Infokrisis.- Cuando el felipismo llega al poder apenas hay en España 200.000 inmigrantes y cuando pierde las elecciones de 1996, la cifra ha crecido pero muy levemente: apenas 542.314 ciudadanos extranjeros, el 1,37% de la población residen dentro de nuestras fronteras. En buena medida se trata de inmigrantes marroquíes que han participado como mano de obra barata en los “eventos del 92”, especialmente en la Expo de Sevilla y muy particularmente en las obras vinculadas a las Olimpiadas de Barcelona. Aun así se trata de una inmigración que está muy por debajo de la de otros países europeos y que crece muy lentamente: en 1986 apenas había 241.971 inmigrantes (el 0,63%), cinco años después sube un 0,30% pasando a 360.655 y cuando Felipe González debe entregar el poder apenas ha subido medio punto quedando en 542.314 inmigrantes. Buena parte de esa inmigración todavía procede de la Unión Europea o bien se trata de estudiantes adscritos a distintos programas de intercambio de alumnos o simplemente becarios extranjeros que siguen preparándose en España. De todas formas, a partir de 1992-3 es cuando empiezan a notarse acumulaciones de inmigrantes en algunas zonas de Barcelona y de la costa catalana, en el cinturón de Madrid y poco más. ¿Qué estaba ocurriendo?
Dejando aparte los GAL, la corrupción y el nepotismo, el terrorismo, el desbarajuste autonómico, las características del período felipista se reducen a nuestro ingreso (mal negociado) en la Comunidad Europea (luego Unión Europea) que impuso una brutal reconversión industrial, el inicio de la llegada de fondos estructurales a modo de compensación y la política de prestigio concentrada en la fecha emblemática de 1992. Todo ello sobre el trasfondo de una situación internacional extremadamente movediza que se inicia con la crisis de la URSS y del bloque comunista y termina cuando el mundo ya está abocado al proceso globalizador.
El análisis de lo que representó este período está muy lúcidamente realizado en el llamado “Informe Petras” (2). Lo primero que destacó el sociólogo norteamericano James Petras es que todas las medidas económicas adoptadas por el gobierno de Felipe González estuvieron inspiradas por criterios en absoluto socialistas y completamente liberales: “La modernización de la economía española entre 1982 y 1995 comprendió básicamente tres estrategias interrelacionadas: liberalizar la economía, insertar más a España en la división internacional del trabajo (integrada en la CE) y configurar un nuevo "régimen regulador". La liberalización abarcó todo el periodo socialista y afectó profundamente a todos los sectores, regiones y clases de población. Las medidas clave incluían la liberalización de los mercados, privatización de empresas públicas y bancos, libre convertibilidad y flexibilización del mercado laboral. La creciente inserción de España en la división internacional del trabajo, en especial como miembro de la CE, significaba básicamente especialización, desde el momento que España sólo era capaz de competir con éxito en un número limitado de áreas. La integración acarreó dos procesos asimétricos interrelacionados: una transferencia desproporcionada de fondos de inversión de la CE a España y una balanza comercial muy desfavorable para el país. También fue asimétrica la "internacionalización del capital". La práctica común del capital foráneo (europeo, en la mayoría de los casos) fue adquirir empresas españolas, mientras no hubo apenas participación española en compañías extranjeras. El resultado ha sido la conversión de España en una plataforma de exportación de mano de obra a compañías multinacionales de capital extranjero. Emergió un nuevo "régimen regulador" (conjunto de reglas que dan forma al proceso de acumulación, y los actores sociales que las establecen). El período posterior a 1982 constituyó un periodo de transición entre una industria nacional (que se fue gestando a partir de 1960 bajo el franquismo y en los años de la transición), y una posición internacional basada en los servicios. Durante el régimen regulador "industrial nacional", los principales actores sociales eran funcionarios públicos nacionales y dirigentes empresariales, cívicos y sindicales. Bajo el nuevo régimen regulador, los actores principales pasaron a ser prestamistas extranjeros, directores de bancos y de multinacionales, altos funcionarios de la CE y funcionarios públicos vinculados a las redes internacionales”.
