Info|krisis.- Cuando en 2011, Mariano Rajoy
llegó al poder, lo hizo recibiendo la lamentable herencia del zapaterismo,
especialmente en materia económica, y en los peores momentos de la crisis de la
deuda. Desde entonces, todos los esfuerzos del gobierno se concentraron en el
terreno económico. No tanto por las medidas adoptadas por el gobierno Rajoy
como por las nuevas orientaciones de la política de la Unión Europea, el peligro de que España fuera
incapaz de cumplir sus compromisos de pago, fue conjurado: pero, salvo este
elemento, todo lo demás, en el terreno económico y en los demás terrenos, sigue
exactamente igual que en las postrimerías del zapaterismo.
Ni se ha creado empleo de
calidad, ni la capacidad adquisitiva de la sociedad española ha aumentado, ni
siquiera han disminuido –sino todo lo contrario– las bolsas de pobreza, ni se
ha creado industria, ni, por no disminuir, ha disminuido tampoco el mayor de la deuda sino que tan solo se han podido afrontar los intereses generados, ni se
ha hecho nada por responder a la pregunta clave de la economía española después
del inicio de la crisis económica de 2007–8: ¿cuál va a ser el modelo económico español?,
pregunta todavía más pertinente a la vista de que el modelo Aznar fue el que
nos llevó directamente a experimentar las consecuencia de aquella crisis de
manera mucho más intensa que cualquier otro país europeo.
Desde que en 1989 la caída del
Muro de Berlín aceleró la vía hacia la globalización, resulta evidente que este
modelo económico mundial es inviable y tiende hacia la desindustrialización de
Europa, a la transferencia de las plantas de producción hacía allí donde los
salarios son más bajos y las coberturas sociales más reducidas (o incluso
inexistentes) y a la transformación de la economía productiva en especulativa.
Sin olvidar que la globalización se inició al desaparecer las fronteras para el
tránsito de los capitales especulativos y éstos, en busca siempre de mayores
beneficios, migran constantemente de un país a otro generando burbujas e inestabilidad
permanente en unos u otros puntos del planeta, haciendo imposible –por las
interconexiones entre todas las economías mundiales– una estabilización
económica mundial: así pues, cuando la crisis se atenúa en unas zonas del
planeta, estalla en otras. Nunca,
absolutamente nunca, un mundo globalizado puede ser un mundo económicamente
estable.
Crisis económica versus
crisis social versus crisis política...
con el denominador común de la crisis cultural
Cuando irrumpió la crisis de 2008 en España –generada
por el estallido de la burbuja inmobiliaria generada a partir de los primeros
tiempos del aznarismo– saltó
por los aires el modelo económico desarrollado durante los años de presidencia
de Aznar y la primera legislatura de Zapatero. Era previsible e
inevitable ¿o acaso alguien pensaba que el precio de la vivienda se podía
revalorizar a un ritmo del 15–20% anual o que se podría construir sin
interrupción por tiempo indefinido? A partir de ese momento era preciso
trabajar en la elaboración de un nuevo modelo económico para España que no
estuviera basado solamente en la hipertrofia de la construcción y del sector
turístico. Pero no se hizo –acaso porque tal modelo no existía en la medida en
que la UE había arrojado a España a la periferia de Europa en donde el margen
de maniobra es muy reducido y la misma Europa se iba desdibujando
económicamente en una economía mundial globalizada– y, desde entonces, España sigue sin modelo económico.
La crisis económica, al
prolongarse, pasó a ser una crisis social sin precedentes que arrojó a una
cuarta parte de la población a las proximidades del umbral de la pobreza o por
debajo del mismo. Y en eso sigue la sociedad española. En una situación así,
era evidente que para atenuar,
como mínimo, tal crisis social y descender drásticamente el gasto público y las
cifras del paro, se imponía repatriar a la inmigración masiva que había llegado
en los años del crecimiento económico y que ahora estaba aquejada de un paro
crónico y viviendo a expensas del Estado. En lugar de eso, se optó por
esperar a que el tiempo les hiciera desaparecer de las listas del paro para que
reaparecieran como “nuevos españoles”, estrenando nacionalidad e igualmente
subsidiados por el Estado. Así
se ha comprado la paz social y la paz étnica durante una década, mientras creía
el riesgo yihadista.
Era evidente, por otra parte, que
si no se podían aplicar políticas monetaristas, ni, a la vista del proceso
inflacionario que supuso la implantación del euro. La única posibilidad para nuestra economía era producir
más, exportar más, consiguiendo reducir los costes de producción, lo que
en buena medida se hubiera podido hacer a base de inversiones e incentivos
fiscales: en lugar de eso, se prefirió que siguieran entrando inmigrantes para
que esa masa inerte siguiera tirando a la baja de los salarios y estos
permanecieran estables mientras se encarecía el coste de la vida (con la
consiguiente pérdida de poder adquisitivo de los grupos sociales más modestos).
