jueves, 17 de noviembre de 2022

PROBLEMAS DE LA MODERNIDAD (3 DE 8) - DEMOGRAFIA Y TRADICIÓN


Este último punto nos sirve como introducción para el próximo capítulo. Retengamos su enunciado y volvamos a la demografía. Planteemos la cuestión, no desde el punto de vista de las agendas mundialistas impuestas por la ONU, sino desde el punto de vista de la Tradición, tal como fue enunciada por Julius Evola y René Guénon. Evola no toca los aspectos demográficos en Cabalgar el Tigre, pero si en Los hombres y las ruinas, texto en el que le dedica un capítulo entero. Se trata de un texto que, en buena medida, responde a la política de natalidad tal como fue planteada por el gobierno de Mussolini. Junto a intuiciones y medidas muy justas y razonables, todo el conjunto de la política demográfica del fascismo se supeditaba a la consigna: “el número da la potencia”. Es esto, especialmente, lo que Evola criticaba y a lo que aportaba ciertas precisiones que, en su conjunto, están incorporadas a Cabalgar el Tigre, especialmente en lo relativo a la familia.

Frente a los “conspiranoicos” Evola determina que “El desorden y la crisis en la época moderna no son causados ​​únicamente por procesos de subversión que, como hemos visto, no pueden considerarse del todo espontáneos; otros factores de carácter natural intervienen y actúan sólo porque el hombre no los combate. Entre estos factores, uno de los más importantes es el crecimiento demográfico.”. Evola, en la línea de otros pensadores de su tiempo -Sombart, especialmente- consideraba que la existencia del capitalismo (y, por tanto, la de su contradicción, el marxismo) no hubiera sido posible con la densidad demográfica de principios del siglo XVIII. No es Malthus quien habla, sino el sentido común. Evola sostiene que las tesis de Malthus son “discutibles” y “realizadas desde un punto de vista completamente materialista”, y añade: “El único peligro no es, como creía Malthus, que los medios de subsistencia lleguen a ser un día insuficientes. Considerando todos los expedientes a los que se podría recurrir, este peligro sólo se manifestaría en un futuro lejano; muchos eventos desafortunados, imprevistos por los fanáticos del progreso continuo e ininterrumpido, podrían ocurrir antes. Si nos atenemos únicamente al plano material, el problema de la crisis provocada por la sobrepoblación se presenta, en el presente y en el futuro inmediato, de otra forma”.

Para Evola, el aumento de la población conduce a la “intensificación de los procesos productivos” que refuerzan el “demonismo de la economía, desembocando en una creciente esclavización de la economía individual, a una reducción de todos los espacios de libertad”. Y como ejemplo poner a las “ciudades modernas” en donde “pululan, como cuerpos putrefactos, seres anónimos dentro de una civilización de masas. Menciona a Sombart cuando afirmaba que la reducción de la población habría sido uno de los medios capaces de asestar un golpe mortal al gran capitalismo, La secuencia es aumento de la población -> capitalismo -> revolución -> masificación. En una sociedad de masas no hay espacios privados dignos de tal nombre… salvo para los privilegiados, esto es, para los que se han beneficiado del aumento demográfico, los capitalistas.

Evola considera que el mayor error del fascismo sobre el plano de las tomas de posición doctrinales fue la fórmula: "El número es poder" y el intento de fundar una política imperialista en campañas demográficas representa. Formula la crítica en base a la oposición entre “calidad” y “cantidad”, términos que se sitúan en proporciones inversas: “El poder de los números es el de la mera masa bruta, muy relativa en sí misma, porque incluso las hordas necesitan ser correctamente guiadas. Todo verdadero imperio nace de una raza de conquistadores que subyugaron tierras y pueblos y se impusieron en forma duradera como minoría dominante, en virtud de una vocación y de una calificación superior y no porque ‘no tuvieran lugar en el sol’ y padecieran un exceso demográfico”. Niega que fuera la superpoblación la que impulsó a romanos, aqueménidas, francos, españoles, musulmanes, e ingleses, a crear un imperio. Y añade: “Si consideramos más particularmente la fase en que la dominación de facto debe integrarse con factores espirituales, de modo que la simple sujeción se transforme en reconocimiento natural, en un sistema global que adquiere así una legitimidad y una estabilidad superiores, la importancia de los factores irreductibles a la simple el número y la potencia del número aparece aún más evidente”.

