domingo, 25 de julio de 2021

MEMORIA HISTÓRICA: ZEEV STERNHELL, LA "DERECHA REVOLUCIONARIA" O LOS ORÍGENES FRANCESES DEL FASCISMO

 

Zeev Sternhell era judío, vivió y murió en el Estado de Israel. Quizás, de entre todos los hijos de Israel, Sternhell haya sido el único preocupado verdaderamente por viajar a los orígenes del fascismo. A diferencia de Anna Harendth que partió de un presupuesto erróneo (“el fascismo fue una banalización del mal y, por tanto, fue seguido por individuos banales, habituados a recibir y cumplir órdenes sin preocuparse de sus consecuencias morales”), Sternhell, en tanto que historiador, se limitó a aplicar el método histórico para viajar a los orígenes del fascismo. Sus conclusiones han sido cuestionadas -entre otros por Benoist-, pero yo las comparto -a condición de no hacerlas excluyentes pues, no en vano, el fascismo genérico y los fascismos nacionales fueron “poliédricos”-: afirma que todos los elementos que aparecieron en el fascismo italiano y en el alemán, habían aparecido previamente en la frontera entre el siglo XIX y el XX, entre 1885 y 1914, en Francia, incluido el antisemitismo. Expone su tesis en uno de sus libros que más aprecio: “La droite révolutionnaire – Les origines françaises du fascisme”. Ninguno de los libros de Sternhell ha sido traducido al castellano. Me tomé el cuidado de traducir algunos capítulos de esta obra que coloco ahora en Info-Krisis. Espero que os interese.


LA DERECHA REVOLUCIONARIA

LOS ORÍGENES FRANCESES DEL FASCISMO


Introducción

El nacimiento de nuevos dioses siempre ha marcado la aurora de una civilización nueva, y su desaparición ha estado siempre en el origen de su declive. Hoy, nos encontramos en uno de estos períodos de la historia en los que, por un instante, los cielos se quedan vacíos. Por este único hecho, el mundo debe cambiar.

Gustave Le Bon (1)

En los primeros años del siglo XX, la mayor parte de los sistemas de pensamiento así como la mayor parte de las fuerzas políticas y sociales con las que se construirá el mundo contemporáneo están ya en movimiento. Las ideologías que, un cuarto de siglo más tarde, contribuirán tan poderosamente a modificar el aspecto del mundo contemporáneo están ya en formación. Las ideologías que, un cuarto de siglo más tarde, contribuirán tan poderosamente a modificar la faz del mundo tienden entonces hacia su madurez. Porque es un período de incubación y porque, en el dominio de la evolución intelectual, presenta todas las características de una época revolucionaria, el último cuarto del siglo XIX es de una riqueza y de una densidad excepcionales. Los años que separan la muerte de Darwin y de Marx de la Gran Guerra se cuentan entre los más fecundos en la historia intelectual de Europa. Esta rara floración es debida no sólo a la calidad de la producción científica, literaria o artística, sino también a su variedad, a sus contrastes y a sus contradicciones. Durante estos años, en efecto, no se ha asistido solamente al nacimiento de un solo sistema que no haya engendrado automáticamente, y con mayor menor rapidez, su antítesis: es así como la supremacía de la ciencia está en el origen de una violenta reacción que se expresa en el culto del inconsciente y en la importancia concedida al elemento irracional en la naturaleza humana:

La razón es algo demasiado nuevo en la humanidad y demasiado imperfecto aún para poder revelarnos las leyes del inconsciente y sobre todo reemplazarlo. En todos nuestros actos la parte del inconsciente es inmensa y la de la razón muy pequeña (2).

Igualmente, la fe en el progreso viene acompañada por el desarrollo de una muy importante corriente decadentista. En Francia, especialmente, esta corriente arrastra a algunos de los mayores espíritus de la época.

Hasta los primeros años setenta, el siglo XIX había sido, ante todo, el siglo de la ciencia y del progreso tecnológico que, en algunos decenios había logrado transformar las costumbres y cambiado radicalmente el ritmo de la vida. El crecimiento industrial, al mismo tiempo que transformaba el rostro del continente, había modificado profundamente las formas de existencia. Así mismo, en el momento en que produce corrientes como el positivismo –que, por otra parte, es más un estado de espíritu que una filosofía–, el utilitarismo, el materialismo y el marxismo, engendra la idea de la evolución, un dogma que se introduce muy pronto en la cultura general. Pero la revolución tecnológica crea también una realidad social nueva: asegurando el triunfo de la burguesía, segrega el ascenso del proletariado, produce la gran ciudad y altera profundamente los campos.

Los sistemas de pensamiento, los géneros literarios y artísticos nuevos, constituyen otros tantos sobresaltos con el cientifismo triunfante; trabajan franqueando los instintos y afirmando la primacía de las fuerza de la vida y de la afectividad: “La inteligencia, aquella pequeña cosa situado en la superficie de nosotros mismos...” (3), dirá Barrès. Marcada por el resurgimiento de los valores irracionales, por el culto al sentimiento y al instinto, este período ve la sustitución de la explicación “orgánica” por la explicación “mecánica” del mundo. Una importancia nueva se concede a los valores históricos, mientras que en filosofía se asiste a un renacimiento, bajo una forma más moderna, de las tendencias idealistas e historicistas. Se trata de hecho, de un cuestionamiento del racionalismo y del individualismo, de la subordinación del individuo a la colectividad y a la historia. En efecto, para los hombres de la generación de 1890, se trate de Le Bon o de Drumont, Barrès, Sorel o Vacher de Lapouge, el individuo no tiene valor en sí mismo y la colectividad no es nunca concebida como la suma numérica de los individuos que la constituyen. Esta nueva generación de intelectuales se alza violentamente contra el individualismo racionalista de la sociedad liberal, contra la disolución de los lazos sociales en la sociedad burguesa, contra el “innoble positivismo” que prevalece (4). Es precisamente en este contexto en donde los intelectuales fascistas más clarividentes de las entreguerras ven los orígenes del fascismo: para Gentile, el fascismo se define en término de una revuelta contra el positivismo (5).

