La muerte de Santiago Carrillo ha
servido para que se recordaran las excelencias de la “transición española”
(1976-1983). ¿Cómo puede ser considerada como algo digno de elogio un período
en el que fueron asesinadas más de 200 personas víctimas del terrorismo
político? ¿cómo puede ser recordado con nostalgia un período en el que se
inició la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, cuando la inflación
llegó hasta el 30% y empezaron a perderse derechos sociales en una carrera
hacia atrás que todavía dura hoy? Una mentira mil veces repetida, no por ello
pasa a ser una verdad. Y la transición fue uno de los períodos más sombríos de
la historia de España en el que cada día los españoles nos levantábamos sin
saber lo que iba a ocurrir a lo largo del día, pero convencidos de que, casi
necesariamente, ocurriría alguna convulsión. Pero los desastres de la
transición no se cerraron cuando los socialistas llegaron al poder con hambre
atrasada, sino que sus consecuencias duran todavía hoy a causa de que la constitución
aprobada en 1978 albergaba en su interior los gérmenes de futuras discordias.
En 1976 era evidente que había
que imprimir un “nuevo curso” al franquismo y que una vez desaparecido su
fundador, era imposible que las cosas siguieran como antes. En todo régimen
personalista el poder el poder está íntimamente ligado a la personalidad de su
fundador; desaparecido este se hace siempre muy difícil mantener la integridad
del régimen que creó. Por otra parte, el franquismo creó a partir de 1959 una
estructura económica típicamente capitalista que a lo largo de la “década
gloriosa” (los años 60) de intenso desarrollo económico que generó un
incipiente capitalismo español. Hacia principios de los años 60 se hizo
evidente que ese capitalismo precisaba ingresar en el Mercado Común Europeo
para ampliar sus mercados y, crecer. Pero eso solamente era posible si España
adoptaba una forma política democrático-liberal y se adhería a la OTAN. Pues
bien, fueron esas fuerzas las que promovieron la transición política.
El centro del debate político en
1978 fue el redactado del texto constitucional. Lejos de generarse un proceso
constituyente, fue una comisión de diputados electos en junio de 1977 la
encargada de redactar el texto que transformo a las Leyes Fundamentales del franquismo
en Constitución Española. Esta constitución definía un sistema de bipartidismo
imperfecto en el cual el sistema electoral hacía que se primase a las mayorías
absolutas de tal manera que se pudiera blindar una alternancia de la presencia
en el poder a un partido de centro-derecha y a otro de centro-izquierda. Cuando
no existía esa mayoría absoluta (o cuando el sistema de votaciones
parlamentario requería una mayoría de dos tercios) se preveía que dos partidos
nacionalistas catalán y vasco (CiU y el PNV) entraran en juego… con lo que
quedaba garantizado, no solamente el predominio permanente de la “banda de los
cuatro” (PP+PSOE+CiU+PNV) sino también se daba pie a la implantación de las
llamadas “autonomías históricas” en Cataluña, País Vasco y Galicia. Pero la
definición de “España” entendida como “nación compuesta por nacionalidades”
tenía como punto débil el que nadie definió lo que era una “nacionalidad” y así
cada cual la entendía como quería entenderla: para los nacionalistas la
“nación” era lo mismo que la “nacionalidad”, mientras que para los no
nacionalistas “nacionalidad” y “nación” eran conceptos diferentes pero que
nadie estaba en condiciones de definir con precisión.
Cuando el PNV gobernó en Euzkadi,
CiU en Cataluña, al partido que entonces representaba al centro-derecha (la
UCD) extendió el sistema autonómico a toda España en la esperanza de poder
crear nuevos centros de influencia regional para sus dirigentes, tal como
habían hecho los nacionalistas. Ese fue el llamado “café para todos”, sin duda,
el mayor error histórico cometido por Adolfo Suárez.
Aquellas aguas trajeron estos
lodos:
1) La
aparición de un descomunal “Estado de las Autonomías” compuesto por 17 pequeñas
taifas autonómicas, con 17 pequeños gobiernos regionales, 17 pequeños parlamentos,
17 pequeños consejos de ministros y 17 sistemas autonómicos que tendían a
reproducir el aparato del Estado a modo de fotocopia reducida, en cada
autonomía. Un sistema económicamente inviable, burocratizado y paquidérmico.
2) La
aparición de nuevos centros de poder que desdibujaban las responsabilidades en
los errores y tendían a atribuirse los éxitos. A partir del “Estado de las
Autonomías” se echó en falta la existencia de un “centro de imputación” claro
al que atribuir los éxitos y los fracasos, unido a otras instituciones
intermedias (las diputaciones provinciales) que complicaron extraordinariamente
la administración.
