Algunas notas a tener en cuenta en las próximas semanas
electorales. A pesar de que sean tres (y en algunas comunidades cuatro) las
veces que estaremos llamados a depositar nuestro voto, no hay lugar para pensar
que, a partir de mayor, todo se solucionará. De hecho, bastante tendremos con
que los problemas no se agraven todavía más…
Distintos fenómenos que se están produciendo en el continente
en estos últimos meses, parecen inducir al optimismo. Por una parte, la
decidida actuación del ministerio del interior italiano en materia de
inmigración, demuestra que no son solamente los gobiernos de Europa Central los
que son remisos a aceptar más y más inmigración; luego está el movimiento de
los “chalecos amarillos” en Francia, los cambios en la tendencia del voto en los
países nórdicos, la progresiva desaparición de la socialdemocracia en dos
tercios de Europa, incluso la irrupción de Vox en España o las resistencias
cada vez mayores al independentismo catalán, parecen ir en la misma dirección. ¿Es posible ser optimista a la vista de
todos estos hechos?
En realidad, el problema no consiste en ver el vaso medio
lleno o medio vacío, sino de asumir la verdadera fisonomía del “vaso” y de lo
que contiene. En el fondo es un problema
matemático: se trata de sustituir la vieja concepción política derivada del “álgebra
booleana” (la que se basa en 0 y 1, blanco-negro, abierto-cerrado) para pasar a
la “lógica borrosa” (la que, entre 0 y 1 admite y tolera una amplia gama de posiciones
intermedias y tonos de gris). La actual situación no es de aquellas en las
que se puede establecer una actitud mussoliniana: la de las “afirmaciones absolutas y las negaciones
soberanas”. Si se asume este principio se caerá pronto en la depresión. O,
lo que es peor, terminaremos por engañarnos y pensar los problemas sociales,
políticos, culturales, económicos, se solucionarán después de las próximas
elecciones…
En una serie de artículos en este mismo blog, ya hablamos de
la “Teoría del bien
menor” que debía suceder al forzado apoyo al “mal menor” que había
caracterizado a las opciones electorales en los últimos 40 años. Pero, incluso,
aplicando esta teoría a la práctica (votar en cada elección solamente a
aquellas opciones que garanticen que se detendrá la marcha hacia el abismo por
la que circula nuestra sociedad, ganar tiempo, reforzarse en las posiciones
conquistadas y, a partir de ellas, revertir, en dirección contraria, el
peligroso camino andado hasta ahora), lo
recomendable es no forjarse excesivas esperanzas, evitar creer que remedios
milagrosos y hombres providenciales aparecerán o pensar el últimos pelotones de
soldados que salvarán a la civilización. El optimismo excesivo, corre el
riesgo de ser seguido por un pesimismo nihilista.
Es fundamental entender lo que está ocurriendo ante nuestros
ojos y que, quizás, por su proximidad, no seamos capaces de situar su
importancia. El cambio de tendencia
política en Europa parte de un hecho esencial: la revuelta de las clases
trabajadoras autóctonas motivada por la presión fiscal, la pérdida continua de
poder adquisitivo de los salarios, la existencia de grupos subsidiados con
dinero procedente precisamente de los trabajadores, la sensación de inseguridad
y miedo en todos los terrenos y, especialmente, ante el futuro. Es
importante definir qué es hoy un “trabajador”:
todo aquel que vive de su salario y que, por tanto, no puede huir del fisco.
Desaparecido el proletariado tal como Marx y Lenin lo definieron, lo que queda
es una clase media, con distintos niveles salariales, en la que se ha injertado
la sensación de miedo e inseguridad de manera deliberada (para evitar los
sobresaltos revolucionarios), pero también como subproducto generado
automáticamente por el propio sistema mundial globalizado que, en esta fase
histórica, se ve incapaz de estabilizarse.
