En 1967 se hundió el primer superpetrolero construido en el
mundo: el Torrey Canyon. Lo recuerdo
porque, a partir de ese episodio el mundo entero empezó a hablar de ecología y
de protección del medio ambiente. Dos años después, me llegó un manifiesto
francés, el “Manifiesto Casandra” que hablaba ya orgánicamente de todos estos
problemas e incluso de la obsolescencia programada. Así que me conciencié
políticamente de la necesidad de una visión ecológica del mundo. Hoy, todo eso
son recuerdos que pertenecen a nuestro pasado. Si los he recordado ha sido
porque aquellas aguas han traído lodos como la obsesión por el reciclado sobre los que, servidor, se queja y no tanto de los personas de buena voluntad
que creen un deber cívico contribuir en la medida de sus posibilidades a la
recuperación del medio ambiente sino a los ayuntamientos que han hecho de este
tema un lucrativo negocio. De eso si que me quejo.
Servidor, usted,
todos, pagamos bastante al año por la recogida de basuras. Cada vez me exigen
que sea más discriminatorio con mis residuos: por un lado latas, por otro
embases de vidrio, luego, separados, plásticos y completamente separados los
residuos orgánicos, incluso los periódicos los tengo que llevar a un contenedor
situado en el otro extremo del pueblo. Y todo eso está muy bien y es muy
ecológico… Sería, pues, de desear que,
tanta entrega cívica me fuera recompensada con una reducción en el precio de
mis basuras: a decir verdad, solamente me tendrían que cobrar el transporte a
la vista de que se lo dejo todo preparado. Y no: cada año me suben la factura
de la basura. Nadie, por supuesto, dice nada. Nadie protesta. Nadie mueve
un dedo.
Los que somos mayores
hemos conocido la figura del trapero: era un tipo que pasaba por nuestra
casa y se llevaba determinados residuos: pesaba en su balanza romana los
diarios que evacuaba y ¡nos los pagaba! Si se llevaba una caldera de hierro
forjado que ya no servía ¡nos la pagaba también! Y debía irle bien, porque el
trapero de mi barrio vivía como un honesto burgués medio cuando abandonaba su
mono y sus residuos. Hoy ya no quedan traperos ni traperías: hoy, nadie nos paga por los materiales que
reciclamos sino que somos nosotros los que debemos pagarle a él.
En casi todos los países que he visitado he visto una
costumbre que está completamente ausente en España (y que, sin embargo, estuvo
presente hasta mediados de los 60): los
cascos de botella se pagaban al devolverlos. Hoy, en Québec y en Budapest,
en La Valetta y en San José, te abonan el valor de los cascos en cualquier
super e incluso en los badulakes. Devolver los cascos parece la mejor forma de
reciclar: ¿habéis visto algún super que lo acepte en España? Ni uno. Los cascos
valen dinero, tanto en sí mismos para volver a ser rellenados como si se
trituran para volver a hacer nuevas botellas. A usted le cobran por llevarse los cascos o, incluso, porque usted
los lleve al contenedor… pero ellos (los Ayuntamientos y sus amigos) los venden.
Me quejo de esto y de la pasividad y la aceptación resignada de la sociedad.
Les confesaré una cosa: desde hace diez años no reciclo.
Vivía entonces en un pueblo de la provincia de Alicante: había contenedores de
todos los colores que luego… iban a parar al mismo camión. Lo que usted
separaba, el camión lo reunía y lo llevaba a la planta de reciclaje en donde
volvían a separarlo… A esto le llaman “crear
puestos de trabajo en el sector servicios”. Desde entonces me niego a
reciclar: o los ayuntamientos pasan a recoger la basura gratuitamente y la
pagan con los beneficios que da el reciclado o… ¡que recicle el alcalde!
¿Incívico? En absoluto: desde el hundimiento del Torrey Canyon en 1967 con su primera marea negra quedé impresionado
y procuro actuar en consecuencia: no
contaminar, no alterar el medio… pero, también, no pasar por tonto, ni trabajar
para que unos parásitos atrincherados en su poltrona municipal vivan del
cuento. Haga usted lo mismo.