No hace mucho, un querido amigo me regaló los tres tomos de
la monumental Historia de las Sociedades Secretas, publicada en el siglo XIX
por Vicente de la Fuente. Conocí la obra escarbando en la Biblioteca de
Cataluña, hace muchos años. En ella se aludía a una sociedad secreta de “extrema-derecha”
llamada El Ángel Exterminador. Estuve
durante unas semanas tratando de confirmar la existencia de esta (y de otras)
sociedades secretas realistas, rivales de las sociedades liberales (Sociedad de
los Caballeros Comuneros, Sociedad de los Carbonarios y masonería). No encontré
ninguna confirmación de su existencia, pero sí algunos datos que resultan
curiosos y que enlazan directamente con la llamada “revuelta de los agraviados”,
en catalán, “la revolta dels malcontents”, una revuelta en la “montanya catalana”,
no en favor de la “república”, ni de mayores dosis de autonomía, ni mucho menos
de la independencia, sino más bien una revuelta en dirección completamente
opuesta: reaccionaria, monárquico-borbónica y anti-liberal, que algunos
consideran como una “proto guerra carlista”. Y tuvo lugar en ese corazón de
Cataluña al que hoy algunos quieren negarle su españolidad. Obviamente, en las
escuelas catalanas se ha borrado cualquier rastro de este episodio histórico.
Este artículo quiere recordar el enigma del Ángel Exterminador y la realidad
histórica de la “revuelta de los agraviados”
Se empezó a hablar de esta sociedad en el sexenio
absolutista, en 1817. No existe ni un solo documento firmado por esta sociedad,
lo que no implica, en absoluto, que fuera una ficción. Existieron demasiados
rumores en el primer tercio del siglo XIX como para dudar de su existencia. Los
pocos estudios sobre la misteriosa sociedad la vinculaban al Obispo de Osuna,
Monseñor Juan de Cavia González, y a Roger Bernard, Conde de España. Se daba
como tercer miembro conocido del Ángel Exterminador a Francisco Tadeo Calomarde,
válido de Fernando VII.
Calomarde ya había descollado junto a Godoy, el Príncipe de
la Paz, luego, en las Cortes de Cádiz, se opuso a las ideas liberales y se fue
convirtiendo, poco a poco, en uno de los defensores más sólidos de la monarquía
tradicional. Tras el “trienio liberal”, llegó su momento de gloria. Los Cien
Mil hijos de San Luis, le rescataron del escondite en el que había eludido a
masones, carbonarios y comuneros, y lo colocaron al frente de la regencia hasta
que Fernando VII volvió a Madrid. A partir de ese momento, fue el más fiel
colaborador del Rey y, desde el poder, según los rumores, impulsó el nacimiento
del Ángel Exterminador.
Reconstruir la historia de este grupo ultramontano es una
tarea imposible. Desde la tercera década del siglo XIX nadie había sido capaz de
aportar más datos sobre la misteriosa fraternidad. Sin embargo, todas las
fuentes que han llegado hasta nosotros coinciden en que su ideario habría sido
recogido por un movimiento popular, nacido de la Cataluña interior, conocido
como “la revolta dels malcontents”.
La historiografía nacionalista siempre ha tenido
dificultades en interpretar este episodio, así que ha optado por desterrarlo de
los planes de estudio. Los “malcontents” eran los “agraviados” que, entre marzo
y septiembre de 1827, protestaron contra las medidas de Fernando VII, pero no
desde el punto de vista liberal, sino desde su antítesis. Pedían —exigían, en
realidad— la restauración de la Inquisición y reivindicaban los derechos que
les negaba el Reglamento para los Voluntarios Realistas. Agustí Saperes y Josep
Bussons, el famoso Jep del Estany, proclamaron la Junta Suprema Provisional del
Gobierno de Cataluña en Manresa. No fue, en ningún caso, una “revolución de las
sonrisas”, sino el anticipo de las guerras cartistas. Los revoltosos pronto se
hicieron con el control de la Cataluña interior y sometieron a asedio las
ciudades de Cardona, Hostalrich, Gerona
y Tarragona.