Esta revuelta, que es también una contestación al modo de vida que produce la sociedad industrial, una resistencia a la sociedad “atomizada”, entraña, en el contexto de este fin de siglo, la exaltación de lo que se concibe como una unidad de solidaridad fundamental, la nación. La exaltación de la nación, la aparición de un nacionalismo fundado sobre todo en un sistema de filtros y de defensas, destinadas a asegurar la integridad del cuerpo nacional, son los corolarios de esta nueva concepción del mundo. Se está formando un movimiento de ideas que agita el conjunto de los valores ligados por el siglo XVIII y la Revolución Francesa, que cuestiona los fundamentos sobre los cuales descansan la democracia y el liberalismo y que elabora, finalmente, una visión de las cosas completamente nueva: “La moral seleccionista sitúa el deber hacia la especie en el lugar supremo, allí donde el cristianismo sitúa los deberes hacia Dios” (6), escribe Vacher de Lapouge.

Conviene insistir aquí sobre el hecho de que no es solamente la reacción antirracionalista quien cuestiona los principios de la democracia liberal, sino que la ciencia misma emprende el ataque a estos mismos principios. Se concibe así la naturaleza en la medida de las alteraciones que se producen en el curso de este período. Cien años antes, sobre la ciencia descansaba la ideología igualitaria, era la ciencia y la razón las que se evocaban para abrir una brecha en el viejo mundo de los privilegios y para instaurar la libertad. En este principio del siglo XX, las cosas cambian profundamente: las nuevas ciencias del hombre y las nuevas ciencias sociales, la biología darwinista, la filosofía bergsoniana, la historia según Taine o según Treitschke, la psicología social según Le Bon, al igual que la escuela Italiana de sociología política, se alzan contra los postulados sobre los cuales descansan el liberalismo y la democracia. Se crea así un clima intelectual que destruye considerablemente los fundamentos primeros de la democracia y que facilitará enormemente la empresa del fascismo (7).

El punto de unión hacia el cual convergen estas corrientes y sistemas nuevos se encuentra incontestablemente en el corazón de una disciplina nueva: las ciencias sociales. Por su parte, la sociología política se encarga de recuperar las enseñanzas del darwinismo social, de la antropología y de la psicología social para proponer una nueva teoría del comportamiento político.

Según Paretto, toda sociedad se compone de una minoría de individuos particularmente dotados y de una amplia mayoría de mediocres. Se organiza pues siempre en forma de gran pirámide en la cúspide de la cual se encuentra una élite y cuya base está compuesta por la gran mayoría de la población. Por otra parte, Pareto no duda en comparar el organismo social a un organismo vivo, ni duda tampoco en establecer un paralelismo entre la selección natural y la que, según él, existe en el seno de la sociedad humana. La teoría de la sucesión y de la circulación de las élites, de su decadencia y de la lucha permanente a la que se entregan las diversas aristocracias, en la que una sucede siempre a la otra, muestra claramente los orígenes de la sociología paretiana. Por otra parte, el autor de los Systèmes socialistes se refiere explícitamente a Ammon y a Vacher de Lapouge para subrayar las características antropológicas de estas élites: es este conflicto entre una aristocracia y otra, entre una clase dominante y la que se dispone a recoger su herencia lo que, para él, hace la historia, y en absoluto, como desearía la mitología democrática, la guerra que libran las clases inferiores contra la aristocracia (8).

Para Pareto y para Mosca (9), para el sociólogo Gumplowicz, del que todas sus obras han sido traducidas al francés (10), la historia es siempre la de las élites, y el Estado no representa nada más que el ejercicio del poder por una minoría sobre una mayoría. Pero la sociología moderna hace algo más que analizar una realidad: formula de hecho una nueva norma de comportamiento político. Fundado sobre una cierta forma de determinismo que reino entonces de manera soberana en estas disciplinas pioneras como son la psicología y la antropología –a partir de las cuales se desarrollan la sociología y la ciencia política–, este análisis de las estructuras de la sociedad y del poder debía pesar no sólo sobre la formación de la ideología fascista, sino también sobre la respetabilidad, la seriedad y la confianza que adquirieron muy pronto las ideas antidemocráticas y antiliberales.

Es en este mismo orden de ideas que el autor de los Partis politiques, este clásico de la ciencia política, traduce en francés en 1914, desarrolla su célebre teoría de la “ley de hierro de la oligarquía”. Michel quiere, de hecho, demostrar que la democracia es una utopía, por no decir una cortina de humo, y que la existencia, en toda la sociedad de un grupo dominador es una necesidad científicamente establecida. En estas condiciones, ¿qué sentido puede a partir de ahora tener el régimen representativo y qué forma de legitimidad puede pretender?

El método que tiende a poner las bases de un estudio científico –es decir libre de todo juicio de valor– del comportamiento humano está seguramente en el origen del impulso que conocen entonces las nuevas ciencias sociales. Pero, en el nivel de la vida política e intelectual, este método, engendrando una cierta forma de distanciamiento y de relativismo moral, entraña consecuencias desastrosas para la democracia, el liberalismo y el socialismo: en este inicio de siglo, es cada vez más difícil saber donde están, en política, el bien y el mal. Es que, sin que este haya sido siempre el diseño de algunos de sus fundadores, como Freud o Durkheim por ejemplo, las nuevas ciencias sociales ponen armas nuevas no sólo entre las manos de los censores de las costumbres políticas en régimen parlamentario, sino también entre las de los enemigos más declarados de los principios mismos sobre los cuales descansa la democracia liberal.

