Hará como quince años escribí un pequeño folleto que se
tradujo hace algún tiempo al portugués y se editó en España con el nombre de “Identidad
– Identidad, patriotismo y arraigo en el siglo XXI”. Me reafirmo en
todo lo dicho en aquel librito al que ahora acompañaría con alguna
consideración de matriz joseantoniana. Creo que uno de los pensadores que ha
sido peor interpretado en España ha sido, precisamente, José Antonio Primo de Rivera.
En su percepción del concepto de “nación” estuvo particularmente inspirado
porque va más allá de cualquier otra doctrina de los años 30. Esto se explica
por las fuentes doctrinales de las que bebió José Antonio -muy
insuficientemente ilustradas en el libro Falange y Filosofía, que apareció a
principios de los 70 y que resulta excepcionalmente limitado en su contenido.
La figura de Charles Maurras, por ejemplo (y su “empirismo organizador” o su “nacionalismo
integral”) no aparece por ningún sitio, como tampoco los “no-conformistas”
franceses que también conoció José Antonio y que bebieron como él en la fuente
maurrasiana. Pero, además, José Antonio conocía la doctrina de los fascismos (solamente
algún cretino puede pensar que fue por casualidad que prologó el libro de
Mussolini El fascismo en su edición española). Y, al mismo tiempo,
conocía al dedillo el pensamiento de la generación del 98. De Ortega y Gasset
extrajo la idea de la “nación como unidad de destino”. Y, a partir de aquí
integró el pensamiento de Maurras sobre la importancia de las regiones en la construcción
de una Nación. El fascismo le facilitó la idea del Estado como encarnación
jurídica de la Nación y como vehículo para la construcción de su destino
histórico. Todo esto viene a cuento de que, cuando en nuestro trabajo sobre la “Identidad”
aludíamos a la existencia de tres niveles de identidad, la región, la
nación-Estado y Europa, olvidamos realizar una matización: ¿cuál es el orden
jerárquico entre ellos?
Hoy, la triste
realidad es que los últimos 40 años han destruido cualquier rastro de “identidad”
en nuestro país: en realidad, la palabra “identitario” se utiliza de muchas maneras
y en función de conceptos diferentes. Ciudadanos, por ejemplo, ataca
cualquier doctrina “identitaria” por considerarla como la esencia y la matriz
del nacionalismo y del independentismo. Para ellos, el único patriotismo es el “constitucional”
(como para el PP aznariano) y las doctrinas “identitarias” son, o de extrema-derecha
o independentistas. El PP está en una línea parecida. En lo que respecta a la
izquierda, su problema es que, desaparecida la identidad obrera que estaba en
su origen, la identidad nacional no le dice nada y opta por refugiarse en el
ambiguo “federalismo” para ser capaz de proponer algo en la cuestión de la
vertebración nacional. Vale la pena decir que Vox se encuentra en una tesitura
que resultará significativa sobre su deriva: por una parte, se ha desgajado del
tronco aznariano, por otra pide la desaparición de las autonomías, pero hace
falta saber si distingue entre “regiones” y “rasgos regionales” de un lado y
entre “autonomías” y “Estado de las Autonomías” de otro. Porque lo cierto es
que el Estado de las Autonomías ha fracasado y hace falta restablecer la “normalidad”
que, pasa por la reforma de los regímenes autonómicos y por volver a sus
orígenes, cuando en 1976 se aceptaba unánimemente que era preciso “descentralizar
el país”… pero no hasta el punto de fragmentarlo en 17 taifas que hacen
imposible la existencia de una “historia nacional” que se enseñe en las
escuelas.
Nuestro planteamiento era el siguiente:
- Por una parte, existe el “hecho regional” que viene determinado por el nacimiento y que tiene mucho que ver con el instinto territorial propio de las especies animales. Es el tributo a nuestra herencia biológica, el arraiga natural en la tierra natal. Era lo que José Antonio llamaba, el “nacionalismo espontáneo”, el facilón y que, por tanto, ocupa el lugar más próximo a la materialidad, el más bajo, pero no por ello desdeñable -equivaldría a desdeñar nuestro soporte biológico-. Además, tiene raíces históricas porque antes de que se constituyeran los Estados-Nación entre el siglo XVI y el siglo XIX, lo cierto es que las comunidades se articulaban en función del este concepto regional.