Cuando se produce un aumento demográfico “sin discriminación”, aparecen, inevitablemente efectos secundarios y daños colaterales. A pesar de que la corrección política impida hoy gritarlo en voz bien alta, los propios demógrafos reconocen que cuanto más primitivo y atrasado es una comunidad, más prole genera. Y, a la inversa, los niveles de tecnificación y bienestar inhiben el número de hijos. Contrabandeando a Malthus, Evola establece está ley: “Podemos decir que el número de los elementos superiores, los más diferenciados de una sociedad, aumenta en proporción aritmética, mientras que el de los elementos inferiores aumenta en proporción geométrica, de ahí una involución fatal del todo. La desintegración, luego el colapso de los grandes organismos imperiales ha sido a menudo el resultado de una especie de marea baja, de una expansión teratológica de la base”. Un Imperio, una sociedad estable solamente es posible cuando existe liderazgo, esto es, una clase política dirigente inspirada en valores éticos y morales superiores, capaz de guiarla hacia la consecución de sus fines. Lo que presupone que, para ser viable, una sociedad debe tener, además de una estructura interna coherente, objetivos. O, por decirlo en palabras de José Antonio Primo de Rivera, una sociedad es viable cuando tiene un “proyecto de vida en común” y se dota de una “misión y de un destino”.

Una interpretación de la historia no coartada por los condicionamientos de la corrección política y de las concepciones igualitarias y multiculturales postmodernas, indica que los instantes de expansión de un pueblo, tanto en Roma como en la España de los Austrias se producen cuando ese pueblo está provisto de un proyecto misional y civilizador provisto de valores muy concretos que vale la pena trasladar a otros puntos del orbe, en tanto que formas más acabadas de cultura y de técnica. De ahí que los fascismos reconocieran que “la plenitud histórica de una nación, es el Imperio”.

Ahora bien, estas ideas entraron en crisis a partir del siglo XVIII, coincidiendo con el primer gran aumento de la población. Hasta ese momento, habían sido las “élites”, bajo la forma de aristocracias, las que guiaban a los pueblos, pero, a partir de ese momento, hubo que recurrir al “demos” y medir su voluntad mediante el “sufragio universal”. La gran contradicción de los regímenes que surgieron con la Revolución Francesa y con la Americana es que, los sistemas de medición “cuantitativa” de la población generaron nuevas “aristocracias cualitativas”: las dinastías capitalistas, por un lado y los funcionarios del partido (“aparatchiks”) en la respuesta bolchevique. Las dinastías capitalistas generaron, además, una pieza intermedia para expresar su voluntad y hacer valer sus intereses sin exponerse a la censura pública: la “clase política” dirigente propia de las partidocracias. Es significativo que en las democracias no se insista excesivamente en la educación de las nuevas generaciones y en estimular su espíritu crítico, sino más bien en acuñar sobre los alumnos una serie de valores igualitarios que jamás cuestionen las formas de poder y su distribución.

