Este último punto nos sirve como introducción
para el próximo capítulo. Retengamos su enunciado y volvamos a la demografía. Planteemos
la cuestión, no desde el punto de vista de las agendas mundialistas impuestas
por la ONU, sino desde el punto de vista de la Tradición, tal como fue
enunciada por Julius Evola y René Guénon. Evola no toca los aspectos
demográficos en Cabalgar el Tigre, pero si en Los hombres y las
ruinas, texto en el que le dedica un capítulo entero. Se trata de un texto
que, en buena medida, responde a la política de natalidad tal como fue
planteada por el gobierno de Mussolini. Junto a intuiciones y medidas muy
justas y razonables, todo el conjunto de la política demográfica del fascismo se
supeditaba a la consigna: “el número da la potencia”. Es esto,
especialmente, lo que Evola criticaba y a lo que aportaba ciertas precisiones
que, en su conjunto, están incorporadas a Cabalgar el Tigre,
especialmente en lo relativo a la familia.
Frente a los “conspiranoicos” Evola determina que
“El desorden y la crisis en la época moderna no
son causados únicamente por procesos de subversión que, como hemos visto, no
pueden considerarse del todo espontáneos; otros factores de carácter natural
intervienen y actúan sólo porque el hombre no los combate. Entre estos
factores, uno de los más importantes es el crecimiento demográfico.”. Evola, en la línea de otros pensadores de su tiempo
-Sombart, especialmente- consideraba que la existencia del capitalismo (y, por
tanto, la de su contradicción, el marxismo) no hubiera sido posible con la
densidad demográfica de principios del siglo XVIII. No es Malthus quien habla,
sino el sentido común. Evola sostiene que las tesis de Malthus son “discutibles”
y “realizadas desde un punto de vista completamente materialista”, y añade:
“El único peligro no es, como creía Malthus, que los medios de subsistencia
lleguen a ser un día insuficientes. Considerando todos los expedientes a los
que se podría recurrir, este peligro sólo se manifestaría en un futuro lejano;
muchos eventos desafortunados, imprevistos por los fanáticos del progreso
continuo e ininterrumpido, podrían ocurrir antes. Si nos atenemos únicamente al
plano material, el problema de la crisis provocada por la sobrepoblación se
presenta, en el presente y en el futuro inmediato, de otra forma”.
Para Evola, el aumento de la población conduce a la “intensificación
de los procesos productivos” que refuerzan el “demonismo de la economía,
desembocando en una creciente esclavización de la economía individual, a una
reducción de todos los espacios de libertad”. Y como ejemplo poner a las “ciudades
modernas” en donde “pululan, como cuerpos putrefactos, seres anónimos
dentro de una civilización de masas”.
Menciona a Sombart cuando afirmaba que la reducción de la población habría sido
uno de los medios capaces de asestar un golpe mortal al gran capitalismo, La
secuencia es aumento de la población -> capitalismo -> revolución
-> masificación. En una sociedad de masas no hay espacios privados
dignos de tal nombre… salvo para los privilegiados, esto es, para los que se
han beneficiado del aumento demográfico, los capitalistas.
Evola considera que el mayor error del fascismo sobre el plano de
las tomas de posición doctrinales fue la fórmula: "El número es poder"
y el intento de fundar una política imperialista en campañas demográficas
representa. Formula la crítica en base a la oposición entre “calidad” y
“cantidad”, términos que se sitúan en proporciones inversas: “El poder de los números es el de la mera masa bruta, muy
relativa en sí misma, porque incluso las hordas necesitan ser correctamente
guiadas. Todo verdadero imperio nace de una raza de conquistadores que
subyugaron tierras y pueblos y se impusieron en forma duradera como minoría
dominante, en virtud de una vocación y de una calificación superior y no porque
‘no tuvieran lugar en el sol’ y padecieran un exceso demográfico”. Niega
que fuera la superpoblación la que impulsó a romanos, aqueménidas, francos,
españoles, musulmanes, e ingleses, a crear un imperio. Y añade: “Si
consideramos más particularmente la fase en que la dominación de facto debe
integrarse con factores espirituales, de modo que la simple sujeción se
transforme en reconocimiento natural, en un sistema global que adquiere así una
legitimidad y una estabilidad superiores, la importancia de los factores
irreductibles a la simple el número y la potencia del número aparece aún más
evidente”.