- Por otra parte, la evolución histórica, ha favorecido la aparición de Estados Nación como forma de organización, incipientes después del feudalismo y consolidados con las revoluciones burguesas del XVIII y XIX. Implicaba un intento de optimizar los recursos nacionales en función de una nueva “dimensión” espacial que alcanza su limite con las unificaciones de Alemania e Italia en el siglo XIX y con el fin de los Imperios Centrales tras la Primera Guerra Mundial en la que se vivió una especie de “aurora de las nacionalidades”. El Estado Nación sigue siendo hoy algo real, que dispone de estructuras, poder, legislación, soberanía, imprescindibles para poner coto a la globalización y constituir barricadas contra el rodillo mundialista.
- Finalmente, en
nuestro ámbito cultural existe Europa (a no confundir con la Unión Europea)
e Iberoamérica, que suponen: por una parte, la herencia que hemos recibido del
mundo clásico y por otra la proyección histórica que los pueblos de la
Península Ibérica han realizado sobre el continente americano.
En cierto sentido: las regiones son el pasado, la Nación Estado
el presente y Europa e Iberoamérica en futuro. Tener en cuenta el pasado es
algo necesario (y, por ello, adoptar posturas jacobinas y reduccionistas en la
cuestión nacional, negando y oponiéndose por sistema a cualquier integración de
las regiones en la perspectiva del Estado-Nación constituye un error), de la
misma forma que no puede aspirarse a dar marcha atrás a la historia y tratar de
reconstruir los Estados Nacional traspasándolo a ámbitos medievales, más o
menos adulterados, como están haciendo los independentistas (que, en el fondo,
lo que contribuyen es a la destrucción de la barricada contra la globalización
y a la creación de pequeñas y débiles estructuras sobre la imagen de los
Estados-Nación que ya no es la del siglo XXI.
Porque éste, en el fondo, es el verdadero problema: que los Estados Nación son el presente, pero ya
se muestran -desde 1945- incapaces de poder salvaguardar su soberanía nacional
e incluso de poder afrontar los retos del siglo XXI. Un solo ejemplo: EEUU
ha irrumpido en el comercio mundial mediante Amazon, mientras China lo ha hecho
con Alibaba… ¿y España? Ausente por completo. Y otro tanto les ocurre a los
distintos países europeos. ¿Qué implica eso? Implica que los beneficios obtenidos
mediante el comercio informático irán a parar a los EEUU o a China… no a
Europa. Otro ejemplo, en positivo: el proyecto Airbus en el que han colaborado las
naciones europeas con industria aeronáutica -entre ellas España- y que es, hoy
por hoy, la única alternativa a Boeing. Ninguna nación europea hubiera podido
asumir una iniciativa con unos costes tan elevados. Lo mismo podría decirse de
los sistemas de localización por GPS, de determinados proyectos de
investigación en sectores tecnológicos de vanguardia (criogenia,
nanotecnología, energía de fusión en frío, telecomunicaciones, robótica, etc.).
Por mucho que el Estado Español, en este momento, invirtiera en cada uno de
estos campos, los presupuestos necesarios para poder destacar, están muy lejos
de las posibilidades de cada país europeos. Y esto genera otro problema: los
mejores técnicos formados en Europa no encuentran acomodo en la economía y en
la industria de vanguardia europea y deben emigrar a EEUU… o a China, mal que
les pese.
Así pues, nos encontramos en un momento histórico particular: el Estado Nación ya no sirve para la realización de un determinado “destino histórico” (“lo difícil”, en contraposición a “lo espontáneo” en la tesis joseantoniana), ni siquiera para la definición de cuál puede ser ese destino histórico, porque, desde los años 40 nos encontramos en un momento en el que los actores político-económicos internacionales ya no son los Estados-Nación, sino los “Grandes Bloques” (la noción de Gran Bloque aparece en la Alemania pre-hitleriana en la revista Die Tat, adscrita al movimiento de la “revolución conservadora”, cuyos técnicos se integraron en el Ministerio de Exteriores y en el de Economía del Reich, aportando sus tesis que constituyeron la médula central del “nuevo orden europeo” y la inspiración para el “Pacto Tripartito”).