Pero, tal como preveía Evola, el problema ha sido que, al existir un mayor nivel de vida y al triunfar los ideales materialistas, al tiempo que se encarecía la vida como efecto de las sucesivas oleadas inflacionistas y de las maniobras especulativas (en relación, especialmente a la vivienda, sector que está en relación directa con la familia y con su asentamiento en un hogar), especialmente en los países occidentales, empezara a descender la natalidad preocupantemente. Fue en la segunda mitad de los 70 cuando esos descensos fueron patentes en Europa Occidental. A mediados de esa década cuando los gobiernos francés, alemán e inglés, justificaron la llegada de los primeros contingentes significativos de inmigrantes del Tercer Mundo, a sus respectivos países: era la recordada frase “vienen a pagar las pensiones de los abuelos”. En aquel momento, era rigurosamente cierto que el mercado de trabajo era muy distintos del actual: además, había terminado la fase de reconstrucción de Europa Occidental de la postguerra y, a partir de la segunda mitad de los 60 la economía seguía yendo viento en popa, entre otras cosas, porque los “30 años gloriosos” de la economía mundial (de 1943 a 1973, esto es de la entrada en guerra de los EEUU hasta la primera “crisis del petróleo”) habían generado un fenómeno nuevo, el consumismo. Las fábricas y los tajos precisaban mano de obra no especializada y algunos gobiernos pensaron que era bueno “importar carne humana” de las antiguas colonias (Francia y el Reino Unido) o de países “amigos” (caso de Alemania con los turcos) para compensar la ralentización demográfica. A fin de cuentas, en la postguerra ya se habían visto los casos de inmigrantes italianos y españoles que permanecían durante un tiempo trabajando en países con divisas fuertes y cuando reunían el dinero suficiente regresaban a sus países de origen para montar un negocio.

Pero eso no iba a ocurrir con la nueva inmigración procedente del tercer mundo que tenía unos patrones de comportamiento completamente diferentes, incluso contradictorios, con los habituales en los países que los albergaban. A eso se sumó el fracaso del tercer mundo y, en especial, de las independencias africanas, los conflictos sin fin en Oriente Medio y la inestabilidad en los Países Árabes e en Iberoamérica. En principio, parecería normal que la gente huyera de los focos de conflicto. Lo que ya no es tan normal es cuando la presencia de bolsas de inmigración que se han demostrado inintegrables, tienda a desestabilizar y generar problemas indecibles en los países que los reciben. Y, más aún, el sentido de estos fenómenos migratorios que tienen como únicos destinos a EEUU y a Europa Occidental, se pierde completo cuando, en realidad, no es una inmigración que vaya a “pagar las pensiones”, sino una inmigración difícilmente integrable en el mercado laboral de países tecnológicamente avanzados, que requieren para integrarlos de manera estable personal cualificado técnicamente. No solamente no llega a Europa Occidental el tipo de inmigración que se precisa, sino que llega una inmigración atraída por el efecto llamada generado por los subsidios y subvenciones recibidas por los que ya han llegado. Los que “venían a pagar pensiones”, en realidad se han convertido en un grupo social ultrasubvencionado.

A la vista de los problemas que se han manifestado en toda Europa Occidental países con altas tasas de inmigración, resulta suicida pensar que, en el futuro, se encontrará un “modelo de integración” que haga desaparecer a la inmigración como problema. Y esto en un momento en el que buena parte de los puestos de trabajo al que pueden aspirar inmigrantes se reducirá cada vez más en los próximos años como efecto de la robotización de los sectores en los que se ha integrado la mayoría de los que han querido encontrar algún trabajo: el campo, la construcción, el transporte, los trabajos auxiliares no cualificados, etc.

Por tanto, el problema actual que registra la demografía europea es la pulverización de las tasas de natalidad. En España, por ejemplo, se ha pasado de una media de tres hijos por mujer en 1960 a 1,13 hijos en el momento más bajo (1998). Si desde entonces la natalidad se ha “recuperado” en España, no ha sido precisamente porque haya aumentado entre parejas autóctonas, sino porque lo ha hecho gracias a la aportación de la inmigración (llegando a 1,45 hijos/mujer) en 2008, porque la tasa de natalidad propia de españoles nacidos en España e hijos de españoles, sigue todavía descendiendo. La crisis de 2008-2011 supuso un frenazo, no solamente para las familias españolas, sino para buena parte de quienes habían llegado con la inmigración. En 1975, habían nacido en España 677.500 niños y se habían producido 299.000 defunciones y era frecuente que las parejas tuvieran el primer hijo en torno a los 25 años. Sin embargo, en 2021, el 58% de las jóvenes españolas creen que es prematuro tener hijos antes de los 30, con lo que la edad fértil promedio, se reduce prácticamente a cinco años, dado que la edad de máxima fertilidad de la mujer se extiende de los 18 a los 35 años.