Este “nuevo régimen regulador” tuvo como efecto el inicio del tránsito de una economía productiva a una economía financiera con la consiguiente desindustrialización, la conversión de España en un “país de servicios” y, finalmente, la “desnacionalización” de la economía (esto es, el que sectores cada vez mayores de la economía española pasaran a estar controlados por el capital extranjero). No es que se “desregulara” la economía, sino que se reguló (en la jerga de la época, se “liberalizó”) para que beneficiara al capital financiero internacional y a la penetración de las multinacionales. Socialmente, en ese período se desmanteló la legislación laboral procedente del franquismo y, por tanto, proclamada con demasiada celeridad como “anti-obrera” y “anti-demócrata”, y se sustituyó por otra que tenía como pivote la flexibilización laboral, apoyada por los sindicatos y que, a fin de cuentas, atentaba contra los derechos de los trabajadores y era anti-obrera en la práctica diaria. Si esta era la vía que el felipismo inició, hoy no cabe sino considerar a esta política y a su impulsor sino como una de las mayores tragedias en la historia social de España.
A partir de la estatización de RUMASA (menos de 100 días después de que Felipe González jurara el cargo) resultó evidente que quienes gestionaban el poder en ese momento tenían la ambición de incluirse en la élite económica –la beautifoul people- y para hacerlo estaban dispuestos a cualquier cosa: ciertamente, el PSOE llevaba más de 40 años aquejado de una irreprimible “hambre” de poder, pero eso no le legitimaba para expropiar un holding gigantesco y liquidarlo por precios irrisorios a los amigos del poder, justo tras haberlo saneado con cargo al presupuesto público. Desde ese momento hasta cuando poco antes de estallar el escándalo que afectó a Luis Roldán (cuando, Cristina Alberdi, ministra de justicia felipista, salió en su defensa diciendo que el único pecado de Roldán era haberse lanzado “al mercado” y salir beneficiado), resultó evidente que la corrupción empezaba a generalizarse y se transformaba –como el caciquismo durante la restauración- en el principal rasgo de la estructura del poder del régimen nacido en 1978.
Lo más sorprendente es que el felipismo –que desde el principio al fin no supuso otra cosa recortes a la democracia, a los derechos de los trabajadores, una exacción continua de los fondos públicos, la malversación permanente y el comisionismo convertido en la actividad política más lucrativa- pudiera sostenerse durante trece largos años en el poder. Si lo hizo, tal como señala Petras en su informe fue porque: “En un Estado que se encamina a dominar las cadenas de comunicación y a concentrar el liderazgo en la élite política, la 'ciudadanía' se reduce a votar por un menú político de élite, en vez de ser orientada activamente a formular los contenidos del menú. En este sentido, los votantes no son ciudadanos, en la medida en que en nigún modo son miembros de una comunidad política”. Para el felipismo la “modernización” del país era la justificación para todos los desajustes que estaba teniendo el sistema. Nos decían por activa y por pasiva que esa “modernización” revertiría en la consolidación de la democracia en España... cuando en realidad ocurrió justamente lo contrario. La primera mutación se produjo en las clases trabajadores.
Hacia 1988 ya era evidente que la primera legislatura felipista ya había operado una ruptura en el interior de la clase obrera: la mutación que habían sufrido los sindicatos era elocuente. El grueso de sus afiliados ya no eran obreros de tajo y taller, sino encargados y cuadros intermedios, trabajadores fijos y funcionarios sindicales todos ellos dotados de unos salarios situados por encima de la media; por el contrario, lo que ya por entonces era el grueso de la clase obrera estaba fuera de los dos sindicatos mayoritarios; se trataba de jóvenes, trabajadores eventuales, trabajadores a tiempo parcial o irregular, nuevos contratos cada vez más en precio, con sueldos escasos, sino ridículos. El felipismo generó una fractura social e incluso generacional. En efecto, los padres eran los mejor pagados y por tanto, los hijos podían permitirse el trabajar por sueldos miserables que no les permitían vivir solos pero sí acceder al mercado del consumo. Y esto correspondía a la división laboral antes citada: los “padres” correspondían a los trabajadores fijos y los “hijos” a los eventuales. Se había iniciado la gran (y fatal) mutación que permitió diez años después a la inmigración acceder como nueva masa laboral eventual que al no disponer de “padres” arraigados en el mercado laboral tuvieron que sobrevivir a base de pisos patera, regímenes de realquiler en el que cada habitación de un piso alquilado a un inmigrante era aprovechado por éste para realquilar las habitaciones a otros inmigrantes o el desgraciado y lamentable régimen de “camas calientes” en donde las mafias de la inmigración alquilaban tres turnos de camas, cada una de 8 horas, para que los inmigrantes durmieran. Los inmigrantes, a falta de “padres” con contratos fijos, cobrando incluso menos que los eventuales nacionales, debieron agruparse para poder sobrevivir y a la vista de que algunos que habían practicado la reagrupación familiar demandaban mejores condiciones, el aznarismo más tarde inició un régimen de subsidios a la inmigración que el zapaterismo exasperó.