Hubiera sido preciso que
nuestro gobierno se impusiera en los foros europeos y bloqueara los acuerdos
preferenciales con Turquía, Israel o los países del Magreb que compiten,
especialmente, con España, en producción agrícola.
Para todo ello, especialmente
para adoptar soluciones drásticas ante la crisis, era preciso, en definitiva,
que existiera un Gobierno con mayúsculas y digno de tal nombre, capaz de
obligar a la patronal a ir más allá de las políticas neoliberales basadas en,
obtener más beneficios reduciendo los salarios y abaratando el despido. Era preciso
que existiera una banca pública que se abriera a la pequeña y mediana empresa y
concediera créditos a intereses mínimos (algo viable cuando las tasas de
interés están próximas a cero). Nada de todo esto se hizo y, como medida básica, se tendió a
aumentar la presión fiscal sobre las clases medias en la esperanza de que
pudieran seguir pagando, por siempre jamás, los intereses generados por la
deuda.
Era preciso, en otro terreno, que
se invirtiera la curva descendente de nuestro sistema educativo y que se
reforzara la preparación cultural y científica de nuestros jóvenes, pero no por
el placer de que las universidades produjeran más y mejores técnicos y
científicos que inmediatamente acababan la carrera emprendían el camino del
exilio económico ante la posibilidad de convertirse en puestos de trabajo
inadecuados para su titulación, mal pagados y eventuales ¡sino para acometer la
necesaria renovación tecnológica que precisa el sector productivo español! Era preciso, en definitiva, que
se generara un nexo sólido, un puente amplio, entre la empresa y la
universidad, en lugar de la desconexión absoluta que existe hoy entre ambos.
Porque había un elemento que la
“banda de los cuatro” (PP+PSOE+CuU+PNV) que ha gestionado el poder entre 1977 y
2015 se ha negado siempre a reconocer: que la crisis económica se transformaría en crisis social y
que, al persistir ambas, terminaría convirtiéndose en una crisis política, pero
que toda esta sucesión de crisis perfectamente concatenadas, se producía sobre
el común denominador de una crisis
cultural iniciada durante la transición. Esta crisis se manifiesta
en el hecho de que la sociedad española cada vez más tiene una formación
cultural de perfil más bajo, aumenta el analfabetismo estructural, se ha
perdido toda capacidad crítica, incluso amplios sectores de la sociedad
desconocen ya lo que es el razonamiento lógico. No es solamente que exista más
dos millones de jóvenes que ni trabajan, ni estudian, es que buena parte de los
que trabajan salen de los centros de estudio sin preparación suficiente y buena
parte de los que hoy estudian no acabaran los ciclos de formación que están
cursando. España es hoy el
país de Europa con mayor porcentaje de fracaso escolar y con mayor índice de
universitarios que no terminan sus estudios y se atascan en el primer año de
carrera.
Paralelamente a esto la sociedad
española consume más drogas de todo tipo que cualquier otra sociedad europea, el
consumo de drogas se ha banalizado y se tiende cada vez más a aceptarlo
socialmente. El porro está sino legalizado, si, en cualquier caso, permitido en
la práctica. Mientras, la capacidad de comprensión de la sociedad y de
respuesta ante los problemas del siglo XXI, incluso ante los más elementales,
es mínima.
En tales circunstancias no resulta aventurado decir que
“consultar” al pueblo español en la urnas supone tener la seguridad de que la
mayoría de votantes, no solamente ignora las repercusiones de su voto, sino que
es incapaz de elegir con un mínimo conocimiento de causa. Y en estas
circunstancias, la democracia es pura ficción...
Cuando una sociedad consume más y
más telebasura, sin inmutarse; cuando los productos culturales más difundidos
son siempre los de niveles más zafios; cuando se produce una cinematografía
próxima a la indigencia a pesar de las subvenciones; cuando las nuevas
generaciones no son capaces de leer un libro, ni resisten un artículo digital
de más de 400 palabras, cuando expresan ideas con apenas 140 caracteres y aun
les sobran; cuando lo ignoran todo sobre su pasado, sobre su historia, sobre su
identidad, sobre sus orígenes, cuando su vocabulario no excede más allá de las
2.000 palabras; cuando los valores individualistas se han convertido en los
únicos comprensibles y asumibles por la sociedad… en esos momentos es cuando ni la economía, ni la política,
ni la sociedad, pueden funcionar bien por “democrática” que sea la sociedad ¡por
que la población carece de bases culturales y del fundamento suficiente como
para poder ENTENDER primero, REACCINAR después y SUPERAR a las crisis! ¡Ni siquiera
existen en este momento élites política capaces de dar diagnósticos y mucho
menos de establecer recetas para superar las crisis! La frivolidad de
los argumentos y planteamientos de Ciudadanos
o los estereotipos progresistas inamovibles con los que se mueve Podemos, las simplificaciones
nacionalistas de un Bildu o de una ERC, nos indican a las claras que las
“nuevas opciones” siguen la senda de las “viejas”.
