sábado, 19 de septiembre de 2015

Notas otoñales sobre los EEUU (I de II). Los tres despertares religiosos de los EEUU


Se ha dado en llamar “despertares espirituales” a las distintas oleadas de renovación en materia de religiosidad (o seudo-religiosidad) producidas en los EEUU durante los últimos 250 años. A pesar de tratarse de un fenómeno local, estos “despertares” han tenido repercusión en el resto del mundo, en particular, el último, el llamado “Tercer Gran Despertar Espiritual”.

Este “despertar” se inicio a mediados de los años sesenta del siglo XX nacieron y alcanzaron una creciente influencia en EEUU, nuevos movimientos religiosos. Casi todos ellos, hunden sus raíces en movimientos anteriormente existentes, pero, la novedad es que irrumpen con una fuerza inusitada que antes no tenían. Siempre, desde finales del siglo XIX, habían existido movimientos religiosos, más o menos, exóticos, pero solamente a partir de los años sesenta del siglo XX alcanzaron un carácter masivo, se situaron más cerca de las esferas de poder y lograron implantarse a nivel planetario. Siempre, así mismo, han existido movimientos evangélicos cristianos, pero hasta las dos últimas décadas del siglo XX, no influyeron decisivamente en la política y en la vida social americana.

Algo está pasando en América que no somos capaces de percibir en su totalidad; algo que nos salpicará a todos; mejor dicho, que nos está salpicando ya. Estamos perdidos en pleno bosque y la vegetación nos impide tener perspectiva del paisaje global, pero lo cierto es que se está produciendo una renovación religiosa que, partiendo de EEUU, tiende a crear un “nuevo orden religioso mundial”. Es, seguramente, un efecto de la globalización, pero es, también, algo más que eso. Vale la pena recordar la importancia de estos tres “grandes despertares espirituales”.

El Primer y el Segundo Gran Despertar Espiritual Norteamericano

Gottlieb Mittelberger, un observador alemán que recaló en las colonias de nueva Inglaterra, expresó con claridad la situación en 1754; recordó que en Filadelfia existían 12 iglesias, pero también 14 destilerías de ron… En esa época bullía lo que se ha dado en llamar «Primer Gran Despertar» que, que finalmente, cristalizó de la mano de George Whitefield, un predicador carismático, llamado el «Gran Itinerante». No le costaba reunir a 10.000 fieles reclutados entre los baptistas y la periferia más extrema del puritanismo, lo que nos indica que a mediados del siglo XVIII, las excentricidades religiosas ya recogían el fervor de un sector mayoritario de la sociedad americana. Whitefield realizó en 30 años, siete giras continentales y su actividad hizo crecer la influencia del puritanismo más extremo y excéntrico. Otros siguieron su obra dentro del marco del Primer Gran Despertar.

Se trató, ciertamente, de un «despertar espiritual», pero que tuvo orientaciones muy diferentes. De un lado, es innegable que tuvo una componente «iluminista». Tampoco en este terreno nada ha cambiado en la modernidad con respecto a la tradición religiosa de los EEUU. El iluminismo cree en la posibilidad de una brusca comprensión de la verdad, mediante un diálogo directo con Dios. En este diálogo el síntoma más significativo es la caída de un velo y la percepción intuitiva de una nueva realidad. Uno de sus predicadores, Samuel Jhonson lo había expresado magistralmente cuando definió lo que sintió al leer una obra de Francis Bacon: «me había sentido como aquel que emerge de las sombras y se encuentra de pronto con la luz de un día soleado». Este tipo de experiencias eran consideradas como «liberadoras» y, no hay absolutamente nada que separe esta visión de la que mantienen los «cristianos renacidos» en los EEUU desde los últimos años del siglo XX.

Pero lo importante es recordar también la otra tendencia del Primer Gran Despertar. Samuel Jhonson fue, así mismo, primer presidente del King’s Collage. Otro predicador puritano y congregacionista, Eleazar Wheelock fue, también, fundador de una escuela para niños indígenas que luego se convirtió en la Facultad de Dartmount especializada en estudios de los clásicos. Esta segunda tendencia del Primer Gran Despertar tuvo una repercusión particular en el terreno formativo y educativo y repercutió en el contenido mismo de las enseñanzas. Además, a partir de 1785, los anglicanos de Boston adoptaron una teología no trinitaria y se convirtieron en la primera «iglesia unitaria» de Norteamérica. A partir de ese momento, aparece un nuevo tipo de confesión religiosa que ya no tiene absolutamente nada que ver con las europeas.

El resultado de este Primer Gran Despertar, previo a la lucha por la independencia de las colonias y que allanó el camino hacia este proceso, fue la constitución de una nueva forma religiosa basada en cinco puntos: 

1) énfasis en la predicación,
2) ausencia casi completa de clero,
3) liturgia reducida a la mínima expresión,
4) aumento del valor de la experiencia individual y
5) moralismo como eje central aplicado a la vida cotidiana y a la enseñanza.

