Los años 90 fueron para mí un período de alejamiento de cualquier forma de actuación política por distintos motivos. Uno de ellos, y quizás el más importante, que había poco que hacer y menos que decir. La ultraderecha parecía anclada en su crisis iniciada en 1981 y, por mi parte, había perdido la esperanza de que la catarsis emprendida pudiera llevar a algún sitio. Mantenía vínculos y puentes con el ambiente, pero me abstenía de participar, escribir e incluso opinar públicamente. Fueron años en los que me refugié en lo personal, multipliqué mis colaboraciones con revistas de carácter no político y escribí varios libros sobre temas que me interesaban personalmente o bien en los que veía que podían tener buena difusión. Sin esforzarme mucho, en esos años logré vivir de lo que escribía. Y, sobre todo, vivir intensamente y sin tiempos muertos, algo que siempre he necesitado. Los años de clandestinidad y exilio, la práctica del zen y la misma dinámica de la vida, había grabado a fuego algunos rasgos en mi carácter que antes no se habían manifestado. El pragmatismo había ganado espacio en mi personalidad: ante las situaciones de urgencia –y lo limitado de la vida convierte a todo en pura urgencia- discutir es malo, perder el tiempo es peor y se impone enviar a paseo a quien te haga perder un minuto. Es una forma de compación hacia el pelmazo: enseñarle que dar la barrila no es la mejor de las actitudes. En París y en otras ciudades en las que he vivido, tenía que cambiar de apartamento constantemente para impedir ser localizado y al final, le cogí gusto a los cambios; hoy me cuesta estar cinco años haciendo la misma actividad. Si la vida es cambio constante, más vale subirse en la cresta de los cambios para no perder el tren de la vida. Y en eso sigo desde los años 90.
Había algo de inquietante en lo que ocurrió en esa época. Si finales de los años 60 y principios de los 70 fueron los años de tanteo personal casi adolescente, el resto de los 70 fue (para el ambiente político en el que me movía) el tiempo de los grandes errores que se prolongó hasta principios de los 80. El resto de esa década fue el de los intentos de renovación, limitados unos, insuficientes otros y frustrados todos. Los 90 iba a ser el tiempo de algunas regresiones y de muertos que seguían vivos, transformados convenientemente en zombis. Y aún quedaba la primera década del nuevo milenio que no sería sino una prolongación de la anterior con leves atisbos de esperanza. Así pueden resumirse los 40 años que he visto y vivido. O como ir de la nada a la más absoluta miseria, pero, eso sí, con 40 años de experiencia y varios masters en perdida de tiempo, iniciativas frustradas y managment en incapacidades varias.
Hablaba de los años 90. El número de gente que era consciente de que había que renovar en profundidad el ambiente iba creciendo y lo mejor era que cada vez era más consciente de que la renovación debía ser radical o no sería. Pero en eso de las “renovaciones” ya se sabe que hay que recordar la palabra del Buda: “si una cuerda se tensa demasiado, se rompe; si no se tensa, no suena”. Y esta sola frase encierra todo el dramatismo de las renovaciones frustradas. La que habíamos intentado desde Nueva Europa, por ejemplo, era de las que “rompían” la cuerda y lograban que, finalmente, ni se alcanzara a interesar a grupos sociales nuevos, ni lo expuesto tuviera interés para los habituales. Era la forma de vaciar lo poco que quedaba en el recipiente. Antes, la de Juntas Españolas había sido una renovación tan limitada que, en algunos momentos, me dio la sensación de que eran una Fuerza Nueva sin Blas y sin la sobreactuación en materia religiosa. Y no hubo forma de que aquello diera musicalidad alguna. En los años 90 a esto se sumaron ilusiones de renovación difícilmente digeribles, pero también nuevos intentos que permitían hacer un lugar para la esperanza.
No voy a referirme en detalle a intentonas culturales que hubieron varias en la época y todas vinculadas a intentos más o menos limitados de traer a España, el pensamiento de la Nueva Derecha francesa que nunca había terminado de arraigar en España. Estos intentos se habían frustrado siempre en la medida en que no pasaban de ser formas de acomodamiento de tal o cual individualidad en el mundo universitario. No tenían pues nada de profundo, ni de interesante, sino que apenas eran formas de apalancamiento personal, sin gran interés. Por otra parte, en esos años manifestaba mi escepticismo sobre la actividad de aquellos a los que despreciativamente llamábamos “los culturetas”. Mal asunto cuando una Cultura con mayúsculas se convierte en algo erudito y en permanente construcción. Esta era la crítica que hacía a la Nueva Derecha francesa de la época. Desde 1968, Alain de Benoist venía explicando que para jugar un partido –y el partido era la hegemonía cultural que la que nos decía que precedía a la hegemonía política- era preciso entrenarse. Así pues había que trabajar, y trabajar duro, para que el clima cultural permitiera la aparición de condiciones objetivas favorables para, no un cambio de gobierno, sino un cambio radical de Sistema (concebido como conjunto coherente de orden social, político, económico y cultural). Hacia 1978, en Francia, la Nouvelle Droite había irrumpido con fuerza, especialmente desde que sus más pristinos exponentes habían entrado en la redacción de Le Figaro Magazine. Entre 1978 y 1980, fue rara la semana en la que no apareció en los medios franceses algún tipo de comentarios sobre las ideas de Benoist, Marmin, Faye, Vial o Pawels. El marxismo iba entrando en crisis como ideología de moda entre la intelectualidad. Recuerdo que en España, el punto de inflexión debió llegar hacia principios de 1980, cuando Henri-Levy, en el curso de un debate de La Clave, paró los pies a Santiago Carrillo, simplemente recordándole que no estaba en un mitin electoral. Carrillo, gran pope de la transción junto al Duque de Suárez, perdió los papeles y no logró reconstruir un discurso capaz de contrabandear la crítica al marxismo realizada por Henri-Levy desde la “nueva filosofía”. A partir de ese momento, la clase intelectual española que hasta entonces había tenido al marxismo como única filosofía aceptable, empezó el despiste advirtiendo que las modas pasan y que esta fe empezaba a periclitar. Desde el punto de vista ideológico los 80 se inician con la crisis del marxismo y terminan cuando ya nadie se acordaba de lo que supuso la hegemonía marxista en la universidad.