No es ciertamente accidental que dado el desprecio de esta burguesía “decadente”, habiendo perdido el sentido de sus intereses, desconociendo por ceguera o hipocresía la ley de hierro de la oligarquía, que conduce a Pareto a escribir:

A menudo las clases superiores experimentan repugnancia a hacer uso de la fuerza durante su decadencia. Esto sucede habitualmente porque la mayor parte de individuos que las componen prefieren recurrir casi únicamente al ardid, y al menor número, por falta de inteligencia o por dejadez, le repugnan a actos enérgicos. Como veremos más adelante […], el uso de la fuerza es indispensable en la sociedad, y si una clase gobernante no puede recurrir a ella, es necesario, al menos en las sociedades que continúan subsistiendo y prosperando, que esta clase ceda la plaza a otra que quiere y sabe emplear la fuerza. Al igual que la sociedad romana fue salvada de la ruina por las legiones de César y por la de Octavio, podría ocurrir que nuestra sociedad fuera un día salvada de la decadencia por los que entonces sean herederos de nuestros sindicalistas y de nuestros anarquistas (11).

La cuestión no es saber si los fascistas fueron los herederos deseados o no, si respondían al ideal paretiano o no: lo que interesa, es el hecho de que Pareto les haya facilitado, aunque años antes de la marcha sobre Roma, antes de la guerra de España, de Munich o de la colaboración, la justificación de sus actos. Ya que en último análisis, no hay justificación intrínseca, moral o filosófica, al poder de una minoría dirigente; una élite que prevalezca se encuentra, en amplia medida, justificada por su mismo éxito.

Interesa señalar aquí que, en su conjunto, la sociología representa de alguna manera la respuesta de la Universidad europea al desafío lanzado por el marxismo (12). La obra de Pareto, de Durkhem, de Weber es una refutación del marxismo: aun asimilando numerosas ideas planteadas por el materialismo histórico, especialmente el concepto de una ciencia social capaz de integrar en una sola síntesis, la filosofía, la historia y la economía, los tres autores se aplican a construir un sistema que termina rechazando al de Marx. De estos esfuerzos ha surgido la sociología. Pero esta disciplina nueva no se dedica a atacar solamente al marxismo; ejerce también una violenta crítica de la sociedad liberal. Esta no puede ser concebida, a partir de ese momento, como la mejor, la única racionalmente justificable y, en consecuencia, la única legítima. Este cuestionamiento de las convicciones bien establecidas representa entonces un aspecto inseparable de todas las ramas de la actividad intelectual.

En la Francia del cambio de siglo, la sociología es identificada con el nombre de Émile Durkheim. La famosa fórmula de “sociedad o divinidad”, utilizada mientras duró el conflicto de la enseñanza, se había encontrado inmediatamente en el corazón de un gran debate político y la sociología ha aparecido, en las escuelas y las universidades, como el fundamento de la moral laica que sustituía a la moral católica. En este sentido, Durkheim pertenece al campo de los vencedores del affaire Dreyfus, y contrariamente a un Le Bon, a un Vacher de Lapouge o a un Sorel, jamás se lamentó de la República. Universalmente reconocido como uno de los padres fundadores de las ciencias sociales, como Weber y Simmel, permanece profundamente unido al régimen, combate a sus adversarios de derecha y de izquierda, el clericalismo al igual que al antipatriotismo (13). Sin embargo, hoy aún, el pensamiento de Durkheim es interpretado de muy diferentes maneras.

En efecto, este tiende a reconstituir el consenso social y a reforzar la autoridad de los imperativos y de las prohibiciones colectivas. Ciertamente, Durkheim quiere estabilizar una sociedad cuyo principio supremo sea el del respeto a la persona humana y al desarrollo de la autonomía individual, la interpretación se convierte en conservadora o racionalista y liberal (14). Son innegables también los lazos que unen, desde sus orígenes, la sociología con el conservadurismo (15). Durkheim era un liberal en virtud de una elección deliberada, pero su sociología constituye, en última instancia, un ataque masivo contra las fundaciones filosóficas del liberalismo. Era un racionalista cuya metodología era perfecta, pero cuyo pensamiento ha contribuido poderosamente, en última instancia, a la ofensiva lanzada en este principio de siglo contra el racionalismo y el positivismo.

En este contexto, los golpes asestados al intelectualismo por Bergson cobran todo su significado. Su crítica intensa de la concepción mecánica del proceso mental, su proceso del kantismo, el lugar que concede a la intuición primitiva de las cosas, a los instintos y al impulso juegan un papel enorme en la creación de un nuevo clima intelectual. Con él, la filosofía, como la historia en Taine, toma una dimensión biológica:

El animal se apoya sobre la planta, el hombre cabalga sobre la animalidad y la humanidad entera, en el espacio y en el tiempo, es un inmenso ejército que galopa al lado de cada uno de nosotros, adelante y atrás nuestro, en una carga pegadiza, capaz de derribar todas las resistencias y franquear obstáculos incluso quizás la muerte (16).

 Bergson no era quizás el mayor filósofo de esta primera mitad del siglo XX, pero era incontestablemente el más conocido, aquel cuya influencia era importante. Lo mismo ocurre con Nietzsche y todos los que siguen al filósofo alemán en su disgusto por la realidad, de la sociedad moderna y del progreso técnico, que denuncian la civilización de su tiempo, desean su ruina y anuncian el advenimiento de una nueva era, heroica y virio. El elitismo nietzscheano se encuentra con el famoso principio paretiano de “circulación de las élites” para producir finalmente una nueva explicación de las relaciones sociales y una nueva concepción del bien político, fundamentos de una moral y de un orden nuevo.