El logro fundamental fue que el Primer Gran Despertar dio una identidad común a todos los núcleos de población dispersos por la Costa Este. Hasta entonces, cada comunidad parecía aislada de las demás y tenía inevitablemente a una secta religiosa como corriente mayoritaria. Cada colonia era un mundo aparte y estaba vinculado con el exterior sólo a través de Londres. Con la aparición del Primer Gran Despertar, se forma una conciencia colectiva, se establece un denominador común, autónomo y autosuficiente de la metrópoli. Es significativo que, en realidad, Whitefield, predicador itinerante recorriera todas las colonias de forma incansable. Cuando murió, fue el primer norteamericano recordado tanto en Georgia como New Hampshire. Whitefield fue la primera figura pública «norteamericana». Gracias al Primer Gran Despertar y a sus predicadores las colonias comprendieron lo que tenían en común.

Como hemos visto, el Primer Gran Despertar espiritual norteamericano daría lugar al movimiento que cristalizó en la independencia nacional. A partir de ese momento, se  inicia un período de rápido desarrollo económico, afluencia masiva de inmigrantes europeos que huían de las guerras napoleónicas y de los destrozos de la Revolución Francesa, y un espectacular crecimiento demográfico que hacía necesaria la producción de bienes en cadena. Mientras todo este proceso socio-económico se activaba, los valores de Norteamérica, especialmente religiosos, seguían vivos. Pero a partir de 1790, cuando la lucha por la independencia empezaba a quedar lejos, apareció una nueva forma de religiosidad que ha dado en llamarse «Segundo Gran Despertar». Todavía harían falta 200 años más para que se generase el «Tercero», que prosigue todavía en nuestros días.

Ya ese Segundo Despertar tuvo como instigadores a predicadores itinerantes que organizaban grandes asambleas públicas generando histeria colectiva y crisis liberadoras para muchos asistentes. El movimiento irradió a partir del Estado de Kentucky. Los predicadores excitaban hasta el frenesí a los asistentes situándolos en una especie de trance profundo e innegable. En el punto culminante, algunos de los asistentes caían al suelo con un grito penetrante, se convulsionaban, mováin la cabeza de un lado a otro vertiginosamente y luego parecían como muertos. Algunos caían en una risa espontánea e irrefrenable pero, en absoluto, contagiosa; en otros se producían extraños fenómenos paranormales, el sujeto, tras danzar, parecía estar ausente con una sonrisa beatífica en el rostro. Los había que «huían por miedo» según un testigo, y otros cantaban «con el cuerpo», sin que el sonido surgiera de sus labios. Puede parecer algo extraño, e incluso alguien sospechará que las descripciones están falseadas, pero, en realidad, nada de lo dicho es diferente de lo que ocurre, aquí y ahora, en las asambleas de los «cristianos renacidos», ni en sus principios, ni en su fenomenología.

Este movimiento, que alcanzó a prácticamente toda la sociedad norteamericana, generó las grandes organizaciones religiosas específicamente norteamericanas en los años siguientes: cuáqueros, mormones, e incluso al movimiento dietista del doctor Kellogg, ya en la segunda mitad del siglo. El Segundo Gran Despertar duró casi 75 años y condujo directamente a la Guerra de Secesión.

En buena medida, el desencadenante emotivo de la guerra fue la novela de Harriet Beecher Stowe La Cabaña del Tío Tom. El libro presentaba una situación de inhumanidad con la que eran tratados los esclavos que no se correspondía absolutamente en nada a la realidad. De hecho, la Beecher jamás había viajado al Sur y los suplicios y crueldades a los que eran sometidos los negros, salió de su imaginación. Se trataba de una fanática presbiteriana que creía que el espíritu del Segundo Gran Despertar era imprescindible para la formación de la conciencia nacional americana. Pensaba que la sociedad de su tiempo vivía una fuerte corriente materialista que sólo podía ser contrarrestada mediante la práctica religiosa intensiva y enérgica. Religión, política y cultura debían caminar al mismo paso y ser hijas de la misma matriz, sostenía la Beecher. La única forma, para ella, de alcanzar esa meta era realizando un esfuerzo mesiánico que tensara las cuerdas de la sociedad americana y le diera un nuevo impulso. Ese esfuerzo era la conquista del Oeste (había dicho «está claro que el destino religioso y político de la nación habrá de decidirse en el oeste») y el «evangelismo» como medio para unir a los hombres y mujeres de la frontera en un mismo ideal. Lo que entendía por «evangelismo» era exactamente el mismo concepto que hoy tenemos de «fundamentalismo cristiano». Y si era preciso movilizar conciencias contra el Sur en nombre de la lucha contra la esclavitud, no iba a reparar en los costes y en el dolor de esa iniciativa: simplemente, para ella, era necesaria por el bien de Norteamérica.

En aquel momento, las dos confesiones más arraigadas eran los metodistas, confesión más extendida en 1844, seguidos por los baptistas en el sur. Entonces aparecieron los movimientos escatológicos y milenaristas que hoy, nuevamente, han recuperado la iniciativa con los «cristianos renacidos».

