en enfrentamientos con grupos de
izquierdas. O en el Círculo José Antonio de Barcelona. O en aquellas siniestras
oficinas del Frente de la Juventud en Vía Layetana. O en líos en la Facultad de
Derecho en la que dimos la cara por algunos irresponsables y en donde estuvimos
a punto de ser masacrados por los "demócratas". O en noches interminables
de pegadas de carteles. O en mítines en donde esperábamos oír algo que tuviera
eco en nuestros corazones… O luego, cuando todo el ambiente del que habíamos
salido y en el que creíamos se evaporó, en cenas con amigos, con antiguos
camaradas, en fiestas y aniversarios. A todos estos lugares, en todas estas
situaciones, desde que la conocí, Mariví llevó alegría a todos y eso era lo que
los que nos reunimos ayer en el Tanatorio de Les Corts quisimos compartir con
sus hermanos y sus hijos. A estos les recordamos que tuvieron una madre
excepcional y que todos hemos tenido que pasar por ese amargo trance, en algún
momento de nuestras vidas, de perder a nuestros padres. Ahora les ha tocado a
ellos y entendemos muy bien su dolor precisamente porque nosotros lo hemos
conocido también.
Pero la vida es así… y el hecho de reconocer la vida como lo que
es –un gigantesco holocausto en el que siempre estamos en tiempo de descuento–
no es suficiente para ensombrecernos y perder nuestra alegría de vivir, nuestra
capacidad de sorprendernos cada día por el llanto de un bebé o por la sonrisa
de un abuelo, por el sol levante que se alza cada mañana o por la belleza de
una flor, por la grandeza de un paisaje o por la precisión de una máquina. Todo
eso lo sintetizamos en una palabra: PATRIA, porque la Patria es
todo eso y no sólo una bandera.
La última vez que hablé con ella por teléfono, hará unas tres
semanas, la percibí igualmente ilusionada, sonriente, y alegre (acababa de ser
abuela y solamente quien lo ha sido por primera vez sabe lo que supone),
batalladora y guerrillera, como la había conocido siempre. Y esa es la imagen
que me llevo de ella, pocas horas antes de que sus camaradas de siempre estemos
junto a sus hijos y hermanos despidiéndola.
Los viejos romanos decían que un ser humano sigue viviendo
mientras el eco de su paso por la vida no se ha extinguido. Y la vida de Mariví
ha dejado huella en los que fuimos sus amigos y camaradas.
Descanse en la Tierra de los Padres, en esta Patria que tanto amó
y cuyos colores le están acompañando en estos momentos y por toda la eternidad.