Pasado este tiempo, cada vez, le resultará más difícil quedarse embarazada y otro tanto ocurrirá con los espermatozoides del varón que irán perdiendo motilidad y número, si bien un hombre de constitución normal y sana, este envejecimiento de la capacidad procreadora se retrasará algo más. En zonas como Cataluña, la natalidad, entre catalanes de “pura cepa” es una de las más bajas del mundo y el índice de fecundidad está en 1,23 hijos por mujer. Pero, si tenemos en cuenta que Cataluña es la zona más poblada por inmigración de origen musulmán y africano, es probable que la natalidad de los “catalanes” de origen está ya muy por debajo de la unidad. De hecho, ya en el año 2.000 la prensa publicó que los cuatro primeros recién nacidos de ese año, en las cuatro provincias catalanas eran hijos de inmigrantes.

Regresemos a los comentarios de Evola en el capítulo XV de Los hombres y las ruinas. Era inevitable que, antes o después, Evola denunciara el precepto bíblico de “crecer y multiplicaros”, común por lo demás a las tres religiones monoteístas, que genera un “rechazo con horror a la limitación de los nacimientos”. Evola apunta a que el precepto, originariamente, tenía un valor práctico (la necesidad para tribus de pastores judíos de disponer de una numerosa descendencia, dados los enemigos y las enfermedades) que la Iglesia elevó a valor ético. Obviamente, estas condiciones ya no se dan en la actualidad.

La Iglesia siempre ha tenido dificultades en explicar e integrar la sexualidad. Además de para la procreación, el sexo sirve para el placer (y, en las tradiciones orientales es, incluso, una vía para la trascendencia), algo que el Vaticano, tradicionalmente había rechazo (y que, solamente ahora, empieza a considerar). En realidad, el problema no estriba en negar el gozo y el disfrute del sexo, sino en controlarlo. Si la Iglesia hubiera partido de la necesidad de controlar los impulsos sexuales, como de controlar cualquier otro impulso instintivo, su posición hubiera sido mejor entendida y si, en lugar del “crecer y multiplicaros” se hubiera centrado en la transmisión de valores de padres a hijos, sin duda, hubiera realizado un “aggiornamento” mucho más razonable en un momento en el que sostener y alimentar a una familia numerosa resulta imposible para la mayoría.

El peor escenario posible es cuando a la caída en picado de la natalidad se une el fenómeno de la masificación; y, en Europa, se intenta compensar esa caída importando inmigración. Así, lo único que se condena es a la extinción (o poco menos) de una raza o a su sustitución por otra. Una perspectiva condenable desde todos los puntos de vista, especialmente porque “Europa ha hecho al mundo” y negar el multiculturalismo (esto es, aceptar la igualdad de todas las civilizaciones y negar que haya “superiores” e “inferiores”) es la forma más realista de abordar la cuestión. A pesar de las disquisiciones postmodernas, lo cierto e innegable es que existen grupos étnico-culturales cuya aportación, en cualquier campo que se examine, ha sido nula a la historia del género humano y otros que, después de momentos de expansión, han terminado extinguiéndose como si su ciclo vital hubiera concluido.

El problema no es tanto el de la “superpoblación” como el de la “masificación”. A este problema se añade otro: si aceptamos que la igualdad no existe en la naturaleza, salvo en las especies inferiores, deberemos aceptar que existen élites que dirigen a masas, y éstas últimas pueden o no estar “vertebradas”. Una masa vertebrada es un “pueblo” dirigido por unas élites. “Pueblo” (conjunto de individuos dotados de su propia personalidad y todas ellas articuladas por linajes, grupos de afinidad y “asociaciones intermedias”), por tanto, es superior a “masa” (conjunto indiferenciado de individuos sin rasgos característicos). En ambos casos, siempre la dirección y guía siempre está en manos de “élites”.