En 1818, William Millar, un baptista del sur, estudió detenidamente los textos bíblicos y concluyó que el mundo terminaría en 1844. Reclutó a miles de seguidores. Llegada la fecha, nada ocurrió. Para la mayoría de sus fieles se produjo la «gran decepción», pero no así para un grupo de ellos instalados en Battle Creek que pasaron a llamarse Adventistas del Séptimo Día. Desde allí irradiaron a todo el mundo, hasta nuestros días, y se convirtieron en el centro de un imperio vegetariano desde que el doctor John  H. Kellogg se hizo cargo del lugar. Kellog basaba su teoría nutricionista en el desayuno con cereales. Parece banal, pero insertaba su estudio en las raíces culturales norteamericanas. La popularización de los cereales estaba, para Kellog, cargada de virtudes morales. Su mentora, Ellen Harmon, había tenido de adolescente un éxtasis místico en la que «vio» la santidad de los alimentos del desayuno. 

Gracias a los copos de maíz, los Padres Peregrinos habían salvado la vida; nada como el maíz era más norteamericano. De hecho, lo cultivaban los indios, pero, inicialmente, era inexistente en Europa. El maíz era un regalo de Dios y no podía ser un azar el que se lo hubieran encontrado los colonos. A partir de este principio visionario, el doctor Kellog utilizó todo su saber y sus artes de business management, para justificar y promocionar el consumo de copos de maíz. Si los movimientos religiosos del Segundo Gran Despertar, volvieron a emerger en los años 80, en forma de «cristianos renacidos», el movimiento de Kellogg se reencarnó en los distintos sectores de la New Age.

De aquel Segundo Gran Despertar surgieron, igualmente, los mormones. Fue mucho lo que aportaron a la conciencia nacional americana. De hecho, Joseph Smith lo que hizo fue proporcionar a América «raíces históricas profundas». Lo de menos era que se trataba de pura invención, lo importante es que, Norteamérica, a partir de Smith era, como mínimo tan «antigua» como la Vieja Europa. En 1827 «un ángel», Moroni, había revelado a Smith el emplazamiento de unas planchas de metal en las que estaba escrito la historia de una de las tribus perdidas de Israel. Gracias a unas piedras, Urim y Thurim, y a la colaboración de otro ángel, logró traducir el texto que, editado con el nombre de Libro de Mormon, describe la historia de un pueblo precolombino procedente de la torre de Babel, que cruzó el Atlántico -¡en barcazas!- y logró sobrevivir en el nuevo mundo. Así que «América» procedía, no de la oleada de navegantes y descubridores del siglo XV-XVI… sino del período incierto, pero, en cualquier caso, remoto, de la Torre de Babel. En el 384 de nuestra era, Moroni, hijo de Mormon, enterró las tablas que luego Joseph Smith «descubriría» y que, por cierto, nadie más que él logró ver. Esta locura colectiva logró asentarse y modelar el Estado de Utah hasta nuestros días, sin duda, hoy uno de los Estados más prósperos de los EEUU; allí la influencia mormona sigue siendo absoluta.

En el curso de este Segundo Gran Despertar norteamericano, aparecieron conceptos e ideas que venían de Europa en las valijas de los inmigrantes, pero que solamente en EEUU llegaron a convertirse en verdaderos movimientos de masas. Del místico sueco Emmanuel Swedemborg y de los 38 densos volúmenes de sus escritos, emanaron las sectas más exóticas. Así mismo, fueron extremadamente bien acogidos el mesmerismo y la homeopatía que encontraron en el territorio americano su tierra de promisión. El hijo directo del messmerismo, el espiritismo, fue un producto típicamente americano que irradió a partir 1847 generando fenómenos de histeria colectiva en los que los protagonistas, mediums, afirmaban ponerse en contacto con «entidades desencarnadas» (almas de los muertos). Robert Owen, hijo del famoso socialista utópico inglés, pronunció una conferencia sobre este tema en la Casa Blanca, ante el escepticismo de Lincoln y la adhesión entusiasta de su mujer. Ésta, tras el asesinato del presidente, recurrió a médiums y técnicas espiritistas para comunicarse con él. En 1870, los espiritistas tenían 11 millones de adeptos en EEUU.

El pragmatismo norteamericano y la tendencia al misticismo de pacotilla, dio como resultado una nueva formulación religiosa basada en la aplicación práctica y utilitaria de los principios religiosos. Lo que aportó el Segundo Gran Despertar, fue la conciencia de que «no hay problema, por grave que sea, que no tenga solución». Cualquier enfermedad, por terrible y destructora que sea, puede curarse mediante la fe. Es la «auto-ayuda» (¿les suena el término?) llevado a sus últimas consecuencias. Esta corriente tuvo en Mary Baker Eddy a su principal exponente. Aquejada de dolores terribles que ninguna medicina oficial lograba paliar, fue, finalmente, curada por un tal Quimby, que practicaba el mesmerismo, una forma de curación mediante una mezcla de imposición de manos e hipnosis. A partir de ahí, intuyó el origen mental de cualquier dolencia y creó su propio sistema de curación espiritual basado en el principio de que toda realidad está en la mente y cualquier otra cosa es pura ilusión, tal como, por lo demás, afirmaba Swedemborg.

