¿No han sentido ustedes alguna vez ganas de vaciar una cinta
de balas de un Spandau MG-42 de calibre 7,92 mm sobre un coche que pasa junto a
ustedes con una música atronadora y estridente que rompe los tímpanos? Yo, les
confieso, que sí: muy a menudo. Será porque me he autodiagnosticado “hipersensibilidad
acústica”, el caso es que cualquier ruido que no he pedido, me molesta. Además, observen que, tanto estas discotecas
sobre ruedas, como los giliflautas que exhiben su música en el móvil, solamente
escuchan MALA (O MALÍSIMA MÚSICA). Nunca me he cruzado a ninguno que
escuchara la Pastoral de Beethoven, el Canon de Pachelbel o las Cuatro
Estaciones de Vivaldi. Ni siquiera algún clásico de los Beatles, de la Baez o
del divino Dylan. Por algún motivo que corresponde a los sociólogos y a los
psiquiatras estudiar, quien decide obligarle a que usted comparta su música, es
un tipo con un mal gusto extremo. Me quejo de eso y tengo historia para esta
queja.
Es uno de las grandes aportaciones del Tercer Mundo a la
cultura occidental. Recuerdo en el interior de Brasil, una tarde tranquila en
la terraza de una pulpería de mala muerte cerca de Manaos. De repente, en la
explanada de delante, apareció una desvencijada camioneta. Sacaron unos bafles
que parecían recién robados de una discoteca y se pusieron a atronar una música
obsesiva, ecos del origen africano de los protagonistas que rompía la armonía y
serenidad de una noche amazónica.
Otro día, en una casa de campo en las afueras de Villena,
estaba leyendo relajado después de una agotadora jornada, cuando de repente
desde la masía de al lado recién alquilada a un “grupo musical” empezó a
atronar un tam-tam. ¡Un puto y jodido tan-tam a dos pasos de las tierras
manchegas y en el límite de la provincia de Alicante! Iban acompañados de una ranchera con los consabidos bafles que podían oirse en todo el valle. Cada miércoles el grupo
de merluzos iban al mas a ensayar “la batuká”… Tenia preparado incendiar la masía
cuando dejaron de pagar el alquiler y no volvieron. Fue un alivio.
Ítem
más. En Beirut, lo peor no es que la conducción sea salvaje (el
primer consejo que te dan es que mires siempre al frente, si desvías la
atención hacia los flancos, los conductores que vienen por ahí entienden que
tienes miedo y se lanzan: no hay forma de pasar), ni que, en aquella época, el
ruido de los disparos y los bombardeos en el valle de la Bekaa, de los
reactores de combate rasantes, rompieran cualquier instante de armonía, sino
que, al atardecer, en los bajos de los edificios en ruinas, se producía un
impresionante trasiego de personal que sacaba al exterior, bafles,
fluorescentes y transformaba aquel entorno ruinoso en discotecas, bares de
alterne y clubs musicales (de mala música, claro está); para promocionarlos,
decenas de coches recorrían las calles anunciando los garitos por malos altavoces
chisporroteantes y hasta altas horas de la noche.
Incluso en Montréal, ciudad tranquila y relajada por
excelencia, al final de la calle de Saint Hubert, camino de la Petite Italie,
con sus aceras cubiertas, al llegar al “barrio andino”, un coche americano, de
los habituales de narcos, molestaba a todo ciudadano con salsa, merengue y
lambadas insufribles. Lo bueno, en
esta ocasión, es que todos censuraban con la mirada a aquellos que hoy supongo
condenados por narcotráfico.
Todo esto está hoy en España y en demasía. Porque en este país
cuando una moda llega, arraiga con fuerza y termina siendo obsesiva. Me quejo de que los más garrulos, los
personajes de sensibilidad de piedra pómez y gustos troglodíticos, recorren
nuestras calles mostrando su analfabetismo cultural y realizando selecciones
musicales infames que usted y yo deberemos oír, mientras siga mal visto
utilizar la Spandau MG-42 para
remediar el disparate.
De eso me quejo: a fin de cuentas de que la falta de educación, la nula cultura
musical y las ganas de exhibir la ignorancia dominen en las calles. Todo
empezó cuando Adolfo Suárez dijo aquello de que iba a “elevar a la categoría
política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”. El ruido
atronador, parece algo “normal”, luego, entone el trágala, y acéptelo o váyase.
Créanme que cada vez que preparo las maleta siento una especie de liberación.