viernes, 17 de agosto de 2018

365 QUEJÍOS (111) – MASACRES ESTÉTICAS


Yo no sé, verdaderamente, en qué tienen la cabeza determinadas personas (habitualmente mujeres, pero también machitos hechos y derechos) para entrar voluntariamente en un quirófano sin que su vida les vaya en ello y someterse a las operaciones más absurdas que hayan ideado mentes similares a las del doctor Frankenstein. Todo esto viene a cuento de que, ayer, en uno de esos banales cambios de canales sin esperanzas de encontrar algo de interés en las televisiones generalistas, me veo una tertulia femenina en la que aparece una chati extraña de la que cuentan que se trata de la versión 2.0. de Melanie Griffith y con la que cualquier parecido con su propia versión 1.0. era pura coincidencia. La cosa sería banal si no fuera porque da que pensar sobre las masacres estéticas que se hacen, no solamente las divas o ex divas de Hollywood, sino también las chonis poligoneras de nuestros lares. Cada cual es libre de masacrarse como quiera, pero, digo yo, ¿cómo es que nadie les advierte que todas las que han pasado por la sala de cirugía o se han arreado latigazos de bótox, han empeorado físicamente? De eso es, precisamente, de lo que me quejo: de que la industria de la cirugía estética no sea considerada “crimen contra la humanidad”.

Desde muy pequeño, en los años 50, he oído hablar de la cirugía estética. Incluso un antiguo conocido se ha dedicado a ello y, desde luego, con más fortuna que los que estudiaron con él y hoy remedian enfermedades o realizan operaciones a vida o muerte sobre pacientes terminales. En los años 50 y 60 era muy evidente a quién operaban de lo que se solía hacer en la época: corregir narices femeninas demasiado aguileñas. El resultado era siempre el mismo: una nariz que se notaba retocada, pero que, en cualquier caso, era más discreta que la original, aunque llamaba la atención porque parecía hecha a troquel. Todas las narices de esa época –y había varias entre las actrices de televisión de aquellos años- salían iguales.

Luego empezó a ponerse de moda cierto tipo de espectáculo en el que la vedette no era tal, sino un tipo nacido varón pero que, por alguna malformación genética o mental, tendía a imitar los comportamientos femeninos. Hubo varios conocidos. Los amores entre Amanda Lear y Salvador Dalí, que la tenía como cristalización del mito del andrógino que le obsesionaba, hicieron que tras el travestimos, el transexualismo se convirtiera en algo, raro, pero, en cualquier caso, posible. En Brasil, país con pocas guerras y mucho culto al cuerpo, los cirujanos estéticos en lugar de remedios los destrozos ocasionados por la metralla, se preocuparon mucha más de remediar, en la medida de lo posible, los destrozos generados por la edad. De allí partió lo que en la actualidad se ha convertido en la casquería estética. Cuando las técnicas llegaron a EEUU y empezaron a ser compartidas por los divos de Hollywood, aquello se convirtió en un negocio universal.

De poco importaba que rostros agradables y bonitos se convirtieran en tristes irrisiones de lo que fueron un día. Sus portadores vivían de su imagen y querían conservarla joven. Pero engañar el tiempo resulta vano. Puedes intentarlo, pero el tiempo, finalmente, termina dando el verdadero rostro a lo humano. A partir de los 50 años, cada cual tiene el rostro que merece. Modificarlo es una muestra de titanismo: es decir, la posibilidad de ser derrotado –y de qué manera- por los dioses del tiempo. Y estos son inexorables. Cronos, su titular, se comió a sus hijos y fue el dios con el que comenzó la Edad Oscura.  No se puede engañar al tiempo, como no se puede engañar al hambre chupándose un dedo.

El resultado son rostros deformes, labios amorcillados, pómulos cornúpetas, tetas de imitación, siempre inexpresividad facial, caras de pasmo. Dicen que el diablo es el “mico de Dios”, el imitador. Habitualmente, lo que se obtiene con los tránsitos voluntarios por los quirófanos de estética, incluso por la simple silla de peluquería en donde te arrean el pelotazo de bótox, es convertirse en una imitación de sí mismo, en una irrisión patética, triste.

No importa quién, no importa el nivel del destrozo estético, siempre que alguien se amorcilla los labios o se hace un retoque, deja de ser él para convertirse en una mala imitación de sí mismo. Nos dejamos de fijar en él como persona, para no poder evitar centrar toda nuestra atención en ese labio anómalo o en el ese pecho que de tan artificial parece modelado por un orfebre poco dotado. Y en todas partes cuecen habas: en la Buchinger de la Costa del Sol van con tiento, en Hollywood andan desbocados y en los antros frecuentados por nuestra chonis poligoneras, los destrozos son de juzgado de guardia. Pregunta final: ¿Qué tienen el común los rostros que lucen hoy Isabel Preysler, la pobre Mellanie Griffith o la carpetovetónica Belén Esteban? Respuesta, sus versiones 2.0. son una caricatura de la versión original.

Es posible que el paso del tiempo vuelva tarumba a algunos. Pero, mil diablos, ¿es que sus hijos, sus amantes, sus amigos más íntimos, sus confidentes o un escrito anónimo no les dicen que han cometido un gran error entrando voluntariamente y sin necesitarlo en un quirófano? Me quejo de que la falta de sinceridad es uno de los males del siglo.

http://eminves.blogspot.com/2014/03/baltikum-de-dominique-venner.html