Es así que en este cambio de siglo se asiste al ascenso de un fenómeno olvidado. Por primera vez en la historia moderna, la obra de los mayores espíritus de su tiempo es utilizada para abrir una brecha en los principio sobre los cuales descansan no solamente la sociedad burguesa y la democracia liberal, sino toda una civilización fundada sobre la fe en el progreso, sobre la racionalidad del individuo y sobre el postulado según el cual el objeto final de toda organización social es el bien del individuo. Así se invierte la tendencia que predomina en la evolución del pensamiento europeo desde los orígenes del os tiempos modernos. Pues, desde hace más de cinco siglos, todo descubrimiento científico nuevo, todo sistema filosófico nuevo, todo nuevo ideal estético había aportado siempre su contribución a la superación del individuo. A finales del siglo XIX, las cosas cambian radicalmente: es precisamente este cuestionamiento de una tradición secular y que parecía estar en la naturaleza de las cosas, que provoca una crisis intelectual y moral, una verdadera crisis de civilización.

Esta revuelta que fue es una revuelta contra lo que existe: contra el conformismo, contra el confort fáctico en el cual se instala la sociedad burguesa, contra una cierta mediocridad y también contra la sequía intelectual que segrega esta forma de positivismo que prevalece en esta época. Es también una actitud de rechazo: de la praxis de la democracia parlamentaria y del liberalismo político, primeramente, de la preponderancia burguesa, a continuación. Pero, esta vez, la revuelta se dirige contra el conjunto de los valores legados por las Luces y la Revolución Francesa. Por primera vez, el orden nuevo preconizado por las revueltas de fin de siglo no se sitúa ya en una misma línea ascendente cuya dirección parecía hasta entonces fijada por las leyes mismas del progreso.

Estos años de ebullición intelectual en Europa son también las de la supremacía intelectual de Francia. París es aun el centro incontestable de la vida intelectual, la escuela donde vienen a perfeccionarse los artistas de todos los rincones de Europa, donde se hacen y se deshacen los sistemas. El francés es aún la lengua vehicular por excelencia: es hacia París, donde la irradiación intelectual de la derecha no tiene parangón, que se encuentran la Europa latina, las élites de Europa central y oriental. Tras la generación de Taine y Renan, es en torno a Drumont y de Le Bon, de Barrès y de Déroulède, de Bourgen y de Lemaitre, de Biétry, de Maurras y de Sorel que nacionalistas polacos, antisemitas rumanos o sindicalistas revolucionarios italianos vienen a buscar su inspiración.

Toda la Europa nacionalista, antimarxista y germanófoba se apasiona por los hombres que, a través del boulangismo, el Affaire y en sus compromisos contra el Bloc, mantienen en Francia un combate del cual, muy vagamente, se empieza a discernir ya las dimensiones europeas. París es entonces, sin ninguna duda posible, la capital espiritual de la derecha europea, París y no Berlín es donde se forja, por el contrario, la ortodoxia marxista, donde domina un poder socialdemócrata y hacia quien se giran los marxistas del mundo entero. Es que en Francia, el marxismo es de reciente implantación, de nivel doctrinal poco desarrollado y, desde sus compromisos boulangistas, a causa de sus derivaciones blanquistas, relativamente sospechosos.

En efecto, de todas las nuevas corrientes de pensamiento, de todas las escuelas y de todos los sistemas, es el marxismo el que ha penetrado en Francia con más lentitud y con menos profundidad. Se imagina mal a un Lenin o a un Plejanov yendo a buscar la inspiración, para resolver alguna dificultad de doctrina o de estrategia revolucionario, en un Jaurès, un Gesde, un Lafargue, un Vaillante o incluso un Jaurès. Por el contrario, hacia quién, sino hacia Le Bon, Barrès, Maurras, Drumont o Sorel podían volverse los Corradini y Carducci, d’Annunzio, Papini y Ardengo Soffici, Cuza en Rumania o Ljotic en Yugoslavia, un Ammon o un Labriola, incluso un Pareto o un Michels, sin hablar de toda la falange de los no–conformistas del sindicalismo revolucionario?

Si Alemania es la patria de la ortodoxia marxista, Francia es el laboratorio en el que se forjan las síntesis originales del siglo XX. Pues es aquí donde se libran las primeras batallas que enfrentan al sistema liberal con sus adversarios; es en Francia  donde se hace esta primera sutura entre el nacionalismo y el radicalismo social que fue el boulangismo; en Francia la que engendra tanto los primeros movimientos de masas de derechas como el primer izquierdismo que representan Hervé o Lagardelle, izquierdismo que conducirá finalmente a sus adeptos a las puertas del fascismo. Productos de una crisis del liberalismo, una de sus más profundas que haya conocido la conciencia europea, estas corrientes de pensamiento que se combaten y se entrecruzan terminan por encontrarse poco antes de la guerra.

El malestar intelectual, las tensiones políticas, los conflictos sociales que se apuntan a finales del siglo XIX y a principios del XX son otros tantos aspectos de un mismo fenómeno: las enormes dificultades que experimenta el liberalismo para adaptarse a la sociedad de masas. Es hacia finales del siglo, en efecto, que empiezan a hacerse plenamente sentir los efectos de esta revolución intelectual que fue el darwinismo, los de la industrialización y la urbanización del continente y, finalmente, los del largo proceso de la nacionalización de las masas.

Los contemporáneos no se entienden mal con quienes tienen perfecta conciencia de entrar en una época nueva. “La edad en la que entramos será verdaderamente la ERA DE LAS MASAS, escribe Le Bon. No es en los concejos de los príncipes, sino en el alma de las masas donde se preparan los destinos de las naciones (17). La entrada de las nuevas masas urbanas en la política plantea al liberalismo problemas hasta entonces desconocidos. El liberalismo es una ideología fundada sobre el individualismo y el racionalismo; es el producto de una sociedad que estaba considerada de no sufrir mutaciones estructurales y donde, necesariamente, la participación política era muy limitada. En este fin de siglo, son cada vez más numerosos, los que cuestionan la funcionalidad de una ideología en la cual no se reconocen mas nuevas capas sociales, los millones de trabajadores y de asalariados de todas las categorías, residentes en los grandes centros industriales. La crisis del liberalismo tienen sus raíces en las profundas contradicciones que existen a partir de ahora entre los principales del individualismo y la forma de vida de las masas urbanas, entre la tradicional concepción de los derechos naturales y de las nuevas leyes de la existencia que la generación de 1890 descubre en el darwinismo social. Un texto luminoso de Vacher de Lapouge ilustra notablemente las nuevas reglas del comportamiento humano, el nuevo clima intelectual:

