UNA LATA DE MIERDA SECA BIEN APLANADA
El 12 de agosto de 1961 Hassan II se casó en el
Palacio Real de Rabat. Fue una gran noticia y apareció en primer plano en la
prensa mundial. Sin embargo, hoy, nadie nos acordaríamos de ese día, sino fuera por que en
la Galería Pescetto de Albissola Marin, en la Liguia italiana, un artista que empezaba
a dar mucho que hablar, había expuesto por primera vez noventa latas
etiquetadas como “Mierda de Artista”. En efecto, Piero Manzoni había envasado
en 90 latas con un contenido neto de 30 gramos, sus propios excrementos. Las 90
latas, numeradas, se vendieron con rapidez. ¿A qué precio? A la misma
cotización que el oro en ese mismo momento. En la actualidad, una de estas
latas se ha vendido a 275.000 euros. Frecuentemente se ha discutido si,
realmente, contenían excrementos y, en el caso, de ser así, si eran del propio
artista. Existe la teoría de que contienen solamente 30 gramos de yeso, pero,
claro, nadie se ha decidido a abrir estas latas: al hacerlo quedarían
inmediatamente devaluadas. Manzoni, audaz y espabilado “artista conceptual”,
realizó muchas de estas bromas. Su teoría era que todo lo que sale de un
artista tiene el valor de obra de arte… incluidas sus deposiciones. Falleció en
1963, a los 29 años, de un infarto de miocardio.
No era el primer “artista conceptual” que
realizaba “obras escatológicas”. Marcel Duchamp, en 1917, ya había mostrado en
una exposición su famosa “Fuente”, en realidad, un urinario de porcelana. Era
lo que Evola llamaba en Cabalgar el Tigre, “intelectualización del arte”: ya no
se trataba de que el arte transmitiera emociones directamente, sin
intermediario y que la obra permitiera descubrir valores universales que el
artista inspirado había sabido dar forma estética. Se trataba de “explicar” las
visiones unilaterales de los artistas. Duchamp, por ejemplo, justificó su obra
para demostrar la diferencia entre lo que el urinario representaba para él,
entre lo que representa y lo que está representado en “su” obra de arte.
Manzoni, simplemente repetía que todo lo que “sale” de un artista, es, por ese
hecho mismo, una obra de arte; incluso si hinchaba un globo y lo vendía a
precio exorbitante, su contenido y el envoltorio mismo, eran “obras de arte”.
El estructuralismo dio un nombre a todo esto: “deconstrucción”. Los artistas
conceptuales (y buena parte de las vanguardias de principios de siglo),
“deconstruían” lo que hasta ese momento había sido el arte. No es extraño, por
tanto, que Salvador Dalí, en su juventud, mientras se encontraba en París
visitando una exposición de cuadros surrealistas, pasara varias horas mirando
una puerta que comunicaba con las oficinas de la galería. Cuando le preguntaron
qué estaba haciendo, alegó -seguramente, con razón- que el ”artesano” que había
pintado aquellas puerta de blanco, mostraba más calidad en el manejo de los
pinceles, en la combinación de esmalte y aguarrás, en la técnica, en una
palabra, que el resto de los artistas que habían colgado cuatros en la galería.
De hecho, tras su sífilis surrealista de los años 30, Dalí, en su mejor etapa,
se dedicó a la “reconstrucción” de la pintura moderna y a tratar de enlazar con
la tradición pictórica europea, cuyas más altas cumbres eran para él, Velázquez
y Vermeer de Delf. Pero, el término “deconstrucción” quedó grabado en la
mentalidad de las vanguardias y, finalmente, en los años 60, llegó a las masas
en el movimiento post-modernidad.
Deconstruir es desmenuzar, desmigajar, algo para
darle una nueva estructura. Esto es lo que la postmodernidad ha prendido hacer.
Su profeta es Jacques Derrida e, inicialmente, se aplicó a la crítica literaria
con objeto de descubrir que es lo que se escondía detrás de las palabras y de
las ideas que un texto expresaba. Lo interesante, a partir de esta teoría, es
que una obra literaria, a partir de Derrida, ya no expresa una “totalidad”,
sino aspectos parciales y no puede ser reducido a una idea absoluta que el
autor pretenda transmitir, sino que detrás de esta voluntad existen aspectos
divergentes que llevan a consideraciones que nada tienen que ver con la
unicidad inicial. Una cosa es el mensaje que el autor pretende transmitir y
otra muy diferente los pequeños mensajes que llegan a los lectores.