Cuando se produce un aumento demográfico “sin discriminación”,
aparecen, inevitablemente efectos secundarios y daños colaterales. A pesar de
que la corrección política impida hoy gritarlo en voz bien alta, los propios
demógrafos reconocen que cuanto más primitivo y atrasado es una comunidad, más
prole genera. Y, a la inversa, los niveles de tecnificación y bienestar inhiben
el número de hijos. Contrabandeando a Malthus,
Evola establece está ley: “Podemos decir que el número de los elementos
superiores, los más diferenciados de una sociedad, aumenta en proporción
aritmética, mientras que el de los elementos inferiores aumenta en proporción
geométrica, de ahí una involución fatal del todo. La desintegración, luego el
colapso de los grandes organismos imperiales ha sido a menudo el resultado de
una especie de marea baja, de una expansión teratológica de la base”. Un
Imperio, una sociedad estable solamente es posible cuando existe liderazgo,
esto es, una clase política dirigente inspirada en valores éticos y morales
superiores, capaz de guiarla hacia la consecución de sus fines. Lo que
presupone que, para ser viable, una sociedad debe tener, además de una
estructura interna coherente, objetivos. O, por decirlo en palabras de José
Antonio Primo de Rivera, una sociedad es viable cuando tiene un “proyecto de
vida en común” y se dota de una “misión y de un destino”.
Una interpretación de la historia no coartada por los
condicionamientos de la corrección política y de las concepciones igualitarias
y multiculturales postmodernas, indica que los instantes de expansión de un
pueblo, tanto en Roma como en la España de los Austrias se producen cuando ese
pueblo está provisto de un proyecto misional y civilizador provisto de valores
muy concretos que vale la pena trasladar a otros puntos del orbe, en tanto que
formas más acabadas de cultura y de técnica. De ahí que los fascismos
reconocieran que “la plenitud histórica de una nación, es el Imperio”.
Ahora bien, estas ideas entraron en crisis a partir del siglo
XVIII, coincidiendo con el primer gran aumento de la población. Hasta ese
momento, habían sido las “élites”, bajo la forma de aristocracias, las que
guiaban a los pueblos, pero, a partir de ese momento, hubo que recurrir al
“demos” y medir su voluntad mediante el “sufragio universal”. La gran
contradicción de los regímenes que surgieron con la Revolución Francesa y con
la Americana es que, los sistemas de medición “cuantitativa” de la población
generaron nuevas “aristocracias cualitativas”: las dinastías capitalistas, por
un lado y los funcionarios del partido (“aparatchiks”) en la respuesta
bolchevique. Las dinastías capitalistas generaron, además, una pieza
intermedia para expresar su voluntad y hacer valer sus intereses sin exponerse
a la censura pública: la “clase política” dirigente propia de las
partidocracias. Es significativo que en las democracias no se insista
excesivamente en la educación de las nuevas generaciones y en estimular su
espíritu crítico, sino más bien en acuñar sobre los alumnos una serie de
valores igualitarios que jamás cuestionen las formas de poder y su
distribución.