Todo hombre está emparentado a todo hombre y a todos los seres vivos. No hay pues derechos del hombre, como tampoco hay derecho de los armadillos de tres bandas, o del gibón sindáctilo como del caballo que se enjaeza o el buey que se come. El hombre, perdiendo su privilegio de de ser a parte, a la imagen de Dios, no tiene más derechos que cualquier otro mamífero. La idea misma del derecho es una ficción. No hay más que fuerzas. Los derechos son puras convenciones, transacciones entre poderes iguales o desiguales; es que una de ellas cesa de ser bastante fuerte para que la transacción valga por la otra, el derecho cesa. Entre miembros de una sociedad, el derecho es lo que es sancionado por la fuerza colectiva. Entre naciones, esta garantá de estabilidad falta. No hay derecho contra la fuerza, pues el derecho no es que el estado creado por la fuerza y que mantiene, latente. Todos los hombres son hermanos, todos los animales son hermanos, pero ser hermanos no impide en la naturaleza que se coman. Fraternidad, sea, pero desgracia para los vencidos. La vida no se mantiene más que por la muerte. Para vivir es preciso comer, matar para comer  (18).

En los veinte últimos años del siglo XIX, el liberalismo entra en conflicto no solo con esta expresión perfecta de la solidaridad orgánica que es el nacionalismo, pero también con la democracia. Pues, muy pronto, se percibe que la democratización de la vida política implica la movilización de las masas y su integración: el sufragio universal, la instrucción obligatoria, el servicio militar son otros tantos pilares de la democracia jacobina, pero son al mismo tiempo factores esenciales de la nacionalización de la sociedad francesa. Son también factores que juegan contra el marxismo.

En efecto, la escuela del pueblo, la enseñanza gratuita, la política en régimen democrático, todas estas innovaciones provocan la aparición de un fenómeno totalmente imprevisto que desorienta a los militantes sociales más clarividentes y los más unidos a la ortodoxia. He aquí que en lugar de acceder a la conciencia de la clase de las masas urbanas se encuentran comprometidas en un proceso de integración social, de nacionalización, favorece y acelera justamente por estas victorias sobre los privilegios. Es así que estalla el gran conflicto entre democracia y socialismo: la movilización del proletariado, en agosto de 1914, aportará la prueba de que la nacionalización de las masas hacía sido mucho más rápida y mucho más profunda que su socialización. La gran marcha hacia la estación del Est fue el resultado tangible de medio siglo de democratización de la sociedad francesa.

En los años 1900, tras el fracaso de la operación dreyfusiana, la extrema izquierda no conformista había ya concluido que, para salvar al socialismo, es capital romper la democracia liberal, su ideología, sus correas de transmisión y sus instituciones. Tal es el sentido de los enfrentamientos que opondrán a los “izquierdistas” de la época, Sorel, Berth, Hervé, Lagardelle, Janvion, al conjunto del socialismo francés, tal es igualmente el significado de las alianza que se trazarán en esta época y que desembocarán en el Círculo Proudhom: el fascismo de Valois, como el de los años treinta, no tendrá mucho más que añadir a lo que acababa de ser formulado al comienzo de la guerra. Pero, en los años ochenta y noventa, estas contradicciones, estas incertidumbres, esta, este fuego cruzado de ideas constituían el fondo del sentimiento que tenían los contemporáneos  de vivir en una época en las que “todos los dioses han muerto o se han alejado” (19), uno de “estos momentos críticos donde el pensamiento de los hombres está en vías de transformarse” (20).

Con el boulangismo la crisis del orden liberal encuentra, por primera vez, su expresión en la política de las masas. La prueba de fuerza aportada por la extrema izquierda radical y blanquista contra la democracia liberal se explica ante todo por la politización de las nuevas masas urbanas. Esta revuelta de la extrema izquierda, que acompaña la simpatía de un buen número de guestistas, tiende a romper el consenso centrista, pero, frente al activismo radical, nacionalista y blanquista, se alza una gran coalición de moderados que, esta vez, engloba ya al ala derecha socialista.

Con el caso Dreyfus, mientras que asciende la segunda ola de asaltos contra la democracia liberal, este proceso toma dimensiones que serán capitales para el porvenir. En respuesta a la agitación nacionalista y antisemita de fines de siglo, en respuesta a los disturbios en la calle, el socialismo francés se instaura como guardián de la democracia liberal. Tomando la decisión de asegurar la perennidad del orden liberal, el movimiento obrero francés cesa de ser un factor revolucionario. A partir de ahora, los únicos elementos verdaderos opuestos al orden establecido, los únicos que puede pretender a un mínimo de credibilidad son estos revolucionarios de derecha que se unen muy pronto con los no conformistas de extrema izquierda. Es así que, desde los posibilistas de 1889 hasta los guestistas de 1899, luego a los hombres del Bloc de principios de siglo, el socialismo francés sufre una evolución que le hace primeramente aceptar las reglas del juego de la democracia liberal para llevarla luego a plantearse como la más sólida guardiana de las libertades burguesas. Los que, en la extrema izquierda, se elevan contra esta integración progresiva, los sindicalistas revolucionarios, los hombre de la Guerre sociale, del Mouvement socialiste o de Terre libre, prefirieron todos universo, a tal o cual momento de su carrera, la derecha radical. Y, que hayan sido radicales, guesdistas, blanquistas o partidarios de las Comuna pasados al boulangismo o al antisemitismo, que se hubieran actuado con Hervé, Lagardelle o Sorel, más tarde con Déat o Doriot, estos “tránsugas” terminarán por abandonar todo aquello en lo que habían creído; todo, salvo la voluntad de romper, cueste lo que cueste, la democracia liberal. Estos hombres harán como mínimo quedado fieles a un aspecto de su compromiso: han cesado de ser socialistas, pero han permanecido revolucionarios.