Pero este Segundo Gran Despertar y sus procedimientos de «autoayuda» debían de tener todavía otro profeta, junto a Mary Baker, el doctor Kellog, Joseph Smith y los adventistas, etc., se trataba de Ralph Waldo Emerson cuyos libros y tratados sobre el carácter han inspirado a generaciones de buscadores de textos de «auto-ayuda». Emerson era un utopista que promovió una comunidad que terminó en bancarrota. De él quedan sus libros reutilizados en sucesivos tratados editados desde entonces (mediados del siglo XIX, hasta nuestros días). Y aún hubo más.

Los emigrantes alemanes, ciertamente influidos por los socialistas utópicos, crearon comunidades florecientes como la Harmony de Pensilvania. Eran pietistas y proponían la confesión auricular, pero eran hábiles trabajadores y hubieran logrado perpetuar sus comunidades de no ser por que rechazaban el matrimonio y la procreación. Evidentemente, tenían “fecha de caducidad” y, en apenas una generación, se extinguieron. Otra de estas comunidades, la de Oneida, realizó experimentos avanzados y «sicalípticos». Practicaban el amor libre, el «matrimonio complejo» (decidido comunitariamente) y, finalmente, educaban a sus hijos como en los kibbutz actuales.

Todo este enjambre de sectas y confesiones exóticas cristalizó en el gran hallazgo de América: el impulso dado al sistema educativo. Educación es, ayer y hoy, progreso. A mediados del siglo XIX, ya existía un denso tejido educativo, público y privado, en los EEUU. El Estado se había hecho cargo de sostener económicamente la educación de millones de niños y adolescentes. Las escuelas públicas no estaban controladas por ninguna secta religiosa, pero extendían valores religiosos: para ellos, religión y educación eran terrenos inseparables. Pragmáticos, como siempre, intentaron que, más que una forma de culto, la educación difundiera una forma de comportamiento y actitud social, que luego, los padres, en el hogar, podían o no fortalecer.

Decir que aquello era una balsa de aceite religiosa es completamente inexacto. Las tensiones dramática en materia espiritual existieron desde los comienzos de la nación americana. No hace falta aludir a la «caza de brujas» que tuvo lugar en Salem en el siglo XVIII y que evidenció hasta dónde podía llegar la histeria colectiva y lo mínimos que podían ser los desencadenantes. Thomas Merton quien intentó llevar a EEUU la costumbre pagana de la fiesta del «Palo de Mayo» se hizo acreedor de la persecución por motivos religiosos. A partir del primer cuarto del siglo XIX, empezaron a llegar de forma masiva inmigrantes irlandeses, esto es, católicos, que encajaron mal con este panorama religioso. En los veinticinco años que siguieron establecieron diócesis por todo el territorio de los EEUU y a partir de 1834 tuvieron que afrontar campañas anticlericaless procedentes de distintos sectores evangélicos y masónicos. Aparecieron panfletos difamatorios, especialmente contra los conventos. No faltaban, al igual que en la literatura anticatólica europea, elementos pornográficos que colocaban un punto de picante en el relato. Tuvieron inmenso éxito. En 1834, un convento de monjas ursulinas fue incendiado en Boston. No hubo tribunal capaz de condenar a los instigadores y, los propios jueces, estaban convencidos de que se asesinaba a niños ilegítimos en los inexistentes calabozos subterráneos del convento.

También apareció el temor a una «conspiración católica» destinada a conquistar el valle del Mississippi, dirigida por el Papa y el emperador austriaco. Escritores notables (Lyman Beecher o Samuel Morse) afirmaron que los emperadores europeos enviaban a América a sus súbditos para que se apoderaran del país. Era cierto que los inmigrantes católicos aceptaban salarios bajos y rompían el mercado de trabajo, pero era incuestionable que la riada migratoria no estaba inducida por ningún «centro oculto» de poder europeo. De todas formas, esta tendencia al «conspiracionismo» ha estado, a partir de entonces, implícita en un reducto de la población norteamericana que siempre ha integrado cualquier acontecimiento en su particular visión del mundo, por irracional que fuera. Aún hoy, en la América profunda, se cree que la ONU es una conspiración comunista destinada a esclavizar a América y quienes justifican este criterio no tienen dificultades en encontrar una amplia panoplia de argumentos paranoides…

Desde la autora de La Cabaña del Tío Tom hasta los conspiracionistas anticatólicos, pasando por los mentores del movimiento cuáquero, los mormones, los adventistas, los messmeristas, espiritistas, nutricionistas, etc., lo que se había creado era una propia «religión nacional» que influía decisivamente en la vida norteamericana y en la formación de la mentalidad y el carácter a través del sistema educativo público. Ciertamente, esta religión era indefinida, carecía de un culto único e incluso sus enfoques eran radicalmente distintos… pero coincidían en su rechazo a la esclavitud. Sin embargo, la esclavitud era tan antigua en Norteamérica como el gobierno representativo. Efectivamente, había aparecido en 1619 cuando un navío holandés llevó a los primeros esclavos al territorio de las colonias de Nueva Inglaterra.

