No puede decirse mucho más del trans-humanismo. Cada una de
las corrientes que lo conforman tiene una amplia y variada literatura en la que
pueden identificarse una serie de errores comunes a todas ellas. Hay que distinguir,
en especial, lo que es un campo de investigación científica de los gurús que lo
insertan dentro de una perspectiva de superación del género humano. Así, por
ejemplo, si bien la robótica puede alcanzar una importancia capital en los
próximos años, incluyendo una alteración radical del mercado laboral, o bien la
microinformática que tenderá cada vez a desarrollos más espectaculares y a una
mayor miniaturización, o si la nanotecnología y la ingeniería genética
consiguen llevar adelante sus proyectos más avanzados, es cuestionable que
consigan el objetivo propuesto por los trans-humanistas: la superación de la
humanidad mediante la tecnología. En cuanto al resto de corrientes, sus
especulaciones tienen un valor muy desigual y siempre están realizadas en
función de presupuestos poco racionales y, en algunos casos, absolutamente
irracionales.
Así pues, vamos a intentar realizar una crítica de conjunto
a las posiciones trans-humanistas y a valorar el fenómeno en su conjunto.
Optimismo tecnológico
El optimismo del que hacen gala las corrientes
trans-humanistas es, en ocasiones descabellado y atañe especialmente a la
vertiente tecnológica. Si hasta ahora, en los últimos doscientos años, la
ciencia ha avanzado extraordinariamente y en los últimos cincuenta años se ha producido
una aceleración aún mayor y procedido a la apertura de nuevos campos ¿Por qué
no hay que pensar que en el futuro esté proceso se ralentizará? Los
trans-humanistas afirman que seguirá de manera cada más acelerada.
Olvidan que, si bien
en algunos campos (la aviación, por ejemplo), se ha progresado extraordinariamente desde que (los hermanos Wright
volaron en su primitivo biplano por primera vez en 1903 y 65 años después el
hombre pisaba la Luna), lo cierto es que
el desarrollo ha sido desigual (los aviones comerciales son hoy iguales a
los de hace cincuenta años) y no siempre
a la velocidad prometida (la llegada a Marte se esperaba para la última
década del siglo XX. En otras áreas el
progreso se ha estancado (la cohetería capaz de hacer que un ingenio
abandone la gravitación terrestre apenas ha mejorado desde el lanzamiento de la
primera V-2 en 1943 y, en cualquier caso, dista mucho de garantizar la
colonización de otros planetas) o la
velocidad es insuficiente en
relación a las necesidades (las dificultades para la creación de una
estación espacial no están suficientemente resultas para garantizar una
presencia prolongada de un humano fuera del espacio exterior).
Olvidan también que otras
tecnologías crean tantos problemas como los beneficios que aportan (los
conservantes y aditivos de los alimentos, han resuelto algunos problemas, pero
están en el origen -junto con otros factores- del aumento desmesurado de
determinadas enfermedades), otras se
encuentran todavía en fase experimental (la “fusión en frío”) y no hay perspectivas de que se logre
llegar -al menos a plazo medio- al final buscado (la elaboración de una
fuente inagotable de energía). Hay tecnologías que se desarrollan
aceleradamente, pero no al ritmo que imaginan o quieren ver los
trans-humanistas (la robótica).
Podríamos seguir repasando cada uno de los campos y
comprobaremos que los trans-humanistas se han dejado influir por un optimismo
desmesurado y confuso, como el niño al que le regalan un muñeco de trapo y,
finalmente, termina hablando con él, en la medida en que su imaginación basta
para insuflarle vida propia. Algo parecido ocurre con los trans-humanistas que se han visto infectados por las ideas del
progreso indefinido de las ciencias… cuando la realidad dice que las
ciencias (y mucho más, las técnicas) tienen un rápido y espectacular
crecimiento, pero no siempre su desarrollo posterior sigue a la misma
velocidad.