Derrida había nacido en Argelia y era hijo de una familia sefardí originaria de Toledo. Tras la guerra, estudio en la Escuela Normal Superior de París y luego completó su formación en filosofía en los Estados Unidos. Durante los sucesos de mayo de 1968, apoyó a los revoltosos (de los que más tarde se distanciaría cuando el movimiento perdió empuje). Tras colaborar con la oposición intelectual en Praga, fue encarcelado alegando que había aparecido droga en su maleta, algo que él siempre negó. Mitterand presionó para obtener su libertad y, desde entonces, en una especie de satélite intelectual de la Internacional Socialista: apoyó a Lionel Jospin, hizo campaña a favor de Nelson Mandela, trabajó a favor de la inmigración en Europa y a que pudieran votar en las elecciones municipales y, participó en campañas contra la pena de muerte y especialmente para liberar a Mumia Adu-Jamal, que esperaba ser ejecutado tras haber sido condenado por el asesinato de un policía. Derrida fallecería en 2004. Ha pasado a ser el “filósofo de la deconstrucción”. Sus tomas de posición, indican por donde discurrían sus preferencias. Es uno de los filósofos “post-modernistas” del pelotón de cabeza, junto con Lyotard y Foucault.
SOCIEDADES POST-INDUSTRIALES Y FILOSOFÍAS POST-MODERNISTAS
Es importante no confundir “filosofía post-modernista” y “sociedad post-industrial”. El segundo es un término que indica el cambio de una sociedad de la etapa “industrial” a la que deja atrás esa calificación, cuando el 60% de los puestos de trabajo, esto es, la mayoría, están ubicados en el “sector servicios” y no ya en el “secundario” (el sector industrial propiamente dicho). Esos porcentajes se alcanzaron en EEUU en los primeros años 60 y, poco a poco, los distintos países europeos fueron superando esta barrera. La paternidad del concepto es reivindicada por Alain Touraine que, en 1969, lanzó el libro La Sociedad Post-Industrial (Ediciones Ariel, Barcelona).
El concepto tuvo éxito -especialmente por las
implicaciones sociológicas que contenía:
el proletariado, a partir de ese momento, ya se convertía en minoritario en las
sociedad avanzadas y, por tanto, dejaba de ser “sujeto revolucionario” y motor
de la historia; la sociedad post-industrial entierra, automáticamente, las
tesis marxistas- y, con posterioridad, otros autores fueron añadiendo rasgos
distintivos a estas sociedades: el sector servicios y el sector I+D se
convierten en fuentes mayoritarias de puestos de trabajos, por delante del
sector primario (agricultura y ganadería) y del sector secundario (industria).
El conocimiento científico aparece como el de mayor valor añadido y la
formación científica prevalece sobre el conocimiento práctico. Cada vez más, la
“información” se convierte en el elemento esencial a partir del desarrollo de
las tecnologías de la comunicación. Los bienes que prevalecen son, en buena
medida, intangibles, centrados en la industria del “entertaintment”. Los países
fuertes en I+D marcan el liderazgo y abren las nuevas rutas. Se producen
cambios demográficos: la población aumenta, no por la natalidad (que se
contrae), sino por el aumento de la longevidad (que, en realidad, es un
resultado estadístico de la menor natalidad infantil) y por la llegada de
inmigración a los países post-industriales.
Desde el punto de vista económico, una economía
post-industrial tiende a identificarse con una economía neo-liberal. En España,
se alcanzó esa fase durante el gobierno de Felipe González cuando se produjeron
dos hechos significativos: en primer lugar el nombramiento de dos ministros de
economía, Miguel Boyer y luego Carlos Solchaga, creyentes -especialmente el
segundo- en las bondades del neo-liberalismo. Estos dos ministros gestionaron
la integración de España en la Unión Europea y abordaron la privatización de empresas
públicas del INI, tanto por convicción como por exigencia de la UE. Tras la
entrada, llegó un flujo de fondos para financiar la “reconversión industrial”
que, en el fondo, fue la transformación forzada -impuesta por Francia y por
Alemania- de nuestra economía en economía post-industrial, con el
desmantelamiento de la industria pesada y la terciarización de la economía.