¿Una revolución en nombre de la “República Catalana de los
idiotas”? ¡No! más bien en nombre del
absolutismo borbónico y de una visión ultramontana del catolicismo ¡Y en el
corazón de la Cataluña de 1827! En el Manifiesto de la Federación de Realistas
Puros, deploraban el “reformismo”
de Fernando VII y para ellos, como para el protocarlismo que anunciaban,
existían dos legitimidades que justificaban la monarquía: la de origen, que cumplía por
herencia Fernando VII, y la de ejercicio
que implicaba que sus actos de gobierno debían ser acordes con los principios
de la monarquía tradicional. Y allí era donde algunos de los “malcontents” renegaban
del titular de la Corona y se fijaban en su hermano, Carlos María Isidro.
Algunos de los agraviados y “malcontents” eran menos sofisticados en sus ideas. Tuvieron su
momento álgido tras la cosecha de 1827. El movimiento, estaba formado por
campesinos y menestrales que no distinguían las sutilezas del Manifiesto de los Realistas Puros.
Para aquellas gentes sencillas de la montaña catalana, el Rey estaba secuestrado por liberales y reformistas, de ahí que
exigieran, sobre todo, un cambio de gobierno.
Fernando VII, reaccionó relevando al gobernador de Cataluña (que
pasó a ser el Conde de España, presuntamente vinculado al Ángel Exterminador).
Como esto no bastó, el rey se desplazó a
Barcelona, entrando, entre vítores y aplausos, por la Cruz Cubierta el 28 de
septiembre. Los prohombres de los gremios pidieron y obtuvieron el privilegio
de sustituir a los callos y tirar con sus propias manos de la carroza real como
símbolo de homenaje.
El Rey permaneció tres meses en la Ciudad Condal, tiempo
suficiente para que lo asaltara un ataque de gota, inaugurase la estatua el
Hércules de Nemea que hoy se encuentra en el Paseo de San Juan, y conociera a las
fuerzas vivas de la ciudad. Incluso se perdió por el parque del Laberinto
acompañado por su propietario, el Marqués de Alfarrás. Esa presencia, y el
respeto que inspiraba su figura, indujeron a que Manresa, Cervera, Olot y Vich
depusieran su actitud rebelde, abrieran sus puertas y se rindieran sin luchar.
El Rey pudo explicarles que nadie lo tenía secuestrado. A partir de entonces,
el movimiento cedió.
Fue la última
revuelta ultramonárquica que hubo en España… y, mire usted por dónde, tuvo lugar
en la Cataluña profunda.
Luego seguirían las
guerras carlistas que contaron con la participación de un fuerte contingente
surgido de esas mismas montañas en las que Jep
del Estany y Agustí Saperes, se sublevaron en nombre de la “santa religión,
la inquisición y la monarquía legítima”.
Veinte mil campesinos catalanes se colocaron bajo las banderas de los “malcontents”. Uno de sus líderes,
Jacinto Castany había escrito en Olot: “a
tomar las armas, empuñad las espadas, declaremos la guerra abierta a la
infernal chusma de masones, comuneros y carbonarios”. Estaba claro quién era el enemigo. La
inspiración, dicen, procedía del Ángel Exterminador.
Si el Departament de
Ensenyament de la Generalitat introducía una sola línea en los libros de texto
sobre “la revolta dels malcontents”, se posibilitaba el establecimiento
de la línea de continuidad más temida por la historiografía nacionalista: la
que va de la Guerra de Sucesión y de 1714, cuando buena parte de las poblaciones
catalanas siguió las banderas de los partidarios de la dinastía austríaca para
la Corona de España, a las guerras carlistas que registraron choques entre
partidas rivales particularmente intensas en el Principat, pasando por la
llamada Guerra del Francés, luego por la Guerra de la Independencia, por el
Bruch y por los asedios a Girona, por los menestrales alzados en la Catedral de
Barcelona por la independencia española contra el poder napoleónico, hasta
llegar a esta revuelta de 1827, pues, en efecto, todas el as indican que hasta el
último tercio del siglo XIX, los partidarios de una monarquía tradicional,
absoluta, católica y española, eran mayoría en el Principat.
Tenían razón, a fin de cuentas, quienes sostenían que el siglo XIX fue el siglo “más español” de
Cataluña. Sin olvidar a los regimientos catalanes que combatieron en Cuba o
a los últimos de Maracaibo... también catalanes.