En la Barcelona de entre 1969 y 1976, todos –y repito, en todos- los kioscos de las Ramblas barcelonesas eran verdaderas bibliotecas marxistas en las que podía adquirirse cualquier libro de Marx, Lenin o Mao, sin olvidar, claro está a Marcusse, Nikos Poulantzas, Althuser, Pierre Mandel y el general Giap, pero en cambio era imposible comprar ni un solo libro de pensadores conservadores que existir, existían, pero que no gozaban del favor editorial, algo curioso en pleno tardofranquismo. Sin embargo en 1976, esos mismos kioscos de las Ramblas retiraron tanta literatura marxista y se convirtieron en escaparates del destape, paraíso de voyeristas, babosillos y pajilleros natos. Hacia final de la década, también lo "X" empezó a tener dificultades, así que dejó paso al ocultismo y a la astrología como si las incertidumbres sobre el final de la transición incitaran a interesarse por un futuro via sideral. Diez años después, de todo esto quedaba poco y esos mismos anaqueles mostraban libros de autoayuda, muchos de los cuales aceleraban los impulsos suicidas de sus consumidores, y sobre todo, ocio especializado: revistas de viajes, de fotografía, de perros, de caballos, de tatoos, de videojuegos, de spectrums, de ovnis, etc. Y es que los kioscos y las pajareras de las Ramblas han sido siempre el retrato más completo de la vida cultural barcelonesa; por eso cuando la concejala Pilar Rahola prohibió que se vendieran animales vivos en aquellos kioscos (lo único vivo que se podía adquirir en Las Ramblas), advertí que Barcelona era una ciudad muerta y que las Ramblas eran el paradigma de una urbe que había intentado ser ciudad fashion con Manhattan y la Gran Manzana como ejemplo a seguir pero llevaba camino de quedarse como ciudad provinciana y de inmigración como aquella Marsella de la que me habló mi padre con entusiasmo, a la que conocí en 1981 y que yo mismo vi transformarse en una ciudad mora en la orilla equivocada del Mediterráneo.
Todo esto viene a cuento de que la Nouvelle Droite proponía un entrenamiento en materia cultural y esto nos pareció a todos razonable en el lejano 1968. Así que nos suscribimos a Nouvelle Ecole y a Elements, leímos hasta la saciedad los artículos de Benoist y demás, los elogiamos, los apreciamos y, sobre todo, extrajimos algunas ideas nuevas, junto a referencias a otros autores que leímos con fruición. Pero todo entrenamiento, a la postre, sirve para jugar un partido, enfrentarse a una final, competir y vencer. Y esto era lo malo: nunca se juzgaba que el entrenamiento era suficiente. El partido nunca llegaba, siempre quedaba más lejos en la perspectiva del tiempo. El entrenador consideraba que había que entrenarse más todavía y luego más aún y, finalmente, todavía más. Este planteamiento era comprensible a la vista de que Le Pen era llamado hasta 1985, “Monsieur 1%” dada su tendencia irreprimible a presentarse a cualquier elección, obteniendo este porcentaje. Si el misérrimo 1% era el “techo político”, había, pues, que seguir entrenándose.
Si la “Nouvelle Droite” era “nueva derecha”, era por oposición a la “vieja derecha” francesa: a diferencia de ésta, germanófoba, la de Benoist era germanófila, si una era nacionalista y antieuropea, la otra reusltó ser europeísta y antinacionalista; la una esencialmente visceral, la otra quiso encontrar bases científicas; católica una, la de Benoist se decía pagana; una miraba hacia atrás y desconfiaba del futuro, la nueva miraba hacia el origen y tenía su confianza puesta en el final del camino (idea que al final Faye terminó resumiendo en una palabra-fórmula: arqueofuturismo).
El problema vino cuando Le Pen dejó de ser “Monsieur 1%” y se convirtió en un fenómeno político en la muy racionalista y cartesiana Francia, cuna de la ilustración, la tortilla, la república y el bidé. Le Pen, a lo largo de los 90 quedó por delante de Benoist en el ranking de apariciones televisionarias. Atrincherado Benoist en la sofisticación ideológica, Le Pen, con un discurso extremadamente simple, atraía a masas utilizando una retórica y unos temas que Benoist creía definitivamente superados, pero que sin embargo, lograron capturar votos venidos del gaullismo, de la izquierda, de la vieja derecha, de católicos, paganos y mediopensionistas. Un "equipo" –el Front National- sin tener el entrenamiento suficiente, con un capitán del equipo tuerto y cuyo techo ideológico estaba en el Maurras de 1914, pisaba el césped, generaba una hostilidad total del “sistema” e incluso ganaba algunos partidos.