¿Votar el 20–D? ¿Votar
para qué?
Me niego a participar en la ceremonia mágico–religiosa de votar
Si alguna candidatura se
atreviera a dar respuestas a los problemas reales de la sociedad española y lo
hicieran con realismo y franqueza, no nos cabe la menor duda de que, o bien no serían entendida
por una amplia mayoría de la población o bien, simplemente, sería considerada
como algo ajeno y exterior al sistema, como el “enemigo”. El más odiado por el
ignorante es aquel que le recuerda su condición.
Por eso estas elecciones no
aportarán nada nuevo: faltan
alternativas y faltan ideas claras. Las “nuevas” siglas aparecidas en la
izquierda y en la derecha o en el soberanismo, no son más que la reedición del
izquierdismo y del centrismo o del soberanismo de toda la vida por los que
nuestro país ya pasó en los años 77–83. Por eso no resolverán ningún problema, como
no lo han resuelto hasta ahora, sino que generarán una situación todavía más
endiablada: coaliciones inestables, formadas por líderes superficiales deseosos
de saciar su ego, o bien llenarse los bolsillos (o ambas cosas a la vista de
que egolatría y sinvergonzonería se dan, a menudo, la mano), pero incapaces de
establecer fórmulas para superar la crisis cultural, social, política y
económica del país.
Justo ahora, cuando más necesarios son gobiernos fuertes
y decididos, gobiernos con claridad en los proyectos y voluntad implacable en
su aplicación, justo ahora, las simetrías políticas que nacerán el próximo 20–D
darán como resultado gobiernos débiles que oscilarán como cañas al viento ante
los soplos de la globalización, incapaces de resistir la intensidad de los
fenómenos que tienen que combatir (Tsipras es un buen ejemplo).
En cuatro años, sino menos, en las
siguientes elecciones, una sociedad todavía más sumida en la crisis, volverá a
votar a unos candidatos igualmente ignorantes de su identidad, de su historia y
de su futuro, huérfanos de proyectos y con sobredosis de look, las encuestas de popularidad, los sondeos de opinión y el postureo más irresponsable.
¿Votar en estas circunstancias?
¿Votar para qué? Louis Ferdinand Céline decía que él nunca iba a votar: “La mayoría está compuesta por idiotas, así
que ya sé quién ganará”. Estas elecciones, en efecto, están terminando
siendo una reedición de la “cena de los idiotas”, en donde la superficialidad
de los candidatos tiene sólo parangón con la vacuidad de sus propuestas. La abstención, el voto nulo o el voto en blanco, parecen las opciones
más razonables (a menos que uno tenga preferencias por algún
candidato o por alguna pequeña opción sin esperanzas en obtener escaño y que quiera
rendir un homenaje a los que muestran más moral que el Alcoyano).
La proximidad de las fechas navideñas hace todavía más
desaconsejable el voto, incluso el prestar atención a los candidatos y a sus
promesas cínicas: mejor dedicar los 30 minutos que uno tarda en votar,
en comprar regalos para la familia, pasarlo con los hijos explicándoles el
sentido de la Navidad y del Solsticio de Invierno, aumentar los conocimientos
leyendo un libro o viendo esa película que hace tiempo teníamos ganas de ver,
mejor hacer el amor como leones, tomar unas cañas con los amigos y cultivar
habilidades sociales, que participar en esa ceremonia del voto de la que
sabemos que no saldrá nada nuevo, ni nada bueno.
Para tener las ideas claras antes del 20–D
Así pues, vale la pena resumir:
- Estas elecciones no resolverán nada esencial porque ni siquiera los candidatos son capaces de aislar los problemas reales y definirse sobre ellos.
- Ninguna candidatura propone un nuevo modelo económico concreto con el que sustituir al ya fracasado.
- Los sondeos electorales prevén que de un parlamento con PP, PSOE, CiU y PNV se pasará a otro en el que estas fuerzas compartirán bancadas con Cs, Podemos, ERC, Bildu–Sortu: un sistema constitucional de bipartidismo imperfecto, difícilmente sobrevivirá a una situación de atomización política creciente.