Progresivamente, a lo largo del segundo tercio del siglo XIX, pudo comprobarse que el esclavismo y el espíritu religioso eran altamente incompatibles y terminaron desembocando en la guerra civil. No en vano Paul Jhonson dice en su Historia de los EEUU: «el Segundo Gran Despertar, con su aguda intensificación de la pasión religiosa, significará la sentencia de muerte de la esclavitud, del mismo modo que el Primer Despertar había firmado la sentencia de muerte del colonialismo británico».

Una vez terminada la guerra civil, América irradiará poderosamente, primero en Centroamérica (guerra contra México e intervención en distintos países centroamericanos), después en el Caribe y el Pacífico (guerra contra España), para luego proyectarse sobre Europa (con las dos guerras mundiales), sobre el sudeste asiático (frustrada intervención en la Península Indochina) y más tarde sobre Oriente Medio y Asia Central (directamente o a través de la alianza privilegiada que EEUU mantiene con el Estado de Israel). Es indudable que esta expansión tiene una motivación fundamentalmente geopolítica y económica, pero el gran hallazgo de Norteamérica ha sido justificarla, no en función de las ambiciones territoriales o la intención manifiesta de depredación económica, sino por argumentos éticos y morales. En la etapa actual correspondió a los “cristianos renacidos” aportar las argumentaciones intervencionistas a la opinión pública.

Los “cristianos renacidos”

El historiador Gabriel Jackson escribía: «El factor más importante en la opinión pública estadounidense, que no es apreciado lo bastante ni por los liberales seglares estadounidenses ni por el mundo europeo en general, es la importancia de la cristiandad bíblica. Me quedé asustado recientemente al leer una encuesta Gallup que afirmaba que el 68% de las personas encuestadas creía en el diablo, que el 48% creía en el «Creacionismo», la creación directa del universo entero por Dios tal como se describe en el libro del Génesis, más que en la evolución darwiniana, y que el 46% se consideraban cristianos renacidos». Jackson, sin duda, se sentiría más asustado si supiera que en 2003, el 90% de los norteamericanos creían en Dios el 82% en la vida eterna, el 60% asistía algún tipo de oficio dominical y otro 60% rezaba cada día. De las 15.000 confesiones religiosas que conviven en los EEUU, el 60% son protestantes, el 25% católicos, los judíos son seis millones y los musulmanes tres. Estas cifras no tendrían nada de sorprendente y serían un rasgo específicamente americano, especialmente por el seguimiento de las sectas nacidas en aquel territorio (amish, mormones, cuáqueros, apostólicos, angloisraelitas, dunkers, etc.), sino fuera porque una parte muy importante sostiene posturas extremistas, fundamentalistas, con actitudes en algunos casos próximas al terrorismo.

El caso de Randall Terry, fundador del violento grupo terrorista anti–abortista denominado «Operation Rescue» es significativo. Su “campaña por la vida” no se limita a realizar campaña contra el aborto e intentar la aprobación de iniciativas que limiten esta práctica. Randall Ferry entra perfectamente dentro de lo que podemos llamar en rigor, terrorismo: «Ustedes los abortistas mejor que corran, porque los vamos a encontrar y los vamos a ejecutar. Hablo muy en serio. Parte de mi misión es el enjuiciamiento y la ejecución de ustedes. Yo soy un Reconstruccionista Cristiano. Yo creo que la Iglesia debe gobernar este país. A los que dicen que debemos separar a la Iglesia del Estado yo le digo que la Biblia Cristiana es el centro de la civilización». Por su parte, Clayton Lee Wagner, miembro de un grupo similar, se explica en términos parecidos: «Dios me ha llamado a hacer la guerra contra sus enemigos....y no le importa a Dios o a mi si eres una enfermera, una recepcionista, un contador o barrendero... Si trabajas para un abortista yo te voy a matar».

Podría decirse que tanto Ferry como Wagner son marginales dentro de la sociedad americana. Sin embargo Jerry Falwell, no era un marginal, sino el predicador más significativo del conservadurismo religioso norteamericano, encargado de celebrar la ceremonia fúnebre el 13–S tras los atentados contra el WTC. Fue allí donde dijo, textualmente: «Yo realmente creo que los paganos, los abortistas, las feministas, los homosexuales, las lesbianas, los derechos civiles (ACLU) y People For The American Way, todos ellos tienen la culpa de que Dios haya permitido que esto haya pasado [los atentados del 11-S]. Yo apunto mi dedo acusador en sus caras y se lo digo». Falwell organizó en los años 80 la «Mayoría Moral», uno de los grupos que apoyaron decisivamente la elección de Reagan como Presidente. La idea de Falwell y de la «Mayoría Moral» es que los EEUU están en crisis por que han dado la espalda a los valores originarios de la nación, aquellos que sellaron la alianza entre Dios y su pueblo –los EEUU, por supuesto–; las desgracias que los EEUU sufrieron el 11–S son, para él, producto de ese alejamiento, de la misma forma que los percances del Israel bíblico se debieron al mismo motivo y a la ruptura de la «Alianza».