Pero, tal como preveía Evola, el problema ha sido que, al existir
un mayor nivel de vida y al triunfar los ideales materialistas, al tiempo que
se encarecía la vida como efecto de las sucesivas oleadas inflacionistas y de
las maniobras especulativas (en relación, especialmente a la vivienda, sector
que está en relación directa con la familia y con su asentamiento en un hogar),
especialmente en los países occidentales, empezara a descender la natalidad
preocupantemente. Fue en la segunda mitad de los 70 cuando esos descensos fueron
patentes en Europa Occidental. A mediados de esa década cuando los gobiernos
francés, alemán e inglés, justificaron la llegada de los primeros contingentes
significativos de inmigrantes del Tercer Mundo, a sus respectivos países: era
la recordada frase “vienen a pagar las pensiones de los abuelos”. En
aquel momento, era rigurosamente cierto que el mercado de trabajo era muy
distintos del actual: además, había terminado la fase de reconstrucción de
Europa Occidental de la postguerra y, a partir de la segunda mitad de los 60 la
economía seguía yendo viento en popa, entre otras cosas, porque los “30 años
gloriosos” de la economía mundial (de 1943 a 1973, esto es de la entrada en
guerra de los EEUU hasta la primera “crisis del petróleo”) habían generado un
fenómeno nuevo, el consumismo. Las fábricas y los tajos precisaban mano de obra
no especializada y algunos gobiernos pensaron que era bueno “importar carne
humana” de las antiguas colonias (Francia y el Reino Unido) o de países
“amigos” (caso de Alemania con los turcos) para compensar la ralentización
demográfica. A fin de cuentas, en la postguerra ya se habían visto los casos de
inmigrantes italianos y españoles que permanecían durante un tiempo trabajando
en países con divisas fuertes y cuando reunían el dinero suficiente regresaban
a sus países de origen para montar un negocio.
Pero eso no iba a ocurrir con la nueva inmigración procedente
del tercer mundo que tenía unos patrones de comportamiento completamente
diferentes, incluso contradictorios, con los habituales en los países que los
albergaban. A eso se sumó el fracaso del tercer mundo y, en especial, de las
independencias africanas, los conflictos sin fin en Oriente Medio y la
inestabilidad en los Países Árabes e en Iberoamérica. En principio, parecería
normal que la gente huyera de los focos de conflicto. Lo que ya no es tan
normal es cuando la presencia de bolsas de inmigración que se han demostrado
inintegrables, tienda a desestabilizar y generar problemas indecibles en los
países que los reciben. Y, más aún, el sentido de estos fenómenos
migratorios que tienen como únicos destinos a EEUU y a Europa Occidental,
se pierde completo cuando, en realidad, no es una inmigración que vaya a “pagar
las pensiones”, sino una inmigración difícilmente integrable en el mercado
laboral de países tecnológicamente avanzados, que requieren para integrarlos de
manera estable personal cualificado técnicamente. No solamente no llega a
Europa Occidental el tipo de inmigración que se precisa, sino que llega una
inmigración atraída por el efecto llamada generado por los subsidios y
subvenciones recibidas por los que ya han llegado. Los que “venían a pagar
pensiones”, en realidad se han convertido en un grupo social ultrasubvencionado.
A la vista de los problemas que se han manifestado en toda Europa
Occidental países con altas tasas de inmigración, resulta suicida pensar que,
en el futuro, se encontrará un “modelo de integración” que haga desaparecer a
la inmigración como problema. Y esto en un momento en el que buena parte de
los puestos de trabajo al que pueden aspirar inmigrantes se reducirá cada vez
más en los próximos años como efecto de la robotización de los sectores en los
que se ha integrado la mayoría de los que han querido encontrar algún trabajo:
el campo, la construcción, el transporte, los trabajos auxiliares no
cualificados, etc.
Por tanto, el problema actual que registra la demografía
europea es la pulverización de las tasas de natalidad. En España, por
ejemplo, se ha pasado de una media de tres hijos por mujer en 1960 a 1,13 hijos
en el momento más bajo (1998). Si desde entonces la natalidad se ha
“recuperado” en España, no ha sido precisamente porque haya aumentado entre
parejas autóctonas, sino porque lo ha hecho gracias a la aportación de la
inmigración (llegando a 1,45 hijos/mujer) en 2008, porque la tasa de natalidad
propia de españoles nacidos en España e hijos de españoles, sigue todavía
descendiendo. La crisis de 2008-2011 supuso un frenazo, no solamente para las
familias españolas, sino para buena parte de quienes habían llegado con la
inmigración. En 1975, habían nacido en España 677.500 niños y se habían
producido 299.000 defunciones y era frecuente que las parejas tuvieran el
primer hijo en torno a los 25 años. Sin embargo, en 2021, el 58% de las jóvenes
españolas creen que es prematuro tener hijos antes de los 30, con lo que la
edad fértil promedio, se reduce prácticamente a cinco años, dado que la edad de
máxima fertilidad de la mujer se extiende de los 18 a los 35 años.
