Debo reconocer que mi vocación frustrada es la de “probador
de alimentos”. Todos conocemos el sabor de unos callos a la madrileña, de unas
habas a la catalana o de unas migas extremeñas. Es el sabor familiar, el de
siempre, el que, por sí mismo, nos lleva a los recuerdos de nuestra infancia. Es
como un simple olor, que es capaz de
servir como trampolín para reconstruir momentos pasados. Los sentidos, a fin de
cuentas, nos ayuda a tener pasado, a estar arraigados, a tener tradiciones propias,
algo que está en el ánimo de todo conservador como el que suscribe. Pero, de
hecho, el mirar atrás, solamente genera
una inevitable tortícolis, por tanto, junto al arraigo -las raíces del árbol-
deben estar también las hojas que tienden hacia lo alto y que nos lleva a todo
lo que es presente y futuro. De ahí que mencionara mi vocación frustrada.
Me encanta probar los nuevos sabores. Es duro y difícil, lo sé, pero es una de
las pocas posibilidades que todavía me quedan para “vivir peligrosamente”.
Sin ir más lejos, el domingo pasado veo una bolsa de patatas
fritas, Frit Ravich. Esta y otras
marcas han variado su producto originario. En mi infancia el mejor regalo que
podían ofrecernos nuestros padres y abuelos era una bolsa de papel cebolla y de
color (amarillo, rojo, azul, verde) con patatas fritas artesanales. De hecho,
mi primera pelea con un niño de mi edad debió ser a los tres años cuando me
negué a compartir con él el contenido de una de estas bolsas. El cabronazo
-porque hay niños que ya a los tres años demuestran tener potencial y vocación de
cabronazos- pretendía quitarme la bolsa en unos jardines de la Avenida de Roma.
Fue a partir de los años 80 cuando las patatas fritas empezaron a diversificar
sus sabores: que si a la pimienta, que si “artesanales”, que si “al punto de
sal”.
Poco a poco, allí conde antes había “colmados” o “tiendas de
ultramarinos”, empezaron a verse “supers” que, fueron ampliándose hasta las
macrosuperficies que conocemos hoy. Dos secciones, parecieron crecer
desmesuradamente: la de los lácteos y la de los fritos. De hecho, hay mucha gente joven que hoy ya ni debe saber
cómo sabe un vaso de leche recién extraída de la vaca, ni el sabor de una
patata. Lo más aproximado son los cientos de productos con otros tantos
sabores artificiales que encubren el originario y verdadero.
Lo dicho, el otro día veo una bolsa de patatas fritas Frit Ravich con el siguiente nombre: “Chips – Premium – Sabor y textura llevado
al máximo” y en más grande: “Sabor oliva
y anchoa”. Lo compro, como no podía ser de otra forma y, efectivamente,
tenían un remoto sabor a oliva y anchoa. Es curioso porque unos meses antes
había comprado un producto similar con “Sabor
a huevo frito” (seguramente ácido sulfhídrico diluido y absorbido por algún
micropolvo como excipiente). Y, al día siguiente de comentarlo por el chat
familiar -recurso cuando hijos y padres están dispersos- mi muy querida hija me
cuenta que pruebe otras que han salido con “Sabor
a queso de Cabra y Cebolla Caramelizada”. Así lo haré, como hará unos
treinta años hice con unas “Rufles
Matutano al fesco pepinillo”, anunciadas por la mismísima Pamela Anderson (en
el esplendor de sus curvas cuando se emitía la serie Vigilantes
de la Playa), me abrieron, por decirlo así, al exploración de
nuevas perspectivas alimentarias.
Si a esto unimos que hay patatas fritas con sabor a “cóctel de gambas”, “a páprika”, “a queso”, etc, etc., no sorprenderá que una de las dudas existenciales que pueden sumir al consumidor en la más profunda de las depresiones es: “¿Pero qué sabor voy a consumir hoy?”.
Me ocurre lo mismo con otros productos: en Alemania localicé
un “Afri-Cola” absolutamente
sorprendente, la bebida casi oficial de los barrios turcos. Por no hablar de la
Pepsi-Cola transparente que no logró imponerse: un líquido incoloro con sabor
al refresco. O el Trinaranjus con burbujas. O la Coca-Cola con sabor a cereza,
a vainilla… Los supermercados canadienses son un escaparate de “sabores y sensaciones”.
De entre todos los productos, me quedé con un refresco con sabor a galleta que,
efectivamente, tenía un amago de lo que anunciaba. En Costa Rica la Fanta de cereza arrasa. Y así
sucesivamente. Hay todo un mundo de sabores por explorar. Mundo que entraña
ciertos peligros.
En efecto, los
especialistas suelen aconsejar, como norma para mantenerse en buena salud,
consumir productos que no contengan más de tres “E”. Se trata de aditivos,
conservantes, colorantes, saborizantes, estabilizantes y demás añadidos que facilitan
que estos productos lleguen a los comercios, prolonguen su vida y tengan un
sabor y una textura particulares. Me ha
sorprendido, por ejemplo, que se admita que no todos los aditivos “E”
utilizados en la alimentación no estén “autorizados” e incluso que estas
autorizaciones varíen en cada país. En
Canadá, por ejemplo, el país con mayor y mejor “seguridad alimentaria”, en
estos momentos están prohibidos como cancerígenos aditivos que todavía se
discute en Europa si son peligrosos o no. Buena parte de los sabores alimentarios
se obtienen por simple suma de productos químicos. La “química de los sabores”
es uno de los sectores más desarrollados de esta rama de la industria. Porque,
obviamente, las patatas fritas con sabor a queso de cabra o a olivas y anchoas,
no tiene ni rastro de lo que pregona: es todo química. ¿Se entiende lo que
decía sobre “vivir peligrosamente”.
El problema no es zamparse
una bolsa de patatas al fresco pepinillo (lamentablemente desaparecidas del
mercado a poco de su lanzamiento), sino engancharse a ellas: el efecto
acumulativo de los aditivos parece ser demoledor. Nadie se convierte en
toxicómano para toda la vida, por fumar un porrito, de la misma manera que
nadie va a contraer en cáncer de colon por regalarse una bolsa de patatas con
sabor a cóctel de gambas y sin rastro de gambas. Es la insistencia, la adicción, lo que hace a todo esto peligroso.
Un último ejemplo. El otro día decidí que hacía un buen día
para desayunar frente al mar. Así que me compré en el super de la esquina algo
que parecían ser pastas de sobrasada. Eso y una cervecita ante unas aguas
serenas, alimenta el espíritu y algo más que el espíritu. Miré la etiqueta
(siempre hay que mirar la etiqueta, antes de comprar…): podían contarse en total ¡18 ADITIVOS “E”! ¡Y pensar que solamente
las cajas de cigarrillos advierten de su peligrosidad! Tomarse una caja de esas
pastas de sobreasada (que, por supuesto, no contenían absolutamente nada de
sobreasada: lo rojizo del relleno era tomate, más colorante, junto a “atún” del
cual juro por El Capitán Trueno que no
se notaba ni rastro) era como colocarse una soga al cuello y tirar de ella.
Un consejo, no os obsesionéis con todo esto. Simplemente, controlar vuestra dieta y diversificad al
máximo vuestra alimentación: no consumáis habitualmente un producto con más de
tres “E”. Así reduciréis los riesgos. Es lo más que puede aspirarse en este
país en donde los políticos suben y bajan, pero la inseguridad alimentaria
permanece, legislatura tras legislatura y de autonomía en autonomía.
Recomiendo esta web sobre aditivos, clasificados según su
seguridad o peligrosidad: E-Aditivos