Durante el felipismo el miedo se introdujo en la sociedad española y contribuyó a estabilizarla socialmente: nadie protestaba porque quien lo hacía –si no era delegado sindical y estos estaban poco dispuestos a hacerlo- se arriesgaba a ser despedido y perder su estatus laboral iniciando el incierto camino del paro cuya mejor posibilidad era la de encontrar antes o después un puesto de trabajo que ya no estaría nunca más acogido a un contrato indefinido. El miedo introdujo en la segunda mitad de los años 80 el silencio ante la patronal y la aceptación de cualquier tipo de condición que el empresario quisiera imponer a sus trabajadores. Eso o el paro. Los años 60 y 70 habían quedado atrás: en esa época era posible trabajar mucho y ganarse bien la vida accediendo al sueño español (piso de propiedad, segunda residencia, vacaciones para toda la familia y utilitario). El proteccionismo franquista era especialmente visible en la contratación laboral a fin de cerrar las puertas a revueltas obreras (y también porque una parte importante del régimen estaba afecta a las ideas nacionalsindicalistas y a la doctrina social de la Iglesia con toda su carga de paternalismo social). A partir de mediados de los 80 el empleo se convierte en la prioridad número uno de los españoles. Perderlo supone una tragedia personal. Se gana dinero, pero las jóvenes generaciones, a pesar de que trabajen con denuedo, cobran poco y no pueden formar nuevas familias, la natalidad que ya flaqueaba desde la segunda mitad de los años 70 (a causa de la inseguridad de la transición, de los primeros problemas de inflación y empleo que aparecieron en esa turbulenta época y del cambio de costumbres de la sociedad española) se desploma a partir de ese momento… Y ese es otro de los elementos nuevos que aparecen y que son a menudo utilizados como excusa para justificar la llegada masiva de inmigración: la baja demografía. Era baja, en efecto, y seguía bajando, pero eso no implicaba que la sociedad fuera a medio plazo inviable, sino que la tendencia podía rectificarse mejorando la fiscalidad de las nuevas parejas que decidían tener hijos, mediante un régimen de ayudas a la maternidad y, finalmente, mediante campañas favorables al aumento de la natalidad… medidas todas ellas que individuos como Alfonso Guerra consideraban “fascistas”. Guerra llegó a quitar los “puntos” que el franquismo había concedido a los trabajadores por cada hijo que tuvieran. La “ingeniería social” practicada por Zapatero no es una fatalidad del PSOE: es una constante desde la transición (3). Veinte años después de que el felipismo saludara el descenso de natalidad como un resultado de la nueva moral sexual (¡!) y que apareciera la figura del trabajador precarizado, en 2005, Zapatero sentenciaba que había que abrir las puertas a la inmigración y aceptar lo que viniera para compensar nuestra caída demográfica reconociendo que la política social del felipismo había constituido una verdadera catástrofe para este país.
¿Qué había detrás de todo esto? La irrupción del liberalismo y la asunción de esta doctrina por parte de la socialdemocracia. Para estabilizar a un régimen de este tipo es preciso que las clases populares, la mayoría de la población, esté instalada en la inseguridad y que ella misma se vaya instalando en esos pagos. Un trabajador que con su pareja apenas gana 2.500 euros, que está pagando una hipoteca y el plazo de un vehículo y le quedan todavía décadas por liberarse de estas deudas, difícilmente se “portará mal”, tenderá a ser un ciudadano inhibido de cualquier cosa que le pueda causar problemas, estará ausente de cualquier protesta e incluso aceptará que lo degüellen si eso le pudiera mantener en su status laboral y en la seguridad de que podrá seguir pagando (en un plazo remoto) su última deuda.
A lo que hay que añadir el entartaintment, la doctrina del entretenimiento enunciada por Zbgnieg Brzezinsky en la primera mitad de los años 70 y que puede resumirse así, de la misma manera que el imperio romano al iniciarse su fase crítica y cuando los problemas se acumularon para la población, decidió ofrecer a sus ciudadanos “panem et circensis”, ahora, los regímenes capitalistas a la vista de las crisis que tendrían que ver en las décadas siguientes solamente podría desmovilizar las protestas mediante el recurso al espectáculo. No fue por casualidad que durante el período de Felipe González se pusiera especial énfasis en el desarrollo de las televisión privada, se incentivara la creación de canales regionales de TV y, finalmente, se universalizara la contemplación de cualquier deporta, especialmente el fútbol, que, en su conjunto se convirtieron en un verdadero “opio del pueblo”, o sin utilizar un lenguaje tan arcaico, pasaran a ser el elemento desmovilizador y narcotizante de la ciudadanía.