Era evidente que Benoist iba a tener problemas dentro de la Nouvelle Droite y que buena parte de su gente miraba con desconfianza el proceso de islamización de la sociedad francesa y la formación de guetos de la inmigración. Mientras que Benoist se entrenaba para un partido que nunca llegaba, los recién llegados parecían optar por derruir el estadio. Algunos cuadros de la “nouvelle droite” terminaron yéndose con Le Pen sin renunciar a sus puntos de vista doctrinales, por reconocimiento de que el eje de la respuesta se había trasladado de Benoist a Le Pen, otros criticaron con extraordinaria virulencia el giro tercemundista de Benoist adoptado desde principios de los 80. Algunos incluso recordaban y reprochaban a Benoist que, tras el atentado, precisamente, a la sinagoga de rue Copernic, éste, para evitar que la ola de antifascismo le alcanzase, recordase en un artículo que judíos y paganos habían tenido el mismo enemigo: el cristianismo. Y, como colofón, Guillaume Faye, con sus altibajos propios, rompió con Benoist abriendo el período en el que escribió media docena de libros brillantes, ensombrecidos luego por tomas de posición discutibles y poco creíbles. Los intelectuales son asín…
Decía uno de nuestros iconos, Pierre Drieu La Rochelle, que intelectual no es el que piensa sino el que hace del pensar una profesión. Cada cual vive de lo que puede, así que, en principio no es criticable el que uno haga del estruje de sus neuronas un medio de vida. El problema es la importancia que se le da a todo esto. A intelectuales como Benoist les corresponde seleccionar, analizar, divulgar, adaptar y coordinar ideas que nacen en el mercado cultural, desechar unas y recomendar otras. Este trabajo solamente puede realizarse empleando tiempo. Y el tiempo es dinero. Así que la comercialización de la cultura es algo lógico e inevitable. Pero este trabajo no es un sacerdocio que proyecte sobre la sociedad un pensamiento trascendente y dotado de una sanción superior: supone poner a disposición de la sociedad un instrumento para su transformación.
En tanto que instrumento, la visión cultural propuesta por los intelectuales, no basta por sí misma para transformar la sociedad: hace falta una voluntad transformadora, es decir, que ese pensamiento sea asumido por una estructura organizada que será el verdadero ariete contra el “sistema”. Por mucha impregnación cultural que hubiera realizado la Ilustración en el siglo XVIII, la revolución francesa hubiera sido imposible sin la burguesía organizada en las logias masónicas y el caso de la revolución rusa de 1919 o incluso de la revolución alemana de 1919-33, se realizó simplemente porque existía una minoría dotada de odio –sí, de odio de clase, de odio racial, de odio hacia la puñalada por la espalda, de odio hacia la burguesía en definitiva- capaz de transformarlo en rodillo para "repasar" al "sistema". No hubo mucha lucha cultural en la Alemania de Weimar ni en la Rusia zarista que precedió a la revolución rusa. El odio como fuerza transformadora de la sociedad (odio surgido de privaciones, de experiencias negativas, de resentimientos étnicos, de clase, atávicos) es tan constructiva como el amor (amor a la patria, amor a la familia, amor a la tierra natal, amor a la comunidad del pueblo, amor a los antepasados) y ambos, a fin de cuentas generan las fuerzas que construyen el futuro: el odio destruye al “viejo mundo” y el amor construye un “mundo nuevo”. ni es ni podía ser de otra manera, a pesar de Bambi, de la UNESCO y del humanismo universalista zapateriano.
A la nueva derecha le ha faltado siempre esa tensión emocional que ha estado presente en los grandes movimientos humanos de la historia: como todo lo que es intelectual, ha sido demasiado reposado, excesivamente alejado de las pasiones humanas, huidizo de esa parte de la naturaleza humana que es animal, instintiva, primitiva, y que se manifiesta en instintos comunes a los animales superiores, instinto de supervivencia, instinto de reproducción, instinto territorial, instintos que, a la postre, no precisan detrás una gran construcción intelectual sino que se manifiestan en toda su brutalidad en momentos de crisis. ¿Es que habíais olvidado que vuestro sustrato biológico es animal y que a la postre se trata de pensar con la cabeza, con el corazón y con los testículos?
Por todo ello, a pesar de tener cierto interés cultural y una curiosidad intelectual insertada desde muy jovencito por una biblioteca gigantesca heredada y ampliada, jamás he concedido una importancia excesiva a la “lucha cultural”, y el conocimiento de la vida me ha inducido a alejadarme de “los culturetas”. Por si tenía dudas sobre todo esto, desaparecieron cuando en cierta ocasión, en el curso de una cena con Benoist en el Restaurante Casa Juan en Barcelona, éste pidió una tabla de embutidos. Ver a Benoist comer una tabla de embutidos quizás no sea una imagen excesivamente intelectual, pero era el reflejo más vivo de que en el ser humano, lo instintivo está a flor de piel y, a fin de cuentas, camina por delante (aunque por abajo y en palanca) de sus neuronas.
Quizás sea necesario añadir que me creo en el derecho de realizar todas estas críticas en la medida en que todavía sigo próximo a la nueva derecha y en el momento de escribir estas líneas acabo de traducir la obra de Alain de Benoist “Mañana el decrecimiento” con una introducción sobre la crisis económica especialmente escrita para la edición española. Véase pues en estas notas, unos comentarios de “uno que está en el mismo lado” por mucho que no crea en las bondades de la lucha cultural.