La nueva derecha da su expresión política a la revolución intelectual y a las mutaciones sociales de fin del siglo pasado. Y es falso pensar que le ha faltado esta dimensión ideológica que muy gustosamente se le niega. Es precisamente en esta dimensión, real, donde estaba el peligro. Si la ideología de la derecha no deriva de un sistema único, comparable al marxismo, no posee tampoco una consistencia y un poder de ruptura notables. Esta idea era algo diferente a las de las bayonetas a la búsqueda de una ideología (21).

Construir a partir del darwinismo social, que le facilita su marco conceptual, la ideología de la nueva derecha es una síntesis de antiracionalismo, de antipositivismo, de racismo y de nacionalismo. Tiene sin embargo en común con el marxismo popular y vulgarizado, sobre todo tal como se comprendió en Francia, el determinismo. Solamente el materialismo histórico, la lucha de clases son reemplazados por el determinismo biológico y racial, por el principio de la lucha por la existencia y la supervivencia del más apto, es decir, del mejor. Es en este sentido que la ideología de la derecha liberal es una ideología revolucionaria: sus principios no proponen nada menos que la destrucción del viejo orden de las cosas. En una sociedad burguesa que practica la democracia liberal, una ideología que se concibe como la antítesis del liberalismo y del individualismo, que tiene el cultora a la violencia y a las minorías activistas, es una ideología revolucionaria. Incluso si no intenta perjudicar a todas las viejas estructuras económicas, incluso si no ataca más que al capitalismo pero no a la propiedad privada y a la noción de beneficio. Una ideología que preconiza una sociedad orgánica no puede más que ser refractaria al pluralismo político o ideológico, al igual que no puede más que rechazar las formas más lacerantes de injusticia social. Pues no es más que solamente así puede alcanzarse el objetivo final del socialismo nacional: la integración del proletariado en la colectividad nacional.

El término revolución es empleado aquí en su sentido propio y neutro, un sentido que implica que la revolución no está siempre a la izquierda: en la Francia del cambio de siglo, es francamente a la derecha y prepara la vía del fascismo. Es quizás este contenido fundamentalmente revolucionario del fascismo lo que permitirá a otros hombres de izquierda tomar el camino de la extrema–derecha.

Sin embargo, el tránsito de militantes revolucionarios de la extrema–izquierda a la extrema–derecha y sus afinidades intelectuales y afectivas con formas diversas de protofascismo no son más que un elemento de un complejo más amplio, uno de los más importantes de la escena política francesa: el deslizamiento hacia el centro de hombres inicialmente opuestos al consenso liberal.

El proceso de aspiración por el centro de elementos raciales, que toma raíz en Francia desde los primeros años de la III República, es un corolario del sistema que consiste, como lo deplora desde 1881 el diputado Naquet, futuro consejero del general Boulanger, a gobernar por medio de un “ministerio híbrido tomado en todos los centros de la Asamblea” (22). Es en el inmovilismo de este gobierno de centro que el régimen se instala hacia 1885, y es contra este inmovilismo que se alzan los hombres de la extrema izquierda para quien el boulangismo es precisamente el medio para desbloquear un mecanismo que consideran como llegado a un punto muerto. Pero es incontestable que es precisamente este gobierno de centro el que había permitido sentar las bases del régimen y efectuar las grandes reformas: el centro liberal era el pilar del sistema y era su garante.

Ciertamente, el centro oportunista adolecía de falta de este “gran diseño” que habría podido inflamar la imaginación de la juventud o movilizar al proletariado, pero era mayoritario, representaba el consenso republicano y era, antes todo, un mal menor. De este hecho, debía ejercer una poderosa atracción considerable tanto sobre la izquierda como sobre la derecha. El alineamiento, por lo que respecta a la derecha, la integración –durante las dos crisis de fin de siglo– así como la política de defensa republicana, por lo que respecta a la izquierda, está ahí para atestiguarlo. A lo largo de este período, como más tarde también, el deslizamiento hacia el centro habrá sido (y será) una constante que viene siempre a compensar el ascenso, en la extrema derecha como en la extrema izquierda, de fuerzas nuevas, más radicales. Pero esta reacción al deslizamiento continua hacia el centro se acompaña de otro resultado: al reencuentro, en el centro, de los moderados de derecha y de izquierda responden a una unión de las revueltas de izquierda y derecha, ligados por un mismo rechazo del orden liberal.

Así, desde el boulangismo y hasta la colaboración, un mismo fenómeno reaparece constantemente: los liguistas de Déroulède, los antisemitas de Drumont, las bandas de Marès y de Guérin, los Amarillos de Biétry, los intelectuales del Círculo Proudhom, los fascistas de Valois, de Doriot o de Déat, todos se unen, en una misma aversi´no a la democracia liberal, blanquistas, guesdistas y comuneros, sindicalistas de la CGT e intelectuales de izquierda, diputados socialistas y miembros del buró político del partido comunista. Ideológicamente, la síntesis propuestas por la nueva derecha posee un poder enorme. Aunque hubiera fallado, para que este potencial pudiera ser transformado en fuerza política, que las bases de la sociedad fueran profundamente agitadas. Lo que no era el caso de la sociedad francesa.

La industrialización, la urbanización –más tarde la Gran Guerra– tuvieron un efecto desastroso sobre Alemania, pero no sobre Francia que venía de ganar la guerra, donde la industrialización hacía sido mucho más lenta, es decir menos brutal que al otro lado del Rhin, y donde el centro liberal hacía sido suficientemente poderoso y suficientemente inteligente para extender su influencia hasta englobar en su esfera de influencia la mayoría de izquierda y la mayoría de la derecha. Esta potencia del centro burgués reflejaba los retrasos de la modernización de Francia (23): pero el retraso tecnológico registrado, un cierto estancamiento económico debían tener como resultado finalmente sobre el plano social, la estabilidad.