Pero el término “élite” es neutro: pueden existir “élites positivas” o “élites negativas”. Las positivas son aquellas que se imponen por su potencia interior, por su magnetismo, por su ejemplaridad, por su moralidad. Las negativas son aquellas otras que se imponen por su afán de lucro, por sus rasgos psicopáticos, por su materialismo, su capacidad para la mentira, su desprecio hacia todo lo que no sea su propio ego. La peor de todas las combinaciones es aquella en que una “élite negativa” gobierna a una “masa”. Así pues, el gran problema político-social de nuestro tiempo es que se han invertido los términos “normales” que hacen viable una sociedad a largo plazo: una sociedad masificada guiada por élites negativas, no puede sino caminar hacia su destrucción.

La tendencia del pensamiento transhumanista, por ejemplo, se resume en la frase: “en el futuro seremos menos, pero seremos mejores”. El término “mejores” es significativo: el transhumanismo propone “superar la condición humana”, “dar otro salto evolutivo”, aplicando al ser humano procedimientos técnicos que aumenten sus capacidades en tres ámbitos: “superinteligencia”, “superlongevidad” y “superbienestar”. Se trata de una promesa de futuro que puede cumplirse o no. En donde hay que poner el énfasis para entender las líneas de tendencia actuales aprobadas por los organismos internacionales y, a partir de ahí, aplicadas por los gobiernos nacionales, es en la parte de la frase que dice “en el futuro seremos menos”. Todas las líneas de acción promovidas por los organismos internacionales (véase la Agenda 2030) van en dirección neomalthusiana: favorecer un clima cultural que, por sí mismo, limite el crecimiento demográfico, lo revierta y favorezca la reducción de la población.

Estas políticas responden a distintos intereses: de un lado, el futuro en el que no habrá trabajo para la mayoría (y, especialmente, desaparecerán la mayor parte de trabajos no cualificados e, incluso la Inteligencia Artificial hara inútil la toma de decisiones humanas hasta ahora asumidas por directivos y cuadros intermedios) y será necesario que el Estado pague un “salario social”. Cuando menos seamos, menos presupuesto estatal se empleará. De otro lado, las fantasmagorías sobre la “unificación mundial”, patrimonio desde el siglo XIX de grupos masónico-ocultistas, ha sido asumida por todas aquellas corrientes que predican la “igualdad” a ultranza. Detrás de la galaxia LGTBIQ+ lo que se encuentra es un afán de devaluar el concepto de “pareja heterosexual con capacidad procreadora”, en beneficio de “opciones de género libremente elegidas”, cuyo único rasgo común es su incapacidad para procrear. Los transhumanistas nos dirán que la “ciencia” compensará este problema: los nuevos nacimientos se generarán fuera del útero materno bajo demanda, el campo en el que la ingeniería genética está en estos momentos pisando el acelerador. Pero, en caso de que, en un futuro se logre poner a punto esta técnica con humanos, estaremos ante una discriminación económica: no estará al alcance de todos y será, por supuesto, limitada, como el resto de nuevas tecnologías, solamente a una élite económica, esto es a una “contra-élite”.

El futuro próximo de la sociedad es, pues, el seguir gobernaba por unas élites políticas, puestas en posiciones de poder por corporaciones y cuya única tarea será llevar a cabo políticas de continuidad con las iniciadas actualmente: “ser menos, pero mejores”… en la esperanza de que la ciencia concrete estos objetivos. Así pues, la población tenderá a disminuir, especialmente en Europa.

POLITICAS DEMOGRÁFICAS ANTI EUROPEAS

¿Por qué ese interés en reducir al mínimo a las etnias autóctonas europeas? Es fácil de explicar: porque, hasta ahora, han sido las únicas capaces de generar ideas y progreso científico. Las grandes revoluciones culturales desde el neolítico han partido del continente europeo. Desde el mundo clásico, “pensar” ha sido una de las tareas a las que se han dedicado las élites europeas y lo han hecho en función de valores. Ha sido ese pensamiento y no otro, el que ha generado el progreso científico y las grandes reformas. Y eso supone un riesgo para las élites negativas (contra-élites). Otras razas han demostrado históricamente su propensión al mandarinato, su sumisión consuetudinaria, su conformismo pasivo o su estancamiento en formas de vida propias del neolítico. Solo los pueblos europeos han mostrado cualidades “titánicas”. Por tanto, para las contra-élites resulta preciso minimizar su importancia demográfica, destruir su identidad, convertir su territorio en un mosaico étnico-cultural. A fin de cuentas, en el siglo XX, la destrucción completa de una identidad ya se logró con la desintegración de Prusia después de la Segunda Guerra Mundial: bastó con modificaciones territoriales, desplazamientos de población  hasta no quedar ninguna familia sobre el territorio originario y represión selectiva, para que el “militarismo prusiano” desapareciera en apenas una generación.