* * *
Hacia 1995, algunos camaradas con los que me unía una entrañable amistad ingresaron en La Falange. Hay que explicar que La Falange era una escisión capitaneada por Gustavo Morales (aquel que había liderado la escisión de la FE-JONS(A) conformando la FE(A) con Ana María Fernández Llamazares de parachoques, viajero a Cuba en camisa azul, aquel que luego fue funcionario de la embajada iraní, más tarde estuvo en el proyecto del exótico abogado Rodríguez Menéndez de rescatar el diario “Ya” con los dineros de Vera salidos de las cloacas felipistas, más tarde en el entorno de Mario Conde cuando desembarcó en el CDS y a través suyo intentó intervenir en política y, finalmente, con otros ingresó en la FE-JONS de Diego Márquez con el consiguiente cipostio, la escisión cantada y la formación de La Falange, un cachondo, vamos). A pesar de todo lo que algunos pueden pensar pensar de este historial, Gustavo se seguía considerando hedillista y falangista cuando lo conocí en el local de CEDADE de calle Valencia hacia 1989 en el marco de los contactos que terminarían en la Asociación Nueva Europa. Removilizando agendas consiguió movilizar a unas decenas de veteranos e incorporarlos al proyecto de salvar a la falange, hacer una nueva falange y adecuar, en cualquier caso, a la falange al tiempo nuevo. Trabajo de Sísifo, tratajo titánico, trabajo imposible.
En principio me costó asimilar el que algunos amigos habían realizado lo que, en mi opinión, era una simple regresión, esto es asumir los colores y la chapa de un equipo que estaba definitivamente desnortado desde 1937 y cuya historia confirmaba que era, ante todo ysobre todo, una fuente de problemas: Falange. Es difícil explicar para quien no esté familiarizado con falange que nunca ha existido una, sido media docena de falanges (y siguen pariendo) y yo incluso diría que hay tantas falanges como falangistas han sido. Pero a esas alturas, en 1995, estaba alejado de la política y dispuesto a aceptar aquello que mis amigos hicieran, a fin de cuentas eran ellos los que permanecían en activo. Cuando nos vimos, hacia 1997 en Barcelona, daba la sensación de que seguían existiendo distintos grupos falangistas pero el capitaneado por Morales era el que se había llevado el gato al agua, arrastrando la mayor base militante.
En ese tiempo se había constituido ya Democracia Nacional dirigida en ese momento por gente que conocía desde el arranque de Juntas Españolas y en el Frente de la Juventud. Acudí a una conferencia de Pérez Corrales en el hotel Calderón, pero lo que oí tampoco me convenció excesivamente. Era cierto que por su estética y discurso, Democracia Nacional parecía otra cosa y existía una ruptura con la ultraderecha, desde luego mucho más evidente que el continuismo del que hacía gala otro grupo Acción por la Unidad Española dirigido por el hijo del comandante Sáez de Ynestrillas. Estos eran los ultras de toda la vida en torno al que encarnaba mejor los valores, errores y horrores de ese sector. Lo conocí, oí su verbo áspero y cazalloso y decidí alajarme consciente de que aquello terminaría mal y que no valía la pena dedicarle ni cinco minutos lamentando que algunos antiguos camaradas de Fuerza Nueva de Barcelona terminaran en aquel agujero negro cuya mera existencia era el signo de la decadencia del sector. Ynestrillas, en esa época había emprendido la peregrinación a París para ser bendecido por Le Pen, como antes y después harían todos los que querían una “sanción superior”. Pero ni con sanción superior, uno podía olvidar su discurso políticamente analfabestia, primitivo hasta lo neanderthal y pre-piñarista, capaz de considerar a lo cromagnoide como un "rojo" cualquiera. Democracia Nacional era, por supuesto, otra cosa. Eran los tiempos en los que el felipismo sufría de la famosa “tenaza” Aznar-Anguita. Pérez Corrales había optado, ante lo endeble aún de su partido, por apoyar las propuestas de Anguita como intento para insertarse en la política real. No era, en principio, una idea rechazable. El problema es que por mi parte seguía viendo las cosas en función de Siddarta Gautama Buda: “si una cuerda se tensa demasiado se rompe, si no se tensa, no suena”. AUN e Ynestrillas eran una forma de tensar la cuerda, el instrumento y terminar haciendo trizas la guitarra, la partitura, el atril y la sala y luego emprenderla con el auditorio. Y DN seguía sin sonar. Luego estaba La Falange, donde, sin duda tenía más conocidos y amigos… pero ya por entonces había decidido no circular por senderos que había trillado antes y, desde que a finales de 1976, asistí al Congreso Nacional Sindicalista había decidido que ese vía, muerta o no, en cualquier caso no era para mí. Así que era cuestión de seguir en casa en situación de "disponible para el servicio" y, entre tanto, dedicarme a “mis labores”.