3) La
centrifugación creciente del país al exigir cada autonomía mayores niveles de
autogobierno por el simple placer de controlar más masa presupuestaria y así
facilitar el clientelismo y las corruptelas. Este proceso llegó a su cúspide
durante el período 2004-2008 dada la incapacidad política de Rodríguez
Zapatero, su falta de concepción del Estado y su desconocimiento completo de la
diferencia entre “nación” y “nacionalidad”.
El enloquecido debate que tuvo
lugar en Cataluña durante los años 2004-2008 en torno al “Nou Estatut”
terminaron por envenenar el problema: Zapatero afirmó, a despecho de la
legalidad constitucional, que aceptaría cualquier estatuto que saliera del
parlamento catalán y cuando llegó al parlamento un texto que prácticamente
convertía a Cataluña en nación-estado independiente salvo en lo relativo a
defensa, la sentencia del Tribunal Constitucional constituyó una decepción para
el nacionalismo catalán que se había hecho la ilusión de ser un Estado con
todas las ventajas de la independencia y, al mismo tiempo, de ser región de un
Estado Europeo.
A partir de ahí, especialmente
tras la sustitución de Montilla por Artur Mas, CiU, a la vista de que
legalmente no podía llegar al techo autonómico establecido en el Estatut,
insistió en lo único que realmente le interesaba: el control sobre las llaves
de la caja, esto es el alcanzar un “concierto económico” similar al vasco de
tal manera que el 100% de los ingresos del Estado en Cataluña fueran recaudados
por la Generalitat y ésta pagase solamente una cantidad pactada al Estado.
Pero cuando esto ocurría, la
situación global del país había cambiado: en 2007 estalló la crisis económica
más grande de la historia de España que, a medida que fue avanzando, demostró
la falta de recursos del Estado: faltaba el dinero, por tanto, no había nada
que repartir y menso que pactar. El problema se complicó porque entre 1992 y
2008, la Generalitat de Catalunya había entrado en una dinámica de despilfarro
económico que solamente podía mantenerse en una situación de absoluta bonanza,
pero que era insoportable en cuanto mermaran los ingresos.
El faraonismo de la Generalitat,
su pesada burocracia y sus altos niveles de corrupción (no olvidemos el 3% de
comisión cobrado por los partidos del poder por concesión de obra pública…)
generaron una situación financiera insoportable en la que el gobierno
autonómico catalán se situó (está hoy) al borde de la bancarrota.
Para Artur Mas de lo que se
trataba era de mantener la estrategia de presión sobre el gobierno central que
se mantenía desde hacía tres décadas: presionar políticamente para obtener
ventajas económicas… pero faltaba el dinero y el gobierno del Estado ni estaba
dispuesto, ni podía, entregar más dinero a la Generalitat. De ahí que, a partir
de 2010, una vez llegado al poder, Artur Mas, adoptara una nueva estrategia:
financiar a los escuálidos movimientos independentistas que hasta ese momento
eran minúsculos. Y lo hizo inyectándoles 200 millones de euros en pocos meses.
La idea de Mas no era nueva, la
había ejercitado Pujol mientras duró el fenómeno de Terra Lliure y el PNV con
ETA: consistía simplemente en decir “si no accedéis a mis peticiones, crecerá
el independentismo radical y tendréis un problema mayor”… Pero, a partir de la
manifestación del 11-S de 2012 (en la que las cifras oficiales registraban la
presencia increíble de… 1.500.000 personal (en realidad no pasaron de 300.000) Artur Mas corre el riesgo de perder el control del independentismo catalán y se
enfrenta a la posibilidad de que desborde a la propia CiU, incluyendo el
independentismo en su programa… algo a lo que la patronal catalana le tiene,
simplemente, horror.
En realidad, CiU no es
actualmente la expresión política de la burguesía industrial catalana como fue
el catalanismo histórico desde finales del siglo XIX, sino una estructura
parasitaria y funcionarial que vive del presupuesto de la Generalitat. Esto
explica el porqué los intereses de la patronal y los de CiU difieren por
primera vez en la historia de Cataluña.
Es evidente que estamos ante un
momento decisivo, no porque la unidad del Estado corra peligro (el dispositivo
constitucional, la legislación europea, incluso la correlación de fuerzas en
Cataluña, son ampliamente desfavorables para el independentismo y hacen
prácticamente imposible la secesión catalana) sino porque se producirán
momentos de crisis, tensiones y desgarrones generados por todos los problemas
acumulados hasta aquí en los últimos 30 años.
(c) Ernesto Mipà - infokrisis - ernesto.mila.rodri@gmail.com