Ahora bien, desde el punto de vista del “hombre diferenciado”, el descenso del número de habitantes no constituye ninguna tragedia. Incluso puede aceptarse el “ser menos, pero mejores” a condición de atribuir a las cualidades morales, a los valores existenciales tradicionales, esa categoría. Para un pensamiento “normal”, alguien dotado de “superlongevidad”, “superinteligencia” y “superbienestar”, implica solo una extensión de las cualidades puramente contingentes, pero no dice nada de la “virtud” del sujeto. No importa que descendamos en número, pero no por un imperativo malthusiano, sino como reconocimiento de que uno de los factores que conducen a la masificación es el aumento desmesurado de nacimientos. Y, por supuesto, se trata de que “los menos” sean capaces de generar élites cualitativamente mejores especialmente en los terrenos éticos y morales, siendo ellos los que están destinados a guiar a las comunidades en el cumplimiento de sus destinos históricos.

Los promotores del neomalthusianismo tienen razón en inyectar en Occidente todas aquellas ideas y sugestiones tendentes a anular al grupo de población mundial con más posibilidades de que de él surja una respuesta a la decadencia. Las “élites negativas” quieren evitar sobresaltos futuros. Es el reconocimiento implícito de los valores potenciales que todavía conservan un grupo de pueblos masificados y cuyas élites naturales están ahogadas por la plutocracia y la promoción de contravalores. Pero esto también marca el camino a seguir: es de “los menos”, pertenecientes a este conjunto de pueblos, de los que debe partir la obra de reconstrucción orgánica. Bastará para ello que, en la oscuridad de las catacumbas, en la clandestinidad y en el silencio, se prepare esa nueva élite que estará adornada, en primer lugar, por los valores eternos que han estado presentes entre nuestros pueblos desde el mundo clásico; algunos de cuyos miembros destacarán en la ciencia y en la técnica más avanzadas; otros, por la fuerza y la decisión de combatir al “gran adversario” allí donde se encuentre el día en que suene la hora; y, finalmente, cuando “hombres verdaderos” y “mujeres verdaderas” sean capaces de engendrar linajes educados en los valores tradicionales.

Tres anotaciones finales. La primera, sobre la paternidad, en palabras de Evola: “Las antiguas tradiciones indoeuropeas han considerado como un “deber” sólo la procreación de un hijo (esta obligación, sin embargo, no concierne a los hombres con vocación ascética). Es por eso que al mayor se le llamaba "hijo del deber", a diferencia de otros hijos que pudieran nacer después”.

La segunda, el recordatorio de que vivimos en el “reino de la cantidad” y hoy la “masa” es precisamente el reflejo en la demografía de esta tendencia. “Reino de la cantidad” y “masa”, son rechazables. La vida en el “reino de la cantidad”, al cerrar la vía de conexión con valores superiores, tiende a resultar cada vez más triste, gris e inconsistente, en la medida en la que cierra toda posibilidad de superar la condición humana en el camino de la trascendencia.

La tercera, en palabras de Evola, sería la función del Estado, del “verdadero Estado”: “Incluso en los tiempos modernos, en el marco de un estado real, habría que cumplir una doble tarea; por un lado, para contener la proliferación cancerosa de una masa mixta e informe, por otro lado, para crear condiciones favorables a la formación y consolidación selectiva de un estrato social en el que se estabilizarían las cualificaciones que lo hicieran capaz y digno de ostentar con firmeza el poder”.