No es raro que durante los años de Felipe González la sociedad civil, el asociacionismo, entraran en crisis. Inmediatamente después de la subida del PSOE al poder ya se hablaba de “desencanto”. Diez años después, el desencanto se había transformado en frustración y decepción y lo que era peor “absentismo” de cualquier actividad comunitaria o política con el consiguiente repliegue a lo particular. Los únicos sectores políticamente activos pertenecían a la extrema-izquierda entre cuyos tópicos figuraba desde el episodio del asesinato de Lucrecia Pérez (4)
Esta característica introducida por el felipismo contribuyó a crear un clima de condescendencia hacia la inmigración. En aquellos años, la inmigración era un fenómeno todavía virginal, los inmigrantes eran todos considerados como reediciones de la desgraciada Lucrecia Pérez, y en realidad eran algo mucho más terrible: el ejército de reserva del capitalismo liberal que se estaba formando en aquel momento y cuya función era tirar a la baja de los salarios aumentando artificialmente el número de trabajadores en busca de un empleo y, consiguiente e inapelablemente, reduciendo el precio de la fuerza de trabajo (5). Negar la repercusión negativa de la inmigración en el coste de la fuerza de trabajo es negar la lógica más elemental que rige la economía de mercado. Hoy no puede cuestionarse –a menos racionalmente, harina de otro costal es si lo que se pretende es negar contra toda lógica los argumentos anti-inmigracionistas recurriendo a la interpretación torticera de estadísticas o simplemente a su falseamiento amparados moralmente en el hecho de que la realidad es susceptible de generar “xenofobia y racismo”. Ya hemos recordado en la introducción que aunque el PIB español haya crecido entre el 3% y el 4% en la década que va entre 1997 y 2007, los salarios reales han disminuido especialmente en construcción, hostelería, servicio doméstico y agricultura. Dicho de otra manera: la inmigración, desde el principio, perjudicó a las franjas salariales peor pagadas de estos cuatro sectores (6).
James Petras tenía razón en situar el papel felipismo como elemento transformador de la sociedad española cumpliendo el encargo de asignarle un lugar en la división internacional del trabajo: ese lugar era la desindustrialización de España y su conversión en un “país de servicios”. Lo más sorprendente –y lo que verdaderamente sorprendió a Petras- fue que los “progresistas” admitían la gestión de Felipe González y el contraste entre sus propuestas de la transición y la tarea de gobierno diametralmente opuesta a sus principios desde la integración en la OTAN hasta la defensa cerrada de liberalismo. Escribía Petras: “Es llamativa la indiferencia de los progresistas frente al destino de millones de ciudadanos mal pagados y subempleados sin futuro. ¿Dónde están?” y él mismo se respondía: “Están activos; pero concentran su actividad en asuntos que afectan a minorías que representan a lo sumo un 2% de la población: minorías étnicas, drogodependientes, prostitutas, gays y lesbianas, racismo, acoso sexual... ¿Por qué eluden un compromiso con la realidad nacional y social?”. El felipismo entendió pronto que luchar por los derechos de las minorías no le comportaba ningún riesgo de enfrentarse al capital, harina de otro costal era asumir la defensa de los desheredados y de los trabajadores: implicaba la posibilidad de chocar con el capital, la alta finanza, las multinacionales y los conglomerados mediáticos que asumía su defensa en tanto que eran creación suya. Las minorías empezaron siendo para el felipismo la coartada moral que implicaba pocos riesgos. Además, las ONGs se conformaban con unas subvenciones que permitían que una parte de los fondos concedidos revirtieran en forma de gabelas a los mismos que las concedían, permitían “colocar” a los amigos o a los familiares, y finalmente generaban “buena conciencia”. Fue a partir del felipismo cuando las ONGs más absurdas empezaron a ser jugosamente subvencionadas y desprovistas de toda forma de fiscalización a pesar de vivir de los dineros públicos. La tendencia no varió con el aznarismo que siguió subvencionando a esas ONGs en la inmensa mayoría de los casos absolutamente inútiles y, finalmente, el zapaterismo extremizó esta práctica dilapidando fondos en los proyectos más absurdos, distantes y enloquecidos. Paralelamente, mientras el PSOE hablaba del 0’5% de ayuda al desarrollo, mientras entregaba fondos a espuertas para “tareas humanitarias”, desviaba la atención del problema central que se estaba generando: la pobreza iba en aumento en España, el empleo se precarizaba, la corrupción se enseñoreaba del Estado, los ayuntamientos y las comunidades autónomas. El régimen de subsidios y subvenciones que ha conocido bajo el zapaterismo su período dorado, nació con el felipismo y se mantuvo durante el aznarato. Nadie, absolutamente nadie, ningún gobierno ni de centro-derecha ni de izquierda es completamente inocente del desbarajuste que está rodeando al fenómeno migratorio en España.