La estabilidad, incluso cuando se adquiere al precio de un débil crecimiento económico, es poco favorable a la derecha populista y  revolucionaria, al igual que como hándicap el ascenso de la izquierda marxista. Los revolucionarios de izquierda, como los de derecha, sin tributarios de este clima de agitación que segregan las convulsiones en la existencia cotidiana de amplias capas populares.

En vísperas de la guerra, un Sorel o un Berth, por ejemplo, toman perfectamente conciencia. Comprenden que una burguesía y un proletariado timoratos, una industria vetusta favorecen la perennidad, en el corazón de una sociedad petrificada, del consenso centrista y engendran, en consecuencia, el inmovilismo político, la decadencia intelectual y moral (24). Todos sus esfuerzos tienden a romper este equilibrio nefasto, a tender esta “armonía” que Stanley Hoffmann llamará “la sociedad bloqueada” (25).

Sin embargo, para los revoltosos de derecha como de izquierda, el problema inmediato más importante es siempre el de su supervivenvia en los largos períodos de calma, el de su resistencia a la fuerza de atracción de los moderados. Hasta la Gran Guerra, derecha e izquierda buscaron, en vano, una respuesta adecuada a esta situación. Será preciso esperar a la aparición del comunismo para que la izquierda, pero sólo la izquierda, encuentre la suya (26). La ideología de derecha, fundada sobre las fuerzas profundas, los instintos, la sensibilidad, muestra mucho más dificultades para resistir la prueba del tiempo y preservar su originalidad. En cuanto al sistema adoptado por la socialdemocracia alemana antes de la Primera Guerra Mundial, ¿no desembocaría, como pretendieron siempre estos censores, hacerle perder toda especificidad socialista? En vísperas de la guerra, su integración en la sociedad burguesa se había virtualmente realizado.

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La experiencia de la derecha radical y populista en esta época no más afortunada. Incluso cuando esta derecha alcance a resistir a la atracción de los conservadores, a su base social y a su potencia financiera, tropieza siempre con el mecanismo esencial de la vida política francesa, mucho más importante que la famosa división derecha–izquierda: la adhesión fundamental de la gran mayoría de la izquierda al orden liberal. El culto de la Revolución y de los agrandes ancestros jacobinos, el anticlericalismo, el sufragio universal son valores liberales a los cuales constituyen la etiqueta de izquierda, para neutralizar mejor a estas minorías activistas de ambos extremos, pero sobre todo a los de la extrema–derecha, ven en la voluntad que se de mantener el mito –en el sentido soreliano del término– de la división izquierda–derecha una voluntad deliberada de paralizar el potencial revolucionario del proletariado. Este rechazo de una brecha considerada como artificial está en el origen del Círculo Proudhom, que propone una ideología en la cual el fascismo tendrá poca cosa que añadir.

Pero, tratándose de fuerzas políticas, es cierto que tanto tiempo como prevaleció la estabilidad en Francia, es decir  todo el tiempo en el que el país no se vio afectado por ninguna crisis monetaria, económica o psicológica mayor, todo el tiempo que el crecimiento económico, por débil que fuera, bastase para asegurar el empleo a los obreros y un poder de compra razonable a la pequeña burguesía, la derecha radical está condenada a vegetar a la espera de su hora. Es así como la estabilidad que asegura la perennidad del centro liberal condena a los revolucionarios de derecha, incapaces de crear estructuras que les permitirían durar más allá de una crisis política preservando su especificidad, a la impotencia y a la desintegración progresiva. Cada nuevo movimiento, desde el boulangismo hasta el fascismo de fin de los años treinta, sufrió un mismo proceso. Es por ello que se puede escribir la historia de la derecha radical y populista presentándose como la de un fracaso.

Sin embargo, por lo que se se refiere a la ideología, los modos de pensamiento y cierta sensibilidad colectiva, por lo que se refiere a su influencia indirecta y a su instrumentalidad, la derecha popular impregna la vida política francesa mucho más profundamente de lo que generalmente se está dispuesto a admitir. Es precisamente el potencial revolucionario de la derecha que ha favorecido, a finales del siglo XIX, el balbuceo del reflejo de defensa republicana, es decir, que ha contribuido a tomar al socialismo francés, fuera de un lenguaje incendiario, el camino de la socialdemocracia; es el peso intelectual de la derecha que ha ayudado con fuerza a crear esta atmosfera de fervor nacionalista que, en vísperas de la guerra, paraliza toda veleidad de resistencia de la parte de la extrema izquierda cegetista. Y, más allá de los años treinta, no ve renacer, hoy aun, una ideología política que intente, afirmando ampliamente su rechazo del marxismo, la alianza de los principios de la autoridad del Estado, del prestigio de la nación, con los de la colaboración de clases, de la participación de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción?

Un siglo después los primeros elementos balbucientes de la revuelta lanzada por los radicales de izquierda, se ve reaparecer, a través un cierto “laborismo”, y adaptado a las realidades de la sociedad de nuestro tiempo, una nueva versión de lo que fue, desde los años ochenta, el primer socialismo nacional francés.

Notas

(1)    Les Lois psychologiques de l’évolution des peuples, París, Alcan, 1894, pág. 170.

(2)    G. Le Bon, Psychologie des foules, París, Alcan, 1895, pág. VI.

(3)    M. Barrès, L’Appel au soldat, París, Fasquelle, 1900, pág. X.

(4)    Cf. un texto muy característico del más célebre de los discípulos de Georges Sorel, Éduard Berth: “Satellites de la ploutocratie”, Cahiers du Cercle Proudhom, septiembre–diciembre 1912, pág. 135–136 (firma como Jean Darville)

(5)    G. Gentile, “The philosophic basis of fascism”, in Reading on Fascism and National Socialism, Chicagho, The Swallow Press, s.d., pág. 53–54.