Para entender la situación actual de la nueva derecha religiosa, es preciso viajar hasta principios del siglo XX, cuando ya se había agotado completamente el impulso del Segundo Gran Despertar y empezaba a cobrar forma en medios religiosos la sensación de que la tensión espiritual en los EEUU se estaba debilitando. Fue entonces, cuando Lyman Steward y un grupo de teólogos protestantes de Princeton, publicaron una colección de doce folletos titulado Fundamentalism: a testimony of the truth. La palabra «fundamentalismo» deriva de este grupo que proponía un estilo de vida rigorista y dictado por las páginas de la Biblia. En los tiempos en los que el progreso generaba problemas de identificación para los cristianos, los «fundamentalismos» presentaban la vida austera y la observación de los preceptos bíblicos como la forma más adecuada para afrontar la modernidad.

Políticamente, este grupo se convirtió en un ala del Partido Republicano. En aquel momento emprendieron una lucha extremadamente dura contra los darvinistas en nombre del «creacionismo». Su aceptación del texto bíblico, no solamente en su sentido moral, alegórico o simbólico, sino también en su interpretación de la génesis del ser humano –«Y Dios creó al hombre»– les llevó necesariamente a rechazar las nuevas corrientes del pensamiento científico.

Cuando crecieron, dieron vida a diversos grupos militantes: primero la Liga de América y luego Cruzada anticomunista. Estos grupos estaban perfectamente adaptados al marco del anticomunismo generado a partir del Golpe de Praga en 1948, pero siempre fueron a la zaga de organizaciones mejor dotadas desde el punto de vista doctrinal, como la John Birch Society. A partir de los años 60, estos grupos fundamentalistas cristianos empezaron a parecer inadecuados para una sociedad que había descubierto la píldora, la minifalda, la liberación sexual, el rock y el movimiento hippy. A medida que se avanzó en la década de los 60, los grupos fundamentalistas, fueron perdiendo influencia y, por eso mismo, radicalizándose aún más. Ya no eran solo enemigos de los comunistas, sino de lo que ellos llamaban «criptocomunismo» que, en buena medida, correspondía a sectores que nada tenían que ver con el Partido Comunista ni con ninguna de las agrupaciones marxistas organizadas. Esta radicalización no contribuyó a aumentar su influencia. Aquellos años fueron de un crecimiento económico espectacular y, difícilmente, podría exigirse austeridad y rigorismo a una población que estaba degustando a placer las mieles del consumo y de una prosperidad económica innegable. No era un buen momento para ningún dios.

Sin embargo, tal como Marvin Harris explica en su libro La cultura norteamericana contemporánea: «En los años sesenta, los teólogos se preguntaban sin esperanza si Dios había muerto. En los setenta, había multitud de personas en los Estados Unidos que afirmaban hacer constatado con sus propios ojos que Dios está vivo o que ellos mismos eran dioses vivientes». La crisis de las organizaciones fundamentalistas no indicaba el eclipse del espíritu religioso norteamericano a principios de los años 70, simplemente, éste había derivado hacia otros derroteros. Los Niños de Dios irrumpieron en California en 1968; cuatro años antes, junto al movimiento hippy podían verse los primeros Hare Khrisna. El movimiento del cientología, formado por Ron Hubbard en los años 50, no logró hasta finales de los sesenta adquirir cierta relevancia. Otro tanto le ocurrió a la Iglesia de la Unificación del reverendo Moon, constituida en 1959, pero que no logró irradiar hasta doce años después. Otro tanto ocurrió con toda la serie de gurús orientales llegados a California a principios de los setenta que impregnaron el movimiento de la contracultura. También en esa época se publicó el primer libro de Carlos Castaneda sobre las presuntas enseñanzas de un chamán indio.

