martes, 12 de junio de 2018

365 QUEJÍOS (44) – OBSESOS DEL RECICLADO


En 1967 se hundió el primer superpetrolero construido en el mundo: el Torrey Canyon. Lo recuerdo porque, a partir de ese episodio el mundo entero empezó a hablar de ecología y de protección del medio ambiente. Dos años después, me llegó un manifiesto francés, el “Manifiesto Casandra” que hablaba ya orgánicamente de todos estos problemas e incluso de la obsolescencia programada. Así que me conciencié políticamente de la necesidad de una visión ecológica del mundo. Hoy, todo eso son recuerdos que pertenecen a nuestro pasado. Si los he recordado ha sido porque aquellas aguas han traído lodos como la obsesión por el reciclado sobre los que, servidor, se queja y no tanto de los personas de buena voluntad que creen un deber cívico contribuir en la medida de sus posibilidades a la recuperación del medio ambiente sino a los ayuntamientos que han hecho de este tema un lucrativo negocio. De eso si que me quejo.

Servidor, usted, todos, pagamos bastante al año por la recogida de basuras. Cada vez me exigen que sea más discriminatorio con mis residuos: por un lado latas, por otro embases de vidrio, luego, separados, plásticos y completamente separados los residuos orgánicos, incluso los periódicos los tengo que llevar a un contenedor situado en el otro extremo del pueblo. Y todo eso está muy bien y es muy ecológico… Sería, pues, de desear que, tanta entrega cívica me fuera recompensada con una reducción en el precio de mis basuras: a decir verdad, solamente me tendrían que cobrar el transporte a la vista de que se lo dejo todo preparado. Y no: cada año me suben la factura de la basura. Nadie, por supuesto, dice nada. Nadie protesta. Nadie mueve un dedo.

Los que somos mayores hemos conocido la figura del trapero: era un tipo que pasaba por nuestra casa y se llevaba determinados residuos: pesaba en su balanza romana los diarios que evacuaba y ¡nos los pagaba! Si se llevaba una caldera de hierro forjado que ya no servía ¡nos la pagaba también! Y debía irle bien, porque el trapero de mi barrio vivía como un honesto burgués medio cuando abandonaba su mono y sus residuos. Hoy ya no quedan traperos ni traperías: hoy, nadie nos paga por los materiales que reciclamos sino que somos nosotros los que debemos pagarle a él.

En casi todos los países que he visitado he visto una costumbre que está completamente ausente en España (y que, sin embargo, estuvo presente hasta mediados de los 60): los cascos de botella se pagaban al devolverlos. Hoy, en Québec y en Budapest, en La Valetta y en San José, te abonan el valor de los cascos en cualquier super e incluso en los badulakes. Devolver los cascos parece la mejor forma de reciclar: ¿habéis visto algún super que lo acepte en España? Ni uno. Los cascos valen dinero, tanto en sí mismos para volver a ser rellenados como si se trituran para volver a hacer nuevas botellas. A usted le cobran por llevarse los cascos o, incluso, porque usted los lleve al contenedor… pero ellos (los Ayuntamientos y sus amigos) los venden. Me quejo de esto y de la pasividad y la aceptación resignada de la sociedad.

Les confesaré una cosa: desde hace diez años no reciclo. Vivía entonces en un pueblo de la provincia de Alicante: había contenedores de todos los colores que luego… iban a parar al mismo camión. Lo que usted separaba, el camión lo reunía y lo llevaba a la planta de reciclaje en donde volvían a separarlo… A esto le llaman “crear puestos de trabajo en el sector servicios”. Desde entonces me niego a reciclar: o los ayuntamientos pasan a recoger la basura gratuitamente y la pagan con los beneficios que da el reciclado o… ¡que recicle el alcalde! ¿Incívico? En absoluto: desde el hundimiento del Torrey Canyon en 1967 con su primera marea negra quedé impresionado y procuro actuar en consecuencia: no contaminar, no alterar el medio… pero, también, no pasar por tonto, ni trabajar para que unos parásitos atrincherados en su poltrona municipal vivan del cuento. Haga usted lo mismo.