Pasado este tiempo, cada vez, le resultará más difícil quedarse
embarazada y otro tanto ocurrirá con los espermatozoides del varón que irán
perdiendo motilidad y número, si bien un hombre de constitución normal y sana,
este envejecimiento de la capacidad procreadora se retrasará algo más. En
zonas como Cataluña, la natalidad, entre catalanes de “pura cepa” es una de las
más bajas del mundo y el índice de fecundidad está en 1,23 hijos por mujer.
Pero, si tenemos en cuenta que Cataluña es la zona más poblada por inmigración
de origen musulmán y africano, es probable que la natalidad de los “catalanes”
de origen está ya muy por debajo de la unidad. De hecho, ya en el año 2.000
la prensa publicó que los cuatro primeros recién nacidos de ese año, en las
cuatro provincias catalanas eran hijos de inmigrantes.
Regresemos a los comentarios de Evola en el capítulo XV de Los
hombres y las ruinas. Era inevitable que, antes o después, Evola denunciara
el precepto bíblico de “crecer y multiplicaros”, común por lo demás a las tres
religiones monoteístas, que genera un “rechazo con horror a la limitación de los nacimientos”. Evola apunta a que el precepto, originariamente, tenía un valor
práctico (la necesidad para tribus de pastores judíos de disponer de una numerosa
descendencia, dados los enemigos y las enfermedades) que la Iglesia elevó a
valor ético. Obviamente, estas condiciones ya no se dan en la actualidad.
La Iglesia siempre ha tenido dificultades en explicar e integrar
la sexualidad. Además de para la procreación, el sexo sirve para el placer (y,
en las tradiciones orientales es, incluso, una vía para la trascendencia), algo
que el Vaticano, tradicionalmente había rechazo (y que, solamente ahora,
empieza a considerar). En realidad, el problema no estriba en negar el gozo
y el disfrute del sexo, sino en controlarlo. Si la Iglesia hubiera partido de
la necesidad de controlar los impulsos sexuales, como de controlar cualquier
otro impulso instintivo, su posición hubiera sido mejor entendida y si, en lugar
del “crecer y multiplicaros” se hubiera centrado en la transmisión de
valores de padres a hijos, sin duda, hubiera realizado un “aggiornamento”
mucho más razonable en un momento en el que sostener y alimentar a una familia
numerosa resulta imposible para la mayoría.
El peor escenario posible es cuando a la caída en picado de la
natalidad se une el fenómeno de la masificación; y, en Europa, se intenta
compensar esa caída importando inmigración. Así, lo único que se condena es a
la extinción (o poco menos) de una raza o a su sustitución por otra. Una perspectiva condenable desde todos los puntos de vista,
especialmente porque “Europa ha hecho al mundo” y negar el
multiculturalismo (esto es, aceptar la igualdad de todas las civilizaciones y
negar que haya “superiores” e “inferiores”) es la forma más realista de abordar
la cuestión. A pesar de las disquisiciones postmodernas, lo cierto e
innegable es que existen grupos étnico-culturales cuya aportación, en
cualquier campo que se examine, ha sido nula a la historia del género humano y
otros que, después de momentos de expansión, han terminado extinguiéndose como
si su ciclo vital hubiera concluido.
El problema no es tanto el de la “superpoblación” como el de la
“masificación”. A este problema se añade otro: si
aceptamos que la igualdad no existe en la naturaleza, salvo en las especies
inferiores, deberemos aceptar que existen élites que dirigen a masas, y éstas
últimas pueden o no estar “vertebradas”. Una masa vertebrada es un “pueblo”
dirigido por unas élites. “Pueblo” (conjunto de individuos dotados de su propia
personalidad y todas ellas articuladas por linajes, grupos de afinidad y
“asociaciones intermedias”), por tanto, es superior a “masa” (conjunto
indiferenciado de individuos sin rasgos característicos). En ambos casos,
siempre la dirección y guía siempre está en manos de “élites”.
Pero el término “élite” es neutro: pueden existir “élites
positivas” o “élites negativas”. Las positivas son aquellas que se imponen por
su potencia interior, por su magnetismo, por su ejemplaridad, por su moralidad.