(6)    G. Vacher de Lapouge, Les Sélections sociales, Cours libre de science politique professé à l’université de Montpellier, París, Fontemoing, 1896, pág. 191.

(7)    Se consutará a este respecto la muy hermosa obre de síntesis de James Joll, Europe since 1870 (Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1973), así como un cierto número de trabajos sobre la vida cultural y artística de la época: P. Francastel, Peinture et Société, París, Gallimard, 1950; “Critique litteraire et socialismo au tournant du siècle”, Le Mouvement social, abril–junio 1967 (número especial); P. Cabanne y P. Restnay, L’Avant–garde au XXe siècle, París, Balland, 1969; M. le Bot, Peinture et Machinisme, Paris, Klinchsiecj, 1973; M. Rebérioux, “Avant–garde esthétique et avant–garde politique”, Esthétique et Marxisme, París, Plon, 1974; E. Carassus, Le Snobisme et les Lettres françaises. De Bourget à Marcel Proust, París, Colin, 1966. Sobre el conjunto de la actividad intelectual, cf. H.S. Hughes, Consciousness and Society. The Reorientation of European Social Thought, 1890–1930, Nueva Yrok, Knof, 1961; J. Weiss (ed.), The Origins of Modern Consciousness, Detroit, Wayne State University Press, 1965; G. Masur, Prophets of Yesterday, Studies in European Culture, 1890–1914, Nueva Yor, Harper and Row, 1966, así como dos obras editadas por W.W.Wagar:  European Intellectual History since Darwin and Marx, Nueva York, Harper and Row, 1968. Se consultará finalmente, la última obra de G.L. Mosse, The Nationalization of the Masses: Political Symbolism and Mass Movements in Germany from the Napoleonic War through the Thirt Reich, New York, Fertig, 1975.

(8)    V. Pareto, Les Systemes socialistes, París, Giard, 1926, 2ª ed. T. I, pág. 24–64.

(9)    G. Mosca, The Ruling Class, Nueva York, McGraw–Hill, 1939, pág. 59–60 (trad. De Elementi di Scienza Politica).

(10) Uno de los pioneros de la ciencia política moderna, Louis Gumplowicz, enseña que la existencia es “una lucha perpetua y sin progreso”, que jamás los hombres no habían alcanzado “un grado más bajo de desarrollo intelectual” que el de las “grandes masas” de su tiempo (la Lutte des races, París, Guillaumin, 1893, pág. 350 y 348). Entre sus otras otras citaremos: Précis de sociología, París, Chailley, 1896; Aperçus sociologiques, Lyon, Storck, 1900; sociologie et Politique, París, Giard et Brière. 1908.

(11) V. Pareto, Traité de sociologie générale, París, PAyor, 1919, vol. II, pág. 1173. Sobre Pareto, cfr. la obra contemporánea de G.H. Bousquet, Précis de sociologie d’auprès Vilfredo Pareto, París, Payor, 1925, y sobre todo R. Aron, Les Étapes de la pensé sociologique, París, Gallimard, 1967, pág. 409–494.

(12) Cf. G. Lichtheim, Europe in the Twentieth Century, Londres, Sphere Books, col. “Cardinal” 1975, pág. 73.

(13) Cf. S. Lukes, Émile Durkheim. His Life and Work. A Historical and Critical Study, Londres, Allen Lane, 1973, pág. 530–546.

(14) R. Aron, Les Étapes de la pensé sociologique, op. cit., pág. 398.

(15)R.A. Nisbet, Émile Durkheim. Selected Essays on Durkheim, Englewood Cliffs, Pretice Hall, 1965, pág. 27.

(16) H. Bergson, L’Évolution créatrice, París, Presses Universitaires de France, 1962, 102ª edición, pág. 271.

(17) G. Le Bon, Psychologie des foules, op. cit., pág. 3

(18) G. Vacher de Lapouge, L’Aryen, son rôle social. Cours libre de science politique professé à l’université de Montpellier, 1889–1890, París, Fontemoin, 1899, pág. 511–512.

(19 M. Barrès, “Le sentiment en littérature. Une nouvelle nuance de sentir. M. Leconte de Lisle”, Les Taches d’encre, enero, 1885, pág. 33.

(20) G. Le Bon, Psychologie des foules, op. cit., pág. 2.

(21) Tal es sin embargo la idea que da Arno J. Mayer en una obra brillante y provocadora, Dynamics of Counterrevolution in Europe, 1870–1956. An Analytic Framework, Nueva York, Harper Torchbooks, 1971, pág. 66–67.

(22) A. Naquet, Questions constitutionelles, París, Dentu, 1883, pág. 129. En La Démocratie sans le peuple (París, Éd du Seuil, 1967), Maurice Duverger recupera esta idea que había ampliamente desarrollado los radicales de extrema–izquierda.

(23) Por todo lo que respecta al proceso de modernización del campo francés en esta época, se consultara el hermoso libro de Eugen Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870–1914, Stanford, Stanford University Press, 1976. Al margen de los profundos cambios que intervienen entonces en la vida y la mentalidad de la mayoría de los franceses, es cierto que, comparados con las realidades alemanas, la economía y la sociedad francesa evolucionan aun con lentitud. Para una visión de conjunto de la cuestión, en curso del siglo XX, cf. La obra clásica de Gordon Wright, Rural Revolution in France; the Peasantry in the Twentieh Century, Stanford, Stanford University Press, 1964.

(24) Cf. infra, cap. VIII y IX.

(25) S. Hoffman et al., A la recherche de la France, París, Éd du Seuil, 1963.

(26) Sobre este tema, cf. la famosa obra de Annie Kriegel, Les Communistes Français, París, Éd du Seuil, 1970, 2ª ed.