Pero hubiera sido imposible llegar a ese desbarajuste sin establecer antes el marco legal a… vulnerar. Fue en 1985, cuando el felipismo trató de evitar (por imposición del club europeo) que España se convirtiera en la puerta trasera por la que se colaban millones de inmigrantes en el viejo continente. Por entonces España no estaba todavía integrada en la Comunidad Europea así que la Ley Orgánica 7/1985 de 1º de julio sobre Derechos y Libertades de Extranjeros en España tenia como finalidad establecer restricciones a la llegada de inmigrantes a nuestro país. La ley era restrictiva y se dijo que era de las más duras de Europa. Objeto de un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el Defensor del Pueblo, la sentencia del Tribunal Constitucional 115/1987 de 7 de julio, que anulaba algunos artículos (art. 26.2, párrafo segundo, el inciso «y solicitar del órgano competente su autorización» del art. 7 de la Ley Orgánica 7/1985, de 1 de julio, el art. 8.2 de la Ley Orgánica 7/1985, de 1 de julio, el inciso segundo del art. 34 de la Ley Orgánica 7/1985, de 1 de julio, «en ningún caso podrá acordarse la suspensión de las resoluciones administrativas adoptadas de conformidad con lo establecido en la presente Ley»). La Ley, hecha a prisa y corriendo para satisfacer a los futuros socios europeos y el aumento de los flujos migratorios experimentada a causa de los eventos del 92, generaron la necesidad de una nueva ley que se elaboró cuando todavía persistía el impacto del asesinato de la dominicana Lucrecia Pérez y estaba al frente del ministerio Cristina Alberdi. Por entonces ya existían asociaciones de inmigrantes que presionaron al gobierno y llegaron a exigir que la reagrupación familiar fuera automática y entendida como “derecho fundamental” (véase El País. 18, abril, 1985), realizada por la presidente de Madres Dominicanas, Bernarda Jiménez, de la misma nacionalidad que Lucrecia Pérez. Otras asociaciones siguieron insistiendo en que la ley daba excesivo protagonismo a la policía en materia de inmigración planteándose que cuando España ocupara el semestre de presidencia europea, se redactara una nueva ley a lo que Felipe González accedió (y, por supuesto, no cumplió). En esos años también empieza a parecer en los medios la retórica de la “integración” como objetivo fácilmente alcanzable (a pesar de que nunca se había alcanzado, y nunca se alcanzaría en país alguno de Europa) pero el nuevo mito mediático ya estaba lanzado al terreno y a partir de ahí de lo que se trataba era de dilapidar cuantos más fondos mejor en “proyectos de integración”, los mismos que sistemáticamente habían ido fracasando en Europa. Pero en aquel tiempo los socialistas españoles, completamente ignorantes de lo que estaba ocurriendo en países como Reino Unido, Francia, Holanda, Alemania, pensaban que más allá de nuestras fronteras todo iba bien y que si existían tensiones era por la presencia de grupúsculos xenófobos y racistas, los mismos que habían asesinado a Lucrecia Pérez. El PSOE no podía evitar coquetear en aquella época con el “papeles para todos”, de la misma forma que su sindicato y sus juventudes estaban completamente instalados en esa ficción al calor de la cual José Luis Rodríguez Zapatero formaría su criterio político en la materia.
El 26 de octubre de 1992 una comisión interministerial del Gobierno aprobó un anteproyecto de ley para agilizar la concesión de visados a los familiares de los cerca de 110.000 inmigrantes instalados legalmente en España, es decir sobre la reagrupación familiar de los trabajadores extranjeros establecidos en España. La comisión no fijó ningún límite numérico a esta reagrupación. Por entonces, las cifras oficiales de inmigrantes extracomunitarios no superaban los 150.000. Así pues, esta ley, aprobada en un momento en el que la cifra de inmigrantes era baja, no preveía el boom del fenómeno. Al producirse éste, la política de reagrupación familiar fue solo uno más de los muchos elementos que confluyeron a la cristalización del “efecto llamada”. Solamente a principios de septiembre de 2003, manifestó su intención de limitar la reagrupación familiar a los cónyuges, hijos y padres. Y desde luego no se trataba de una propuesta muy sincera sino simplemente tranquilizadora porque en las encuestas del CIS hacia dos años que la inmigración aparecía entre los cuatro grandes problemas que preocupaban a los españoles.