Pérdida del sentido
de la humano
En cierto sentido los
trans-humanistas son víctimas de un movimiento más amplio, el mundialismo, pero
al mismo tiempo comparten los mismos contenidos. En efecto, el mundialismo
es aquella corriente que desea ordenar el globo terráqueo como una unidad
cultural, étnica, religiosa, bajo el gobierno de una élite. Para ello les es
preciso negar todos los regímenes de identidades que puedan darse: y ahí está la
UNESCO, punta de lanza del mundialismo, para predicar la abolición de todo tipo
de identidades, calificadas por ellos, como causantes de las “diferencias” y de
la “desigualdad”, en beneficio de un mestizaje culturales y étnico, la desaparición
de los Estados Nacionales en beneficio de un internacionalismo global, la
desaparición de las identidades sexuales (y, por tanto, de la familia) para
llegar a una humanidad situada por encima de los géneros y en el que la
paternidad sea un hecho fortuito que puede realizarse en un útero mecánico.
Dentro de esta
perspectiva de pérdida y destrucción de cualquier punto de referencia
identitario, hay que situar el trans-humanismo que incide en el último frente: la
destrucción de la propia identidad humana. Desde el momento en el que los
trans-humanistas sostienen que la personalidad puede trasladarse a un soporte
informático y, por tanto, se puede superar la degradación celular y aspirar a
la inmortalidad, haciendo que los pensamientos, recuerdos y todo lo que
contribuye a construir una personalidad, pasen a residir en “la nube”, lo que
están haciendo es, no solamente mostrar su incomprensión por lo que es la “vida”,
sino tratar de borrar el rastro de la “identidad humana”. Es significativo que
algunos trans-humanistas lleguen a hablar de que toda la humanidad, conectada
en red, tendrá un “espíritu único” similar al de una colmena o un hormiguero.
Somos seres humanos
en tanto que poseemos sentidos, imaginación, cuerpo físico, instintos,
pensamiento lógico, y la posibilidad de trascender a todo ello mediante algo
que la ciencia todavía no ha logrado explicar y sobre lo que la psicología no
ha construido una teoría válida, el alma. Si falta alguno de estos elementos,
no estamos ante un ser humano, ni siquiera ante un ciborg: ¿a partir de qué
punto -cabría plantear- un ser humano al que se le van añadiendo prótesis y
sustituyendo partes biológicas mediante prolongaciones mecánicas puede ser
considerado “humano”? que no es más que parafrasear la antigua pregunta lanzada
por los presocráticos: ¿cuántos granos de arena hacen falta para poder hablar
de un montón? Y, sin embargo, la respuesta es simple: un ser humano deja de serlo cuando su soporte físico deja de generar
pensamiento lógico y sus células entran en una fase de pudrimiento.
Los trans-humanistas
tienden a confundir planos que siempre han estado perfectamente diferenciados:
la técnica por un lado y la vida por otro. Y, sobre todo, ignoran una idea
todavía más importante: la de “jerarquía”, esto es la organización de los
conceptos en distintos niveles. Si hubieran tenido en cuenta el concepto de
“jerarquía” (demolido a partir del concepto liberal de “igualdad”, excluyente
con él) hubiera aceptado que la técnica es un instrumento al servicio de lo
humano y que, por tanto, está por debajo de lo humano: depende de lo humano y
no puede reverenciarse como algo superior a lo humano, ni como el destino de lo
humano al que nos acogeremos, no ya para mejorar la vida y tratar de
prolongarla en la medida de lo posible, sino como último refugio de lo humano
al que iremos a confluir para reducir la vida a un intercambio de impulsos
eléctricos dentro de un sistema informático.
Los propios trans-humanistas, arrastrados por su optimismo
tecnológico, no parecen estar en condiciones de distinguir “lo humano”, de “lo
cibernético”. A la pérdida de todas las identidades, sigue también la pérdida
de los planos de referencia.