Escribí en esa época varios libros publicados por editoriales de primera fila y que gozaron de cierto favor del público, lo que les ha merecido sucesivas reediciones. También colaboré con revistas de todo tipo y, por aquello, de que no había que cortarse ni autolimitarse, también lo hice con El Viejo Topo enviando un ensayo sobre la “izquierda del abuelo” y las relaciones entre marxismo y socialismo utópico, con el ocultismo y las sectas. Se publicó y poco tiempo después, el director de la revista me requirió para escribir otro sobre la New Age en el que me mostré especialmente crítico. También publiqué en la revista Defensa algunos artículos sobre el terrorismo moderno y sus estrategias que luego fueron traducidos y editados en revistas extranjeras del mismo tipo. A raíz de que Isidro Palacios, entonces en la redacción de Mas Allá de la Ciencia, me pidiera una serie de artículos sobre “poderes ocultos” para editar en un número especial titulado “¿Quién mueve los hilos?”, me dí cuenta de que podía apuntar en esa dirección y me decidó a enviar artículos a las revistas de ese género que repercutieron en que poco después trabajara en varios programas radiofónicos. De ahí empalmé convirtiéndome en redactor jefe de la revista Saber Mas, durante un tiempo suplemento mensual de El Mundo de Catalunya. Y así sucesivamente. Pero esto tiene poco interés y ninguna relación con la ultra por mucho que un tarado haya intentado presentarlo como un intento coordinado de alcanzar la hegemonía en ese ambiente cultural.
Y entonces llegó Internet.
Había algo de inquietante en lo que ocurrió en esa época. Si finales de los años 60 y principios de los 70 fueron los años de tanteo personal casi adolescente, el resto de los 70 fue (para el ambiente político en el que me movía) el tiempo de los grandes errores que se prolongó hasta principios de los 80. El resto de esa década fue el de los intentos de renovación, limitados unos, insuficientes otros y frustrados todos. Los 90 iba a ser el tiempo de algunas regresiones y de muertos que seguían vivos, transformados convenientemente en zombis. Y aún quedaba la primera década del nuevo milenio que no sería sino una prolongación de la anterior con leves atisbos de esperanza. Así pueden resumirse los 40 años que he visto y vivido. O como ir de la nada a la más absoluta miseria, pero, eso sí, con 40 años de experiencia y varios masters en perdida de tiempo, iniciativas frustradas y managment en incapacidades varias.
Hablaba de los años 90. El número de gente que era consciente de que había que renovar en profundidad el ambiente iba creciendo y lo mejor era que cada vez era más consciente de que la renovación debía ser radical o no sería. Pero en eso de las “renovaciones” ya se sabe que hay que recordar la palabra del Buda: “si una cuerda se tensa demasiado, se rompe; si no se tensa, no suena”. Y esta sola frase encierra todo el dramatismo de las renovaciones frustradas. La que habíamos intentado desde Nueva Europa, por ejemplo, era de las que “rompían” la cuerda y lograban que, finalmente, ni se alcanzara a interesar a grupos sociales nuevos, ni lo expuesto tuviera interés para los habituales. Era la forma de vaciar lo poco que quedaba en el recipiente. Antes, la de Juntas Españolas había sido una renovación tan limitada que, en algunos momentos, me dio la sensación de que eran una Fuerza Nueva sin Blas y sin la sobreactuación en materia religiosa. Y no hubo forma de que aquello diera musicalidad alguna. En los años 90 a esto se sumaron ilusiones de renovación difícilmente digeribles, pero también nuevos intentos que permitían hacer un lugar para la esperanza.
No voy a referirme en detalle a intentonas culturales que hubieron varias en la época y todas vinculadas a intentos más o menos limitados de traer a España, el pensamiento de la Nueva Derecha francesa que nunca había terminado de arraigar en España. Estos intentos se habían frustrado siempre en la medida en que no pasaban de ser formas de acomodamiento de tal o cual individualidad en el mundo universitario. No tenían pues nada de profundo, ni de interesante, sino que apenas eran formas de apalancamiento personal, sin gran interés. Por otra parte, en esos años manifestaba mi escepticismo sobre la actividad de aquellos a los que despreciativamente llamábamos “los culturetas”. Mal asunto cuando una Cultura con mayúsculas se convierte en algo erudito y en permanente construcción. Esta era la crítica que hacía a la Nueva Derecha francesa de la época. Desde 1968, Alain de Benoist venía explicando que para jugar un partido –y el partido era la hegemonía cultural que la que nos decía que precedía a la hegemonía política- era preciso entrenarse. Así pues había que trabajar, y trabajar duro, para que el clima cultural permitiera la aparición de condiciones objetivas favorables para, no un cambio de gobierno, sino un cambio radical de Sistema (concebido como conjunto coherente de orden social, político, económico y cultural). Hacia 1978, en Francia, la Nouvelle Droite había irrumpido con fuerza, especialmente desde que sus más pristinos exponentes habían entrado en la redacción de Le Figaro Magazine. Entre 1978 y 1980, fue rara la semana en la que no apareció en los medios franceses algún tipo de comentarios sobre las ideas de Benoist, Marmin, Faye, Vial o Pawels. El marxismo iba entrando en crisis como ideología de moda entre la intelectualidad. Recuerdo que en España, el punto de inflexión debió llegar hacia principios de 1980, cuando Henri-Levy, en el curso de un debate de La Clave, paró los pies a Santiago Carrillo, simplemente recordándole que no estaba en un mitin electoral. Carrillo, gran pope de la transción junto al Duque de Suárez, perdió los papeles y no logró reconstruir un discurso capaz de contrabandear la crítica al marxismo realizada por Henri-Levy desde la “nueva filosofía”. A partir de ese momento, la clase intelectual española que hasta entonces había tenido al marxismo como única filosofía aceptable, empezó el despiste advirtiendo que las modas pasan y que esta fe empezaba a periclitar. Desde el punto de vista ideológico los 80 se inician con la crisis del marxismo y terminan cuando ya nadie se acordaba de lo que supuso la hegemonía marxista en la universidad.