La lectura de las noticias de aquella época hace casi sonreír. La muy felipista Comisión Interministerial de Extranjería acordó con toda solemnidad poner en marcha diversas medidas para reforzar la persecución del trabajo clandestino realizado por los inmigrantes y la explotación de estos empleados por parte de empresarios españoles… Eso mismo volvió a proclamar años después con no menos solemnidad Jesús Caldera tras la regularización masiva de febrero-mayo de 2005 cuando reiteró que los empresarios que contrataran a ilegales serían duramente castigados. Y lo mismo volvieron a hacer los socialistas en 2010 cuando la necesidad de recaudar más fondos imponía actuar contra el trabajo negro. En ninguno de estos casos, por muchas comisiones creadas y mucha solemnidad con que se enfatizaron las frases, se consiguió absolutamente nada.
En octubre de 1993, la administración socialista proclamaba –en medio de la penúltima gran crisis económica que vivió nuestro país hasta la fecha- que España había dejado de ser un país “de emigrantes” sino país “de inmigración”, algo que, por algún motivo y contra toda lógica, el felipismo consideraba un éxito (seguramente porque esa era la orden emanada de los centros de poder económico mundial). El director general de Migraciones del Ministerio de Asuntos Sociales, Raimundo Aragón, fue el encargado de llevar a la opinión pública este triunfalismo en un curso organizado en la Universidad de Oviedo. Según Aragón, se podía decir que desde el año 1974 ya no se emigra de España, como demuestra que en 1991 sólo unas 10.000 personas salieran del país y que sólo un 5 por ciento de la población haya expresado su deseo de vivir en el extranjero. Aragón afirmó que, por el contrario, la inmigración "ha sufrido una evolución distinta" y ha registrado un fuerte incremento, favorecido en parte por el proceso de regularización de inmigrantes desarrollado a partir de la denominada Ley de Extranjería de 1985.
Un año después, en 1994, el gobierno socialista aprobó un plan para la integración social de los inmigrantes –el primero de una larga serie de proyectos descarrilados todos y sobre los que nadie ha pedido explicaciones de a dónde han ido a parar los fondos dilapidados-, promovido por la entonces ministra socialista de Asuntos Sociales, Cristina Alberdi (pasada en 2004 al PP cuando parecía que este partido revalidaría su triunfo electoral y nadie daba un duro por aquel iluminado que parecía ser José Luis Rodríguez Zapatero, y que efectivamente lo era no solamente cómo suponía buena parte del país, sino mucho más de lo que era capaz de suponer el país). La Alberdi consideraba preocupantes que hubieran aparecido “algunos fenómenos racistas" (una vez más se refería al Caso Lucrecia porque examinando la prensa de la época -1994- se constata que no hubo absolutamente ningún otro incidente racista digno de relieve) y expresaba su preocupación y la del gobierno por “estos posibles brotes de xenofobia". Lo más significativo de ese proyecto de integración fue la creación del Observatorio de Inmigración y del Foro de los Inmigrantes instrumentos que debían desarrollar el plan. El primero debía servir para realizar diagnósticos cuantitativos y cualitativos sobre la naturaleza del flujo de inmigración que llegaba a España. Casi veinte años después de aquellas iniciativas, ya sea en su versión original o en la remodelación que impulsó Consuelo Rumi en 2006, no sirvieron absolutamente para nada salvo para dilapidar fondos.
Otra de las curiosidades de la época consistió en la reunión plenaria del Senado el 5 de julio de 1990 en el curso de la cual el PP pidió “enérgicamente” la regulación de la inmigración en España. En una loable defensa a los derechos de los inmigrantes, el portavoz del grupo, José Miguel Ortí, aseguró que la Ley de Extranjería “no sólo está produciendo lesiones de los derechos y libertades de los extranjeros en España, sino que está dando lugar a reacciones de xenofobia en sectores minoritarios de nuestra población”… Ortí, no estaba tocado con el don de la videncia y no podía prever que una vez instalado en el poder con mayoría absoluta, el PP aprobaría una ley más restrictiva... que, paradójicamente, tampoco tendría ningún efecto regulador.
El Plan de Inmigración felipista debería “sentar las bases para afrontar el incremento de refugiados e inmigrantes que se producirá antes del año 2000”, tal como anunció. Alberdi, que calificó de "generosa" la política de España en materia de inmigración, advirtió que "vamos hacia una sociedad multicultural y multiétnica en la que el respeto y la tolerancia serán valores básicos"… era la primera vez que un miembro del gobierno socialista en ejercicio de su cargo hablaba en estos términos que luego se harían habituales en el zapaterismo.