Las negativas son aquellas otras que se imponen por su afán de lucro, por sus
rasgos psicopáticos, por su materialismo, su capacidad para la mentira, su
desprecio hacia todo lo que no sea su propio ego. La peor de todas las
combinaciones es aquella en que una “élite negativa” gobierna a una “masa”. Así
pues, el gran problema político-social de nuestro tiempo es que se han
invertido los términos “normales” que hacen viable una sociedad a largo plazo:
una sociedad masificada guiada por élites negativas, no puede sino caminar
hacia su destrucción.
La tendencia del pensamiento transhumanista, por ejemplo, se
resume en la frase: “en el futuro seremos menos, pero seremos mejores”.
El término “mejores” es significativo: el transhumanismo propone “superar
la condición humana”, “dar otro salto evolutivo”, aplicando al ser humano
procedimientos técnicos que aumenten sus capacidades en tres ámbitos: “superinteligencia”,
“superlongevidad” y “superbienestar”. Se trata de una promesa de
futuro que puede cumplirse o no. En donde hay que poner el énfasis para
entender las líneas de tendencia actuales aprobadas por los organismos
internacionales y, a partir de ahí, aplicadas por los gobiernos nacionales, es
en la parte de la frase que dice “en el futuro seremos menos”. Todas las
líneas de acción promovidas por los organismos internacionales (véase la Agenda
2030) van en dirección neomalthusiana: favorecer un clima cultural que, por sí
mismo, limite el crecimiento demográfico, lo revierta y favorezca la reducción
de la población.
Estas políticas responden a distintos intereses: de un lado, el
futuro en el que no habrá trabajo para la mayoría (y, especialmente,
desaparecerán la mayor parte de trabajos no cualificados e, incluso la
Inteligencia Artificial hara inútil la toma de decisiones humanas hasta ahora
asumidas por directivos y cuadros intermedios) y será necesario que el
Estado pague un “salario social”. Cuando menos seamos, menos presupuesto
estatal se empleará. De otro lado, las fantasmagorías sobre la “unificación
mundial”, patrimonio desde el siglo XIX de grupos masónico-ocultistas, ha sido
asumida por todas aquellas corrientes que predican la “igualdad” a ultranza.
Detrás de la galaxia LGTBIQ+ lo que se encuentra es un afán de devaluar el
concepto de “pareja heterosexual con capacidad procreadora”, en beneficio de
“opciones de género libremente elegidas”, cuyo único rasgo común es su incapacidad
para procrear. Los transhumanistas nos dirán que la “ciencia” compensará
este problema: los nuevos nacimientos se generarán fuera del útero materno bajo
demanda, el campo en el que la ingeniería genética está en estos momentos
pisando el acelerador. Pero, en caso de que, en un futuro se logre poner a
punto esta técnica con humanos, estaremos ante una discriminación económica: no
estará al alcance de todos y será, por supuesto, limitada, como el resto de
nuevas tecnologías, solamente a una élite económica, esto es a una
“contra-élite”.
El futuro próximo de la sociedad es, pues, el seguir gobernaba por
unas élites políticas, puestas en posiciones de poder por corporaciones y cuya
única tarea será llevar a cabo políticas de continuidad con las iniciadas
actualmente: “ser menos, pero mejores”… en la esperanza de que la
ciencia concrete estos objetivos. Así pues, la población tenderá a disminuir,
especialmente en Europa.
POLITICAS DEMOGRÁFICAS ANTI EUROPEAS
¿Por qué ese interés en reducir al mínimo a las etnias autóctonas
europeas? Es fácil de explicar: porque, hasta ahora, han sido las únicas
capaces de generar ideas y progreso científico. Las grandes revoluciones
culturales desde el neolítico han partido del continente europeo. Desde el
mundo clásico, “pensar” ha sido una de las tareas a las que se han dedicado las
élites europeas y lo han hecho en función de valores. Ha sido ese pensamiento y
no otro, el que ha generado el progreso científico y las grandes reformas. Y
eso supone un riesgo para las élites negativas (contra-élites). Otras razas han demostrado históricamente su propensión al
mandarinato, su sumisión consuetudinaria, su conformismo pasivo o su
estancamiento en formas de vida propias del neolítico. Solo los pueblos
europeos han mostrado cualidades “titánicas”. Por tanto, para las
contra-élites resulta preciso minimizar su importancia demográfica, destruir su
identidad, convertir su territorio en un mosaico étnico-cultural. A fin de
cuentas, en el siglo XX, la destrucción completa de una identidad ya se logró
con la desintegración de Prusia después de la Segunda Guerra Mundial: bastó con
modificaciones territoriales, desplazamientos de población hasta no quedar ninguna familia sobre el
territorio originario y represión selectiva, para que el “militarismo prusiano”
desapareciera en apenas una generación.