El problema de la
historia es que avanza (en forma de dientes de sierra o de espiral o de curva
asindótica, sea cual sea la fórmula interpretativa que se adopte), pero no da
marcha atrás. Ahora bien, la habilidad en la creación de un “destino” consiste,
no en condenar las pasadas experiencias históricas, sino integrarlas: de
ahí el riesgo que supone confundir la abolición del “Estado de las autonomías”
con la liquidación del pasado, los rasgos identitarios supervivientes y las
culturas regionales: son precedentes y partes de la historia nacional que
solamente la aparición de pujantes burguesías regionales hizo que tuvieran la
tentación de reproducir a escala reducida el romanticismo alemán del siglo XIX.
Podemos afirmar que
nuestras “raíces” están en el mundo clásico. Esas raíces son, por lo demás, comunes
a la historia de todos los pueblos de Europa (esas raíces se adaptaron y se
convirtieron en “europeas” con el cristianismo y las convulsiones que siguieron
a la caída del Imperio Romano). Irrenunciables:
son la base de nuestra identidad cultural. Pero cuando aparecieron esas
raíces, no existían los Estados-Nación, ni siquiera la noción de “nación” que
aparece solamente entre los siglos XIV y XV y solamente se afianza
definitivamente en la paz de Westfalia, siglos después. Lo que existió en todo ese período no fueron “naciones” (y ese es el gran
error de los independentistas) sino REINOS.
Por tanto, hay que establecer una base sobre la que ha
arraigado nuestra historia y sobre la que se asientan nuestras raíces: el mundo
clásico, con su derivación, la catolicidad. Aunque hoy la Iglesia esté en
crisis y la “catolicidad” ya haya quedado muy lejos, subsiste no como religión,
sino como “concepción del mundo”, la filosofía y los contenidos del mundo
clásico. Tales son las raíces de nuestra identidad.
Sobre estas raíces se ha producido un fenómeno que desafía
las leyes de la botánica: los pequeños
troncos que han sido sobre esas bases, han ido entrelazándose y constituyendo
unidades. Los feudos, las marcas, los condados, los reinos medievales, dieron
lugar a los Estados Nación en función de causas muy distintas: geopolíticas, dinásticas,
históricas y económicas. Pero hoy la geopolítica se dirime en “grandes
espacios”, las dinastías ya no tienen peso alguno y solamente la historia (el
pasado) y la economía (el presente) puede tomarse en consideración para forjar
unidades que mejor respondan al “tiempo nuevo” que está naciendo ante nosotros.
Y esta es la disyuntiva: Europa o Iberoamérica.
Este tipo de debates,
no son, desde luego, los que dan votos a tal o cual formación: pero son
necesarios. El hecho de que los “partidos
populistas” estén experimentando un crecimiento inusitado en la última década,
solo implica que los partidos “del establishment”
han acabado su ciclo. Los populistas más lúcidos realizan una crítica a la UE,
pero no a “Europa”. Pero lo cierto es que, determinados problemas (la
inmigración, por ejemplo) solamente se solucionarán definitivamente a escala
europea: eso o habrá que dar como un hecho irreversible el mestizaje y la
multiculturalidad. Es más, puede ocurrir, que unos Estados Nacionales dirigidos
por populistas constituyan, sin excepción, fracasos inapelables ¿por qué? Por
que los Estados Nación, lo repetimos por última vez, ya no están en condiciones
de afrontar un destino histórico propio: ya no pueden definir su “misión y
destino”, como no sea en función de “grandes espacios”.
¿Qué es, pues, “lo identitario”? La doctrina que integra el arraigo en
la tierra natal, el Estado Nación histórico y su proyección de futuro en un “gran
espacio”. No existe “una identidad”, sino una suma de distintas identidades (cultural,
social, regional, nacional, sexual, familiar, laboral) y no hay que perder de
vista que la globalización solamente puede realizarse mediante la destrucción
de las identidades, mientras que la reconstrucción de un orden orgánico sólo
puede partir de la reconstrucción de tales identidades teniendo en cuenta el
principio de que a cada período histórico corresponde una dimensión
organizativa diferente. Y estamos en el siglo XXI.