Efectivamente, la postura del PSOE podía ser considerada como “generosa” y así lo reconocía en agosto de 1994 la Fundación Agnelli en la conclusión del informe “El Islam en Europa”. España era considerada como el país de la Unión Europea (UE) que concedía mayores reconocimientos a la religión islámica, pese a que la inmigración a esa nación era un fenómeno muy reciente y que la población de fe musulmana no superaba el 0,6 por ciento del total en aquellos años. "España, Italia y Grecia –señalaba el informe- se han convertido en meta de los flujos migratorios a partir de mediados de la década de los 80, a menudo considerados como países de primer acceso para luego posiblemente proseguir hacia las naciones más apetecibles del norte de Europa". Según el informe, el acuerdo del 28 de abril de 1992 entre el Estado y la "Comisión Islámica de España" concedía "mayores reconocimientos a la religión islámica”.
En efecto el gobierno felipista, reconocía que el Islam es "de tradición secular en nuestro país y de relevante importancia en la formación de la identidad española". Seguramente querían decir que la identidad española se forjó precisamente en la lucha contra el Islam desde la batalla del Guadalete hasta Lepanto... No es precisamente “memoria histórica” lo que sobra en el socialismo español, sino abundancia de tópicos prendidos con alfileres y de criterios históricos mal asimilados y peor vulgarizados.
Llama también la atención que en los últimos veinte años no hayan aparecido problemas nuevos relacionados con la inmigración que los que ya empezaban a fraguar durante el felipismo. A título de ejemplo podemos citar las El 10 de enero de 1994, el flamante subsecretario de Interior, Fernando Puig de la Bellacasa, aseguro que “las autoridades españolas serán inflexibles con la delincuencia extranjera” añadiendo, no sin razón que “los primeros beneficiados de esta lucha son los extranjeros que viven y trabajan de una forma normal en España". Las declaraciones que dio a “El País” recién ascendido a número tres de Interior vale la pena recordarlas. Dijo por ejemplo: que la llegada de inmigrantes a España "es un fenómeno positivo, en términos de enriquecimiento social y cultural". Añadió luego que "En caso de que no consigamos controlarlo estaríamos dando una base para la explotación de esta mano de obra de forma abusiva y estaríamos creando un ambiente que favorecería la xenofobia". Identificó a las mafias como las grandes beneficiarias del conflicto. Y no estuvo muy afortunado cuando aludió a que “es un tópico que España sea la frontera sur de Europa en cuanto a inmigración. España tiene menor presión migratoria del sur que muchos países del norte de Europa". O, para tranquilizar a la opinión pública explicó, con una seriedad pasmosa que "desde el verano pasado las embarcaciones detectadas han sido menos", atribuyendo dicho descenso al “esfuerzo” de las autoridades marroquíes. Más lúcido estuvo cuando declaró al finalizar la entrevista que "Otro tópico es que los flujos migratorios son incontrolables y que están relacionados con el hambre. Los niños famélicos de Sudán no emigran", dijo el nuevo subsecretario.
Esa tendencia a tranquilizar a la opinión pública es la que luego, examinando archivos de prensa, produciría carcajadas de no ser por la gravedad de los hechos. Fíjense sino; el 28 de octubre de 1992, el ministro marroquí en el Exterior, Ratig Haddaui, dijo que la colaboración hispano-marroquí para controlar la inmigración ilegal "empieza a dar sus frutos", tras ser recibido por el Defensor del Pueblo, Alvaro Gil Robles. El ministro de la Comunidad Marroquí en el Exterior se mostró satisfecho por "todo lo que hace el Gobierno español" y subrayó que hay determinados problemas que no se pueden resolver sin una colaboración muy estrecha entre ambos gobiernos. Haddaui afirmó que la situación de los marroquíes en España "mejora día a día" y anunció que "las cosas van a mejorar mucho más en las próximas semanas". Es evidente que algo ha pasado para que algo más de diez años después, la situación sea justamente la peor de todas las posibles.
Quedaba aludir, por supuesto, a la zona más candente de todo el problema: Ceuta y Melilla. Sin exagerar podemos decir que Felipe González es el responsable del vuelco demográfico producido en estas plazas y del consiguiente aumento del islamismo.