En la Barcelona de entre 1969 y 1976, todos –y repito, en todos- los kioscos de las Ramblas barcelonesas eran verdaderas bibliotecas marxistas en las que podía adquirirse cualquier libro de Marx, Lenin o Mao, sin olvidar, claro está a Marcusse, Nikos Poulantzas, Althuser, Pierre Mandel y el general Giap, pero en cambio era imposible comprar ni un solo libro de pensadores conservadores que existir, existían, pero que no gozaban del favor editorial, algo curioso en pleno tardofranquismo. Sin embargo en 1976, esos mismos kioscos de las Ramblas retiraron tanta literatura marxista y se convirtieron en escaparates del destape, paraíso de voyeristas, babosillos y pajilleros natos. Hacia final de la década, también lo "X" empezó a tener dificultades, así que dejó paso al ocultismo y a la astrología como si las incertidumbres sobre el final de la transición incitaran a interesarse por un futuro via sideral. Diez años después, de todo esto quedaba poco y esos mismos anaqueles mostraban libros de autoayuda, muchos de los cuales aceleraban los impulsos suicidas de sus consumidores, y sobre todo, ocio especializado: revistas de viajes, de fotografía, de perros, de caballos, de tatoos, de videojuegos, de spectrums, de ovnis, etc. Y es que los kioscos y las pajareras de las Ramblas han sido siempre el retrato más completo de la vida cultural barcelonesa; por eso cuando la concejala Pilar Rahola prohibió que se vendieran animales vivos en aquellos kioscos (lo único vivo que se podía adquirir en Las Ramblas), advertí que Barcelona era una ciudad muerta y que las Ramblas eran el paradigma de una urbe que había intentado ser ciudad fashion con Manhattan y la Gran Manzana como ejemplo a seguir pero llevaba camino de quedarse como ciudad provinciana y de inmigración como aquella Marsella de la que me habló mi padre con entusiasmo, a la que conocí en 1981 y que yo mismo vi transformarse en una ciudad mora en la orilla equivocada del Mediterráneo.
Todo esto viene a cuento de que la Nouvelle Droite proponía un entrenamiento en materia cultural y esto nos pareció a todos razonable en el lejano 1968. Así que nos suscribimos a Nouvelle Ecole y a Elements, leímos hasta la saciedad los artículos de Benoist y demás, los elogiamos, los apreciamos y, sobre todo, extrajimos algunas ideas nuevas, junto a referencias a otros autores que leímos con fruición. Pero todo entrenamiento, a la postre, sirve para jugar un partido, enfrentarse a una final, competir y vencer. Y esto era lo malo: nunca se juzgaba que el entrenamiento era suficiente. El partido nunca llegaba, siempre quedaba más lejos en la perspectiva del tiempo. El entrenador consideraba que había que entrenarse más todavía y luego más aún y, finalmente, todavía más. Este planteamiento era comprensible a la vista de que Le Pen era llamado hasta 1985, “Monsieur 1%” dada su tendencia irreprimible a presentarse a cualquier elección, obteniendo este porcentaje. Si el misérrimo 1% era el “techo político”, había, pues, que seguir entrenándose.
Si la “Nouvelle Droite” era “nueva derecha”, era por oposición a la “vieja derecha” francesa: a diferencia de ésta, germanófoba, la de Benoist era germanófila, si una era nacionalista y antieuropea, la otra reusltó ser europeísta y antinacionalista; la una esencialmente visceral, la otra quiso encontrar bases científicas; católica una, la de Benoist se decía pagana; una miraba hacia atrás y desconfiaba del futuro, la nueva miraba hacia el origen y tenía su confianza puesta en el final del camino (idea que al final Faye terminó resumiendo en una palabra-fórmula: arqueofuturismo).
El problema vino cuando Le Pen dejó de ser “Monsieur 1%” y se convirtió en un fenómeno político en la muy racionalista y cartesiana Francia, cuna de la ilustración, la tortilla, la república y el bidé. Le Pen, a lo largo de los 90 quedó por delante de Benoist en el ranking de apariciones televisionarias. Atrincherado Benoist en la sofisticación ideológica, Le Pen, con un discurso extremadamente simple, atraía a masas utilizando una retórica y unos temas que Benoist creía definitivamente superados, pero que sin embargo, lograron capturar votos venidos del gaullismo, de la izquierda, de la vieja derecha, de católicos, paganos y mediopensionistas. Un "equipo" –el Front National- sin tener el entrenamiento suficiente, con un capitán del equipo tuerto y cuyo techo ideológico estaba en el Maurras de 1914, pisaba el césped, generaba una hostilidad total del “sistema” e incluso ganaba algunos partidos.
