Un digital se preguntaba hoy: “¿Dónde estaba usted el día
que cayó el Muro de Berlín?”. Es una de esas fechas, como el asesinato de
Kennedy, el día en que murió Franco, los atentados contra las Torres Gemelas o
el 11-M, en el que casi todos recordamos lo que hacíamos. Para mí es fácil:
estaba en el hospital conociendo a mi hija recién nacida. Para los que no son
padres, resulta difícil transmitir la emoción que se siente cuando nace un hijo.
Se recuerda todo de aquel día: a los padres que esperábamos impacientes en la
sala, a Rosa María Mateo, entonces corresponsal enviada a Berlín, con un
colocón monumental dando la noticia, in situ, de la caída del Muro por
la noche y en la mañana, en la misma sala, el programa de Pepe Navarro en el
que entrevistaba a un africano afincado en Valencia y que decía ser “nazi”,
recuerdo incluso al tipo que me encontré en las escaleras del clínico y que
decía conocerme (pero que 30 años después sigo sin recordar quién diablos era).
Hoy mi hija cumple 30 años.
El mundo ha cambiado demasiado en esas tres décadas. Sé
perfectamente, que cuando mi hija cumpla 50, todo será radicalmente diferente a
cómo es hoy. La historia se ha acelerado en los últimos cien años. Para
incluso que la velocidad de aceleración es cada vez mayor. El viento al que
cantó Bob Dylan en su Blowin in The Wind, ya no permite escuchar ninguna
respuesta. Puestos a recordar al viejo Dylan, mucho más oportuna es hoy su The
times ther are a-changing (los tiempos van cambiando), si bien, va a ser
difícil seguir su consejo, “aprender a nadar”, para mantenerse a flote. A la
velocidad con la que se ha acelerado la historia después de la caída del Muro,
hay que reconocer que, efectivamente, los tiempos van cambiando, pero a una
velocidad inhumana e imposible de adaptarse a ellos, incluso para las nuevas
generaciones.
El 9 de noviembre de 1989, quedaba la esperanza de que la
caída del Muro y la reunificación de Alemania fueran suficientes para que se introdujeran
modificaciones en la política internacional: que la OTAN se disolviera por
falta de enemigo (no se ha disuelto, sino que se ha reforzado), que la URSS,
reconvertida poco después en Federación Rusa, dejara de ser el enemigo (pero
mientras siga existiendo la OTAN, sus cabezas nucleares apuntarán a Moscú), que
la reunificación alemana sirviera a aquel país para revisar su historia y proclamar
que el conflicto de 1939-45, no fue responsabilidad exclusiva del Tercer Reich,
sino del “partido de la guerra” que tenía en Churchill, Roosevelt y Benes a sus
cabezas visibles (ocurrió todo lo contrario y la llamada “querella de los
historiadores” no sirvió para esclarecer ni ese, ni otros puntos sobre la “responsabilidad
alemana”), creíamos que la reunificación alemana sería el inicio de una Europa “libre
y fuerte” (cuando, en realidad, Europa está hoy más dividida que nunca y pesa
menos en el mundo que en cualquier otra época histórica)…
Ignorábamos que el derrumbe del bloque soviético y el final
de la Guerra Fría, no supondría la entrada en un período de paz universal, sino
de guerras localizadas, tensiones sin fin y que el nuevo ciclo histórico -el
unilateralismo norteamericano como superador del bilateralismo propio del ciclo
anterior- sería de corta duración y terminaría en la primera década del milenio
cuando ya era evidente el empantanamiento de los EEUU en Irak y Afganistán o el
ascenso de potencias regionales emergentes o la reconstrucción de Rusia.
Creíamos que la geopolítica iba a marcar nuestros destinos y
lo seguimos creyendo cuando los EEUU invadió Afganistán e Irak. Hubo un momento
en el que las tesis de Fukuyama sobre el “fin de la historia” se hicieron tan
famosas como en los años anteriores las de Alvin Tofler nos convencieron de que
nos encontrábamos en un proceso de mutación que definió como “tercera ola”. Era
todo un espejismo. Lo que había ocurrido era algo tan simple como que el
capitalismo financiero precisaba un mercado de capitales universal para
reproducirse: se había entrado en la era de la globalización y, todo lo demás, empezando
por la geopolítica, pasaba a un lugar secundario.
La globalización hizo desplazar el eje de la historia, de
los Estados Nacionales a un poder supranacional plutocrático, sin rostro: el
poder del capital financiero. Ese poder, surgido de varios siglos de
acumulación de capital y de concentración en cada vez menos manos, cristalizó
en cuanto la “era digital” confirmo que había llegado para quedarse.
Pero el mundo es demasiado desigual y demasiado grande
para pensar que puede estar “unificado” sin que haya “beneficiarios” (los
menos, los poseedores de capital financiero) y “perjudicados” (el resto de la
población). Las crisis cíclicas del capitalismo, ahora son crisis a nivel
mundial sin que existan “zonas de refugio”
.