- Se han acabado las épocas de las mayorías absolutas o de los gobiernos en minoría apoyados por nacionalistas: a partir de ahora se abre el turno a los gobiernos de coalición, inestables por definición, o de los gobiernos en minoría más inestables aún. El caos catalán va a hacer que todas las fuerzas políticas (salvo quizás Podemos) creen cinturones de protección ante los nacionalismos, definitivamente apeados de la historia por mucho que aun no lo hayan advertido.
- Desde el punto de vista de la vertebración del Estado, lo grave no es el “desafío catalán” –ya superado y al que sólo le queda remitir–, ni mucho menos el “desafío vasco” –redimensionado a lo irrelevante sin la existencia de una vanguardia terrorista–, sino el hecho de que “España” es una nación sin rumbo, que va a la deriva sin que nadie sea capaz de asignarle una “misión nacional” y un “destino histórico” que suponga un verdadero “proyecto nacional” de futuro.
- El primer problema nacional es el que afecta a la identidad española, a su definición, a su futuro y a su defensa. Y este problema está íntimamente ligado –igual que el problema social– a la presencia de inmigración masiva. Quien no proponga de manera clara detener los flujos migratorios de los que España está saturada y poner coto a la expansión del Islam, no merece ni un minuto de atención.
- El que no exista ninguna posibilidad de alcanzar nuevos consensos y, por tanto, sea imposible modificar la constitución, no quiere decir ni que ésta goce de buena salud, ni que debamos plegarlos a lo evidente: que la constitución de 1978 está agotada (fracaso en la vertebración del Estado, fracaso en la división de poderes, hipertrofia del fenómeno de la corrupción, sistema electoral injusto y discriminatorio, texto constitucional reducido a mera declaración de principios que son negados por el día a día, etc, etc) y es preciso otro modelo de organización del Estado.
- Significativamente, ninguna fuerza política alerta sobre el riesgo de que, antes que crisis económica, antes que crisis social o nacional, arrastramos una crisis cultural que pesa como una losa sobre cualquier intento de regeneración nacional. Este proceso tiene influencia directa sobre el proceso de desintegración que afecta a la sociedad española y al hundimiento de nuestro sistema educativo.
- Finalmente, no existen ni una
sola fuerza política con entidad suficiente, para poder enderezar la situación
política, social, económica o cultural en España, con densidad de cuadros
suficientes como para proveer de sangre nueva a los organismos del Estado, lo
que hace que el acto de acudir a votar sea meramente testimonial.
Y es por todo ello, por lo que el próximo día 20–D ni me he tomado la molestia de votar por correo, ni creo que valga la pena que nadie se lo tome muy a pecho. La partida no la juegan los electores, estos lo único que pueden hacer es restar legitimidad al sistema, absteniéndose, votando en blanco, votando nulo. De las urnas solamente saldrá
A. Una victoria del PP (la ley d’Hont premia al partido mayoritario y a partir de 130 diputados, así que no hay que descartar que una victoria del PP le haga rozar la mayoría absoluta y le permita gobernar en minoría),
B. Un gobierno de coalición PP-Ciudadanos que aunaría a las políticas ya conocidas del PP con las prácticas centristas más oportunistas.
C. Un gobierno de coalición PP-PSOE, es decir la política neoliberal de derechas junto a un PSOE extremadamente fracturado y sin liderazgo que afrontaría una lucha interna entre Sánchez y Susana Díaz por el poder.
No hay otra fórmula: o gobierna un PP debilitado y en solitario, o gobiernan dos posibles coaliciones inestables.
Sabemos, pues, lo que saldrá de las urnas y que las urnas
no solucionarán nada: más vale emplear el tiempo forjando instrumentos de
trabajo que eviten que dentro de cuatro años siga existiendo un vacío de
alternativas.
Hacemos votos para que esta sea
la última elección en la que tenemos que recomendar abstención, voto nulo o
voto en blanco y esperamos que en las próximas competiciones electorales ya
estén presentes fuerzas políticas de carácter alternativo con mayor nivel de
definición y mayor radicalidad en los objetivos (radical = el que va a la raíz,
en este caso la “radicalidad” implicaría atacar a los problemas en sus raíces,
no en sus causas últimas), a la que se le pueda votar sin la sensación de
entregar el voto por compasión a una opción minoritaria y sin posibilidades, o
simplemente de ir a votar con la nariz tapada o de abstenerse simplemente
porque se tiene –como ahora- la sensación indeleble de que nada mejorará.
© Ernesto Milà – info–krisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com
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