Antes hemos dicho que existe una dirección “hacia el abismo” y otra en dirección contraria. Nadie, en su sano juicio, aceptaría ir al matadero sin ofrecer resistencias. Esto es lo que les ocurre a las “clases trabajadoras”: carecen de capacidad revolucionaria (a causa del miedo deliberadamente transmitido por el sistema y a la posibilidad de perder lo que tienen), han sido adormecidas mediante la industria del entertaintment (el inspirador de la Comisión Trilateral, Zbigniew Brzezinsky ya sugirió esta tendencia en su libro La Era Tecnotrónica, aparecido en 1970) y la permisividad ante las drogas y, para colmo, al sector “progresista” de la sociedad se le han creado falsos señuelos y sugestiones (memoria histórica, corrección política, ideologías de género, estafas humanitarias), neutralizándolas para un trabajo de reconstrucción social. El “progresista” cree que las convulsiones del actual momento histórico son los “dolores de parto” de un universo más justo, igualitario y pacífico que permitirá la construcción del Edén mítico en un futuro no muy lejano.
El sector conservador
de las “clases trabajadoras”, por el contrario, se refugia en el patriotismo y
el nacionalismo, los temas sobre la unidad del Estado y el reforzamiento de sus
poderes. Es normal: en tiempos de crisis, las masas buscan respuestas en
sus orígenes y en las raíces de lo que conocieron en su infancia y juventud.
Pero el que se agrupen en posiciones conservadoras no quiere decir que, por sí
mismas, tales posiciones sean capaces de invertir el camino hacia el abismo.
Como máximo, consiguen detener o ralentizar su marcha, nada más.
La mayor
contradicción de las actuales tendencias conservadoras que reaparecen en Europa
bajo la forma de “populismo” y “euroescepticismo” es que consideran la fórmula “nación”
como la única posibilidad de supervivencia, pero esa opción ya no es viable en
el siglo XXI. Ansían que la Nación recupere la soberanía que le han restado
experimentos frustrados como la Unión Europea o el sistema económico
globalizado, pero lo triste es que, ya desde los años treinta, los celebros más
lúcidos admitían que la época de los “Estados-Nación” estaba pasando y, de la
misma forma que antes de esta fórmula de organización de las comunidades
existió el formato “Reino”, después del “Estado-Nación” vendrá otra fórmula más
adaptada a la realidad histórica y a la realidad del siglo XXI. Incluso en el
siglo XIX, Metternich y la Santa Alianza habían llegado a conclusiones más
avanzadas que los “nacionalistas” de hoy.
El “populismo” y el “euroescepticismo”,
si persisten en su rechazo a la Unión Europea, estarán sumergiendo a las naciones
del continente en la impotencia. Éste es su principal déficit. ¿El
problema? Cómo decir a unos electores a los que se ha pedido el voto para
restaurar la soberanía, que la Unión Europea precisa una reforma en profundidad,
no una piqueta de demolición. ¿Cómo decir a los electores que la época de la
Nación-Estado está históricamente superada? La consigna debería ser: “ampliar la dimensión nacional, si queremos que sobreviva algo parecido al
Estado-Nación”.
El otro problema del “populismo” y del “euroescepticismo” es
el de elegir un planteamiento económico. Es
habitual oír críticas al neoliberalismo generador de la globalización. Bien,
pero son muchas menos, las voces que se elevan contra el “liberalismo”
económico (esa teoría nacida en el siglo XVIII con el que los liberales
pretenden gestionar la economía del siglo XXI). De hecho, no existe
unanimidad entre los euroescépticos a la hora de reconocer que su ascenso de
hoy se debe a la crisis iniciada en 2007 en EEUU y todavía no resuelta, que
inauguró el período de inestabilidad económica mundial. La mayoría de
euroescépticos y populistas lo son por puro rechazo a alguna de las características
hacia las que está evolucionando el sistema mundial y a las políticas que los
partidos progresistas imprimen en esa misma dirección. Pero no existe una “teoría única” que aporte
explicaciones, formule diagnósticos y establezca soluciones. Incluso, cuando existen
programas, da la sensación de que se trata de fórmulas de compromiso en las que
nadie cree excesivamente y que, ni siquiera, en varios casos, se toman la
molestia de considerar al liberalismo (con o sin el “neo”), como parte del
problema, sino como la solución.