Era evidente que Benoist iba a tener problemas dentro de la Nouvelle Droite y que buena parte de su gente miraba con desconfianza el proceso de islamización de la sociedad francesa y la formación de guetos de la inmigración. Mientras que Benoist se entrenaba para un partido que nunca llegaba, los recién llegados parecían optar por derruir el estadio. Algunos cuadros de la “nouvelle droite” terminaron yéndose con Le Pen sin renunciar a sus puntos de vista doctrinales, por reconocimiento de que el eje de la respuesta se había trasladado de Benoist a Le Pen, otros criticaron con extraordinaria virulencia el giro tercemundista de Benoist adoptado desde principios de los 80. Algunos incluso recordaban y reprochaban a Benoist que, tras el atentado, precisamente, a la sinagoga de rue Copernic, éste, para evitar que la ola de antifascismo le alcanzase, recordase en un artículo que judíos y paganos habían tenido el mismo enemigo: el cristianismo. Y, como colofón, Guillaume Faye, con sus altibajos propios, rompió con Benoist abriendo el período en el que escribió media docena de libros brillantes, ensombrecidos luego por tomas de posición discutibles y poco creíbles. Los intelectuales son asín…
Decía uno de nuestros iconos, Pierre Drieu La Rochelle, que intelectual no es el que piensa sino el que hace del pensar una profesión. Cada cual vive de lo que puede, así que, en principio no es criticable el que uno haga del estruje de sus neuronas un medio de vida. El problema es la importancia que se le da a todo esto. A intelectuales como Benoist les corresponde seleccionar, analizar, divulgar, adaptar y coordinar ideas que nacen en el mercado cultural, desechar unas y recomendar otras. Este trabajo solamente puede realizarse empleando tiempo. Y el tiempo es dinero. Así que la comercialización de la cultura es algo lógico e inevitable. Pero este trabajo no es un sacerdocio que proyecte sobre la sociedad un pensamiento trascendente y dotado de una sanción superior: supone poner a disposición de la sociedad un instrumento para su transformación.
En tanto que instrumento, la visión cultural propuesta por los intelectuales, no basta por sí misma para transformar la sociedad: hace falta una voluntad transformadora, es decir, que ese pensamiento sea asumido por una estructura organizada que será el verdadero ariete contra el “sistema”. Por mucha impregnación cultural que hubiera realizado la Ilustración en el siglo XVIII, la revolución francesa hubiera sido imposible sin la burguesía organizada en las logias masónicas y el caso de la revolución rusa de 1919 o incluso de la revolución alemana de 1919-33, se realizó simplemente porque existía una minoría dotada de odio –sí, de odio de clase, de odio racial, de odio hacia la puñalada por la espalda, de odio hacia la burguesía en definitiva- capaz de transformarlo en rodillo para "repasar" al "sistema". No hubo mucha lucha cultural en la Alemania de Weimar ni en la Rusia zarista que precedió a la revolución rusa. El odio como fuerza transformadora de la sociedad (odio surgido de privaciones, de experiencias negativas, de resentimientos étnicos, de clase, atávicos) es tan constructiva como el amor (amor a la patria, amor a la familia, amor a la tierra natal, amor a la comunidad del pueblo, amor a los antepasados) y ambos, a fin de cuentas generan las fuerzas que construyen el futuro: el odio destruye al “viejo mundo” y el amor construye un “mundo nuevo”. ni es ni podía ser de otra manera, a pesar de Bambi, de la UNESCO y del humanismo universalista zapateriano.
A la nueva derecha le ha faltado siempre esa tensión emocional que ha estado presente en los grandes movimientos humanos de la historia: como todo lo que es intelectual, ha sido demasiado reposado, excesivamente alejado de las pasiones humanas, huidizo de esa parte de la naturaleza humana que es animal, instintiva, primitiva, y que se manifiesta en instintos comunes a los animales superiores, instinto de supervivencia, instinto de reproducción, instinto territorial, instintos que, a la postre, no precisan detrás una gran construcción intelectual sino que se manifiestan en toda su brutalidad en momentos de crisis. ¿Es que habíais olvidado que vuestro sustrato biológico es animal y que a la postre se trata de pensar con la cabeza, con el corazón y con los testículos?
Por todo ello, a pesar de tener cierto interés cultural y una curiosidad intelectual insertada desde muy jovencito por una biblioteca gigantesca heredada y ampliada, jamás he concedido una importancia excesiva a la “lucha cultural”, y el conocimiento de la vida me ha inducido a alejadarme de “los culturetas”. Por si tenía dudas sobre todo esto, desaparecieron cuando en cierta ocasión, en el curso de una cena con Benoist en el Restaurante Casa Juan en Barcelona, éste pidió una tabla de embutidos. Ver a Benoist comer una tabla de embutidos quizás no sea una imagen excesivamente intelectual, pero era el reflejo más vivo de que en el ser humano, lo instintivo está a flor de piel y, a fin de cuentas, camina por delante (aunque por abajo y en palanca) de sus neuronas.
Quizás sea necesario añadir que me creo en el derecho de realizar todas estas críticas en la medida en que todavía sigo próximo a la nueva derecha y en el momento de escribir estas líneas acabo de traducir la obra de Alain de Benoist “Mañana el decrecimiento” con una introducción sobre la crisis económica especialmente escrita para la edición española. Véase pues en estas notas, unos comentarios de “uno que está en el mismo lado” por mucho que no crea en las bondades de la lucha cultural.
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Hacia 1995, algunos camaradas con los que me unía una entrañable amistad ingresaron en La Falange. Hay que explicar que La Falange era una escisión capitaneada por Gustavo Morales (aquel que había liderado la escisión de la FE-JONS(A) conformando la FE(A) con Ana María Fernández Llamazares de parachoques, viajero a Cuba en camisa azul, aquel que luego fue funcionario de la embajada iraní, más tarde estuvo en el proyecto del exótico abogado Rodríguez Menéndez de rescatar el diario “Ya” con los dineros de Vera salidos de las cloacas felipistas, más tarde en el entorno de Mario Conde cuando desembarcó en el CDS y a través suyo intentó intervenir en política y, finalmente, con otros ingresó en la FE-JONS de Diego Márquez con el consiguiente cipostio, la escisión cantada y la formación de La Falange, un cachondo, vamos). A pesar de todo lo que algunos pueden pensar pensar de este historial, Gustavo se seguía considerando hedillista y falangista cuando lo conocí en el local de CEDADE de calle Valencia hacia 1989 en el marco de los contactos que terminarían en la Asociación Nueva Europa. Removilizando agendas consiguió movilizar a unas decenas de veteranos e incorporarlos al proyecto de salvar a la falange, hacer una nueva falange y adecuar, en cualquier caso, a la falange al tiempo nuevo. Trabajo de Sísifo, tratajo titánico, trabajo imposible.