Todas las grandes religiones (y los “despertares” propios de EEUU) se han producido en momentos de gran transformación social y económica. El Tercer Gran Despertar generado entre principios de los años setenta y los primeros años del siglo XXI, responden a estas características. Se buscan soluciones a problemas prácticas, soluciones que tienen que ver más con el pensamiento mágico que con el científico. Se utiliza la religión para conseguir dinero y fortuna. Ron Hubbard expresó magistralmente esta aspiración cuando dijo «El dinero es un símbolo. Representa el éxito cuando se posee y el fracaso cuando no se tiene, no importa quien haga propaganda en contra». No es raro que las nuevas confesiones religiosas de los años 70 propusieran a sus miembros una vida austera, pero no dudaran en pedirles que legaran sus bienes a la comunidad. Varias confesiones religiosas tienen pujantes negocios de venta piramidal, o bien explotan contratos comerciales en exclusiva y, todas, desde luego, utilizan a sus adeptos para mendigar, vender sus productos o realizar labores de proselitismo que atraigan más fondos para la organización. En esto que el 18 de noviembre de 1978 se produjo la tragedia del Templo del Pueblo en Guyana. El «reverendo» Jim Jones y 900 seguidores fueron encontrados muertos (asesinados o suicidados) en plena selva. Todos ellos (negros, ancianos, outsiders) se habían retirado a esta comuna como respuesta a la presión que sufrían del medio urbano estadounidense: los precios de los alojamientos crecían continuamente, lo mismo ocurría con la asistencia médica y la delincuencia era cada vez más mayor. Las ciudades eran progresivamente más hostiles para la gente mayor y, además, el racismo seguía latente en la sociedad. Prefirieron segregarse y seguir a Jones en su loca aventura.

El impacto del suceso fue tremendo, pero evidenció –junto con la irrupción fugaz del «Ejército Simbiótico de Liberación», un grupo de terroristas de carácter místico y alucinado– la importancia que habían tomado bruscamente las sectas en una sociedad en permanente transformación desde mediados de los años sesenta. Con el paso del tiempo –y especialmente a partir de la masacre de Guyana– todo este sector religioso–contracultural terminó por eclipsarse y solamente volvió a renacer, transformado en un movimiento terapéutico, cultural, esotérico y de autoayuda, la “New Age”.

Tanto los movimientos emanados de la contracultura, como las nuevas formas religiosas que aparecieron en los setenta y el movimiento de los newagers pueden ser considerados como partes constitutivas del Tercer Gran Despertar, pero faltaba la componente más popular y, sin duda, la que ha tenido más importancia: los movimientos cristianos evangélicos. Harris dice al respecto: «Los Yogis swamis, sris y Don Juanes afirman que pueden acostarse en camas de clavos, levitar y volar, pero la nueva raza de evangelistas puede hacer algo mucho más impresionante: emitir sus imágenes vía satélite y llegar a cualquier ciudad y pueblo de Norteamérica». Añade: «Los cristianos televisivos no tienen que abandonar casa, empleo, ni familia para participar en los poderes de curación y alivio de una comunión que se preocupa de ellos y los apoya. Todo lo que necesitan es enviar veinte dólares y enchufar el aparato. Los evangelistas les hablan directamente. Y si sienten la necesidad de mantener un diálogo, un equipo de voluntarios está preparado para recibir sus llamadas las 24 horas del día».

Fue así como el fundamentalismo cristiano que había languidecido a lo largo de toda la década de los 60 y solamente logró recuperarse a finales de los 70, emergió gracias al fenómeno de los telepredicadores. En ese momento irrumpió Jerry Falwell y su Mayoría Moral, pero también Bil Graham, Pat Robertson, Pat Buchanan y otros muchos. El primero de todos ellos, Rex Humbard, retransmitía sus oficios semanales desde la Catedral del Mañana, a través de 650 emisoras de televisión. Su organización, a finales de los setenta, recaudaba veinticinco millones de dólares al año. Por su parte, Jim Baker y su esposa Tammy, recaudaron cincuenta millones de dólares en 1980 para su organización Alabado sea el Señor, popularizada también a través de 200 emisoras de televisión. En esa época, Pat Robertson, ingresaba con su Club 700, 58 millones dólares al año y pudo gastar 20 millones en la sede central de su Red de Difusión Cristiana. Robert Schuller, predicador de California, creó su Catedral de Cristal, esperpéntica construcción formada por 10.250 espejos engarzados en acero. Cuando «vendía» su producto religioso, explicaba que podía «aliviar la impaciencia, ansiedad y frustración financiera que afligen a nuestra cultura y a nuestro pueblo». Y, finalmente Jerry Falwell, otro predicador que inició su trayectoria en los años cincuenta, pero que solo empezó a ser reconocido como líder de masas veinte años después, explicaba ante las cámaras de su programa La Hora del Evangelio de Siempre que «Cristo no ocupa el corazón de un hombre hasta que no tiene su cartera». A sus dos millones de contribuyentes solía decirles: «Pon a Jesús el primero en tu lista de gastos y permítele que te bendiga financieramente».