Lo que está ocurriendo es un doble conflicto, cuyas raíces
son, económicas de un lado y geopolíticas de otro.
- 1) Al no estar en condiciones de resolver los problemas económicos, se generan tensiones sociales que desembocan, finalmente, en reajustes de los mapas políticos de cada país. A medida que estas tensiones sociales prosperar, aumenta la “volatilidad” del voto. Bolsas de electores, bruscamente, pasan de apoyar unas opciones a sentirse decepcionadas por ellas, sin que, en realidad, existan razones nuevas para ello, es como si cayera una venda de los ojos. Ningún partido puede contar con una bolsa de “votos cautivos” lo suficientemente grande como para asegurarle el poder. Los votos migran permanentemente, hasta que, finalmente, recalan en opciones “euroescépticas” y “populistas”, de donde volverán a migrar, si, una vez en el poder, estos partidos no aplican fórmulas coherentes.
- 2) Pero esta conflictividad hay que insertarla dentro de un esquema geopolítico de lucha por la hegemonía mundial, en el que Europa debe figurar como potencia unitaria con entidad propia. La alternativa en este terreno ya no es el bilateralismo que presidió los años de la Guerra Fría, el unilateralismo que sucedió entre la caída del Muro de Berlín y el hundimiento del WTC, sino el multilateralismo en el que distintas “patas” sostienen un equilibrio geopolítico mundial, con la aparición de “potencias regionales” (Brasil, Irán, India… ¿Europa?). El gran problema es China, con sus 1.400 millones de habitantes, un país desequilibrado interiormente por abismos sociales, que vive la esquizofrenia entre una economía liberal y un gobierno comunista y que precisa exportar bienes y población para evitar un estallido interior. El segundo problema son los belicistas del Pentágono y el complejo militar-petrolero-industrial que no advierte la debilidad estructural de la sociedad americana y cree que todavía para ellos es posible conquistar la hegemonía mundial, entre otras cosas, porque perciben que, si renuncian a ella, sin el aval de las armas, el dólar caería en picado y la deuda de 21 billones de dólares haría inviable la existencia de los propios EEUU.
Europa está hoy fuera de juego en materia de robótica, de
inteligencia artificial, de comercio electrónico (las ganancias de Amazon van
para EEUU y las de Alibaba para China), están perdiendo terreno en aviación
comercial, en industria armamentista, mientras las sociedades europeas van
perdiendo su identidad, perdiendo competitividad y ganando inestabilidad
interior gracias a las oleadas de masas procedentes del Tercer Mundo no
atraídas por el trabajo sino por los subsidios y la comodidad por la que en su
país tendrían que luchar. La
conflictividad geopolítica tradicional se agrava por los tránsitos de población
de las zonas menos desarrolladas a las más desarrolladas (de África hacia
Europa, de Asia hacia Europa, del Sur al Norte), pero también generan tránsitos
regionales insoportables (500.000 nicaragüenses son suficientes para
desestabilizar Costa Rica (5.000.000 de habitantes).
Estas notas, realizadas a salto de mata, quieren indicar
solamente que los problemas que debe afectar España son -salvo en
el tema de las autonomía- exactamente iguales a los problemas que afectan a
cualquier otro país europeo y se insertan dentro de un contexto geopolítico y
geoeconómico mayor. En las próximas elecciones europeas, se verá si los grupos
euroescépticos, alcanzan una mayoría suficiente para bloquear las iniciativas
neoliberales y mundialistas del Parlamento Europeo y en función de qué
criterios lo hacen. No está muy claro. Hemos dicho en alguna otra ocasión que
la consigna debería ser: “Si
a Europa, no a esta Europa”- “Europa sí, pero no así”, en lugar del
genérico “No a la UE”. Si optan por bajar el listón, retrocediendo a los
viejos nacionalismos y a la idea de Nación-Estado que se está evaporando ante
nuestros ojos, el avance que podrían tener será efímero y contrario a la
tendencia de la historia.