En principio me costó asimilar el que algunos amigos habían realizado lo que, en mi opinión, era una simple regresión, esto es asumir los colores y la chapa de un equipo que estaba definitivamente desnortado desde 1937 y cuya historia confirmaba que era, ante todo ysobre todo, una fuente de problemas: Falange. Es difícil explicar para quien no esté familiarizado con falange que nunca ha existido una, sido media docena de falanges (y siguen pariendo) y yo incluso diría que hay tantas falanges como falangistas han sido. Pero a esas alturas, en 1995, estaba alejado de la política y dispuesto a aceptar aquello que mis amigos hicieran, a fin de cuentas eran ellos los que permanecían en activo. Cuando nos vimos, hacia 1997 en Barcelona, daba la sensación de que seguían existiendo distintos grupos falangistas pero el capitaneado por Morales era el que se había llevado el gato al agua, arrastrando la mayor base militante.
En ese tiempo se había constituido ya Democracia Nacional dirigida en ese momento por gente que conocía desde el arranque de Juntas Españolas y en el Frente de la Juventud. Acudí a una conferencia de Pérez Corrales en el hotel Calderón, pero lo que oí tampoco me convenció excesivamente. Era cierto que por su estética y discurso, Democracia Nacional parecía otra cosa y existía una ruptura con la ultraderecha, desde luego mucho más evidente que el continuismo del que hacía gala otro grupo Acción por la Unidad Española dirigido por el hijo del comandante Sáez de Ynestrillas. Estos eran los ultras de toda la vida en torno al que encarnaba mejor los valores, errores y horrores de ese sector. Lo conocí, oí su verbo áspero y cazalloso y decidí alajarme consciente de que aquello terminaría mal y que no valía la pena dedicarle ni cinco minutos lamentando que algunos antiguos camaradas de Fuerza Nueva de Barcelona terminaran en aquel agujero negro cuya mera existencia era el signo de la decadencia del sector. Ynestrillas, en esa época había emprendido la peregrinación a París para ser bendecido por Le Pen, como antes y después harían todos los que querían una “sanción superior”. Pero ni con sanción superior, uno podía olvidar su discurso políticamente analfabestia, primitivo hasta lo neanderthal y pre-piñarista, capaz de considerar a lo cromagnoide como un "rojo" cualquiera. Democracia Nacional era, por supuesto, otra cosa. Eran los tiempos en los que el felipismo sufría de la famosa “tenaza” Aznar-Anguita. Pérez Corrales había optado, ante lo endeble aún de su partido, por apoyar las propuestas de Anguita como intento para insertarse en la política real. No era, en principio, una idea rechazable. El problema es que por mi parte seguía viendo las cosas en función de Siddarta Gautama Buda: “si una cuerda se tensa demasiado se rompe, si no se tensa, no suena”. AUN e Ynestrillas eran una forma de tensar la cuerda, el instrumento y terminar haciendo trizas la guitarra, la partitura, el atril y la sala y luego emprenderla con el auditorio. Y DN seguía sin sonar. Luego estaba La Falange, donde, sin duda tenía más conocidos y amigos… pero ya por entonces había decidido no circular por senderos que había trillado antes y, desde que a finales de 1976, asistí al Congreso Nacional Sindicalista había decidido que ese vía, muerta o no, en cualquier caso no era para mí. Así que era cuestión de seguir en casa en situación de "disponible para el servicio" y, entre tanto, dedicarme a “mis labores”.
Escribí en esa época varios libros publicados por editoriales de primera fila y que gozaron de cierto favor del público, lo que les ha merecido sucesivas reediciones. También colaboré con revistas de todo tipo y, por aquello, de que no había que cortarse ni autolimitarse, también lo hice con El Viejo Topo enviando un ensayo sobre la “izquierda del abuelo” y las relaciones entre marxismo y socialismo utópico, con el ocultismo y las sectas. Se publicó y poco tiempo después, el director de la revista me requirió para escribir otro sobre la New Age en el que me mostré especialmente crítico. También publiqué en la revista Defensa algunos artículos sobre el terrorismo moderno y sus estrategias que luego fueron traducidos y editados en revistas extranjeras del mismo tipo. A raíz de que Isidro Palacios, entonces en la redacción de Mas Allá de la Ciencia, me pidiera una serie de artículos sobre “poderes ocultos” para editar en un número especial titulado “¿Quién mueve los hilos?”, me dí cuenta de que podía apuntar en esa dirección y me decidó a enviar artículos a las revistas de ese género que repercutieron en que poco después trabajara en varios programas radiofónicos. De ahí empalmé convirtiéndome en redactor jefe de la revista Saber Mas, durante un tiempo suplemento mensual de El Mundo de Catalunya. Y así sucesivamente. Pero esto tiene poco interés y ninguna relación con la ultra por mucho que un tarado haya intentado presentarlo como un intento coordinado de alcanzar la hegemonía en ese ambiente cultural.
Y entonces llegó Internet.
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