Los fieles daban dinero, pero ¿qué recibían a cambio? En los años setenta solamente curaciones a distancia y la fácil promesa de recibir el ciento por uno por sus donaciones. No siempre se cumplía, claro está, pero lo masivo de las audiencias hacía que entre los televidentes hubiera alguien afortunado que se veía beneficiado con alguna casualidad. Los telepredicadores aprendieron a explotar esta ventaja estadística. Siempre había alguien aquejado de sinusitis que bruscamente, viendo el programa piadoso por TV, se daba cuenta de que estaba curado. Llamaba a la emisora y el hecho, banal e intrascendente, era contabilizado como milagro. Era también frecuente que un exiguo porcentaje de necesitados, recibiera improvisadamente una herencia, le tocara la lotería o, simplemente, encontrara unos cuántos dólares. Cuando se tienen audiencias de 16–20 millones, cualquier fenómeno estadístico puede producirse. Robertson explicaba que cada año más de 20.000 espectadores llamaban afirmando haber sido curados milagrosamente de sus dolencias. Sobre 16 millones de telespectadores, estamos hablando de un porcentaje del 0’1%... que, sin duda, se debe a curaciones de dolencias inexistentes, curaciones casuales debidas a tratamientos médicos convencionales o curaciones de enfermedades psicosomáticas que sólo requerían un placebo para hacerse efectivas. Decididamente la Providencia no parece esforzarse mucho, a pesar de la abultada cifra de 20.000 «curaciones» anuales. Espectáculos mediáticos de este carácter se hicieron extremadamente populares en los últimos años setenta y principios de los ochenta. Pero los telepredicadores no estaban dispuestos a quedarse en el nivel de un mero circo mediático por lucrativo que fuera.

Utilizando un lenguaje mucho más agresivo y directo, se agruparon en lo que se llamó «nueva derecha cristiana» que aportó el elemento más dinámico a la elección de Ronald Reagan. En 1989 se fundaba la Coalición Cristiana y unos años antes, el mismo núcleo había dado vida a la Christian Broadcasting Network, una estación de TV especialmente dedicada al fundamentalismo religioso. El grupo decidió que el campo más adecuado para su acción de regeneración de la sociedad era la política. Como hemos dicho, participaron decisivamente en la elección y en la reelección de Reagan, pero en 1988, Pat Robertson se presentó a la nominación como presidente y cuatro años después lo intentó Buchanan. Ambos fracasaron en su empeño. Podían influir en la sociedad… pero no dirigirla directamente.

Cuando subió al poder Bill Clinton, el grupo pareció languidecer de nuevo, pero se trataba de un espejismo. De hecho, al producirse el episodio Levinsky, tras la Coalición Cristiana que desempeñó lo esencial de la agitación contra el Presidente, se encontraban Dick Chenney y Ronald Rumsfeld, mucho más diestros en el manejo de las campañas de alta política y cuyo fervor religioso brillaba por su ausencia. Con Bush, los fundamentalistas tocaron de nuevo poder e impusieron a la administración un programa que el propio presidente compartía sin fisuras. Todos partían de la vieja idea de que los EEUU son la nación elegida por Dios, el “nuevo pueblo elegido”, los “judíos de la modernidad”, ideas que les llevaban a una mezcla de mesianismo enfermizo y unilateralismo exasperado, teniendo como trasfondo en política interior una reacción brutal contra el laicismo. Su programa exigía el retorno de la religión a la escuela, la protección de la familia, la lucha contra el divorcio, el aborto, la homosexualidad y el feminismo. El 13–S, Bill Graham resumió esta ideología llamando al «arrepentimiento» de los norteamericanos, sus pecados habían causado el castigo de Dios –los ataques del 11–S– si querían prevenir nuevos atentados debían aceptar el reinado de Dios, el arrepentimiento de sus pecados colectivos y… la defensa del derecho del Estado de Israel a existir en las fronteras conquistadas durante la «Guerra de los Seis Días» en 1967.

Si el movimiento tuvo éxito fue por dos motivos esenciales: en primer lugar porque los telepredicadores supieron llegar a cada hogar a través del monitor de TV y convertir sus curaciones «milagrosas» en espectáculo mediático; en segundo lugar porque sus aparentes locuras respondían a los problemas no resueltos que se habían planteado en los EEUU y que resume Harris: «problemas no resueltos que plantea el consumismo disfuncional, la inflación, la inversión de los roles sexuales, el ocaso de la familia basada en el varón proveedor, la alienación laboral, la opresión del gobierno y las burocracias corporativas, el sentimiento de aislamiento y soledad, el miedo a la delincuencia y la perplejidad sobre la causa fundamental de que tantos cambios se produzcan a la vez».

En las elecciones presidenciales de 1980, se había hecho evidente la importancia sociológica de la «derecha cristiana» y, por tanto, del Tercer Gran Despertar. En el cuarto de siglo que siguió, en la medida en que los cambios no cesaron sino que siguieron produciéndose con mucha más celeridad, el fundamentalismo cristiano fue aumentando su influencia en la sociedad como movimiento político–espiritual, tal y como había ocurrido en los dos anteriores “despertares” (el que abrió el camino a la independencia y el que condujo a la guerra civil). En opinión de sus mentores, este Tercer Gran Despertar debía de abrir el camino para que el “destino manifiesto” de los EEUU llevara a la construcción de un imperio unipolar y a una sociedad universal globalizada “justa”. Pues bien, éste concepto de «destino manifiesto» merece ser observado con más detenimiento. 

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