Pues bien, a pesar de que el concepto de
“sociedad post-industrial” es económico y sociológico, el de “post-modernidad”
tiene un interés filosófico, artístico, ambos terminan confluyendo y formando
parte del “mainstream” (esto es, de la línea dominante de una cultura
pop y de masas). No existe posibilidad de que las ideas postmodernistas
triunfen en una sociedad “moderna”. Son los cambios de percepción sociológicos
y culturales los que llegan con las nuevas situaciones económicas y cuando
estas generan un número de problemas nuevos que invalidad viejas ideas. Por
otra parte, para que existan posibilidades de que se imponga un nuevo “mainstream”
(o que éste rectifique su curso), es preciso que los centros de poder real
reciban de manera condescendiente las nuevas ideas culturales. Los primeros han
generado el cambio económico y prefieren que se impongan unas ideas que vayan
en su misma dirección y neutralicen cualquier movimiento que subvierta su
hegemonía. No es raro, por tanto, que los mecenas de nuevos artistas, los
inversores, los coleccionistas de arte, procedentes de las clases favorecidas
por las orientaciones económicas y que aspiran en realizar inversiones
“seguras” en obras de arte que no pierdan valor con el paso de los años,
favorezcan la aparición de construcciones intelectuales que vayan en la misma
dirección.
Si en 1917, el urinario de Duchamp presentado
como “fuente” (esto es, un significado deconstruido en beneficio de una
interpretación unilateral y conceptual de su autor) fue considerado una
provocación, y en 1961, la lata de “mierda de artista” de Manzoni, podían ser
tomadas como provocaciones ingeniosas, pero eran vistas con cierto recelo por
la izquierda marxista que las consideraba como frivolidades pequeño-burguesas,
con la post-modernidad llega la aceptación social de la ruptura de todos los
valores absolutos y se impone el relativismo en todas las actividades humanas.
La izquierda ha evolucionado y, al caer el patrón interpretativo marxista, en
la búsqueda de una nueva identidad, asume las ideas de los autores
postmodernistas. De ahí la confusión y el que se haya atribuido al “marxismo
cultural”, las líneas defendidas por estas formaciones y se ha dado este nombre
a lo que no es más que una forma de análisis que legitima cualquier forma de
“progresismo”. Digámoslo más claramente: en la post-modernidad, ha quedado
disuelto el escaso poso marxista que restaba y que procedía de alguna
influencia que pudo tener, inicialmente la Escuela de Frankfurt y alguno de sus
miembros (Marcuse especialmente), pero que al llegar los años 70 el análisis
postmodernista y su “progresismo” ya estaba completamente independizado de la
izquierda marxista. No es pues, “marxismo cultural” de lo que estamos hablando
al aludir a los filósofos “post-modernistas”, sino de un pensamiento que rompe
con el marxismo, incluso en algunos de sus exponentes -Foucault, reviste tintes
antimarxistas- pero que, sin embargo, se muestra extraordinariamente parco en
críticas a los organismos internacionales y a las actitudes adoptadas por las
fundaciones creadas por las dinastías económicas. Lo más parecido a un “valor
absoluto” que defienden en sus teorías es el “mundialismo”. Esta es la tesis
que vamos a intentar demostrar.
Pero, para entender las posiciones de este grupo
de intelectuales, post-modernos, hay que entender cómo definen lo que está
antes que ellos, en la modernidad.
Si hemos empezado a hablar de la “mierda de artista” es porque, en el fondo las 90 latas vendidas por Piero Manzoni son al arte, lo que el post-modernismo es a la filosofía. La conclusión que extraeremos es que, al igual que en los excrementos de Manzoni podemos extraer unas conclusiones sobre la degeneración del arte abstracto, en la filosofía postmodernista, mientras que algunas sus interpretaciones pueden asumirse y llevan a extremos que pueden aceptarse, en las actitudes vitales a las que conducen, a los modelos de comportamiento que llevan directamente, son “filosofía basura”.