En 1985, la Ley 7/1985, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, como era de prever, suscitó problemas en Ceuta y Melilla. Un número extraordinariamente alto de ciudadanos de origen marroquí radicados en estas plazas, carecían de la documentación suficiente para residir con plenitud de derechos en estas dos ciudades. Cúmplase la ley: luego expúlsese a los ilegales. Demasiado como para pensar que el felipismo sería consecuente con su propia legislación. En noviembre de 1985 se produjeron incidentes que fueron presentados en Marruecos como principios de una insurrección de las comunidades musulmanas. La cosa no llegó muy lejos y pronto la agitación remitió dando paso a un acuerdo entre la comunidad musulmana y el gobierno español que triplicó el número de nacionalizados españoles de religión islámica y procedencia marroquí. A nadie se le escapaba –sólo al gobierno del PSOE- que se trataba de un error y, más en concreto, de una muestra de debilidad. Aumentar la presencia de una comunidad objetivamente dispuesta a sostener las posiciones de Marruecos, constituía la baza más fuerte de la partida entregada gratuitamente a Marruecos por el gobierno de Felipe González. Hassán II decidió dar un nuevo paso al frente, proponiendo la creación de una “célula de reflexión” y para ello utilizó un lenguaje deliberadamente conciliador. Hassán II, mucho antes que Zapatero, había inventado el recurso al “talante” para “proponer soluciones dentro del marco de los derechos imprescriptibles de Marruecos y de los intereses vitales de España”. El gobierno español se negó: había percibido, finalmente, que la ambigüedad y la debilidad no eran los mejores argumentos ante Hassán II.
Esta dificultad hizo que Hassán II variara su estrategia. Para colmo se le venía encima una crisis económica sin precedentes y la población juvenil prefería emprender el camino de la inmigración antes que permanecer en una patria que no ofrecía perspectivas. El mundo islámico, por lo demás, también estaba en permanente mutación a partir del ascenso de Jomeini al poder en Irán. Hassán II, para preservarse del potencial desestabilizador de todos estos elementos, intentó un alineamiento con los países occidentales y abordó el inicio de su idilio con los EEUU que su hijo ha concluido con la firma del Acuerdo de Libre Comercio de 2004.
En 1990, cuando EEUU llamó al orden a Irak tras la ocupación de Kuwait, Marruecos participó en la coalición internacional. Logró, a través de la influencia francesa, un acuerdo de asociación con la CEE mediante la cual fue recibiendo jugosas ayudas para programas de cooperación. Incluso con España, Rabat estuvo en condiciones de trenzar acuerdos de amistad y cooperación. En 1985 adquiría material de guerra en nuestro país (error: no hay nada peor que contribuir a rearmar al adversario geopolítico). Oficialmente, ambos países vivían un nuevo idilio presidido por un ambiente de armonía y comprensión recíproca. Sin embargo, los problemas se multiplicaban y acumulaban: las exportaciones de hachísh a Europa empezaban a ser masiva, los productos hortofrutícolas marroquíes suponían una competencia desleal para los productos españoles y, además, entraban en los mercados europeos pasando por España, la inmigración marroquí estaba invadiendo Europa y, más en concreto, Francia y Bélgica. Marruecos creaba problemas y Europa (particularmente España) financiaba a Marruecos. Error: no financies a quien te crea problemas.
En 1988 España concedió un crédito multimillonario a Marruecos. En 1989 se firmaron acuerdos de protección de inversiones y cooperación militar. Poco después se sabía de un faraónico proyecto de unir España y Marruecos mediante un puente o un túnel submarino. Se institucionalizaron las conferencias bilaterales, de rango similar al que España celebraba con países europeos. Finalmente, el 4 de julio de 1991 se firma un Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación, ratificado en 1993. A este acuerdo siguió otro firmado en 1993 para el desarrollo del Norte de África y, en 1996, otro más para cambiar deuda externa por participaciones empresariales; y, finalmente el acuerdo para combatir el cultivo de cannabis… El cultivo del cannabis es ahora un 250% mayor al del momento en que se firmó el acuerdo. Error: no firmes tratados con alguien que, día a día, evidencia no ser un buen vecino.
En 1994, Marruecos volvió a la carga en su parlamento reivindicando la devolución de los “enclaves coloniales” y todo el asunto de la “célula de reflexión”. El primer ministro Adelatif Filali, volvió a insistir en la “recuperación de las dos ciudades usurpadas, Ceuta y Melilla, y las islas vecinas” y, ante NNUU, aludió a “las últimas colonias en África”. Ayuda, cooperación, a cambio de reivindicaciones e insultos. Error: no ayudes a quien te insulta.
En realidad, toda la política felipista en materia de inmigración había sido un enorme, increíble y fenomenal error que repercutiría negativamente en los veinte años siguientes.
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