Ahora bien, desde el punto de vista del “hombre diferenciado”, el
descenso del número de habitantes no constituye ninguna tragedia. Incluso puede
aceptarse el “ser menos, pero mejores” a condición de atribuir a las
cualidades morales, a los valores existenciales tradicionales, esa categoría. Para un pensamiento “normal”, alguien dotado de “superlongevidad”,
“superinteligencia” y “superbienestar”, implica solo una extensión
de las cualidades puramente contingentes, pero no dice nada de la “virtud” del
sujeto. No importa que descendamos en número, pero no por un imperativo
malthusiano, sino como reconocimiento de que uno de los factores que conducen a
la masificación es el aumento desmesurado de nacimientos. Y, por supuesto,
se trata de que “los menos” sean capaces de generar élites cualitativamente
mejores especialmente en los terrenos éticos y morales, siendo ellos los que
están destinados a guiar a las comunidades en el cumplimiento de sus destinos
históricos.
Los promotores del neomalthusianismo tienen razón en inyectar en
Occidente todas aquellas ideas y sugestiones tendentes a anular al grupo de
población mundial con más posibilidades de que de él surja una respuesta a la
decadencia. Las “élites negativas” quieren evitar sobresaltos futuros. Es el reconocimiento implícito de los valores potenciales que
todavía conservan un grupo de pueblos masificados y cuyas élites naturales
están ahogadas por la plutocracia y la promoción de contravalores. Pero esto
también marca el camino a seguir: es de “los menos”, pertenecientes a este
conjunto de pueblos, de los que debe partir la obra de reconstrucción orgánica.
Bastará para ello que, en la oscuridad de las catacumbas, en la clandestinidad
y en el silencio, se prepare esa nueva élite que estará adornada, en primer
lugar, por los valores eternos que han estado presentes entre nuestros pueblos
desde el mundo clásico; algunos de cuyos miembros destacarán en la ciencia y en
la técnica más avanzadas; otros, por la fuerza y la decisión de combatir al
“gran adversario” allí donde se encuentre el día en que suene la hora; y,
finalmente, cuando “hombres verdaderos” y “mujeres verdaderas” sean capaces de
engendrar linajes educados en los valores tradicionales.
Tres anotaciones finales. La primera, sobre la paternidad,
en palabras de Evola: “Las antiguas tradiciones indoeuropeas han considerado
como un “deber” sólo la procreación de un hijo (esta obligación, sin embargo,
no concierne a los hombres con vocación ascética). Es por eso que al mayor se
le llamaba "hijo del deber", a diferencia de otros hijos que pudieran
nacer después”.
La segunda, el recordatorio de que vivimos en el “reino de la
cantidad” y hoy la “masa” es precisamente el reflejo en la demografía de esta
tendencia. “Reino de la cantidad” y “masa”, son rechazables. La vida en el
“reino de la cantidad”, al cerrar la vía de conexión con valores superiores,
tiende a resultar cada vez más triste, gris e inconsistente, en la medida en la
que cierra toda posibilidad de superar la condición humana en el camino de la
trascendencia.
La tercera, en palabras de Evola, sería la función del Estado,
del “verdadero Estado”: “Incluso en los tiempos modernos, en el marco de
un estado real, habría que cumplir una doble tarea; por un lado, para contener
la proliferación cancerosa de una masa mixta e informe, por otro lado, para
crear condiciones favorables a la formación y consolidación selectiva de un
estrato social en el que se estabilizarían las cualificaciones que lo hicieran
capaz y digno de ostentar con firmeza el poder”.