No, decididamente, estos últimos treinta años, no han sido
fáciles: todas las esperanzas de aquel día, todas, sin excepción, han quedado
decepcionadas. Hoy podemos tener la convicción de que no caminamos en
dirección a un mundo más justo, más seguro o más estable, sino en dirección
diametralmente opuesta. El tren en el que viajamos, parece circular a velocidad
creciendo por unos raíles que terminan ante un muro de hormigón y, en el
interior, los pasajeros, seguimos atentos a banalidades siempre a punto por la
industria del entertaintment, a la que pertenecen, incluso, las campañas
electorales.
Mañana toca ir a votar. Cuando alguien realiza una acción es
porque cree que puede servir para algo. Yo creo que los problemas que se han
acumulado en los últimos treinta años, tienen tal envergadura que se engaña
el que cree que, con el simple acto de depositar una papeleta en una urna, va a
solucionar algo más que la vida de los que resulten elegidos. La decepción
es el signo de nuestro tiempo y hay que ser consecuentes con ella. Si un rito
es completamente inútil, no es obligatorio seguir practicándolo. Es más, el
individuo pragmático, evita perder el tiempo: por eso me di de baja en el
listado para recibir propaganda electoral.
Todo esto constituye la parte más negativa de estos últimos
30 años. La caja de Pandora ha abierto todos los horrores y todos los errores
que se han expandido urbi et orbe. ¿Queda la esperanza? No, en
realidad, lo que queda es el día a día. Si la crisis está en el sistema, si
vivimos unos tiempos de inseguridad generalizada, sensación de que lo que nos
aguarda en los próximos veinte años, va a ser todavía más duro de lo que hemos
vivido, siempre queda la posibilidad de inhibirse, participar de una realidad
aparte, construyéndola, disponer de serenidad para prever lo que pueda ocurrir
en el futuro (y actuar coherentemente) y, sobre todo, no creer en nada, ni
trata de encarnar nada que no sea en los famosos “valores eternos”, procurando
asumirlos en nuestro día a día. En una palabra: lo que nos queda es algo tan
simple como ser felices y coherentes.
Recuerdo un breve poema de Christopher Logue, casi un
aforismo nietzscheano:
Acérquense al precipicio…
¡Podemos caernos…!Acérquense, no lo duden…¡Está muy algo!Acérquense mientras puedan…Y ellos se acercaron,Él, entonces, los empujóY ellos volaron.
Hay muchos que pensamos así. Hartos de acumular decepción
tras decepción. Cansados de ver a “este viejo y raro mundo que agoniza y que
apenas si acaba de nacer” (Pete Seeger). Airados por campañas electorales
de rebajas. Saqueados por clases políticas sin más posibilidades, ni interés,
que medrar. Asqueados por la hipocresía y los dobles lenguajes, por los “ministerios
de la verdad” y por los mitos de nuestro tiempo. Hay muchos que deseamos
volar, aunque volar suponga encerrarnos en nuestro propio mundo.
Treinta años después de que naciera mi hija, recuerdo la
felicidad que experimenté cuando la tuve por primera vez entre los brazos. La
felicidad… el gran objetivo de toda vida, cada vez más difícil de alcanzar a la
vista de que la clientela de psiquiatras y psicólogos no deja de crecer. Nuestro
momento histórico, el primero en el que tenemos a nuestro alcance todos los
medios científicos y tecnológicos para lograr la felicidad, ha terminado siendo
uno de los momentos mas problemáticas a nivel económico, político, social,
cultural e, incluso, antropológico (el trans-humanismo, no augura nada bueno
para lo humano [ver artículo Pequeña
guía para entender las cuatro tendencias de la postmodernidad: trans-humanismo,
new age, Unesco, neoliberalismo]. La utopía no ha concluido.
A mediados de los años 60 Herbert Marcuse dio una serie de
conferencias agrupadas en un ensayo titulado El final de la utopía:
decía el penúltimo miembro de la Escuela de Frankfort que lo único que nos separaba
de la utopía era la mala distribución de la riqueza. Se equivocaba, claro está.
Lo que nos separa de la utopía es que somos seres rotos: estamos en
ruptura con nuestros hijos, en ruptura con trabajos que no nos gustan, con
sistemas políticos ineficientes, con una ordenación extraña y anómala del mundo,
estamos incluso en ruptura con nuestras mujeres, no nos reconocemos ni en una
patria, ni en una cultura, estamos en ruptura con nuestro pasado (esto es, con
la historia), con el mismo medio ambiente en el que vivimos, con nuestras
propias raíces y con todo lo que nos da algún signo de identidad. Incluso
estamos en ruptura con nosotros mismos. A veces lo percibimos oscuramente.
Otras, la industria del entertaintment crea una tela de araña que nos
atrapa y nos impide ver más allá. De ahí la necesidad de asomarnos al vacío
y, si nadie nos empuja, tener el valor de saltar solos: aunque nada pueda
hacerse en el plano “exterior”, todo está abierto en el plano “interior”. Eso
supone soldar todas las rupturas hoy existentes. El salto es posible.
Necesitaremos una “metanoia”, un cambio radical de conciencia. Sólo eso.
Entonces, como decía el poema de Logue, volaremos.
Tales son las reflexiones que se me ocurren esta mañana de
reflexión, no sobre el circo de mañana, esas votaciones que no resolverán nada,
sino sobre la caída del Muro de Berlín, el nacimiento de mi hija, lo que ha
llovido desde entonces, las inundaciones que nos aguardan y la balsa necesaria
para navegar sobre ellas…